Ut mors coniugae... ©

Una historia de amor y sexo en el Imperio Romano, en la Pompeya inmediatamente anterior a la erupción del Vesubio, que conservó para siempre la huella de los amantes.

UT MORS CONIUGAE QUIS VITA SEPARAVIT

No tenía ni nombre. Todos le llamaban simplemente Stico, o Sthicus, es decir, esclavo, sin otro apelativo. Hijo, de esclavos, nietos de esclavos, esclavo desde nadie sabía cuantas generaciones. Pero romano. Su aspecto físico delataba que no procedía de ninguna leva de esclavos causada por las innumerables guerras del Imperio. Su familia era esclava porque sí, de forma natural, por generación, quizá por las deudas de un antecesor tan lejano que hasta su nombre se lo había llevado el viento de la historia. Podría haber sido rubio, o bizco, flaco, y llevar un apodo en consonancia. Pero era simplemente esclavo. Algunos maledicentes decían que sí, que debía tener praenomen , nomen (que acreditaría su pertenecía a un clan o gens ), cognomen y hasta agnomen . Y llamarse Sthicus Sthicus Sthicus Sthicus, claro, Esclavo Esclavo Esclavo de los Esclavos. Pero él no lo llevaba mal. Su condición se le hacía absolutamente natural y no echaba de menos una libertad que nadie en su familia había tenido hasta donde el recuerdo alcanzaba. Y no era una vida tan mala. Siempre pertenecientes a una misma familia, sus antecesores y él mismo llevaban un buen pasar, con unos amos tranquilos e indolentes, a los que era fácil contentar. Eso sí, tan tranquilos como tacaños, lo que siempre impidió que ninguno consiguiera comprar su manumisión, y tan avaros como indolentes, lo que también impidió que los manumitieran motu proprio . Pero de todos modos, eran gente rica, y toda la «familia», esclavos y clientes incluidos, se beneficiaba de ello si no era demasiado ambiciosa.

Y además, estaba el gran secreto. El secreto por el que las amas que los tenían como esclavos jamás querían desprenderse ellos, y de ahí la perpetuidad de su esclavitud, siempre en la misma casa, pasando de madres a hijas, y hasta a nueras. El secreto por el que, de haber sido libre, y ciudadano y patricio (demasiadas condiciones, sin duda), y por tanto haber tenido muchos nombres, el último, el agnome n, sin duda habría sido el de «Priapus».

Pero su última domina no parecía saberlo, ni siquiera interesarse en ello. Iulia, llamada Félix, porque sobre ella convergían todas las venturas. Los augurios fueron inmejorables en su nacimiento, procedía nada menos que de los Julios, hijos de la misma Venus, y a cuya gens perteneció el Primer Hombre de Roma por los siglos de los siglos, el gran Julio Caesar, cuyo apellido dio lugar nada menos que al genérico de los emperadores, era rica por estirpe y aún más por matrimonio, bella, inteligente, culta. Todo la hacía acreedora a aquel Felix , que sin embargo tan mal se compadecía con su triste expresión y mirada ausente la mayor parte del tiempo. Y es que Julia se sentía como la primera de su nombre que no cumplía con su virtud principal. Siempre se dijo que las Julias eran capaces de hacer felices a sus maridos. Y en este caso no era así. Y no porque no lo intentara. Ponía todo su empeño en aparecer siempre radiante, cariñosa, dulce. Llevaba la casa con perfecto orden, los esclavos rendían, y además lo hacían con agrado, todo estaba en perfecto estado de revista, ella ejercía de perfecta anfitriona en las reuniones que organizaba el marido en casa. Que cada vez eran menos, pues prefería asistir a otras, fiestas incluidas, a las que nunca llevaba a Iulia.

Ésta se sentía así cada vez mas ignorada, apartada, casi despreciada. Su marido, Spurius Asinius Verres , cuyo apodo se lo pusieron por su aspecto de cerdito sonrosado al nacer, era un tipo reservado, cada vez más huraño en su propia casa, y cada vez más raro en sus costumbres y amistades. Creciente aficionado a las prendas de colorines, a los peinados sofisticados, a las joyas y las extravagancias culinarias, a la decoración estrambótica y cada vez más cara, se hacía acompañar frecuentemente por cómicos de la más baja estofa, bailarines andróginos y todo tipo de estrafalarios personajes. Todo ello muy poco romano, pero quizá apropiado a aquella ciudad de Pompeya en la que vivían y que, como toda la bahía de Neápolis, que nadie sabía por qué los más viejos del lugar insistían en llamar «del Cráter», vivía de un modo brillante y absurdo.

Con estas aficiones maritales, no es de extrañar que Iulia se viera cada vez más sola, sobre todo a la hora de dormir, cuando tenía que acudir una y otra noche a su cubículo privado, habiendo ya olvidado la última vez que acudió a la cama de su esposo y éste cumpliera con sus deberes maritales

Tampoco es que esto le desagradara, más bien era casi una liberación. Nunca le gustó, nunca le quiso, aunque siempre cumplió como una auténtica matrona romana, y nuca tuvo Spurius la más mínima queja por algo que su esposa hiciera que pudiera afectar a su dignitas de pater familias . Y tampoco parecía que le importara mucho, la verdad.

Pero aún así, Iulia se sentía cada vez más sola, más triste, más desdichada. Y más incompleta y frustrada como mujer. Cuando empezaba a acostumbrarse a su vida de castidad forzada, de cuasi viudez anticipada, su propio cuerpo empezó a rebelarse, y un día se sorprendió a sí misma observando con delectación los músculos de Stico cuando éste realizaba alguna labor pesada con el torso desnudo. Pero aún mayor fue su turbación, cuando al descubrirla él, le hizo una reverencia y sonrió mientras la miraba y saludaba con un respetuoso « domina ...» se sonrojó como una colegiala.

Aquella vez salió corriendo, pero a partir de aquel momento, no podía evitar volver a ruborizarse cuando se cruzaba con él, cuando le daba alguna orden o cuando él traía algún recado. Y es que, aunque el esclavo jamás osó tomarse confianza alguna, a Iulia le parecía percibir una extraña mirada en él, una mirada melancólica como la suya, una mirada de comprensión, de afecto, una mirada que parecía decir «ordéname lo que quieras y lo haré por tí».

Con todo ello, el desasosiego se apoderó de Iulia, y se sumó a su profunda decepción conyugal. No había hecho nada, no había pasado nada que pudiera avergonzarla, pero se sentía culpable, manchada, a la par que profundamente insatisfecha. Y ella no se conformaba como el mediocre de su marido con joyas, afeites, perfumes o vestidos. Ella quería vivir, sentir, vibrar, ella necesitaba notar cómo la sangre corría por sus venas, ella deseaba que su corazón palpitase desbocado, que unos dedos cariñosos la acariciaran, que unos labios de seda sellaran su boca anhelante, que unos fuertes brazos la sujetaran, que un potente ariete de carne se fundiera con su interior... y cuando pensaba todo esto se echaba a llorar en una mezcla de deseo, pasión, vergüenza y desesperación.

