Vacaciones de pascua-jueves santo
Unos pasos más. Soltó todo el aire, y con él las dudas, los miedos. Estaba donde debía de estar, se decía, con la persona a la que deseaba. El hombre que le rompía la carne y el espíritu, que se llevaba con su ímpetu su inocencia, quien le había arrancado la virginidad con su hombría.
VACACIONES DE PASCUA
VIERNES SANTO.
¿Qué has estado haciendo hoy, chico?
El hombre acariciaba con una mano la espalda del muchacho, éste a su vez apoyaba la mejilla sobre el torso velludo del hombre. Ambos desnudos en la cama vieja, laxos, el deseo apartado por unos minutos, La casa en silencio, el rumor de la lluvia a través de los cristales.
Había amanecido despejado, el sol acarició la playa con suavidad, con timidez hasta imponerse en el cielo despejado.
El padre de Álvaro decidió hacer una salida. El chico subió de mala gana al automóvil sin que se le ocurriese alguna excusa veraz.
Con la cámara se entretuvo haciendo fotos. En el aburrido almuerzo en el mejor restaurante del lugar al final se entabló la conversación.
-¿Te aburres con nosotros, verdad, Álvaro? –le preguntó con delicadeza su madre.
El chico no contestó, no quería herir los sentimientos de sus padres ni arruinarles el día, se limitó a separar algunos granos de arroz de su plato.
-Deja al chico en paz, mujer, no ves que está en una edad difícil. –respondió jovial el padre- Lo que necesita es más espacio, está demasiado pegado a tus faldas.
-No es verdad, es muy joven aún. Mira lo que le pasó al chico ese hace unos días en la playa.
Álvaro sintió una punzada en el estómago, se sintió como si estuviesen hablando de él.
-He conocido unos amigos-mintió- Esta noche hacen una fiesta y me han preguntado si quiero ir.
-¿A qué hora volverás? –indagó su madre.
-¡Laura! Ya empezamos- intervino el padre.
-Toda la noche, mamá.
-Pero…
-Las fiestas de hoy no son como vuestros guateques-contestó con aspereza-empiezan tarde y acaban por la mañana.
-Bueno, pero…
-Laura, deja al chico por una vez, ¿no te das cuenta que le asfixiamos? Irás a esa fiesta, pero con la condición de que nos llames por teléfono, así tu madre se quedará más tranquila.
El muchacho agradeció con un abrazo a su padre, su madre acabó sonriéndole. Mientras el día se despejaba para el muchacho, la tarde se encapotaba afuera.
Ya de vuelta en el pueblo, el padre le pidió que le acompañase a un recado. Le pasó una mano sobre el hombro y entre circunloquios pasados de moda abordó el tema de la conversación.
-Mira, todo el mundo hemos pasado por estos momentos, es como el sarampión que tarde o temprano tienes que sufrirlo.
-Hay una chica ¿eh?
-¡Papá!
-Hijo, no seas tímido, soy tu padre, puedes confiar en mí, son cosas de hombres.
El muchacho calló, se sentía incómodo por la conversación, por el brazo que amigablemente le estrechaba por los hombros. ¿Cómo podía ser que con su padre tuviese esa desconfianza y se hubiese entregado a un hombre que una semana antes era un completo desconocido.
-Mira hijo, ya sé que estas cosas son difíciles de hablar, sólo te pido responsabilidad…Toma esto-dijo entregándole una caja pequeña de preservativos. Luego sacó la cartera y le entregó unos billetes- Recuerda que has prometido llamar a tu madre, lo la hagas enfadar que luego se cabrea conmigo y me tiene a pan y agua.
El comentario le repugnó, le hizo sentir sucio por sus experiencias con el pescador. Se deshizo del abrazo de su padre y echó a correr.
Volvió una sola vez la cabeza para ver a su padre con una mano levantada en señal de saludo.
Necesitaba aire fresco, corrió cada vez más rápido. Huyendo del mundo, huyendo de él mismo.
