...usada

- ¿De modo que te han estado adiestrando durante el último mes? - Sí, Señor. Así es, me han estado adiestrando para ser una buena esclava que pueda servirle humildemente. Mi Amo. - Está bien, veamos lo que has aprendido

-                     ¿De modo que te han estado adiestrando durante el último mes?

-                     Sí, Señor. Así es, me han estado adiestrando para ser una buena esclava que pueda servirle humildemente. Mi Amo.

-                     Está bien, veamos lo que has aprendido…

…………

La puerta se abrió y entró uno de los enmascarados que la habían secuestrado hacía... ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No lo sabía a ciencia cierta pero ella había calculado que mes y medio, más o menos. Probablemente, más, más que menos. Sin decirle nada, se acercó a ella y le inspeccionó los recientes piercings.  No había signos de irritación, las heridas cicatrizaban bien. Satisfecho con el resultado, le ató unas cadenitas de oro a los anillos recientemente instalados en sus pechos y en su coñito. Con un ligero tirón, le indicó que lo siguiera. Su nuevo amo había venido a recogerla.

Irene no dejaba de asombrarse por la docilidad que ella misma mostraba. Claro que desde el primer día, le habían ensañado que ella ya no era la dueña de su vida. Los castigos, las humillaciones, las vejaciones a la que había sido sometida, tenían un solo propósito. Hacer de Irene una esclava resignada y obediente. Y a fe que el programa de adiestramiento era realmente bueno. A los pocos días ya había aprendido que ella vivía para satisfacer a sus amos, que le era mucho más provechoso obedecer que resistirse,  porque las faltas se castigan muy, muy severamente; y que por mucha experiencia que ella adquiriera, sus amos tenían mucha más imaginación.

Mientras repasaba mentalmente sus amargas experiencias de cautiverio,  no pudo evitar sentirse desazonada. ¿Cómo sería su nuevo amo? Sólo sabía de él que era muy, muy rico y que disfrutaba viéndola sufrir. Bueno, le habían dicho que era un importante hombre de negocio japonés. Que era un amo muy estricto y exigente con gustos refinados. Y poco más… Al acercarse a la puerta que la conduciría a su nuevo señor, se preguntó si no echaría de menos su estancia entre aquellos tres desalmado que la habían secuestrado.

Al entrar en la sala, se sintió desnuda. Cierto que llevaba más de un mes sin nada de ropa. Pero las celdas y habitaciones en las que había estado, no estaban decoradas. Las paredes de todas aquellas salas estaban como ella desnuda, sin ningún tipo de decoración. En cambio, al entrar en aquel coqueto saloncito, se dio cuenta de ella era la única que estaba allí sin ropa. Sintió la necesidad de cubrirse, sin embargo, gracias a su buen adiestramiento, logró reprimirse.

El saloncito, estaba decorado con un gusto exquisito. Irene no había disfrutado de muchos lujos en su vida. Pero tenía la certeza de que los cuadros, cortinas, muebles y demás enseres de aquella sala rayaban la opulencia. Tan asombrada estaba por la refinada y elegante decoración, que apenas prestó atención a los presentes. Había aprendido a no mirar a los ojos de sus superiores, a no ser que así se lo pidieran o estuviese complaciéndolos, como por ejemplo, cuando les hacía una felación o cuando les cabalgaba. Aunque no les podía mirar abiertamente, esto no le impedía estar atenta y observar a sus amos discretamente. En esta ocasión, no les prestó atención, hasta que comenzaron a hablar.

-                     Aquí la tienen señores, lista para partir cuando ustedes quieran. Si la desean examinar más detenidamente, pueden disponer de la sala contigua.

-                     Gracias, lo haremos dentro de unos instantes. ¿Tienen preparada la documentación?

-                     Sí, por supuesto. Certificado médico, vacunas, pasaporte…

Mientras ultimaban los pequeños detalles relativos a su salida de aquel centro, Irene pudo fijarse en los interlocutores. Los tres secuestradores, seguían escondidos tras unas elegantes máscaras, propias de carnaval. Sin embargo, la identidad de sus compradores la sorprendió. Eran dos hombres de color, muy elegantes, altos y fornidos. Le habían dicho que el señor Takamura era japonés. Así que no se explicaba la presencia de aquellos dos extraordinarios representantes de la raza negra. Tampoco se preocupó demasiado, tarde o temprano se enteraría. Y si había habido un cambio de planes, bueno después de todo, ella no era la dueña de su destino. Sólo esperaba que éste no fuese peor que su estancia en aquel encierro.

Un par de bruscos tirones, la sacaron de sus cavilaciones. Los dos hombres que habían venido por ella, querían inspeccionarla. La llevaron a una pequeña habitación igualmente decorada con exquisito gusto. La estancia disponía de una cama amplia, un armario con espejos, una mesita de noche, teléfono y un par de banquetas y sillas. En un lateral, descubrió una puerta que al parecer conducía a un aseo decorado con el mismo gusto.

Como se esperaba de ella, Irene no abría su boca. Cuando entraron en la sala, ella se quedó parada como se esperaba de ella. La cabeza gacha, las manos a sus costados y los pies ligeramente separados. Los dos hombres daban vueltas a su alrededor mientras la examinaban detenidamente. De vez en cuando, le abrazaban un pecho, le tiraban de los pezones, le daban una cachetada en su culito, le acariciaban la espalda… No se perdían detalle de sus reacciones.  A veces, comentaban algo, pero lo hacían en un idioma que ella no entendía…

-                     Separa las piernas.

Irene obedeció de inmediato, aún cuando sabía que a continuación le meterían varios dedos en su vagina, como así fue. Irene se dejaba manosear pues no tenía otra alternativa. Sabía que cualquier gesto de rebeldía sería severamente castigado. Así que cuando estos se volvían demasiado rudos, se mordía los labios y reprimía sus gemidos. Aquellos hombres, se tomaban su tiempo mientras la examinaban sin prisas pero sin perderse ningún detalle.

-                     Toca con las manos las puntas de tus pies.