Al fin un día se armó de valor y le comunicó a su marido sus anhelos. Fue una larga conversación, o mejor dicho un monólogo en el que le expuso su frustración, su rabia, su vergüenza, su camino hacia la locura. Spurius la miraba atónito, no dando crédito a cuanto oía, con la boca entreabierta, los gruesos labios destacando sobre sus mofletes sonrosados, más cerdito, más Verres que nunca.

Cuando ella terminó su alegato, con una creciente excitación que la llevó a ahogarse en gemidos, él, simplemente se levantó de la silla, la miró con infinito desprecio y le espetó un corto y duro « Meretrix !» antes de salir muy digno por la puerta, camino de alguna de sus innombrables francachelas con locas pintarrajeadas, catamitos de pelucas doradas y bujarrones de contoneos indecentes. Buena prueba de a dónde iba el Imperio. Ya no es que se alejara de la tradicional austeridad republicana, es que ni siquiera el, a pesar de todo viril, «amor griego» de otras épocas tenía ya cabida en las diversiones de una clase corrompida en su propia opulencia y ociosidad.

Y Iulia, todavía representante de la eterna virtus , se veía relegada a la condición de una simple e imprescindible excusa para sumar fortunas y mantener unas estúpidas apariencias en las que prácticamente nadie creía ya.

Poco después de recibir el infame e inmerecido insulto emitido por la jeta de su marido, Iulia se deshacía en llanto, cuando apareció Stico siempre ocupado en sus labores domésticas. Iulia, siempre pendiente de su dignitas , ahogó sus sollozos y trató de aparentar la imperturbabilidad que se suponía a una matrona romana (la egregia Cornelia, madre de los Gracos, y la propia Aurelia, mater del gran César eran siempre sus referentes de conducta) y actuó en consecuencia. El esclavo se paró frente a ella y la miró como acostumbraba. Iulia le llamó, hizo que se arrodillara ante ella, de modo que sus caras quedaron enfrentadas y muy próximas. Tomó su cara entre sus manos, sus labios casi se rozaban. Stico la acarició dulcemente el pelo. Iulia se sintió reconfortada, cerró los ojos, y...

Se levantó como un resorte, confortada, pero asustada. Volvió a mirar al esclavo, le dio las gracias y le ordenó que se retirara, lo que éste hizo al punto, tan obediente como siempre. Sentía una extraña desazón, mezcla de placer e inquietud, de esperanza y temor.

Spurius volvió casi al alba. Borracho como una cuba, cubierto de la cabeza a los pies por todo tipo de manchas de maquillaje, restos de comida y bebida, y hasta de vómitos o de otros efluvios más o menos humanos, entró trastabillando y se dirigió hacia el dormitorio de Iulia, que, pese a todo, había conseguido conciliar algo parecido a un sueño tranquilo.

«¡Ramera!» gritaba fuera de sí. «¿Con que quieres mentula ?. Pues te voy a dar mentulae hasta que te hartes. Iulia despertó aterrada, pero al mismo tiempo con una especie de perversa e ingenua esperanza. ¿Sería capaz su marido de portarse como un hombre?. Aunque la violara, esto la aterrorizaba, pero lo sentía como un mal menor, quizá como el principio de un cambio decisivo en sus vidas.

No tendría tanta suerte, Spurius abrió la puerta de un empujón, la agarró por el pelo y medio desnuda la arrastró por el peristilo hasta el atrio y se dirigió a la calle de esta guisa. Iba gritando «Ciudadanos de Pompeya, acudid al lupanar, hoy hay putas baratas!».

Stico se interpuso en su camino haciéndole casi caer en el choque. «Aparta esclavo», gritó Spurius sin lograr una respuesta. Iulia, a pesar de todo logró mirarle y le hizo una negación la cabeza. El esclavo, con los músculos en tensión, con las venas hinchadas de indignación se hizo a un lado murmurando « domine... ».

Pero fue suficiente, Spurius, preso de la ira pero sobre todo de su embriaguez, sufrió un ataque de náuseas y vomitándose encima soltó a Iulia y se alejó mientras llamaba a otros esclavos para que le limpiasen la inmundicia. Stico, levantando a Iulia como una pluma la llevó en brazos hasta su lecho, traspasando el umbral con ella como si fueran un matrimonio. La depositó suavemente en la cama, y se quedó, siempre silencioso, a su lado, mientras le apretaba la mano desesperadamente, hasta que en su propia agitación y agotamiento se quedó dormida.

Realmente, la vida del matrimonio, si así se podía llamar aquella unión de intereses, más ajenos que propios, ausencias y desprecios, no cambió mucho. Spurius cada vez era más despectivo, y despreciable, Iulia cada vez más resignada, Stico seguía observando todo en silencio y sus miradas se cruzaban con las de su ama, siempre con fuego, siempre con comprensión, siempre con respeto.

Iulia seguía sufriendo en silencio. Las ausencias clamorosas de Spurius de quien ya se decían todo tipo de cosas por Pompeya se hacían más frecuentes y más prolongadas. Las habladurías no llegaban directamente hasta ella pero las propias conversaciones de los esclavos que a veces sorprendía le revelaban lo que ya sabía en su interior. Su marido era conocido como «Sputus», se decía que si la bahía se llamaba «del cráter» lo era como recuerdo de su « culum », y que si frecuentaba el lupanar no era como cliente, cosa que aún no siendo lo más correcto, tampoco habría sido reprochable, sino más bien como sucedáneo para otros clientes menos convencionales.

No había ni que pensar en el divorcio. La unión se había hecho « confarreatio » lo que, aunque no imposible, lo hacía extremadamente difícil. Así que Iulia no tenía más remedio que tragarse las lágrimas y convivir con aquella humillación permanente. Cualquier otra se habría desahogado con un esclavo, de hecho era lo que hacían todas, pero a Iulia esa solución no le parecía correcta. Pensaba, o quería creer que su dignitas le impedía ponerse a la altura de un esclavo, pero en realidad era la limpieza que se traslucía en los ojos de Stico lo que al tiempo la atraía y la disuadía de utilizarle como objeto para suplir su frustración sexual. Y el adulterio, por supuesto, no cabía ni imaginarlo en una dama de su formación y de su alcurnia.

Una noche sonaron fuertes golpes en la puerta. Abrieron y eran los dos esclavos que siempre acompañaban a Stico en sus correrías pidiendo ayuda. Al parecer su amo había tenido un grave percance y se veían impotentes para trasladarlo a casa ellos solos. Se formó un pequeño grupo y Iulia, pese a los ruegos de todos ellos, y singularmente de Stico se empeñó en acompañarlos.