Al final, jadeando, se sentó en una roca. Miraba el mar, esperando que de su grandeza, de su inmensidad le llegase una respuesta que no llegaría. Comenzaron a caer las primeras gotas.
Se levantó y buscó un camino inexplorado, una senda que le llevase a algún lugar claro. Necesitaba mezclarse con los grupos de chicos y chicas que reían en grupitos mientras decidían donde pasar la tarde. Quería ser como ellos, alejarse de aquel hombre que le roía por dentro. Caminó sin rumbo, por calles cada vez más despejadas, menos transitadas. De repente, al doblar una esquina; la casa de Manuel.
Se paró de pie, respirando hondo. Da la vuelta, se decía. En el interior de la casa una sombra oscureció la ventana por unos instantes.
Manuel.
Las piernas se le ablandaron, una pequeña corriente recorrió sus pezones. Su miembro se despertó entre los pantalones.
Unos pasos más. Podía escuchar la música que salía de aquella vieja radio. Unos pasos más. Escuchó también, como el pescador con su voz ronca acompañaba algunas frases del viejo tango que sonaba.
Manuel, Manuel, Manuel.
Unos pasos más. Soltó todo el aire, y con él las dudas, los miedos. Estaba donde debía de estar, se decía, con la persona a la que deseaba. El hombre que le rompía la carne y el espíritu, que se llevaba con su ímpetu su inocencia, quien le había arrancado la virginidad con su hombría.
Abrió la puerta.
-¿En que piensas chico?-dijo el pescador incorporándose y cogiendo un cigarrillo de la mesita.
-Déjame que te lo encienda-respondió Álvaro cogiendo con torpeza el cigarrillo. Dio una calada y tosió.
-Trae acá chico, esto sólo hará que te destroce los pulmones.
El muchacho pensó que su padre también fumaba, pero no como aquel hombre, todo lo que hacía desde el movimiento de una mano a la forma de caminar era pura virilidad, sin artificios. Un hombre básico, casi mítico.
Le había abierto la puerta. Se quedó unos minutos mirando al chico, una sombra de indecisión en su mirada oscura. Al final esa sonrisa inocente que desarmaba al muchacho.
Le abrazó entre sus brazos, el chico le ofreció la boca que besó con delicadeza. Le fue despojando de las ropas una a una, sin prisas, acariciando la carne joven, olfateando su aroma adolescente, tocando con sus dedos bastos la fina piel de la espalda, la tersura de melocotón de sus nalgas. Le había desnudado por completo. Le subió en brazos y le llevó hasta la cama. Le dejó con cuidado sobre el lecho que chirrió bajo su peso.
-¡Qué hermoso eres, niño!
El chico se ruborizó más que por las palabras por la intención de su mirada, se dio la vuelta ofreciéndole las nalgas.
El pescador se quitó el jersey oscuro y viejo. Se acostó al lado del muchacho y le besó la nuca.
El chico sintió el calor del cuerpo del hombre, sus pelos del pecho le hacían cosquillas en su espalda, el vello del vientre acariciaba sus riñones.
Pasó la mano por las nalgas del chaval, rozó su hendidura deleitándose con el finísimo vello, dejando un dedo rozándole el ano. El muchacho elevó el culo ofreciéndose.
Manuel bajó de la nuca por la espalda, besando con lentitud la piel fresca del chaval. Se colocó entre sus piernas, abriéndoselas. Separó sus nalgas dejando expuesta la fragante flor que se contraía de deseo.
-¿Te duele todavía?
El muchacho contestó con un gemido de deseo. Le dolía, y sabía que le dolería aún más. Un sufrimiento que deseaba, necesitaba sentirse lleno, que la carne de ese hombre ocupase el vacío que sentía cuando no estaba dentro. Que su masculinidad le resolviera las dudas, sin dejarle pensar en lo que era correcto y lo que no.