Ahora sí que estaba expuesta a las manipulaciones de aquellos dos nuevos desconocidos. Sus dos íntimos agujeritos, se encontraban ahora totalmente accesibles. Este hecho no fue desaprovechado por sus examinadores quienes no cesaban de comentar sus impresiones sin que ella se pudiera enterar. No se olvidaron de su clítoris que fue acariciado, masajeado, estimulado, apretado, estrujado, retorcido y estirado; ayudándose a veces del arito estratégicamente colocado. Irene se preguntaba cuándo se cansarían de aquellos juegos y comenzarían a follársela. Pues irremediablemente, se estaba excitando con tantas atenciones.

-                     ¿Te estás calentando? Puta.

-                     Ssí. Sí señor.

-                     ¿Quieres que te follemos? Zorra. (Dijo el otro desconocido.)

Irene presintió una trampa en aquella pregunta. Por alguna razón supo que si contestaba afirmativamente o si se negaba, su respuesta desagradaría a aquellos enigmáticos hombres. Así que rápidamente buscó una respuesta que fuese acertada. De nuevo, el excelente adiestramiento recibido la ayudó. Una esclava sólo tiene un objetivo en la vida, satisfacer a sus superiores.

-                     Quiero… complacerles, satisfacerlos en todo lo que pueda, señor.

-                     Buena respuesta… Pasa al baño y aséate bien.

-                     Sí señor.

Irene no se entretuvo demasiado en la ducha. Cierto que podría demorarse y disfrutar de aquel pequeño placer que le concedían. Pero prefirió no hacerlo. Tenía el presentimiento de que aquellos dos desconocidos la estaban evaluando. Se secó el pelo y salió a ellos. Los dos desconocidos le tenían preparado un pequeño obsequio. Sobre la cama un arnés con dos consoladores metálicos la esperaba. Irene enseguida supo quién disfrutaría de semejante aparato. No se atrevía a ponérselo sin el permiso de aquellos hombres, así que les preguntó con la mirada…

-                     Sí, Puta, te lo puedes poner…

-                     Ahí tienes lubricante por si lo necesitas…

¡Por si lo necesitas! ¡Claro que lo iba a necesitar! Cuando se acercó al arnés, descubrió que los consoladores eran gruesos y largos. Así que el uso del lubricante, se hacía imprescindible. Claro que aquella expresión tenía mucho más significado en las palabras que no habían sido pronunciadas. “Ahí tienes lubricante por si lo necesitas. Una zorra como tú seguramente no lo necesitará”. Irene decidió ignorar aquel desafío implícito y embadurnó con abundante lubricante los dos enormes consoladores. Aún así no le fue fácil insertárselos para poder ajustarse el dichoso arnés.

Se sentía más que llena con aquellos aparatos tan profundamente incrustados. Pero los dichosos aparatitos, tenían más de una sorpresa. Uno de aquellos hombres sacó un misterioso mando de su bolsillo y lo accionó. Una repentina descarga de placer, que la estremeció entera, la hizo jadear de gusto cuando los dildos comenzaron a vibrar…

-                     Veo que te gusta el juguetito. Pero debes tener cuidado con él…

-                     AAYYHH…

La súbita descarga eléctrica originada en aquellos chismes la hizo agacharse y doblarse por la mitad. La desgraciada joven, aprendía pronto que aquellos hombres no se conformarían solo con humillarla, también estaban dispuestos a atormentarla…

-                     Esto es solo una pequeña muestra de lo que te puede suceder si no te portas como es debido durante el viaje.

-                     Sí, más vale que mantengas la boca cerrada en la aduana. Lo que has experimentado es la descarga mínima. Supongo que no querrás probar algo más fuerte. (Intervino el otro.)

-                     NOO. No señor. Seré buena, señor.

-                     Eso espero por tu bien, Zorra. (Dijo el primero.)

-                     Ponte esto. No queremos que empieces a trabajar antes de tiempo…  (Concluyó su compañero.)

Irene no entendió las órdenes del último hasta que se incorporó y vio un elegante vestido negro sobre la cama. Junto a él pusieron unas finas y sofisticadas medias también negras. Casi no se lo podía creer. Después de tanto tiempo, ¡podría llevar ropa! Y ropa buena además. Experimentó un extraño placer cuando se puso las sedosas medias. Y casi llegó al orgasmo cuando se enfundó el ajustado vestido. El vestido, se ceñía a su figura, resaltaba sus sensuales curvas y la hacía mucho más atractiva; con sofisticada elegancia. Para completar el conjunto, dos preciosos  zapatos negros con algo de tacón.

Irene se quedó un rato embobada mientras se admiraba en el reflejo del espejo. Realmente, aquellos hombres tenían muy buen gusto. Estaba realmente hermosa, como muy pocas veces se había sentido. Lucía tan bonita que por un instante se olvidó de su condición de esclava. Los dos acompañantes, parecían igualmente absortos al contemplar la transformación de la joven. No es que no fuese guapa cuando estaba desnuda, es que los complementos resaltaban su belleza. Irene era un hermoso diamante finamente engarzado.

-                     Puedes maquillarte si quieres…

-                     Muchas gracias… señor.

Le pareció que ahora que estaba vestida, la trataban con más respeto. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía una mujer y no un objeto. Contenta, alegre, casi feliz, se dirigió al baño para acicalarse. Se peinó, se puso algo de colorete y se pintó los labios. Mientras se arreglaba, una sorpresa más, le trajeron un elegante collar y unos pendientes a juego. Aquellos complementos demostraban el buen gusto de su comprador, fuese quien fuese. Realmente se sentía halagada, apreciada. Se estaban tomando unas molestias que hacía mucho no recibía. Estaba tan contenta que estuvo a punto de llorar de pura alegría. Un par de lágrimas la obligaron a repasar su maquillaje. ¿De verdad eran los mismos hombres que hace un momento la estaban magreando a base de bien? Cuando se miró en el espejo, apenas si se reconocía. Llevaba tanto tiempo desnuda que verse así, vestida y maquillada, era toda una experiencia digna de celebrarse...

Pese a todo, Irene debía darse prisa. En cualquier momento, aquellos hombres podían cambiar de actitud. Estaba segura de que no le convenía enfadarlos, ya le habían hecho una demostración de lo que la esperaba si los enfadaba. Y era más que suficiente, se estremeció al recordar el terrible chispazo. Salió del baño para recibir su aprobación. No le hizo falta preguntarles para conocer el veredicto, estaba realmente deslumbrante.

-                     Mira, la zorra sabe arreglarse después de todo.