Pronto comprendió la razón de su negativa. Spurius estaba en el lupanar, desnudo, yaciendo boca abajo en el suelo, exánime aunque todavía vivo, revolcándose en sus propios vómitos y excrementos, sangrando por la nariz y la boca, y con un extraño objeto que sobresalía de su trasero. Un examen atento descubría que se trataba del mango de un pilum , el corto venablo arrojadizo de las tropas. Al parecer la orgía se había descontrolado un poco. Erguida en toda su dignidad, Iulia tomó el mando y dispuso rápidamente el modo en que debían trasladarle para conservar la poca vida que aún habitara en aquel saco de corrupción, hizo avisar a los mejores médicos de la ciudad, y todavía tuvo arrestos para depositar una generosa bolsa en las manos de la guardiana del cubil de las lobas. Una magistral demostración de que el auténtico espíritu de Roma todavía tenía representantes como ella. Sin embargo, y de forma furtiva sus ojos se detuvieron en los frescos de la pared en los que se mostraban las especialidades de la casa. Magníficas y explícitas pinturas bajo las cuales se especificaba el nombre del servicio y una cifra, su precio. Ésta parecía con numerosos repintes señal de su continua actualización, y por tanto demanda. Antes de salir aún pudo leer algunos títulos « fellatio », « cunnilinguus », « poedicatio » pero sobre todo se grabaron en sus retinas los dibujos, y más que ningún otro el que encabezaba la galería, un Príapo desnudo, de miembro desmesurado cuyas facciones recordaban inequívocamente... sí, a Stico.

Con el corazón saliéndose del pecho, salió del burdel acompañando el triste cortejo que llevaba a su marido hacia su mansión, no muy lejana, donde pronto acudieron también los médicos. Éstos consiguieron extraer el instrumento y arreglar en lo posible aquel maltrecho y desgraciado cuerpo dejándolo en manos de Iulia, que sentía cómo su interior se derrumbaba por momentos y era sustituido por un corazón gélido, insensible, distinto a todo cuanto había sido anteriormente.

Spurius, o lo que quedaba de él seguía yaciendo inconsciente, decúbito prono, atado para evitar que diera la vuelta y comprometiera así la cicatrización de las heridas que había sufrido en su parte menos noble, y también para impedir que se ahogara con sus propios esputos. Su respiración era agitada, como un desagradable ronquido más propio del animal que le daba el cognomen que de un ser humano, y menos aún de un patricio romano. Los médicos daban pocas esperanzas de que alguna vez pudiera recuperarse mínimamente, y auguraban una vida no por corta menos desprovista de sufrimientos, y sobre todo de indignidad.

Iulia, con sus facciones terriblemente alteradas rodeaba la cama donde yacía el infame despojo y casi sin sentirlo comenzó a hablar en voz baja.

  • «Hasta aquí has llegado, Verres, ya será difícil que puedas hacerme más daño. Tuviste todo, te lo di todo. Dinero, honor, fama, hasta estaba dispuesta a ser para tí una auténtica Iulia, como las antiguas, que hacían felices a sus hombres. Y tú has preferido esto, bien merecido lo tienes. Me has hecho vivir en la soledad, en la tristeza, en la humillación sin recibir un reproche por mi parte. Sólo una vez osé decirte cuánto sufría y quisiste responderme arrastrándome al lupanar. Mira qué ironía, al final fui allí por tí, pero para traerte como una piltrafa. Ya no puedes hacerme nada. Pero yo a tí sí. Aún puedo arrastrarte por el suelo, si no a tí, sí a tu honra, si es que eso todavía te importa algo. Sí, Verres, quisiste llevarme al burdel, acabé yendo y estoy dispuesta a no olvidarlo. Y a que tú no lo olvides. Nunca» añadió misteriosamente en la oreja del durmiente antes de salir hacia su dormitorio. Su expresión era feroz, dura, decidida. Los esclavos se asustaron, nunca antes la vieron así. Stico aguardaba junto a la puerta del dormitorio. La miró con angustia. Iulia devolvió la mirada con fiereza, pero al recibir la del esclavo vaciló, el labio inferior le temblaba. Desvió la vista, entró en el dormitorio cerrando con un portazo y se derrumbó llorando sobre el lecho hasta que se quedó dormida.

A la mañana siguiente, tras recibir a los médicos que le hicieron las curas a Spurius y volvieron a darle pocas esperanzas de recuperación, se dejó cuidar por las esclavas, siendo bañada y ungida con más demora de lo habitual. Se puso un vestido más ostentoso de lo habitual, lejos de su clásica modestia, recibió a los clientes, y al final de la mañana llamó a Stico y le dio un pequeño mensaje con unas instrucciones muy precisas. Ante la expresión sorprendida de Stico le miró con una dureza desconocida y con un seco «obedece esclavo» le instó a salir a cumplir sus instrucciones. Pero, como la noche anterior, cuando se volvió, de nuevo se le anegaron los ojos en lágrimas.

Recuperándose, se acercó de nuevo al cubículo donde yacía Spurius entre estertores haciendo salir con una palmada a los esclavos que le velaban. El obeso cuerpo del que todavía era su marido hedía como si anunciara una próxima corrupción que se adelantaba a la muerte. Fue a hablar pero apenas abrió la boca se vio atacada por el asco y tuvo que salir. Hervía de ganas de escupir de nuevo a aquel cuerpo deforme y yerto todo el rencor que albergaba el fondo de su alma, toda la repugnancia que sentía por él, toda la sed de venganza que la poseía por una vida perdida, por una juventud ajada, por una potencialidad y un deseo de amor que la degradación de aquel desecho sucedáneo de hombre le había hecho perder. Su cuerpo temblaba como una hoja, deseosa de arrojarlo todo sobre aquella masa hedionda como un vómito purificador que la dejara al fin limpia y liberada por dentro. Pero toda su formación, toda su dignitas se impuso, y una simple, pero enorme y amarga lágrima rodó por su mejilla. Lágrima que mientras rodaba hacía crecer en su interior una gigantesca e indomable determinación hacia una monstruosa y aberrante elección, plasmada en el breve billete que había dado a Stico y que se solidificaba en su interior con un bloque de hielo de los Alpes, infungible por mucho sol que recibiera.

Los golpes en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Se volvió y vio la, siempre noble en su humildad, persona de Stico, y a su lado, envuelta en un espeso manto, una exigua figurilla de cuyo interior escapaban los fulgores de dos ojillos agudos e inquisitivos. Hizo una seña y se dirigieron al despacho donde antes su marido y ahora ella recibían a los clientes. Stico se apostó ante la puerta atento a cualquier intrusión o simple acercamiento de oídos curiosos. Sin embargo, antes de entrar, Iulia cambió de idea y condujo a la figurilla hacia el cubículo donde Spurius seguía yaciendo. La visitante le examinó, levantándole la cabeza y mirándolo a los ojos sin expresión. Cuanto terminó, su capucha se agitaba en una negativa. «No morirá» dijo una voz chillona y cascada, como el graznido de un buitre. «Los dioses no serán tan misericordiosos con él». Tras parecer meditar, musitó «se lo merece».

