Vacaciones de pascua (domingo de ramos)

Un muchacho aficionado a la fotografía se adentra por terreno peligroso en el que se reencontrará a si mismo e iniciará la metamórfosis de adolescente a hombre.

VACACIONES DE PASCUA.

DOMINGO DE RAMOS.

Las vacaciones en familia le resultaban un coñazo. El chico tenía ya casi dieciocho años y se sentía asfixiado por la omnipresencia de sus padres, esta vez le había tocado en suerte compartir los días festivos en una población costera. La posibilidad de cierta diversión se había esfumado cuando el mal tiempo y la lluvia se hizo presente nada más aparcar el coche en el estacionamiento de los apartamentos. La idea de pasar una semana viendo la televisión o saliendo a pasear con sus padres le revolvió el estómago. Necesitaba aire fresco.

S

entado frente a la ventana de su habitación observaba las nubes pesadas apretarse contra el mar de color plomizo, casi tanto como las advertencias de su padre y las recomendaciones de mamá  para que saliese con ellos a almorzar.

Por fin había logrado zafarse a primera hora de la tarde, se había puesto el impermeable y decidió salir a probar su cámara de fotos. Era una buena cámara, su padre podía permitírselo, y él se lo había ganado con unas buenas notas.

El chico bajó hasta la playa, había dejado de llover pero seguía amenazando tormenta, respiró la brisa marina, la arena húmeda crujía bajo sus pies, el sonido de las olas rompiendo en la playa se mezclaba con los graznidos de unas gaviotas que sobrevolaban la playa en busca de algunos restos de pescado.

Click. La gaviota había sido capturada en la memoria de la cámara, otras dos tomas de las aves marinas ingresaron en la particular colección de imágenes.

Le gustaba la fotografía, adueñarse de momentos  irrepetibles, de un tiempo que ya nunca volvería, Luego a penas las miraba, como mucho un par de vistazos y en seguida las olvidaba, lo que le excitaba era el momento de la captura, igual que cuando fotografíaba personas, gentes cotidianas que nunca volvería a ver. Adueñarse de las imágenes prohibidas, robadas a gentes de todo tipo, Un placer voyeur, que no compartía con nadie. La sonrisa de una muchacha de la que nunca conocería  sus ilusiones, el rostro preocupado de un hombre del que desconocería sus divagaciones, situaciones que luego desde el ordenador de su casa recrearía inventando historias, poniendo nombres, haciéndose con esas vidas congeladas en aquellas imágenes, prolongando las vivencias que comenzaban con un disparo.

Click. La imagen de unas barcas de pesca se sumaba a la colección. Que hermosas eran, se acercó a tocarlas con la mano, la madera áspera, la pintura desconchada, ¿Qué manos habrían empuñado esos remos? Click. ¿Qué sueños serían los de aquellos pescadores que se hacían a la mar? Click ¿Dónde estarían ahora que habían abandonado las barcas?  ¿Almorzando con sus mujeres, haciendo el amor entre sábanas de deseo y sudor?

Click. Con el objetivo acercó la imagen de un pescador maduro que recogía las redes.

Le gustaban aquellos hombres, básicos, con sus caras curtidas, de ojos profundos surcados de arrugas, Clic. Ver sin ser visto, ladrón de almas. Clic, aquellas bocas resecas que apagaban su sed en vaso de vino barato de taberna. Clic, las manos duras, anchas nudosas como raíces de olivos.

Aquel  hombre le parecía atractivo, su anchura, la manera de caminar con las piernas abiertas, la barba dura que despuntaba de tres o cuatro días, el cabello descuidado cubierto por el gorro de lana, los brazos fuertes que transportaban la red al hombro, las botas de agua que dejaban su imprenta pesada en la arena mojada.

Decidió seguirle, adentrarse más en su mundo, robarle un poco más de su intimidad.

El marinero dejó las redes en el suelo para encender un cigarrillo protegiendo la lumbre entre sus manos bastas. Click. Inesperadamente se introdujo entre unas barcas y se abrió la bragueta de los pantalones gastados de faena. El chico escondido entre las barcas se hizo con la imagen preciosa, sagrada, del chorro inacabable de orina. Click, un primer plano de su miembro oscuro que las grandes manos no lograban ocultar. Cuanto hubiese dado por estar frente a él, un espíritu invisible que no perturbara la grandeza de aquel acto, para obtener unas imágenes completas de la carne del marinero.

Click, click, un par de fotos más, que habían salido movidas, malas, inservibles.

El marinero miró hacia donde el chico se ocultaba ¿le habría visto? El miedo se apoderó de él y se agazapó contra los flancos de una barca ¿y si se dirigía hacia él, y si le recriminaba que estaba haciendo?. Un par de minutos ¿se podría asomar ya? No lo quería perder de vista, que se le escapase para siempre. Asomó con cautela la cabeza, el marinero continuaba caminando a unos doscientos metros de él. Lo iba a perder. Recogió su mochila y se encaminó tras él como un perro tras su amo. Como un perro se detuvo en la barca donde había orinado, fotografió el pequeño charquito embebido, el hoyo espumoso que la arena se tragaba ansiosa. Se arrodilló un momento para oler la madera consagrada por la meada, Nada, el espíritu se había esfumado.