-                     Sí no lo hace mal. Al final va a ser verdad eso de que es lo suficientemente inteligente como para complacer y satisfacer a un hombre…

-                     Bueno, si estás lista, nos vamos.

-                     Lo estoy, señor.

Le vendaron los ojos, y la llevaron del brazo para guiarla hasta la salida. El camino le pareció bastante tortuoso, sin duda la estaban desorientando para que no pudiese dar ninguna indicación del lugar en el que había estado. La introdujeron en lo que le pareció un coche bastante elegante. Los asientos eran amplios, muy cómodos y de tacto suave. Además podía estirar las piernas… ¿Sería una limusina? Lo más seguro. Después de esperar unos minutos, los hombres entraron en el vehículo, y éste se puso en marcha...

Media hora más tarde, le quitaron la venda. Como había supuesto, estaba en una lujosa limusina. Los dos hombres que la habían sacado de su encierro, estaban frente a ella relajados tomándose unas copas. Charlaban en un idioma extraño sin apenas prestarle atención. Miró por la ventana, estaban en una autovía pero no sabía hacia dónde iba. Se entretuvo mirando el paisaje, intentando encontrar algún elemento del paisaje que le sirviera para orientarse.

De súbito, sin esperarlo, accionaron los vibradores. Dio un respingo y gimió víctima de la sorpresiva estimulación. Se volvió hacia sus nuevos guardianes. Éstos sonreían disfrutando de su broma. Pero no tardaron en ponerse serios. Uno de ellos, todavía no alcanzaba como para ponerles algún mote con que pudiera referirse a ellos, se dirigió a ella:

-                     Parece que eres una puta buena y servicial. Chica lista, sabes lo que te conviene. Escúchame con atención. Ahora nos dirigimos a un aeropuerto internacional, donde nos espera un jet privado. Tenemos que pasar por la aduana y presentar tus papeles ante los funcionarios. No queremos problemas. A ti no te serviría de nada, tenemos abogados y contactos en los más altos niveles. Como mucho, sólo nos retrasarías y eso no le gustará a tu amo ni a nosotros. ¿Supongo que no querrás otra demostración del aparatito no?

-                     No… no señor. Por favor… (Irene, negaba enfáticamente con la cabeza, presa del atroz recuerdo.)

-                     Bien, esto es lo que debes hacer. Tienes que firmar estos documentos, son un permiso de trabajo y el permiso de residencia, con lo que podrás salir y entrar legalmente en el país. Este es el pasaporte que debes presentar para el visado. Oficialmente, trabajas como modelo. Estos documentos, son tu consentimiento para utilizar tu imagen públicamente.

Irene firmaba todos los documentos que le mostraban sin apenas leerlos. ¿Acaso podía negarse a firmarlos?

-                     Has de saber que no necesitamos hacer nada de esto. Te podríamos llevar embalada y sacarte del país como mera mercancía. Pero tu amo cree que eres un objeto delicado que merece un trato especial. Esperamos que aprecies el detalle. ¿Alguna pregunta?

-                     No… Bueno… ¿Quién es mi amo? ¿Es alguno de ustedes?

-                     No, no somos ninguno de nosotros. Nosotros nos limitamos a llevarte a dónde él. De momento, no desea informarte de su identidad ni de su paradero. Sólo has de saber que es un hombre de gustos refinados, exigente con sus esclavas y que espera mucho de ti. También has de saber que si le complaces, te tratará bien. Ya estás viendo cómo te trata ahora… ¡Ah! toma, esta es otra muestra de su generosidad…

-                     Gracias, señor… (Irene alargó la última sílaba esperando una respuesta.)

-                     Con señor basta. Oficialmente, somos tus guardaespaldas. Pero, ¿ya sabes quién manda aquí realmente, no?

Irene abrió el sobre que le extendía aquel con algo de curiosidad. Una gran alegría y una profunda desazón se apoderó de ella cuando abrió su contenido. El sobre contenía unas fotos recientes de su familia de la que hacía mucho no sabía nada. Se alegró al poder verlos felices, pero al mismo tiempo supo ver la amenaza velada que había escondida. Nunca podría escapar de aquellos hombres. Y si lo hacía, lo pagarían sus seres queridos. Buscó en el bolsito que le habían dado por si había algún pañuelo. Lo encontró y se secó las lágrimas.

Ninguno de aquellos hombres, le dijo nada. Sin embargo, seguían sin apagarle los vibradores. Irene no se atrevió a pedirles que los apagaran, acostumbrada como estaba a que jugaran con ella se resignó a soportar el constante cosquilleo. Aunque suave, la constante estimulación fue despertando la llama del deseo en la joven. Irene se removió inquieta, suspiraba y jadeaba disimuladamente, el rubor en su rostro y la crispación de sus manos, evidenciaban la enorme calentura que experimentaba. Si seguía así, no tardaría en correrse…

-                     Perdone señor, pero estoy a punto de correrme. ¿Tengo su permiso para hacerlo?

-                     Por supuesto, Zorra, puedes correrte las veces que quieras. Siempre que guardes la compostura y nos mires a la cara.

-                     Muchas gracias, señor.

A pesar de lo humillante de la situación, Irene alcanzó el clímax a satisfacción de sus “guardaespaldas”. Quienes apagaron el aparato, satisfechos por el espectáculo ofrecido. Poco después, el coche llegó al aeropuerto.

Los trámites legales fueron una mera formalidad. Todo estaba en regla y nadie se atrevió a preguntarle nada a una dama elegantemente vestida acompañada por dos formidables guardaespaldas. El avión privado los esperaba en la pista, listo para despegar. Embarcaron de inmediato. Así fue como Irene abandonó su país sin ningún contratiempo.

Como era de esperar, el avión estaba lujosamente decorado. Tenía de todo, hasta pequeños camarotes perfectamente acondicionados. El viaje transcurrió sin incidencias importantes. Nada que reseñar, salvo las numerosas veces que Irene fue obligada a correrse para deleite de los guardaespaldas. No se cansaron de jugar con ella hasta que muerta de cansancio, la llevaron a su camarote. Cuando despertó, se descubrió desnuda en una lujosa alcoba totalmente desconocida…

Se sentía amodorrada, con la cabeza embotada, había dormido bien pero no acababa de despejarse. Echó un vistazo rápido. Había dos puertas, se levantó y trató de abrirlas. Una no pudo abrirla, la otra le condujo a un cuarto de baño bastante amplio. Decidió ducharse para intentar despejarse. No lo consiguió del todo, seguía sintiéndose cansada. Tenía hambre, pero como no encontró nada de comer, se echó sobre la cama. El sueño volvía a vencerla cuando vio entrar a una joven con una bandeja de desayuno.