A una seña de Iulia se dirigieron de nuevo al despacho, ya hora sí que Stico se apostó como una muralla de músculos dispuesto a impedir cualquier acercamiento indiscreto. Se sentó Iulia en la silla principal e hizo una seña a su acompañante, que la imitó, mientras sus manos se alzaban y retiraban la capucha que le ocultaba el rostro.

Los ojillos agudos aparecieron, la única señal de vida en un rostro tan arrugado como un pergamino de la Sibila., y tan pintarrajeado como era posible. Las masas de albayalde eran incapaces de ocultar los profundos surcos que atravesaban su frente y sus mejillas. El stibium enmarcaba aquellos tizones, que un día, quizá un siglo antes, fueron luceros, y el colorete resaltaba en los resecos pómulos y los agrietados labios. El pelo, tan negro como el asfalto que lo había teñido, estaba pegado a una piel que apenas cubría el cráneo que contenía, y de su frente pendía un curioso caracolillo que también en su juventud habría sido gracioso y ahora era simplemente patético. Tras la herida rojo chillón de los labios se adivinaba una boca negra y hedionda en la que los dientes ya habían desparecido quizá hacía décadas.

Y sin embargo, la inteligencia que desprendían aquellos ojos hacían morbosa y extrañamente atractivo aquel rostro escapado del Infierno. Iulia , extrayendo una pequeña bolsa de cuero de un discreto cajoncito, y mirándola fijamente a los ojos le dijo «Y ahora, hispana, habla. Cuéntame todo».

  • «Señora, no sé si debo...» La bolsa cayó delante de ella con el inconfundible tintineo de la plata. Una zarpa de arpía se apoderó de ella y un extraño suspiro salió de aquella garganta vulturesca. «Está bien, pero no la paguéis conmigo si no os gusta lo que oís».

  • «Sólo quiero la verdad» respondió Iulia. «Pero la quiero toda».

  • «Pues bien» repuso la anciana, y empezó su relato minucioso. A los pocos minutos Iulia se levantó con el asco reflejado en su cara, como si combatiera una náusea. «Basta...»

  • «Ya os lo dije...»

  • «Basta... por hoy. Mañana vendrás a la misma hora, y así todos los días hasta que me hayas contado todo. Cada día habrá una bolsa igual a esa».

  • «Como gustéis, mi señora» respondió la vieja, arrojándose desde la silla en la que más que sentada, estaba encaramada, con los pies colgando, y aferrando la bolsa de modo que ni el propio Hércules se la podría haber arrebatado salió de la casa saludando. Iulia tuvo que apoyarse en Stico para no derrumbarse, pero superó el momento, y se dispuso a organizar los asuntos de la casa y los de su marido inútil.

La escena se repitió al día siguiente y los sucesivos, pero con una variación. Spurius podía ya mantenerse sentado, aunque atado y asistía ausente, con el belfo colgando y la baba escurriéndose a los relatos que de sus andanzas iba desgranando la vieja. Iulia lo hacía colocar allí y le dirigía miradas cada vez más furibundas y despectivas según iba conociendo el alcance de su depravación.

Pasado casi un intervalo de mercado, la hispana dijo al fin «Y eso es todo, señora, ese fue el día en que lo os lo trajeron en esas condiciones».

  • «¿Estás segura?». Mira que de continuar tendrás nuevas bolsas».

  • «No señora, eso es todo, ¿os parece poco? Y yo no podría engañaros aunque quisiera, pero es que no quiero. Vos habéis demostrado ser una mujer valiente que no se merece que la engañen. Por parte de nadie. Y además, yo soy una persona honrada».

  • «¿Honrada? ¿Tú honrada? Ahora me dirás que las mujeres que tienes allí también lo son» repuso Iulia sorprendida, aunque más que de la afirmación se sorprendía al sentir dentro de sí que en el fondo estaba de acuerdo, y que existía una corriente de simpatía entre ambas mujeres tan dispares.

  • «Mis puellae no son malas, señora. Su vida no es fácil, y trabajan duro, muy duro para labrarse un porvenir y dárselo a sus hijos. Unos hijos que casi nunca son buscados, sino fruto de su trabajo. Un trabajo que a veces es agradable...»

  • «¿Agradable?» exclamó Iulia sorprendida.

  • «Sí mi señora. No todos los hombres son como ese miserable despojo que tenéis por marido. Otros son respetuosos, tratan de agradar a la mujer, no de usarla. O no sólo de usarla. Pero no son todos claro, ni siquiera los más. Y ellas deben sobreponerse y tratar a todos para que obtengan su placer, aunque no se lo merezcan. Muchas enferman, mueren. Otras dilapidan estúpidamente lo que ganan creyendo que siempre les durará la suerte. Algunas son maltratadas, hasta muertas y nadie las echa de menos. En ocasiones no se les podría ni rendir pompas fúnebres, de no ser por la caridad del templo de Venus Erucina y otros parecidos. Pero ellas siguen, con su sonrisa cuando están deshechas por dentro, con sus caricias, con sus besos...»

  • «Besos que dan a depravados, a hombres de ínfima condición...»

  • «No siempre domina, no siempre. Muchas veces los besos de mis chicas son el único momento humano en la vida de un hombre, de un esclavo molido por el trabajo y el trato al que el somete un amo despreciable, indigno de su nombre y de su condición, por muy patricio que sea. Sus caricias les permiten seguir viviendo, pensar que vale la pena resistir a pesar de todo. O atienden a un tullido, o un enfermo crónico que encuentran así un momento de felicidad en su vida desgraciada. Y esto vale para los équites y para la plebe, para los esclavos y los patricios, el sufrimiento no distingue órdenes sociales, como no las distinguen ellas, salvo en el precio, claro está. O un forastero angustiado por la presión de esta urbe monstruosa encuentra en sus brazos el desahogo imprescindible para seguir adelante. O un soldado que regresa de la guerra y se encuentra con que su familia ha desaparecido, sus tierras y sus posesiones le han sido arrebatadas por las hábiles marrullerías de los abogados que se quedaban aquí mientras ellos se enfrentaban a las flechas enemigas. Y en su desesperación sólo el trato con mis muchachas impide que se vuelvan locos y se conviertan en homini lupus . No, mi señora, no juzguéis tan deprisa a mis chicas, ni a sus clientes. Simplemente son personas, personas muchas veces al borde del abismo. Nada más. O nada menos».

  • «Pero, las cosas que hacen... ví las pinturas».