Manuel separó los cachetes y acercó su cara, quería embriagarse con el olor del muchacho. Besó la entrada rosada, con su lengua fue apoderándose de su estrechez, con su saliva lo lubricaba. Pasó una mano por debajo de su cuerpo y cogió con su mano los suaves testículos de Álvaro. Su lengua seguía horadándole.
Se levantó un momento y cogió un tarro de crema de la mesita. Se embadurnó los dedos, con ellos el suave y angosto agujero. Se demoró en las caricias, el dedo entraba y salía con la facilidad que la crema le proporcionaba, girando la mano, sintiendo la piel aterciopelada abrirse. Entró un segundo dedo. El chico gimió.
Un tercer dedo. El placer unido al dolor hizo que se revolviese en una queja que Manuel atajó con unas caricias en el húmedo miembro del chico.
Se bajó la cremallera del pantalón y se subió a las piernas del joven, con ellas aprisionaba la cara interna de sus rodillas impidiendo cualquier movimiento. Pasó la verga semi erecta por la raja del chico que gimió de placer, subiendo la grupa. Se estiró sobre él pasando los brazos bajo su cuerpo hasta encontrar las tetillas, que se atiesaron al contacto con los ásperos dedos. Con las manos abarcó sus pechos masajeándolos con los dedos mientras sentía los pezones erguirse en las palmas de sus manos.
El chico intentaba tocarle, pero boca abajo le resultaba imposible y se agarraba con fuerza a las sábanas, torció el cuello buscando la boca del pescador sin conseguirlo.
-Entra, rómpeme de nuevo –dijo con voz la voz quebrada por el deseo, sintiéndose como una ofrenda en la piedra de los sacrificios.
El pescador le puso la verga en la entrada y empujó.
Álvaro se quedó sin aliento durante los segundos que la carne lubricada del hombre maduro entraba centímetro a centímetro en sus entrañas, despacio pero sin darle una tregua, hasta que estuvo completamente dentro de él.
Esperó unos minutos mientras besaba los hombros delgados del muchacho, tranquilizándole con palabras dulces y roncas. Después empezó a moverse, entrando y saliendo de sus tripas. El chico mordía la almohada acallando el envite incesante de la proa de aquel hombre que de nuevo le estaba haciendo suyo en una lucha tan placentera como cruel. Un guerrero desposeyendo al vencido de sus atributos viriles. La sodomía que convertía al chico en una hembra, al hombre en simplemente eso; un hombre. Hasta que su semilla fecundó sus intestinos entre gruñidos roncos de placer.
Luego la laxitud, la tranquilidad reposada de una pelea justa en la que el vencido por obra del deseo también se convertía en vencedor.
¿Tienes que marcharte?
-No, quiero quedarme contigo toda la noche.
El hombre no preguntó más, no quería saber, nada le importaba fuera de aquellas cuatro paredes. Nada tenía sentido más allá de aquella cama y el joven que la ocupaba.
-¿Tienes hambre?
Manuel se levantó, se subió la cremallera guardando al verdugo del chico dentro del pantalón que no se había quitado por la premura del deseo ante el cuerpo joven de Álvaro.
-Hoy vas a ser mi invitado-dijo sonriendo, acariciándole el cabello- vas a cenar como un príncipe.
Salió por la puerta y entró en la cocina. El chaval se demoró un rato más en la cama, disfrutando del contacto de su cuerpo desnudo con las sábanas, sintiendo como la semilla de su hombre le resbalaba por los muslos. Se lavó como pudo y se puso el jersey viejo y agujereado del pescador que canturreaba feliz en la cocina.
Rodeó su cuerpo con sus brazos gozando del contacto de la lana sobre su piel estimulada, impregnándose del olor a hombre de la prenda. Aprovechó el momento para hacer la llamada que debía tranquilizar a sus padres.
Fue hasta la cocina con el regusto amargo de la mentira en su boca y abrazó por la espalda al pescador, que estaba acabando de asar unas sardinas. El hombre vestido sólo con los pantalones, el chico sólo con el jersey.