-                     ¡Ah! La señorita ya se ha despertado. Eso está bien, muy bien. Le traigo la cena, para usted el desayuno.

-                     ¿La cena, desayuno? ¿Qué hora es?

-                     Son las ocho de la noche. Pero usted debe acostumbrarse al cambio horario. Dentro de un par de días estará bien. Hasta entonces descanse, el Amo la recibirá entonces.

-                     ¿No puedo salir de aquí verdad?

-                     De momento, el Amo no le ha dado permiso para salir de su habitación. Pero puede asomarse al balcón.

-                     ¿Balcón?

-                     No lo ha visto. Está detrás de esas cortinas. El amo desea que su estancia aquí sea cómoda y placentera. Si necesita cualquier cosa pulse este timbre y le atenderemos en lo que necesite. Hasta entonces, descanse.

Lo cierto es que Irene agradeció y disfrutó de sus dos días de descanso. Para ser una esclava, la trataban como a una reina. Descubrió que su habitación estaba perfectamente preparada para satisfacer todo tipo de caprichos. Y si salía al balcón, podía disfrutar de la vista extraordinariamente hermosa de un jardín oriental. Podría intentar bajar al jardín, el balcón no estaba a demasiada altura pero prefirió no hacerlo. En primer lugar no sabría a dónde ir, por lo que la fuga era imposible. En segundo lugar, sentía que si desobedecía a su amo, traicionaría la confianza que había depositado en ella. No lo conocía pero la estaba tratando tan bien, que sencillamente ahora no deseaba más que complacerlo.

Una vez descubierto, que no se encontraba en una bulliciosa ciudad, sino en una lujosa casa de campo. Se dedicó a explorar las comodidades de su alcoba. Además del espacioso baño, disponía de un amplio vestidor bien surtido de todo tipo de zapatos, trajes, vestidos, blusas, faldas… Más que un vestidor parecía un muestrario de ropa, y lo mejor de todo es que todo era de su talla. Tenía también a su disposición un completo equipo audiovisual, pero la mayoría de los canales y emisoras le eran incomprensibles. Cada vez que tenía hambre, entraba una nueva chica con una bandeja bien surtida. Lo único que echó de menos fue la posibilidad de charlar con alguna de ellas. Según le dijeron, no les estaba permitido hablarles a las “invitadas” del amo. Pero antes de que pudiera aburrirse en su nuevo encierro, concluyeron los dos días.

El día había transcurrido como los dos anteriores, sola disfrutando de los lujos de aquella suntuosa habitación. A media tarde entraron dos de aquellas sirvientas. Quienes, con exquisita cortesía, la invitaron a que las acompañara. Por fin saldría de su jaula de oro. La condujeron a una sauna, y después le dieron una estupenda sesión de masaje, después la manicura, la peluquería, el maquillaje… Después la vistieron, le dieron un elegante vestido rojo muy sexy y ceñido que mostraba las generosas curvas de la joven sin resultar obsceno. Después, un par de complementos, los finos zapatos y un lindo collar, unas pulseras y unos pendientes todos a juego. Al llegar la noche, estaba lista para conocer a su señor.

El corazón le palpitaba con tanta fuerza que creía que le iba a estallar en el pecho. Estaba realmente nerviosa, tartamudeaba y no podía mantener las manos quietas. Se preguntaba qué clase de hombre era el señor Takamura y qué esperaba en verdad de ella. Traspuso el umbral y entró en un sencillo saloncito decorado al estilo occidental. En el mismo centro, se veía una mesa bien dispuesta con todo preparado para la cena. Tras ella, un hombre de mediana edad, elegantemente vestido la esperaba sentado.

El señor Takamura la miraba sereno con sus rasgados ojos negros. Era un hombre elegante, de porte distinguido. Pero tras su refinada cortesía, se adivinaba a un hombre exigente y severo, seguro de sí mismo. Un hombre acostumbrado a conseguir todo lo que se proponía. Un hombre que no necesitaba repetir las cosas, pues era obedecido a la primera. Un hombre que podría ser tan gentil como cruel, tan galante como implacable, refinado e insensible, caballeroso y desalmado a un tiempo. Irene esperaba seguir viendo la cara afable de su nuevo amo, pero no debía confiarse.

Takamura la invitó a sentarse al lado de él en la pequeña mesa. Así la podría acariciar siempre que le apeteciera. Irene accedió, seguía estando profundamente desconcertada por todos aquellos halagos que parecían no tener fin. Con una sonrisa algo forzada, se atrevió a mirarle fugazmente.

-                     Muchas gracias, mi señor.

-                     Es un placer, estar con una señorita tan encantadora. Por favor, durante la cena llámame Hiroshi. Es mi nombre de pila. ¿Cuál es el tuyo?

-                     Irene… Señor. ¡Creí que ya lo sabía! (Aquel comentario no fue del agrado del señor Takamura).

-                     Hiroshi. Llámame Hiroshi. Sí ya lo sabía por supuesto pero me gustaría mantener una conversación civilizada durante la cena.

-                     Perdone… perdona Hiroshi, la… la costumbre y los nervios… yo… aún no… no me acabo de hacer a la idea de tantas atenciones… Realmente estoy muy impresionada por su… tu generosidad. Puedo tutearle, ¿verdad?

-                     Ja, ja, ja… Eres sincera y aprendes rápido… ¿Qué te apetece para la cena? Aquí tienes la carta en tu idioma para que te sea más fácil la elección.

-                     Gracias, se… Hiroshi. ¿Fácil? Hay muchos platos…

La cena se desarrolló entre risas y agradables conversaciones intrascendentes. El señor Takamura disfrutaba con la cándida charla de su interlocutor, muchas veces se reía con los inocentes comentarios de la muchacha. Irene actuaba tal y como se le había pedido y simplemente, se dedicaba a disfrutar del momento. Y así entre plato y plato, llegaron a los postres…

-                     Espero que como yo, hayas disfrutado de una agradable velada. Ahora ha llegado el momento de que me demuestres tus habilidades…

-                     Sí, señor. ¿Qué desea de mí? Amo.