Una sonrisa, entre irónica y comprensiva se pintó en la máscara blanqueada. «Esas cosas las han hecho los hombres y las mujeres desde siempre, domina . Y nada de ello es depravado si lo hacen dos personas que se aman, que se quieren, o simplemente se gustan o se atraen. Vosotras, las damas de la alta alcurnia lo habéis olvidado, casi siempre, con vuestros matrimonios de conveniencia y vuestros maridos, esos sí, depravados, por ricos y nobles que sean. Pero esas cosas son las que permiten a tantas y tantas personas sentir la alegría de la unión. Y pensad que se paga por ello, tan malo no será...»

  • «Pagan los hombres degenerados como esto» contestó Iulia mirando con asco a lo que fue su marido, para que se lo hagan unas esclavas...»

  • «Y pagan las mujeres de vuestra clase para hacer con unos esclavos, lo que con sus maridos no hacen, envueltos en su supuesta dignitas y luego vienen a buscar entre mis niñas... ¿qué? ¿no lo sabíais?. Pues sabedlo, querida señora, todo el mundo lo hace, todo el mundo busca lo que no tiene, y todo el mundo ansía la felicidad, aunque apenas dure unos instantes.»

El impacto de tales aseveraciones sobre Iulia había sido demoledor. Su expresión indicaba asombro e incredulidad, pero al mismo tiempo el arrebol de sus mejillas y su respiración entrecortada denotaba que algo había llegado muy dentro de ella. Aquella vieja insignificante, aquel residuo humano se agigantaba a sus ojos como una diosa no tan menor que le abría los ojos y le enseñaba un horizonte de promesas que no se atrevía ni a reconocer.

La vieja emprendió el camino hacia la salida, cuando Iulia la detuvo- «Espera» y le tendió una nueva bolsa, más abultada, más pesada, cuyo sonido indicaba estar repleta de oro.

  • «Señora, esto no estaba previsto».

  • «Me da igual, quiero que lo tengas, pero prométeme...»

  • «¿Qué?»

  • «Que me ayudarás en lo que te pida» respondió Iulia. «En todo. Y sin preguntas».

  • «Claro, señora, podéis contar conmigo. De mujer a mujer».

Aun se sorprendió Iulia a sí misma cuando respondió con un emocionado «Gracias» y besó aquella frente arrugada casi con reverencia, tras de lo cual se quedó reflexionando profundamente.

Pasaron algunos días. Spurius salió del medio coma, pero quedó totalmente inútil. Había que alimentarle, limpiarle y sujetarle para que no cayera al suelo. Iulia puso todo en manos de esclavos más o menos especializados y se dedicó a poner orden en los desastrosos negocios que Spurius prácticamente había abandonado, como cualquier otro atisbo de responsabilidad. Pasaba las horas recibiendo clientes, rodeada de documentos y pegada al ábaco, haciendo cuentas y más cuentas hasta que al fin pudo organizar la maraña de despropósitos de su marido. A pesar de la inmensa fortuna que suponía la suma de ambas aportaciones, de haber seguido así a no tardar mucho se habrían visto abocados a la ruina más absoluta. Pero había llegado a tiempo, y con un poco de orden y sentido común, que Iulia había heredado seguramente de la admirada Aurelia, todo se pudo arreglar y las finanzas de la casa volvieron a funcionar. Fue entonces, cuando la intendencia pudo por fin marchar por sí sola, cuando Iulia tomó las dos decisiones más importantes de su vida.

Llamó a Stico que, como siempre, acudió presto y quedó de pie frente a la mesa, siempre respetuoso. «Siéntate Stico». El esclavo apenas expresó su sorpresa con un enarcamiento de cejas, y vaciló en cumplir la orden. «Siéntate, hombre» insistió Iulia.

«Pero, domina , yo... vos...»

Iulia sonrió y movió la cabeza. «Que te sientes, esclavo, es una orden» repuso al borde de la risa, consiguiendo sólo así que el hombre la obedeciera.

Al fin, frente a frente, Iulia prosiguió, mirándole a los ojos. «¿Cuánto tiempo llevas en mi familia, Stico?

«Desde que nací, domina».

«Tus padres ya fueron esclavos de los míos, ¿verdad?. Me parece verlos en mis recuerdos infantiles».

«Y los padres de mis padres, y sus padres también, llevamos siendo parte de la familia Iulia desde los tiempos del divino Cayo, o quizá incluso de su madre, la gran Aurelia».

«¿Y nunca se manumitió a ninguno?».

«No siempre fue posible, y cuando lo fue, no quisimos».

Ahora fue Julia la que enarcó las cejas por la sorpresa. «¿Por qué?».

«Somos parte de esta familia, domina , no sabríamos ir a otra parte».

«¿Y no querrías obtener tu libertad?».

«Aunque quisiera no podría, domina , no podría pagarla».

De nuevo sonrió Iulia., «Lo imaginaba. ¿Cuánto te pagaba mi marido?».

«No había estipendio, domina , a veces un par de ases, normalmente cuando volvía algo... iluminado».

«También lo imaginaba. Bien, aquí tienes tu documento de libertad, y la deuda que tenemos contigo y con tus antecesores, una vez descontado el precio de tu manumisión» añadió Iulia tendiéndole un documento y una enorme y pesada bolsa repleta de monedas.

«Pero, pero... domina , yo no puedo aceptar esto».

«Aun no está registrado, ¿quieres que me enfade y te mande azotar, esclavo?» repuso con un guiño divertido en los ojos. Estaba claro que jamás se le habría ocurrido hacer realidad tal amenaza.

«Si eso es lo que queréis, domina , complaceros será mi mayor felicidad» contestó Stico con un tono y una mirada de absoluta sinceridad.

Con los ojos llenos de lágrimas de emoción, Iulia estuvo a punto de besarle, pero sobreponiéndose empujó el documento y la bolsa hacia él.

«Anda, cógelos y vete al registro. Y no te preocupes, no tienes por qué salir de esta casa, ni nadie tiene por qué saber nada. Eres libre, Stico, adopta el nombre que te plazca, y haz lo que quieras.. pero si te quedas, no sabes lo feliz que me harás» añadió saliendo de la cámara para que no la viera llorar.

Stico cumplió los deseos de su ya ex-ama (sólo formalmente, él siempre sería su esclavo en el corazón) pero no cambió de nombre, simplemente, siguiendo la costumbre añadió la gens de sus amos, con lo cual pasó a ser Sticus Iuliae, lo que a fin de cuentas no era más que «Esclavo de los Julios» lo que siempre fue.

Una vez resueltos los asuntos más bien prácticos, con su marido definitivamente lelo, una especie de vegetal que sería atendido en sus necesidades básicas hasta que la benevolencia de los dioses le hiciera pasar la Estigia, hecha justicia con Stico, y con la casa y los negocios en orden, Iulia decidió al fin pensar en sí misma y resolver su otra gran cuestión. Volvió pues a hacer venir a la vieja hispana que regentaba el lupanar, a la que llamaba ya por su nombre, Stella, e incluso Stellula, y tras acordar algo con ella, que ni siquiera Stico pudo escuchar, la despidió. En su rostro se pintaban al tiempo la ilusión y una cierta malignidad.

