Vacaciones

Suspiré de deseo. Él se entretuvo mirándome a los ojos, deslizándose como el reflejo del sol sobre el mar. Te prometes que no volverás a cometer un error, y de repente todas tus intenciones se transforman en papel mojado.

Desperté por el calor. Sentía la piel húmeda y la bajera apegada, y la sábana molestándome en la punta de los pies. El sol filtraba a través de la persiana una luz fina e intensa que repicaba en aquel gran espejo alargado. No debía de ser primera hora. Me sentía descansada, como después de un sueño eterno. A mi lado, Alberto dormía, también desnudo, con esa respiración lenta y profunda que me tranquilizaba durante las noches de insomnios, como un punto de apoyo cuando ante ti sólo ves un mundo pesadísimo y extraño. Por un momento me sobresalté pensando en Clara y su desayuno, hasta que recordé dónde estaba. Cerré los ojos, sonreí y también yo respiré. Casi nada es demasiado importante.

Aún somnolienta atendí a los ruidos que venían del exterior. Algún coche que pasaba, el ladrido esporádico de un perro… Poco. Dentro, nada. Guillermo y Laia probablemente todavía dormían como nosotros. Lo habíamos dejado claro en el coche: no había horarios. Sólo aquella regla para los cuatro días. Laia intentó matizar, pero entre bromas enseguida la hicimos callar. Iríamos a la playa cuando quisiéramos, comeríamos y cenaríamos cuando nos apeteciera y dormiríamos todo lo que nos diera la gana. Ideas básicas para unas vacaciones en la playa que nos sentimos en la obligación de repetir en voz alta. Laia no protestó. Guillermo exultaba. Aún no entendíamos qué hacían juntos.

"Sólo las figuras de ajedrez son blancas o negras", repetía a veces Alberto al respecto, comprensivo y comprensible. Y tenía razón, yo bien que lo sabía. Sólo poniéndonos en la piel del otro podríamos entender.

Me volví. La decoración era simple y funcional, con mobiliario barato y neutro. Pero el apartamento estaba limpio y la cocina bien provista, y en efecto, como decía el anuncio, a cinco minutos a pie del mar. No necesitábamos más, y Alberto, aunque no disfrutaría tanto como yo de la arena y el agua, se sentiría suficientemente a gusto como para no protestar ni lo más mínimo. Lo hacía por mí, y yo se lo agradecía. Lo observé en silencio, su lentísimo movimiento, la silueta curvilínea, y la erección matutina que casi me sacó una risa. Pensé en despertarlo, pero renuncié. Me levanté, me puse la camiseta de tirantes y las bragas, y salí.

El apartamento estaba en silencio, y la puerta del baño enfrentaba la habitación cerrada de nuestros amigos. Curiosa, acerqué el oído para oír si había alguna íntima rumor de colchón castigado. No se oía nada, y aquel silencio me reconfortó. Por otra parte, tal vez era más pronto de lo que en un principio había imaginado.

El baño era pequeño. Cerré la puerta con cuidado, y después de unos instantes intentando adivinar el mecanismo, finalmente pasé el cerrojo de la cerradura. Me miré al espejo. Estaba totalmente despeinada y la camiseta me parecía sucia del viaje del día anterior. Me sentía guapa, e incluso la erección de mi marido había hecho que los pezones se me marcaran bajo el algodón. Me levanté la camiseta y me miré los pechos, pequeños, redondos y simétricos, con la forma delimitada y unas aureolas marrones y grandes. Alberto decía que eran los pechos más bonitos que nunca había probado. Lo decía así, con la naturalidad de un notario, y no sólo cuando le preguntaba si le gustaban en las noches de pasión. Estaban un poco blancos. Se notaban, difusas, las líneas del biquini. Pensé si Laia se molestaría porque hiciera top-less ante Guillermo, y no supe responderme. Me acaricié un pezón, tenía el tacto suave. Me gustó. Me bajé de nuevo la camiseta y me senté para mear.

Había una cesta grande para la ropa sucia, y un mueblecito lila, también barato, también funcional, donde habían dejado unas cuantas toallas blancas perfectamente plegadas. Pensé en ducharme aunque no hubiera llevado la ropa limpia conmigo. Sudaba un poco. Dejé caer las últimas gotas y me limpié con dos recortes de papel higiénico. Me dio la impresión de que estaba húmeda. Me quité la camiseta. Me levanté, y así, desnuda, me acaricié el sexo recordando la erección de Alberto, y el biquini, y la playa, con un deseo tan vago como profundo, muriéndome de ganas de sentirme observada y hacer como si nada. Mi dedo se deslizó ...

