Uvas de Exportación
Un ejecutivo va a vender unas mallas agrícolas al norte, pero se ve atrapado en las redes de un agrónomo romántico y erótico.
Habíamos hablado varias veces por teléfono. Rodrigo era el ingeniero agrónomo a cargo de los huertos de uno de los principales productores de uva de mesa de exportación del norte de Chile, y estábamos evaluando la instalación de unas mallas protectoras para sus cultivos. Para poder asesorarlo mejor, coordiné un viaje a la zona para evaluar en terreno las mejores alternativas de producto. Rodrigo me esperaría en el aeropuerto para llevarme directamente al valle situado a unos 150 kms al interior.
Cuando llegué al aeropuerto y lo vi, me llegaron a doler las muelas de lo espectacular que era este hombre de campo.
"Hola, por fin nos conocemos", me dijo, con una voz masculina pero con un toque de juventud.
"Si, pues, tanto hablar por teléfono uno se imagina a la gente distinta a como en realidad es", le respondí.
"¿Ah, si?", comentó, "¿Y cómo me imaginabas"?
La respuesta no era relevante, sino cómo era él en realidad. Un potrito de unos 28 años, de 1,95 mt de estatura y construido en pura fibra. De pelo negro y piel bronceada por el sol, sus ojos azules como los hielos patagónicos contrastaban con la aridez del desierto nortino. Recorrí todo su cuerpo con los ojos, disfrutando especialmente de sus brazos y manos, que denotaban su dosis de trabajo del tronco superior. Ese día estaba vestido con unos jeans de calce perfecto (porque su cuerpo lo era), una t-shirt sencilla que pedía a gritos que la quitasen y zapatillas. Como era lunes, y había salido temprano del valle para recogerme del aeropuerto, no se había alcanzado a afeitar, con lo que lucía una barbita de 3 días que terminaba por rematar ese look italiano que emanaba una masculinidad a toda prueba.
Cuando levantó mi bolso y lo puso en la parte de atrás de su camioneta, me relamí la lengua, ya que su polera se levantó dejando ver unos abdominales marcados y un camino de felicidad que comenzaba en su ombligo y se perdía en sus jeans.
En los 150 kms. de camino que separaban el aeropuerto del campo me comentó que él era de Santiago pero se había venido a vivir al norte desde que había salido de la universidad, y que no cambiaba su vida por nada. Se había construido una cabaña al final del valle, sobre una colina, donde sólo se podía comunicar por radio, con una vista privilegiada y la tranquilidad de la soledad. "Pero nunca tan solo", me decía, "tengo televisión satelital". "Además, vivo con mi mejor amiga", agregó, mientras me mostraba picaronamente su mano empuñada. Yo sonreí ante el comentario, pero por dentro lo único que quería era poder quitarle el vicio solitario para reemplazárselo por otro mejor: que se enviciara conmigo.
El camino era increíble, ya que en cada curva se podía apreciar lo imponente del desierto y los cerros, y como el hombre había ocupado hasta el último palmo de tierra para plantar viñedos. Cuando llegamos a un gran tranque construido para el regadío, Rodrigo detuvo la camioneta. "Ven, bájate", me dijo. Y me invitó a escuchar el impactante silencio del desierto. Ahí me vino el primer ataque al corazón. En buen chileno dijo "Puta, estoy que me meo, güeón". Y abriendo su cinturón, el botón de sus jeans, bajando su cierre y echando hacia ambos lados la mezclilla, sacó su espléndida manguera y se puso a regar el valle. Que maravillosa vista, ya que se levantó la polera para dejar ver esos abdominales peludos que ya había atisbado y la hermosa melena negra que coronaba ese pedazo de placer. "Aahh, no hay nada mejor que sentir el viento en la pichula", comentó. Aunque yo también tenía ganas de cambiarle el agua a mi radiador, estaba tan caliente que sabía que si lo tocaba podría explotar, así que estoicamente me aguanté.
Almorzamos en ese lugar. Rodrigo había comprado un poco de queso manchego, jamón crudo, aceitunas verdes, pan de campo y una excelente botella de vino. "Nada mejor que un almuerzo de campo. Además, por acá no hay tantos lugares donde comer bien", agregó. El vino era uno de los mejores vinos chilenos, lo cual me llamó la atención, como también lo hizo que toda su ropa era de marca, incluyendo un carísimo reloj suizo, y la camioneta del año.