A la mañana siguiente, aún no era la hora tertia , una litera absolutamente cubierta por paños negros, conducida por fornidos esclavos igualmente enlutados, se detenía ante la puerta trasera del lupanar de Pompeya.

Una alta pero informe figura, asimismo cubierta de negro de arriba abajo, absolutamente irreconocible, traspasó su umbral. En uno de los cubículos, profusamente adornado en sus paredes con las «especialidades de la casa», la figura se descubrió. Iulia apreció en todo su esplendor y habló con la vieja.

«Ya sabes mis condiciones, Stella. Nada de patricios, sólo hombres del pueblo y esclavos. Nada de precios extra, lo que esté estipulado, ni condiciones especiales. Eso sí, los quiero limpios, que pasen por el baño antes, lo pagaré yo, pero si no, no hay opción».

«Bien mi señora, pero no es posible que cobre lo mismo por vos que por el resto. Tendréis un precio especial, asequible, pero distinto. De lo contrario, todas las demás se encontrarían pronto sin trabajo y debo velar por ellas. En este oficio, las voces corren muy deprisa, y por mucho que lo queramos impedir, enseguida todos sabrán que hay una misteriosa patricia ejerciendo en el lupanar de la plebe. Te llamarás Pulchra matinalis pues eres bella, limpia, y sólo acudirás de día, lo que, dicho sea de paso, también te evitará tener que aguantar a los peores especímenes».

«Otra cosa más. No se me verá la cara, ni yo se la veré a ellos. He dispuesto máscaras de teatro al efecto» dijo mostrándolas.

Tomando una en la mano, la vieja dejó escapar una risita. «Ji, ji, ji, bien, mi señora, o mejor dicho Pulchra matinalis , pero será mejor que busque yo unas máscaras que sólo lleguen a la nariz...»

«¿Por qué?. ¿Qué tienen estas de malo?».

«Las bocas deberán quedar libres ¿no?. Vamos digo yo, jijijiji» respondió la vieja mientras se dirigía al pasillo sin poder contener la risa.

En un primer momento Iulia enrojeció, avergonzada de su ingenuidad y su imprevisión pero rápidamente transformó la vergüenza en humor y estalló en una gran carcajada. Pues claro, las bocas deberían quedar libres, ¿cómo si no iba a...? la pregunta se heló en su mente. Sí, iba a... y a... y también a.... Iba a conocer el mundo de las despreciadas, de las utilizadas, de las tabernariae , las prostibulae y las meretrix , quizá también de las hetairas a la griega o las refinadas delicatae ... y no le importaría ser una fellatrix , o quizás, incluso (temblaba al imaginarlo) pasar al grupo de las cularae .... ¿quién sabía?...

Stella interrumpió su reflexiones entrando súbitamente con una máscara en la mano. Cubría frente, cejas, ojos, nariz y pómulos, y prácticamente sólo dejaba los labios al descubierto. Se ataba con dos cintas de cuero por detrás de la nuca y sus largas prolongaciones laterales prácticamente tambíen ocultaban las orejas, dejando, no obstante el suficiente espacio para acceder a los lóbulos. Sin duda estaban bien pensadas para su uso en un lugar como aquel.

«Tienes suerte, Pulchra matinalis . Aquí viene tu primer cliente. Y único por hoy, ha pagado hasta la hora sexta , justo cuando acaba tu turno, así que no tendrás que recibir a ninguno más» decía mientras arreglaba infinitas cosas en la habitación, como quien está acostumbrado a realizar tales tareas de forma continua. «Suerte», añadió con su desdentada sonrisa saliendo por la puerta.

Apenas tuvo tiempo de reaccionar y ponerse la máscara, cuando ya estaba allí. Alto, fornido, ocupaba todo el hueco de la puerta. Llevaba una máscara parecida a la suya, aunque sus rasgos eran inequívocamente masculinos. Penetró en la cámara y cerró la puerta. Iulia, mejor dicho, ya Pulchra le miraba sin saber qué hacer.

El intruso se llevó una mano al hombro haciendo coincidir el clásico saludo, con la indicación de que se quitara el broche que sujetaba el vestido. Iulia, azorada, temblando, entendió el signo, sin embargo, y respirando hondamente hizo lo que se le pedía. El vestido cayó a sus pies y quedó erguida y desnuda, casi desafiante. Su pecho se agitaba por la respiración y se sorprendió al sentir la erección de sus pezones, y el calor húmedo que se disparó en su entrepierna.

El hombre, con un solo gesto se desprendió de la toga, y también quedó desnudo, no llevaba túnica debajo, como si hubiera venido preparado a propósito. Iulia le miraba atónita. Esta depilado cómo ella, sus músculos se marcaban bajo una piel bronceada, como si fueran de acero. Eran los músculos de un soldado, de un gladiador... o de un esclavo acostumbrado al duro trabajo físico.

Se acercó a ella, tendió la mano y empezó a acariciarla. Iulia sentía cada vez más excitación, más agitación., El miedo se había transformado en inquietud, y la inquietud en deseo, en anhelo de aquel cuerpo masculino. Jadeaba ligeramente, presa de todas las emociones al mismo tiempo. Le miró a la cara tratando de escrutarla tras la máscara, sin atisbar más que una lejana chispa en los huecos que ocultaban los ojos, y una breve, compasiva y atractiva sonrisa en la fina línea de sus labios, una sonrisa que no le pareció del todo desconocida.

Muy suavemente el hombre la acarició, recorrió su cara, la parte no cubierta, sus labios, su cuello, sus pechos, su cintura. La atrajo hacia sí con fuerza pero sin violencia. Eran las perfectas manos de hierro en guantes de seda. Muy cerca de su torso la tomó de la cabeza y la obligó a besarle el pecho. Iulia comprendió y reaccionó con besos breves, dulces y suaves que cada vez se tornaban más rápidos, más ansiosos. Las manos de hierro volvieron a tomarla por la cabeza y empujando hacia abajo la obligaron a arrodillarse.

Y allí estaba ella, frente al sexo del hombre, como una vulgar fellatrix . Siempre le repugnó cuando su marido le forzaba a hacerlo, pero aquello era distinto. En lugar de la miserable, flácida y maloliente mentula de Spurios, allí había un auténtico mástil, una lanza de carne ardiente y dura como el hierro de una espada reclamando su atención. Iulia no lo dudó y la engulló de un golpe.

Se sorprendió cuando él le separó la cabeza del miembro con un firme empujón. Miró hacia arriba y vio de nuevo la sonrisa, y una mano que con suaves movimientos, y sin mediar palabra alguna parecía decirle «más despacio,... por favor». Sonrió a su vez y le hizo caso. Y comenzó una lenta danza de labios, dientes y lengua alrededor de los genitales del hombre. Sabían bien, olían bien, olían a hombre, pero a hombre limpio, sano, libre.  Nada que ver con los hedores que se sentían por la calle o con los pestilentes perfumes de las bujarronas como Spurius. Se demoró y se deleitó con las múltiples texturas y sabores de la parte más noble y delicada del hombre. Como un plato exquisito, como un postre delicioso, los degustaba una y otra vez, atenta a las reacciones del silencioso visitante.