-                     ¿A ti qué te parece?

El señor Takamura, se había echado hacia atrás en su asiento para atraer la atención de su esclava hacia su pelvis. Irene comprendió en seguida cuáles eran los deseos de su señor. Arrodillándose frente a él, acercó su boca a la bragueta. Comenzó a acariciar y besar la entrepierna de su señor    por encima de la tela. Pronto sintió palpitar a la bestia dormida que se cobijaba en los pantalones. Había llegado el momento de descubrir lo que se escondía tras ellos.

Le quitó el cinturón, y le desabrochó los pantalones para después bajar la cremallera. Sin embargo, cuando se disponía a retirar los calzoncillos, el señor Takamura se lo impidió. No hizo falta más, quería que se los bajara sin usar las manos así que se dedicó a la tarea sin demora. Sus labios volvieron a besar y acariciar el tumescente pene a través de la fina tela. A pesar de la barrera, Irene podía apreciar el grosor y la longitud del mismo. No es que fuese el mayor pene del mundo, pero el señor Takamura podía presumir de una buena herramienta.

Estuvo tentada de ir rápida al asunto y comenzar a ensalivar directamente el cada vez más enhiesto mástil. Pero lo pensó mejor y se dedicó a jugar con él sin liberarlo de su prisión de algodón. No debía de hacerlo mal pues su amo no le puso ninguna objeción. Siguió así hasta que comprobó que el emergente mástil, había alcanzado su máxima erección. Momento, en el que procedió a retirar la prenda que lo cubría.

El señor Takamura por su parte, se limitaba a disfrutar del espectáculo. Lo cierto, es que aquella esclava estaba realmente bien entrenada. Había logrado mantener una conversación bastante amena. Cierto que en inglés pero exigirle japonés a una recién llegada extranjera era demasiado. Además era una joven realmente atractiva y con el pelo recogido… bueno, lo cierto es que tener a una mujer con el pelo recogido mamándosela era su fetiche. Así que en aquel momento, el señor Takamura disfrutaba de lo lindo con las atenciones de su esclava. Además, había tenido el detalle de no precipitarse y tomarse su tiempo con los preliminares. Casi sin querer se le escapó un ronco y ahogado suspiro de satisfacción.

Irene supo interpretar aquella inequívoca señal. De modo que prosiguió con su pausada y metódica felación. El erecto miembro, la incitaba a engullírselo. Pero ella prefirió dedicarse a la hasta entonces desatendida base. Comenzó a besar y lamer suavemente los testículos con la puntita de la lengua. A veces, tenía que hacer verdaderas piruetas y contorsiones para acceder a los rincones más escondidos sin recurrir a sus manos. Pero lo cierto es que lo conseguía.

Una vez atendidas las expuestas gónadas, dirigió su atención al prominente ariete. Irene hubiera jurado que ahora estaba mucho más duro, grueso y enrojecido que antes de dedicarse a sus huevos. Tampoco le prestó mucha atención al hecho, tenía trabajo que hacer. Mirando a los ojos de su amo, Irene comenzó a lamer el enervado mástil desde su base hasta la punta del capullo. De abajo a arriba y de arriba abajo, fue ensalivándolo a conciencia con la punta de su aterciopelada lengüecita.

De vez en cuando,  su boca atrapaba transversalmente el grueso y carnoso miembro, y lo recorría en toda su extensión. Lo notaba tremendamente duro, macizo y sin embargo, cálido y suave al tacto. Iba llegando el momento de invitarlo a que entrara a la calidez de la boca. Le dio un prolongado beso a la punta de su capullo. Beso que comenzó con unos castos y apretados labios que se fueron separando y ensanchando para abarcar toda la redondez del glande. Lograba de este modo el acceso de una juguetona y cariñosa lengua que no dejaba de acariciarlo con mimo.

Sin embargo, en contra de lo esperado por su señor, en vez de seguir engullendo la suculenta piruleta, Irene volvió sobre sus pasos y le dedicó unos minutos a los apetitosos huevos. Esta vez, los besaba y succionaba como si pretendiese tragárselos. Le anticipaba de este modo, lo que se tenía propuesto hacerle al, cada vez más impaciente, hermano mayor.

El señor Takamura, realmente se estaba impacientando. Pero no porque su esclava lo estuviese haciendo mal, sino todo lo contrario, porque lo estaba haciendo muy bien. Para poder contener sus deseos de agarrarla e insertarle su verga en toda su extensión, comenzó a desabrocharse los botones de la camisa. Después se deshizo de la chaqueta, la camisa y hasta la camiseta de tirantes que tenía debajo. Todo con tal de tener sus manos ocupadas y resistir el impulso de agarrarle por la nuca y empujarla contra él hasta atravesarle la garganta. Era un hombre acostumbrado a todo tipo de atenciones sexuales pero lo cierto era que pocas veces se encontraba con una hembra que lo calentara tan intensamente. Aquello estaba siendo la madre de todas las mamadas y lo que quedaba, prometía ser mejor. De modo que recurriendo a todo su autodominio, se limitó a seguir disfrutando de la felación sin intervenir directamente en ella.

Irene mientras tanto, seguía afanándose a la laboriosa tarea de chupar, lamer y succionar el enhiesto y desafiante falo sin olvidarse de sellarlo con sus labios y sin llegar a rozarlo con los dientes. Ahora que se había decidido a darle una atención exclusiva, había comenzado a incrustárselo en sus entrañas hasta enfundárselo en su totalidad. El avance no era constante, se sucedían pequeñas retiradas que no hacían sino renovar la fuerza de los siguientes ataques.

Lenta pero progresivamente, el insolente sable era engullido en su totalidad. Un pequeño esfuerzo más y… sí los labios de Irene por fin habían besado la pelvis de su amo. Venciendo toda resistencia, el capullo se había introducido más allá de la campanilla y disfrutaba del agradable masaje de los músculos de la laringe. Irene seguía mirando fijamente a los ojos de su amo. Era una buena esclava, una esclava capaz de vencer toda su angustia y enfundarse cualquier polla hasta el mismísimo estómago. Permaneció así abrazando a su señor, por más de un minuto, hasta que necesitó tomar aire.