-¿Qué haces descalzo, te vas a resfriar?
-Tú también estás descalzo –respondió lacónico.
¿Te ocurre algo, hijo?
-Nada, bacalao, bésame y se me pasará.
El hombre le miró suspicaz y le besó.
-Anda, ve a ponerte mis zapatillas y ayúdame a poner la mesa.
Manuel alzó un vaso de vidrio lleno de vino a la salud del chaval. El mantel de cuadros sobre la mesa. Una fuente con el pescado y el pan asado, una botella de vino tinto, espeso y fuerte.
-¡Come, niño, que se van a enfriar!
Al muchacho se le antojó la mejor de las comidas, no podía ser de otro modo, las mejillas se le encendieron cuando se acabó el primer vaso de vino. El mundo era sencillo, humilde, primordial. Aquel salón con su única bombilla, el hogar crepitando, la frugal cena y el hombre más viril que había conocido en su vida.
-¡Cómetelo todo, niño!-le amonestó- el mar nos ha regalado sus frutos para que nosotros nos alimentemos de ellos, sería un desaire imperdonable al respeto por la vida –le aleccionó con severidad.
-¿Puedo beber más vino?
-Pues claro, hijo. El vino es bueno para la sangre y para la mente, aleja los malos pensamientos-dijo con una sonrisa mientras llenaba el vaso y el suyo de paso.
Los ojos del muchacho chispeaban, sus pies se encontraron debajo de la mesa, con sus dedos recorrió las piernas peludas de Manuel, que le miraba serio desde el otro lado de la mesa.
-¿Por qué vienes, hijo?
Álvaro miró el torso desnudo del pescador. Sus fuertes hombros, sus antebrazos poderosos.
-Porque eres el hombre más guapo del mundo.
-No te burles de mí, chico -dijo con un deje de tristeza- a los viejos no nos gusta que nos tomen el pelo.
- Te ví por primera vez en la playa, y enseguida captaste mi atención, te seguí y no pude resistirme a hacer aquellas fotos.
-Pero…
-¡Déjame acabar, por favor! No sabía si aquello estaba bien o no, sólo que tenía que hacerlo. No quería ofenderte, simplemente no podía dejarlo. Era como si algo me arrastrase a unas profundidades en las que estaba seguro que me iba a ahogar, aún así me zambullí en esas aguas oscuras y acaté las consecuencias sin reservas. Entré aquí siendo un muchacho, salí siendo un hombre.
Su niñez se había quedado en la playa jugando con las caracolas, haciendo castillos de arena y ahí seguiría cuando se marchase, pues había mudado la piel del alma, como hacen los lagartos con la suya de escamas cuando llega la hora.
Manuel sonrió por las palabras del chico
-Tu juventud me ha cambiado, me ha transformado en algo que no quería, que nunca busqué. Me he rendido ante tu belleza joven. Y no me arrepiento, ya no.
Me has regalado la flor de tu adolescencia, tu alegría, tu carne joven, tu alma inmaculada. Yo en cambio te he profanado, te he manchado con mi savia vieja.
-Eres un viejo bobo –rió el chaval, mientras se levantaba y abrazaba su imponente cabeza de profeta antiguo. Manuel le besó las manos.
-Entrégame tu juventud una vez más.
Álvaro se despojó del jersey concediéndole su desnudez. Manuel, pasó su mano por el vientre liso del muchacho, sus dedos se enredaron en el suave vello casi rubio de su pubis. Lo atrajo y lo sentó sobre sus piernas.
Hicieron el amor, aquella frase costumbrista cobró sentido en el goce calmado de sus cuerpos. Se exploraron con calma con las manos y los labios hasta que se quedaron dormidos. El hombre abrazando el cuerpo del muchacho, protegiéndole con su hombría. El muchacho feliz, seguro entre sus brazos.