De repente, él la asió por los sobacos, la levantó y la tiró sobre la cama. Siempre con firmeza, pero nunca con brutalidad, la abrió las piernas, y puso su cabeza en el centro de su deleite. Iulia nunca había sentido aquello aunque sabía, en parte por verlo en las pinturas del burdel, que se llamaba cunnilinguus . Y dejó que él actuara. Dejó que la recorriera una y mil veces por todos los pliegues y desfiladeros de su sexo casi virgen, y ajeno al placer hasta entonces. Dejó que persiguiera su hasta entonces adormecido clítoris y lo despertara con besos y lametones precisos y suaves. Dejó que la lengua del hombre penetrara en sus más íntimos rincones y los recorriera con delectación, morosamente, dejó que los dientes del hombre pellizcaran suavemente, siempre contenidos, sin causar el más mínimo dolor, los labios de su vulva, dejó que un grito de triunfo y placer se escapara de lo más hondo de sus entrañas, de lo más remoto de su vida cuando sintió unos espasmos desconocidos que ondulaban su vientre, su corazón y su alma, creyendo morir en aquel momento y disolverse en la Nada, o quién sabe si en la materia de la que estén hechos los dioses, cualquiera que ésta sea.

Naturalmente no murió. Abrió los ojos y pudo ver de nuevo la sonrisa del cliente, ahora más amplia, más feliz, más comprensiva, más cercana. Vio cómo se erguía y de nuevo contempló aquella prodigiosa lanza, aquel instrumento que estaba destinado a darle más placer del que quizá pudiera resistir . El hombre, siempre en absoluto silencio, volvió a abrirla las piernas, se tendió sobre ella, y sintió cómo penetraba en su interior un duro y ardiente ariete que se acoplaba a sus paredes con total perfección, haciéndose uno con ella. Los cuerpos se agitaron, sentía aquella gigantesca serpiente taladrándola, consumiéndola, golpeándola en el centro de su vientre, y volvió la oleada, la erupción del placer que la desbordaba y que se plasmaba en una especie de lava hirviente que partía de su interior y se derramaba por sus muslos, mientras sentía el peso del hombre y la fuerza de su abrazo.

Estaba agotada, pero al mismo tiempo ansiosa. Quería más, necesitaba más, y sabía que aquel prodigioso desconocido podía dárselo. Éste se salió y se retiró dejándola con cierta frustración que desapareció al instante cuando tomándola de un hombro la hizo voltearse, y siempre sin palabras, sólo con la firme y suave acción de sus manos, la hizo colocarse a cuatro patas. Sintió cómo su lengua de nuevo la exploraba, provocando sucesivas oleadas de aquel manantial inagotable, y exploraba también su más recóndito rincón. Sintió cómo sus dedos recogían los abundantes efluvios y los llevaban hacia aquel pozo intocado, humedeciéndolo y lubricándolo hasta dejarle introducir, primero un dedo, luego dos, sin causarle dolor. Estaba completamente entregada y relajada. Confiaba en aquel desconocido como nunca lo había hecho con nadie, y le dejó hacer, relajándose, colaborando. Todavía él tomó un poco del sebo semiderretido de los velones y lo añadió a los propios exudados de Iulia, preparando aquel terreno incontaminado, para lo que ella ya sabía que tenía que venir, sin remisión.

Primero notó una suave presión. Después fue en aumento provocando una leve resistencia. La caricia que recibió en los pechos la tranquilizó, volvió a relajarse y sintió algo más de presión, pero no dolor. Su interior secreto se iba dilatando poco a poco, alojando la poderosa maquinaria masculina, adaptándose a ella como un guante a un dedo. El hombre la apoyó bien sobre los almohadones, y tomándole una mano, la condujo hacia el clítoris, con la evidente intención que ella misma se diera placer mientras él seguía su tarea. Y así fue, el placer era distinto, más fuerte, más intenso, quizá lindando con el dolor, pero el masaje en su sexo servía de alivio cuando aquello ocurría y duplicaba la sensación. Las embestidas arreciaron, se hicieron más fuertes haciéndole casi saltar las lágrimas, pero al mismo tiempo elevando el goce hasta casi no poder soportarlo.

Y esta vez, los gritos fueron de los dos, mientras Iulia notaba que por el interior de su cuerpo se derramaba un torrente cálido, un río de lava masculina, al tiempo que los fuertes brazos la rodeaban desde atrás y la abrazaban contra su férreo torso. Le pareció escuchar un levísimo murmullo, algo así como «domina» pero en un tono tan bajo que no estaba segura ni pudo identificar ningún timbre conocido.

Casi de inmediato, el desconocido se irguió, se puso la toga y se fue sin más. Iulia quedó tendida en decúbito prono, incapaz de moverse, casi de pensar, tal era el cúmulo y tormenta de sensaciones que pasaban por su mente e inundaban su cuerpo.

Entró Stella con una palangana y unas toallas húmedas y perfumadas y se dispuso a arreglar un poco aquello, mientras se las tendía a Iulia. «La primera vez siempre es más duro, ya verás cómo mañana se te hace menos desagradable».

«¿Tú qué sabes?», respondió Iulia con la mirada perdida en el infinito.

Todos los días volvía Iulia al lupanar y todos los días regresó el desconocido silencioso, que la ocupaba toda la mañana. Y cada vez era distinto, cada ocasión era diferente. Siempre sin hablar, el cliente la iba enseñando posturas, técnicas , caricias y besos diferentes, para dar y para recibir. En apenas un intervalo de mercado Iulia había pasado de ser una absoluta ignorante en el arsamandi a convertirse en una consumada maestra, merced a aquel hombre misterioso.