La momentánea retirada fue aprovechada para respirar y recuperar el resuello. En ningún momento, apartó la vista rostro de su amo, y nunca permitió que su polla saliera completamente de su boca. Volvió pues a tragarse el imponente miembro en su totalidad y quedárselo dentro de ella unos instantes dos o tres veces más. Pero ya iba siendo necesaria más variedad en las parsimoniosas envestidas. De modo que Irene comenzó un continuo pero irregular vaivén. Unas veces la lengua se retorcía frenéticamente dentro de su boquita, otras lo hacía despacio. A veces se incrustaba el falo en su totalidad succionándolo con fuerza, otras en cambio, le chupaba solo la puntita. Ahora se lo follaba con frenético ritmo, con desesperación; ahora lo hacía despacio y con mimo.

Como no podía ser de otro modo, tan entusiásticas y voluntariosas atenciones comenzaron a enervar el normalmente sereno espíritu del señor Takamura. Estaba cada vez más excitado, más que eso; le costaba sangre, sudor y lágrimas, seguir reteniendo su desbocado deseo. El clímax se acercaba irremisiblemente y aunque tenía pensadas otras cosas, no pudo sino dejarse llevar y terminar en la deliciosa boquita de su esclava. Los inusualmente poderosos chorros de semen se incrustaron violentamente en el esófago. Alguno debió llegar directamente al estómago. Tan abundante fue la descarga que a pesar de todo, tres o cuatro disparos más se tuvieron que alojar en la sufrida boca.

A pesar de todo, Irene logró tragarse toda aquella leche sin desperdiciar ni una gota, y eso que le rebosaron un par de hilillos por la comisura de los labios. Irene se podía sentir orgullosa, había demostrado ser una mamona de categoría. Claro que de momento ella no sabía hasta qué punto su actuación había sido del agrado de su amo. Después de tragar la abundante y copiosa lechada, Irene continuó limpiando los últimos restos. Mientras no recibiese otra orden, aquella polla recibiría su atención exclusiva.

El señor Takamura, por su parte, se entretuvo recordando y saboreando las delicias del intensísimo orgasmo. Estaba realmente satisfecho con la reciente adquisición y comenzaba a planificar el futuro de la joven. Sin embargo no se entretuvo demasiado tiempo haciendo ensoñaciones. Tenía asuntos más inmediatos y urgentes que tratar con ella. Por ejemplo, todavía no la había visto desnuda…

-                     Sabe usted mamar, señorita. Ahora me gustaría evaluar sus otros atributos. Desnúdese.

-                     Gracias, Señor. Como usted quiera Amo.

Irene se incorporó y comenzó a contonearse voluptuosamente mientras se desvestía. Como había hecho antes, no fue directamente al meollo del asunto. En vez de eso, se dedicó a bailar de forma sensual y provocadora al tiempo que se iba desprendiendo de sus prendas. Claro que no tenía muchas y el Streep-tease no duró demasiado. Su amo le permitió quedarse con los zapatos de tacón, las elegantes medias negras, los pendientes y el collar.

Una vez finalizada la breve actuación, Irene se quedó en posición de espera. Con las piernas ligeramente abiertas, las manos en la nuca, mirando al suelo y con la boca entreabierta. De este modo, la joven esclava demostraba su total entrega, le estaba ofreciendo a su amo todo su esbelto y bien formado cuerpo. Le ofrecía sus pechos y ninguno de sus agujeros estaba cerrado o inaccesible. Y como señal de profundo respeto, la esclava no osaba a mirar a su amo, sino al suelo donde ella pertenecía.

Esta vez, el señor Takamura sí se tomó su tiempo observando y estudiando la generosa anatomía de su reciente adquisición. La hizo darse la vuelta despacito varias veces para inspeccionarla desde diferentes ángulos. Después le exigió que diera pruebas de sus aptitudes gimnastas, se echó hacia atrás hasta tocar el suelo con las manos quedando la espalda totalmente arqueada. Luego se abrió de piernas al máximo en un ángulo de 180 grados. Doblando la espalda y la pierna llegó a tocarse la cabeza con el pie. Irene demostraba ser una chica realmente flexible, una auténtica contorsionista. Una nueva cualidad que explotar, verdaderamente, valía el precio que había pagado por ella.

Finalizada la demostración, Irene volvió a la posición de espera. Esta vez, sin embargo su Amo la quería examinar más de cerca. Así que se colocó entre sus piernas. El señor Takamura, se dedicó entonces a explorar los finos y delicados pliegues que se escondían en la entrepierna. Fue cuidadoso y cariñoso mientras le abría los labios mayores y los recorría una y otra vez como si fuese un niño curioso. No se olvidó del cada vez más duro y prominente clítoris; perfectamente señalado por el arete que tenía en su base. Irene comenzó a excitarse.

En cuanto notó los primeros flujos, el señor Takamura se llevó la mano a la nariz. Quería oler el dulce perfume que manaba de su hembra. Se mostró satisfecho con el resultado y volvió a sus delicadas manipulaciones. “Mírame” le ordenó a su sierva, quien obedeció al instante. Y allí, mientras palpaba y exploraba las intimidades de la joven, pudo ver en sus ojos un pequeño destello de humillación y vergüenza. A pesar de todo su adiestramiento, Irene no podía evitar sentirse sucia y usada. Claro que gracias a su excelente adiestramiento, podía contenerse y ocultarlo y no dar muestras de ello. Sólo los expertos ojos de un hombre acostumbrado a manejar mujeres sometidas y esclavizadas, como los del señor Takamura, podían descubrir aquel pequeño atisbo de vergüenza.

Irene no podía explicar lo que sentía en aquellos momentos. Sabía que era una esclava, un mero objeto para la satisfacción del hombre que la había comprado. Había aprendido en duras lecciones a obedecer en todo sin rechistar. Había estado expuesta y desnuda delante de muchos hombres quienes además la habían usado de todas las formas imaginables. Y sin embargo ahora delante de su nuevo Amo… se sentía humillada y rebajada por estar desnuda y expuesta a sus manipulaciones. Y es que el excelente trato recibido, la habían hecho sentirse persona una vez más; y la vuelta a la cruda realidad, no le resultaba nada agradable.