Y entonces la puerta se abrió. De repente.

De manera instintiva me cubrí con las manos, pero no supe cómo protestar.

"Perdón, perdón", dijo Guillermo, que entraba en calzoncillos, apenas me vio, e hizo intención de volver a cerrar enseguida, pero entonces, como si recordara alguna frase se detuvo y me miró. No dijo nada. Yo no me moví. Dejé que sus ojos me repasaron de arriba abajo, con los labios ligeramente abiertos y sus cabellos negrísimos y también despeinados. Y sólo después de aquellos segundos, bajó la mirada, y poco a poco cerró.

Quedé quieta, en aquella ridícula posición donde las manos apenas me cubrían nada. Me había puesto nerviosa, y sentía aquella puerta cerrada como si fuera de cristal.

Suspiré, y por fin me decidí a ponerme la camiseta y las bragas.

"Había cerrado con llave", me justifiqué en voz alta justo antes de tirar de la cadena.

Me limpié las manos en el lavabo y me arreglé un poco el pelo. Me había puesto un poco colorada, y continuaba sudando.

Dudé, pero finalmente abrí. Él apareció en el umbral.

"Había cerrado con llave", repetí ahora con voz baja, un poco avergonzada, y alcé la mirada hasta encontrar sus ojos.

Guillermo se apoyó en el marco de la puerta. Parecía tranquilo, e incluso adiviné una sonrisa detrás de aquella mirada comprensiva. Enseguida sentí su suave olor a tabaco.

"¿Has dormido bien?", me preguntó.

"Parece que me he liado un poco con la puerta ...", insistí sin que me acabará de pasar la vergüenza.

"Libro de instrucciones, recuerda ..."

"Libro de instrucciones, ya, para todo y en cualquier circunstancia", nuestra broma, en efecto, venía al caso.

La sombra de la barba le perfilaba el rostro, sus rasgos masculinos, incluso ásperos, la suave marca de nacimiento del lado derecho del cuello.

"¿Y qué hacías?"

Puse los ojos en blanco

"Iba a ducharme", suspiré.

"Sí, ya, y para ducharte… ¿necesitas acariciarte antes?", y sonrió de manera maliciosa. Y entonces sí, toda la sangre del cuerpo me subió al rostro.

"¡Eh! ¿Pasas o no pasas?", y abrí del todo la puerta.

Él lanzó un vistazo rápido al pasillo en silencio, y avanzó un paso que me robó.

No me dijo nada. Me acarició el labio inferior con el índice. Se inclinó ligeramente, y me besó. Un beso que saboreé con los ojos cerrados. Sin miedo. Con regusto a añoranza. Apoyé las manos a su pecho firme, y sus pelos me enredaron los dedos. Conocía aquel tacto.

Se separó de nuevo lentamente. Yo no aparté las manos.

"Estabas guapísima", me dijo.

"¿Primera hora del primer día de vacaciones y ya me estás liando?", le contesté.

"Tengo que preparar el terreno, porque pienso follarte uno de estos días…"

Aquella promesa me deshizo.

"No, no lo harás…"

"Sí, sí que lo haré…"

Y para demostrarlo, bajó la mano hasta mi ombligo, lo dibujó, y se abrió paso bajo las bragas. Me acarició el sexo, que era todo agua y calor.

Suspiré de deseo. Él se entretuvo mirándome a los ojos, deslizándose como el reflejo del sol sobre el mar.

Te prometes que no volverás a cometer un error, y de repente todas tus intenciones se transforman en papel mojado.

"Entra", le pedí con un hilo de voz. "Entra…" y con un leve movimiento de cintura le facilité el camino. Me obedeció, se abrió paso en mi interior, y con la mano libre me tapó una boca que estaba a punto de delatarse. Tenía unos ojos verdes profundos que parecían acotar mi alma. Mordí un dedo. Él sacó el suyo de mí, y lentamente se lo acercó a los labios y lo lamió.

Me buscó el oído. Me ordenó un mechón de pelo.

"Si en la playa te quitas el biquini, te follo allí mismo…", y me besó en la mejilla.

"Me has puesto caliente, y Alberto la tenía durísima esta mañana…"

"Así que vas a tirarte a tu marido después de que yo te haya metido mano…"

"Lo voy a despertar y me lo voy a follar muchísimo…", dije con toda la verdad y toda la intención. "Mientras no pueda follaros a los dos a la vez, me tendré que contentar con él sólo…", e hice un movimiento hacia la marca de su cuello para reprimirme de nuevo en el último instante. No sé muy bien ni cómo lo hice.