Era la mañana del dies martis, IX ad calendas september anno DCCCXXXII ab urbe condita 1 . Como día de Marte, los mercados cerraban y el lupanar oficialmente también. Iulia aprovechaba para no ir y organizar los asuntos de su casa. Apenas se levantó sintió el primer temblor. Poco a poco fueron aumentando y los objetos empezaron a caer de estantería y anaqueles. De la ergástula de Spurius salían sus gruñidos como de cerdo asustado, los sirvientes empezaron a correr aterrorizados cuando el cielo comenzó a oscurecerse y en lo alto del Vesubio se vieron los primeros resplandores. Iulia se levantó y se encontró en el peristilo con Stico al tiempo que un gran temblor abrió una grieta en el suelo. Se oían los gritos despavoridos de la gente por las calles. De más lejos llegaban los cánticos de la secta de los cristianos que anunciaban la llegada de su controvertido Dios. Quedaron frente a frente mientras la nube negra ocultaba el Sol como un gigantesco toldo. Supieron que era el fin. Iulia se abrazó a Stico, le miró a los ojos... y vio aquella leve sonrisa que todos los días era el preludio del éxtasis bajo unos ojos que dejaban entrever una gran melancolía «¿Tu?» musitó mientras el antiguo esclavo afirmaba suavemente con la cabeza. «No habría mejor manera de morir que en tus brazos» añadió Iulia, mientras con un movimiento le despojaba de su túnica y se deshacía también de sus vestiduras. Se miraron a los ojos, iban a besarse. Y una vez más, se separaron en el último momento. «Espera» dijo ella mientras tomaba el estilo con el que un momento antes hacía cuentas sobre las tablillas de cera. Fue hacia una pared y escribió algo sobre la cal. Se volvió, tocó una vez más los músculos endurecidos del que siempre sería su esclavo dijeran lo que dijeran los papeles. Y ahora sí le besó, se tendieron en el suelo y se unieron por última vez, sintió de nuevo su calor en el fondo de su vientre, y ahora también la luz de sus ojos en sus retinas, y la dulzura de su lengua en su boca, un instante antes de que la nube tóxica lo cubriera todo y quedaran unidos para siempre, mientras los angustiosos gritos de Spurius apenas se oían tapados por las continuas explosiones. Aún pudieron mirarse una vez más «Mi amor, mi Iulia.. por fin eres Félix » susurró él, « Domine » respondió ella mientras volvía a besarle y cerraban los ojos definitivamente en el supremo y definitivo éxtasis.

...

« Una espesa niebla semejante a un torrente furioso avanzaba hacia nosotros. De pronto cayó la noche, negra como la tinta, como el interior de una tumba. Se oían los gemidos de las mujeres, el llanto de los niños, el clamor de los hombres. ... Algunos decían que ya no había dioses y esa era la última noche del mundo.. 2 . Son las palabras de Plinio el Joven, testigo privilegiado que las recogió en unas cartas que envió poco antes de morir en la misma erupción. Gracias a ello, tenemos el más fiel testimonio de una erupción volcánica que se haya conservado hasta la invención de la fotografía». Las palabras del guía aunque interesantes siempre suenan un poco monótonas, pero su tono cambia al llegar a la casa. Vuelve a dirigirse a grupo. «Por favor, los menores y quienes sean un poco sensibles es mejor que esperen aquí, vamos a entrar en la que llamamos la ‘Casa de los amantes’3». Huelga decir que siempre son los menores los primeros que se abalanzan a la entrada, acompañados por los mayores del grupo, y en este caso un cura y cuatro o cinco monjas que siempre hay en toda visita, vamos, los espíritus más sensibles y escandalizables. Debió ser una hermosa casa. En su centro un bello patio con un estanque, del que se ha reconstruido el ajardinamiento muestra unas de tantas figuras humanas cuyos moldes conservó la ceniza volcánica.

«En fin» continúa el guía «Ya se lo advertí, aquí los tienen, no los toquen ni se aglomeren por favor». Junto al estanque, una pareja de aquellos desgraciados perpetúa eternamente su acto de amor, convertidos por el volcán en un hermoso, aunque para algunos pornográfico, conjunto escultórico. Las nuevas técnicas de rellenado de los huecos mediante polímeros, más sofisticadas que la burda escayola de las primeras excavaciones, permite una reproducción increíblemente precisa de todos los detalles. Y allí están. Se besan con pasión, los dedos aprietan la carne del amante como si quisieran traspasarla, y si uno se fija, a pesar de que se han dispuesto los arriates para dificultarlo, puede adivinarse cómo el enorme falo del hombre penetra en el interior de su amada como si quisiera coserse a ella.

Una niña pequeña, todavía poco interesada en tales lides, tira de la manga a su padre. «Papá, papá, ahí algo escrito ¿qué pone?». Sus voces alertan al grupo y el sacerdote se acerca y lee, como los romanos, en voz alta:

«UT MORS CONIUGAE QUIS VITA SEPARAVIT»

Todos le miran esperando una traducción, que al fin proclama, con el mismo tono solemne que si estuviera oficiando una ceremonia nupcial:

«Que la muerte una lo que la vida separó».

NOTAS:

Praenomen: Nombre de pila.

Nomen: Apellido, nombre de la familia o gens.

Cognomen: Apodo relativo a alguna cualidad personal o física.

Agnomen: Apodo oficial concedido por el Senado, relativo a alguna acción notable en pro de Roma.

Spurius Asinius Verres: He elegido deliberadamente praenomen , nomen y cognomen reales, pero que tienen un sonido ridículo y vejatorio: Spurius, que suena a espurio, falso, Asinius, nombre de familia que suena a asno, y Verres, que, directamente, significa cerdo.

Domina, domine: Señora, señor.

Dignitas: La dignitas iba más allá del concepto de dignidad. Una mezcla de ésta, honor, orgullo y derecho a un determinado tratamiento por su alta conducta. Siguiendo el criterio de Colleen Mc Cullough he preferido no traducirlo.

Mentula: Palabra obscena para el pene. Polla, carajo...

Confarreatio: La forma más rígida del matrimonio romano, que hacía virtualmente imposible, o al menos tremendamente costoso, el divorcio

Pilum: Arma arrojadiza de las legiones romanas, parecida a un venablo, cuyo mango desde Cayo Mario se partía con facilidad

Poedicatio: Prácticas de sexo anal.

Stibium: Pigmento a base de antimonio que se utilizaba para pintarse cejas y pestañas y perfilarse los ojos. El antecesor del rimmel.

Puellae: Muchachas, eran famosas las puellae gaditanae , entre bailarinas y prostitutas y procedentes, naturalmente, de Gades (Cádiz).

Homini lupus: Lobo para el hombre.

Pulchra matinalis: Bella de la mañana, o bella de día. O, como el lector avisado habrá advertido... Belle de jour, frase-cameo incluida.

Hora tertia, hora sexta. Aproximadamente de las 9 de la mañana hasta mediodía, hora de comer.

1 24 de agosto del año 79, fecha histórica de la erupción del Vesubio.

2 Palabras reales de Plinio el Joven, en sus cartas.

3 Por supuesto, la Casa de los Amantes y su figura en Pompeya, no existen en la realidad.

Las palabras de traducción sencilla o inmediata ( mater, meretrix, fellatio, culum... ) no se han traducido.

Finalmente he optado por no poner cifras al pago que se hace a Stico., No obstante, si pensamos que en su época el precio de un esclavo era de unos 1.000 denarios y el de una esclava de unos 6.000, cuatro generaciones con un matrimonio en cada una, serían unos 28.000 denarios, equivalentes a unos 56.000 euros, según la cotización actual de la plata (Fuente Sempsa JP a 20 de marzo de 2008) que no estaría nada mal.