Cuando llegamos al campo, Rodrigo tenía unas motos de cross para recorrerlo. Durante la tarde estuvimos viendo todo el campo, unas 1.000 hectáreas de viñedos ganados al desierto y a los cerros. Si bien estaba haciendo mi trabajo, no podía dejar de mirar a este agrónomo que me tenía loco. La respuesta a mis observaciones vino luego. "Don Rodrigo, estuvo su papá por acá viendo las tierras nuevas". Mi agrónomo era el hijo del dueño de este negocio. El estaba a cargo de los campos, su hermano mayor del packing y su otro hermano del frigorífico. También producían pisco para el mercado nacional, y ese negocio lo veía el papá.
Ya nos habíamos hecho bastante amigos, luego de una jornada completa de trabajo. Al caer la tarde, cuando terminamos de trabajar, me invitó a conocer su cabaña para tomar una cerveza. La cabaña era más bien un loft increíble situado en la parte más alta de la colina desde donde se dominaba todo el valle.
De una arquitectura exquisita, tenía la terraza con una bellísima vista al atardecer entre los cerros. En ella, había un jacuzzi de madera, "para relajarse después de la pega". Por el otro lado, el dormitorio estaba situado en un segundo nivel con techo de vidrio "para mirar las estrellas y que te bañe la luz azul de la luna llena en la noche", y estaba orientado al oriente "para energizarse mirando los colores del amanecer". Una mención especial para el baño, un espacio contemporáneo con una ducha sólo separada del resto del ambiente por una semi-mampara de vidrio. Para rematar, al centro del espacio un fogón que distribuía el calor por la casa.
Cuando llegamos ahí, Rodrigo puso una música new-age, y sacó unas cervecitas heladas. La tarde estaba muy agradable, pero comenzaba a refrescar. Le comenté lo espectacular que era su loft, y el jacuzzi de la terraza. "No te imaginas en invierno cuando llueve", dijo. "O lo que es estar en el jacuzzi con nieve por todo alrededor".
Luego de un rato de conversar, me miró con esos ojos azules y me dijo: "¿Tu tienes reserva en algún hotel en Copiapó? Porque la verdad es que me da un poco de flojera tener que irte a dejar 300 kms de ida y vuelta. Aparte, Copiapó es una ciudad muerta. Si no te da lata, te puedes quedar a dormir acá, así me haces compañía y te relajas un rato". Obviamente que ante una oferta tan tentadora como esa no me pude negar.
Entonces, Rodrigo dijo "Bueno, bueno, señor. ¿Una relajadita en el jacuzzi?". "Me parece perfecto", le respondí. Así que fui a ponerme el traje de baño. Cuando llegué de vuelta, este hombre de sueños estaba desnudo dentro de la tina de madera. Cuando me vio llegar, esbozó una sonrisa diciendo "Oye, acá no hay nadie que te pueda mirar. Sácate esa ridiculez de traje de baño y métete a la tina".
Fueron momentos muy románticos y eróticos. Los dos desnudos, en un jacuzzi al aire libre, mirando el atardecer desde lo alto del valle. Entonces hablamos de las novias, de la soledad y del sexo. Pero Rodrigo me confesó que el era asceta y que practicaba disciplinas orientales, como el masaje Reiki. También me confesó que disfrutaba mucho de la masturbación, y que a diario se relajaba en esa tina masturbándose, y entre bromas comentó que yo lo estaba haciendo perderse su sesión de ese día.
"Bueno, no te reprimas por mi, por favor, estás en tu casa", le devolví la broma. -"¿No prefieres que te haga un masaje?", y accedí. Se puso por detrás de mí y comenzó a masajear mis hombros y mi cuello, recorriendo mi espalda. Yo no pude más y emití un gemido de placer. "¿Te gusta?", susurró a mi oído. "Me encantas", contesté, mientas besaba mis orejas y cuello. "Tú me gustaste desde que te vi", y nos fundimos en un beso embriagador que me llevó más allá del valle y de los cerros. Nos tocamos, nos besamos y nos amamos en esa tina, mientras el sol se ponía, acabando juntos en un solo orgasmo cuando se apagaban los últimos rayos de ese día.
Esa noche compartí su cama mirando las estrellas y bañándonos de luna, e hicimos el amor sin tregua. A la mañana siguiente, me deleité mirando como se duchaba, mientras me enamoraba un poquito más cada vez.
Hicimos el negocio de las mallas, y compartí con Rodrigo mi know-how del producto toda la temporada frutícola.
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