Sin embargo, el señor Takamura, dentro de lo que cabe, la seguía tratando con delicadeza. Podía estar azotándola o follándosela con rudeza pero no era el caso. Las expertas caricias de aquellos habilidosos dedos, la estaban calentando. Poco a poco, su rostro fue tomando color, su respiración se hacía más pesada, y su entrepierna mucho más húmeda. Finalmente, Irene comenzó a gemir y jadear, su pelvis empezó a contonearse siguiendo el ritmo de aquellos endiablados dígitos y sus jugos a escurrirse bajando por sus muslos.

Irene se esforzó por evitar el orgasmo, deseaba postergarlo lo más posible pero aquello no estaba en sus manos. El señor Takamura sabía muy bien lo que estaba haciendo. Controlaba perfectamente el ritmo con el que la masturbaba. Y la hizo sufrir, la hizo desear el clímax acercándoselo y luego negándoselo. La llevaba al borde del abismo y la dejaba allí sin permitirle caer. Irene debía luchar contra su creciente frustración, ese era el nuevo juego de su amo. Y ella debía ser un buen juguete. Finalmente tuvo que claudicar.

-                     Por… por favor, mi Amo… Aahh… Permita correrse a esta… esclava… Señor.

-                     ¿Deseas correrte?

-                     Sí… Amo, por favor. Deseo… uuff…deseo correrme, mi Amo.

-                     Eres una putita caliente. ¿No es cierto?

-                     Sí señor… Soy una putita caliente… oohh… muy caliente, mi Amo.

-                     Está bien, te lo has ganado. Córrete.

-                     Gracias, mi Amo…

Segundos después, el cuerpo de Irene se estremecía de arriba abajo sin control, su coñito comenzó a manar como una fuente; al tiempo que un fuerte y prolongado gemido, más bien un alarido, declaraban la consumación del orgasmo.

Tan intenso fue el clímax alcanzado que Irene debió apoyarse en su amo para evitar caerse cuando las piernas le fallaron. No sabía qué pensar, por un lado era su esclava y la trataba como tal; pero por otro, era demasiado considerado con ella, hasta cariñoso. Estos pensamientos no dejaban de inquietarla…

-                     Gracias, mi Amo. Espero serle de su agrado señor.

-                     Vaya, pareces una putita agradecida y bien educada. Dime, ¿te gustan los aritos que llevas?

-                     ¿Los aritos, Señor? Se refiere ¿estos, Señor? (Dijo señalándose sus pechos.)

-                     Sí Putita, a esos y a este de tu coñito.

-                     Me gustan si a usted le gustan mi Amo.

-                     Buena respuesta. Acércame esas cadenitas que están en aquella mesita.

Irene no había reparado en aquella sencilla mesita que se encontraba al lado de una estantería. Sobre ella, encima de un pequeño tapetito de terciopelo había unas cadenitas doradas. Las tomó y se las llevó a su amo. Los dos pechitos y el clítoris no tardaron en quedar unidos por las cadenitas. Una vez colocadas, la fue llevando por todo el saloncito dándole pequeños tirones. Aunque estos eran suaves, Irene no pudo menos que sentirse humillada. La estaban tratando como a un animal, como si fuese una perra a la que guiaran con una correa. Pero este era su destino y tenía que aceptarlo.

De repente, el señor Takamura dio un fuerte tirón. Irene chilló desesperada, la tremenda sacudida le había pillado por sorpresa y no pudo contenerse. Le ardían los pezones y el sensible clítoris se quejaba por el súbito maltrato. Si se los hubiesen arrancado de cuajo no le habría dolido tanto. Cuando se iba recuperando del anterior castigo, un nuevo tirón la volvió a estremecer. Un par de lágrimas en el desangelado rostro, le revelaron al señor Takamura, lo profunda que era la angustia que la embargaba. Irene miró a su Amo preguntándole por qué.

-                     Hasta ahora Putita, te has comportado muy bien. No tengo ninguna queja contra ti. Pero quería mostrarte lo que te podría pasar si llegaras a defraudarme. Además, de vez en cuando, me gustará castigarte, simplemente para disfrutar con tu sufrimiento. No quiero que te pille de sorpresa como ahora. ¿Alguna objeción?

-                     No, Amo.

-                     ¿No? ¿Te gusta que te castiguen?

-                     No Amo. Pero si usted, se divierte castigándome, me… me complacerá satisfacerle y serle útil. Mi Señor.

-                     Has sido muy bien adiestrada, Putita. Ve hacia esa mesita baja.

-                     Gracias, señor. Sí, señor.

Irene no tenía dudas acerca de las intenciones de su amo. Era una esclava, y su amo la usaría como quisiera para su propio placer. Debería pues intentar complacerlo siempre en todo y aprovechar los momentos de bonanza en los que ella pudiera encontrar disfrute. Conforme se fue acercando a la mesita, fue descubriendo las extrañas características de la misma. Era una mesita bajita, cuadrada, de más o menos un metro y medio. Un hombre tumbado, cabría muy justo debajo de ella. Además tenía un surco redondo bastante ancho que dibujaba una gran circunferencia dentro del cuadrado. Y en su mismo centro, un agujerito redondo de unos20 centímetrosde diámetro. Irene se preguntaba qué clase de artilugio sería aquel y para qué podría servir. No tardó en descubrirlo.

Su amo se colocó debajo de la mesita, tumbado. A la altura del misterioso agujerito asomó el erecto pene. No hacía falta mucho más, Irene se arrodilló sobre la mesa y comenzó a trabajarse la polla de su Amo. La mamada prometía ser tan buena como la anterior. Por lo menos, eso es lo que se había propuesto Irene. Pero algo alteró el normal derrotero de la felación. De pronto, Irene se sintió girar alrededor de aquella polla. Su boca giraba alrededor del erecto miembro sin ella moverse. Y es que, lo que se movía era la mesa. Lo que había interpretado como un surco, en realidad era el borde de la plataforma circular que se apoyaba en la base cuadrada. Esta plataforma podía girar sobre su base y al estar Irene apoyada sobre la misma, la hacía girar alrededor del erecto miembro masculino.

La velocidad de giro no era excesivamente rápida pero sí obligó a Irene a buscar un medio de no marearse mientras se mantenía pegada a aquella polla. Sentía como su lengua recorría toda la circunferencia del glande pasando por el frenillo una y otra vez. Pronto se acostumbró a las suaves revoluciones y comenzó a subir y bajar por el tronco como si se lo estuviese follando. Aquello debió ser lo que estaba esperando, el falo ganó en consistencia, grosor y altura. Se irguió aún más potente y desafiante, se volvió duro, pétreo, inflexible.