Se maldijo viendo como el hombre se internaba entre unas casitas pobres pintadas de blanco. Le iba a perder.

Corrió para recuperar su rastro, las huellas se había perdido al salir de la arena. Un gemido le estremeció la garganta. Se adentró entre las calles temeroso del aspecto de unos muchachos que jugaban con un perro, Podrían robarle, ya no estaba seguro, su aspecto de niño rico resaltaba entre ellos. Su marinero, tenía que encontrarle. Ya había pasado media hora, y la tarde empezaba a caer, había perdido todo posibilidad de encontrarle, enfadado se resignó a volver sobre sus pasos, al reencuentro con sus padres que le preguntarían adonde has estado, ¿me dejas ver las fotos? imposible. Mentiría, tenía que proteger el tesoro.

Se dio de bruces con un hombre que salía de un bar.

-Niño, mira por donde caminas- la voz gruesa, hosca pero no desagradable, una advertencia casi protectora. Miró hacia arriba, unos ojos negros le miraban desde las pobladas cejas, el pitillo entre los labios resecos, la camisa gastada, abierta, ofreciéndole la visión del bello recio, duro. Era el marinero.

Esta vez no le perdió, le siguió con cuidado de no ser visto hasta que el hombre se adentró en la última casa del pueblo. Se acercó hasta la cerca de madera podrida ¿se atrevería a saltarla? La abrió con cuidado, con miedo, ¿qué le diría si le veía espiándole?

Rodeo la casita observando por cada una de las tres ventanas. Allí estaba, sentado frente a una mesa vieja, sin mantel, apurando un vaso de vino. Las piernas estiradas, las botas verde oscuras arrojadas sin cuidado. Los pies cubiertos por unos calcetines agujereados Click, click, click.

Pasó una media hora absorbiendo la fuerza que emanaba el hombre, su madurez, su belleza hirsuta. De repente el hombre se levantó para desaparecer por la puerta de una habitación.

El chico buscó la ventana, la encontró, asomándose con cuidado. Ya se había quitado la camisa, ofreciéndole la grandeza de un cuerpo maduro, el vello salpimentado de su torso, la piel que comenzaba a marchitarse pero todavía en su completo poder. Se sentó sobre la cama que chirrió quejándose bajo su peso, se agachó para quitarse los calcetines, Tras ellos el pantalón que dejó caer sobre una silla. Se recostó sobre la cama, encendiendo el último cigarrillo.

El chico fotografiaba cada uno de esos momentos, de los instantes que luego gozaría a solas con placer onanista, las piernas fuertes y velludas, la mano nudosa que había introducido en el calzoncillo, el poderoso bulto de su entrepierna aprisionada por la tela gastada del slip. El brazo izquierdo entre la nuca y la almohada, el derecho laxo sobre las sábanas, casi podía oler el bello de las axilas, el aliento de vino mezclado con el tabaco que exhalaba con cada calada.

Como aplastó la colilla en un cenicero sobre la mesita y suspiró, cerrando los ojos, la frente noble, las orejas grandes, el cuello moreno contrastando con la parte de su cuerpo que cubría la camisa. Se tocó el miembro, el chico observaba como la mano acariciaba el miembro sobre el calzoncillo, como poco a poco lo amasaba, como introdujo su mano para acariciarse los testículos, como crecía el trozo de carne en el interior de la prenda.

Fotografió con primero planos, cada uno de los actos casi litúrgicos con los que el hombre maduro se regalaba ese placer solitario ¿Dónde estarían sus pensamientos? ¿Por qué no podría capturarlos también la cámara? La mancha de orines sobre el blanco, el contraste de color entre sus piernas y la blancura de las sábanas, la gozosa blandura de la polla generosa acariciada apenas por los dedos.

Poco a poco fue testigo de como el mástil se elevaba orgulloso, como la piel del prepucio dejaba paso al carnoso glande. La mano basta acariciaba el pezón casi enterrado en los duros pelos del pecho, el ir y venir del oleaje del vientre. La cabeza estirada hacia atrás rastreando pensamientos lúbricos, la boca entreabierta, la nuez poderosa de su barba, el bombeo de nuevo de su mano contra la polla salvaje, excitada.

Capturó con su cámara cuando el cuerpo del hombre se arqueó convulso. Aquella mezcla de dolor placentero del orgasmo, de los trallazos que se derramaron por el vientre, más arriba aún, por el pecho. De las caricias lentas, del deseo apagado ya de su mano mojada por la savia  sacrosanta, bendecida por el hombre primigenio, básico, e inmortal, la belleza de la masculinidad sin aderezar, sin lujos superfluos.

El muchacho se retiró con respeto de la ventana, se alejó de la casita pobre en la que reposaba el pescador, llevándose en su cámara y en su mente las últimas imágenes  del miembro flácido, bello, del hombre descansando en paz, en armonía con la tierra y el mar  del que sacaba sus frutos. Absorto, testigo de la intimidad olorosa de un hombre maduro, hermoso y fuerte. Regresando a la anodina habitación de su apartamento que cobraba una nueva dimensión por lo que acaba de acontecer.