"Y seguro que gritas para que yo lo oiga", me susurró

Mi mano le acarició la entrepierna. Los calzoncillos no podían contener su erección. Casi se sentían sus pliegues bajo la tela.

"Me pone mucho verte así por mí…", murmuré a modo de despedida. Le di un beso en la mejilla, y me fui. Dejarlo así, muerto de deseo por mí, me encendía.

Crucé los cuatro metros del pasillo sin mirar atrás.

La puerta de mi habitación estaba cerrada. La abrí con cuidado y me di cuenta que aquella ni siquiera tenía cerrojo. Alberto se había girado hacia mi lado. Tenía los ojos cerrados, pero me pareció que ya estaba despierto. Me miré de nuevo al espejo. Continuaba despeinada y los pezones se me marcaban como una confesión.

"¿Qué ha pasado?", me preguntó Alberto con voz dormida.

Me giré. Continuaba con los ojos cerrados.

"Tu amigo me ha visto desnuda cuando iba a ducharme…", respondí un poco alterada.

"¿No habías cerrado la puerta?"

"Lo he hecho mal…"

Alberto suspiró con paternalismo. Estaba guapo así estirado. Con las piernas ligeramente flexionadas, los cuatro pelos en el pecho, y el sexo aún duro.

"Pues vaya…", respondió Alberto, y entonces abrió los ojos y me miró. "Como se entere Laia, ya la tenemos…"

No me preocupaba Laia, pero en efecto, eso podía ser un problema. Aunque bien pensado, que aparecieran problemas con ella durante el viaje era una simple cuestión de tiempo, así que mejor que al menos fuera por algo estimulante.

"¿Has visto cómo he despertado?" me dijo Alberto cogiendosela y soltando para que golpeara a su vientre.

Me mordí el labio y en un instante me quité la camiseta y las bragas. Me acerqué y le di un pequeño beso en los labios mientras se la empezaba a acariciar.

"¿No te ha cortado el rollo Guillermo?", me preguntó intensificando poco a poco los besos.

"No", respondí. "Me ha puesto… Estaba a punto de hacerme un dedo pensando en tu polla dura…"

Alberto se envalentonó. Me cogió de las muñecas y me inmovilizó debajo de su cuerpo. Me comió la boca y con los dedos me buscó el sexo.

"Uf…", exclamé.

"Estás mojadísima…", me dijo sin dejar de tocarme.

"Nada, sólo me ha visto desnuda y ha cerrado la puerta…"

"Y te has puesto caliente…"

"Me he puesto más caliente…"

"Y has vuelto para que te folle…"

"Claro…"

"Muy bien…" y dicho esto, me la clavó.

Entró toda de una tacada.

"Que guapa que eres…", me dijo. Yo lo cogí con las dos manos y le besé. Por un momento tuve miedo de que el olor de tabaco hubiera impregnado mis labios. Pero si lo hizo él no se percató. Él me mordía labios y barbilla, como siempre hacía y como me gustaba que hiciera. Con su miembro durísimo quieto dentro de mí.

"Guapísima. Eres guapísima", me repitió.

"Me encanta sentirte dentro…"

Comenzó a moverse. Yo, bien abierta, sentía cada centímetro de su camino de ida y vuelta. Al otro lado de una puerta sin cerrojo un apartamento entero empezaría a llenarse de nuestros ruidos.

"Me encanta cómo me follas…"

"¿Te correrás así?", me preguntó resoplando.

"Sí, me correré sólo con tu polla…", le contesté buscando aire. "Y gritaré para que me oigan… Quiero que sepan que me estás follando…"

"No, no quieres eso", me contradijo. "¿Quieres que Guillermo sepa que te estoy follando… Y en la playa nos enseñarás las tetas y los dos babearemos por ti, y eso te pondrá guarrísima, tan guarra que cuando volvamos tendré que volverte a follar…"

Era mi marido y me tenía calada.

Y entonces, como un animal desbocado empezó a follarme duro, haciendo golpear el cabezal en la pared, dándome lo que quería. Yo me retorcía de placer bajo su cuerpo, y le pedía más buscando con las manos su culo. Lo encontré, lo cogí como pude y se lo golpeé.

"Quiero follártelo ", le dije.

"Ahora te estoy follando yo…", y me cogió fuerte de la muñeca y me bloqueó. "Pienso follarte muy estos días", me advirtió, sudado y vicioso como no lo recordaba. Mi punto de apoyo, mi paz, mi hombre.

Y aquella promesa uniéndose a la de Guillermo en mis entrañas, como una convulsión, un grito abierto, un mar ancho y muy azul que me moría de ganas de navegar.

Sólo las figuras de ajedrez son blancas o negras.