El señor Takamura decidió entonces probar un nuevo agujerito. La hizo ponerse de rodillas y abrir las piernas sobre su firme mástil. De este modo, Irene se fue empalando a sí misma en el orgulloso clavo de su Amo. La maniobra se realizó con calma, lo que sin duda exacerbó aún más el caldeado ambiente. Finalmente, gracias a la enorme flexibilidad demostrada por la joven esclava, el pene se incrustó casi por completo en la suave cuevita.

Irene comenzó a moverse sobre el pétreo falo. No tardó en alcanzar un ritmo regular y acompasado; una vez conseguido, la plataforma comenzó a girar de nuevo. Era una sensación totalmente novedosa y muy placentera. Al tiempo que subía y bajaba por el potente ariete, sentía cómo este giraba en su interior llegando a nuevas zonas con cada acometida. Se sentía barrenada, pues el falo de su Amo, se comportaba exactamente como un taladro. Al tiempo que la ensartaba, giraba dentro de ella. Aquello era mucho más de lo que podía aguantar y comenzó a perder el dominio de sí misma. Si no se controlaba, estallaría en un potente orgasmo antes de tiempo.

El señor Takamura por su parte, se lo estaba pasando genial. Aquella mesita, se había convertido en uno de los muebles más apreciados de su residencia. No había día en que no lo usara con alguna de sus esclavas. En este caso, además, estaba encantado con la profundidad de las penetraciones. Sin duda, poseer una esclava tan flexible y atlética, tenía sus ventajas. Tenía curiosidad por explorar todas las virtudes de su reciente compra. De modo que comenzó a darle instrucciones para probar nuevas posturas. Mueve sólo las caderas hacia delante y atrás, échate hacia delante, échate hacia atrás, ponte en cuclillas hacia delante, hacia atrás, levanta las dos piernas y no te muevas…

No hubo postura que no probara más de una vez. Irene apenas si lograba contenerse. Afortunadamente para ella, pasados unos minutos, encontró el modo de dominarse, si no del todo, lo suficiente como para no dejarse llevar. No obstante, otro problema comenzaba a aparecer, se estaba mareando. A pesar de que el giro no era rápido, llevaba ya tantas vueltas, que sentía perder el equilibrio. Pero en ese mismo instante, su Amo decidió cambiar de nuevo.

La llevó a un cómodo sillón de tres plazas, la puso de rodillas con las piernas bien abiertas, sobre el mismo; de modo que su cuerpo se apoyaba sobre el respaldo. Y en esta posición, comenzó a follársela violentamente estilo perrito. No estuvo mucho tiempo así, se intercambiaron los papeles. Él se sentó en el asiento del medio y ella se sentó encima de él mirándole de frente.

Tampoco estuvieron mucho tiempo así. La hizo darse la vuelta, pero en vez de permitirle que apoyara sus pies en el suelo, Irene debió de abrirse por completo y apoyar sus tobillos en los reposabrazos de los lados. Una vez en posición, su Amo la obligó a ensartarse. En esta postura, apenas tenía libertad de movimientos. Sólo podía subir y bajar un poco si se apoyaba con los brazos atrás en el respaldo del sofá o en el pecho de su Señor. Como el ritmo no podía ser muy rápido, su Amo la pistoneaba con furia mientras ella se esforzaba por mantener el ritmo y el equilibrio.

Sin embargo, el señor Takamura tenía pensada una nueva variación. Decidió cambiar de agujerito, era hora de dar por culo. Sin muchas contemplaciones, la levantó y le colocó el capullo en la puerta de atrás.  El propio peso de ella la hizo empalarse hasta la empuñadura de un solo golpe. A pesar de estar bien entrenada, no pudo ocultar su dolor. Un amargo quejido que no hizo sino espolear los depravados deseos de su Amo.

El señor Takamura también gimió, pero de placer. El estrecho agujerito, le apretaba y masajeaba con firmeza y delicadeza a un tiempo. Realmente, aquella esclava no tenía desperdicio. Y con ganas de disfrutarla al máximo, comenzó un frenético bombeo, irracional y salvaje.

Irene saltaba y rebotaba una y otra vez sobre aquel ariete impulsada por las violentas acometidas a las que le sometía su Amo. No podía hacer nada para siquiera suavizar la fuerza de las inmisericordes estocadas. El único modo en que podía aliviar el dolor era chillando. Pero no era el dolor la única sensación que experimentaba. Al tiempo que la martilleaba, el Señor Takamura le frotaba el clítoris con la misma vehemencia animal. Dolor y placer a un tiempo, placer y dolor. Y finalmente, sólo placer.

El desbocado cabalgar seguía su vertiginoso y descontrolado avance sin darse un respiro, sin descanso de ningún tipo. Los cuerpos sudorosos, exhaustos se movían sin querer, impulsados por la vertiginosa locura. El final estaba próximo, pero por alguna razón parecía no llegar nunca. Irene balbuceaba suplicando poder alcanzar el clímax y su Amo se lo concedió gustoso siempre que viniese después del suyo.

Pero estaban presos de una extraña maldición. Su excitación crecía y crecía sin parar, pero sin alcanzar la cumbre. El deseo los poseía y llevaba en volandas, pero el final se postergaba. Ya estaban llegando, ya lo tenían encima. “YA… YA… YAAAHH”

Ambos terminaron al unísono. Una violenta erupción de semen inundó en sucesivas oleadas las sufridas entradas de la joven. Irene caía desplomada, completamente exhausta, rendida y sin fuerzas enterrándose aún más dentro el todavía potente ariete que no dejaba de manar. Y así estuvieron largo rato, la una sobre el otro semiinconscientes mientras recuperaban el resuello y el dominio de sus cuerpos.

El señor Takamura, siguió acariciando y besando el cuerpo de su esclava desde su espalda, pero no logró que su cansado miembro recuperara la vitalidad. Reconociendo su impotencia, obligó limpiarlo a su esclava. Después se dirigió a la ducha para que ella terminara de lavarlo. Finalmente la despidió e hizo que la condujeran a su habitación, advirtiéndole que no tardarían en requerir sus servicios.  La sesión había finalizado más que satisfactoriamente. Había sido una buena compra, qué buena, excelente; sería una inversión muy rentable.