Upiros II

Segundo capítulo y final.

Ella lo es todo. Todo. La deseo tanto... Penetro despacio, abriendo la carne palpitante, y ya no puedo parar, no pienso en otra cosa... Es imposible que lo entiendas. Tú no la sientes, no la ves, no la hueles ni la gozas como lo hago yo. Es un millón de veces más intenso que un orgasmo. Detenerme es difícil, exige una gran fuerza de voluntad que he logrado conseguir tras cientos de años de entrenamiento. Hace tiempo, cuando era joven y no tenía experiencia, arremetía con tanto ímpetu que quebraba costillas y tronchaba los huesos de los brazos; no podía parar hasta dejar a mis víctimas secas. La sed es tan fuerte que anula cualquier otro pensamiento. Y es que ella lo es todo.

La Sangre lo es todo.

Me separo de la presa. Mi saliva sustituye la producción de heparina por la de enzimas coagulantes para cerrar las profundas heridas de su cuello y evitar que se desangre. Está consciente. Perfecto. Aún no he terminado con ella.

-¿Fumas? -le digo, encendiendo un cigarrillo y echándole el humo en la cara-. ¿No? Claro. Fumar mata. ¿Y qué? En este mundo siempre hay algo que, tarde o temprano, te matará.

Yo no tengo ese problema, no moriré de cáncer. Me gusta fumar, aunque ahora no sea lo políticamente correcto. No está bien visto. Antes era algo distinguido. Noble. Recuerdo el salón de fumadores de la condesa de SaintMichel, un lujo de mobiliario neoclásico adornado con los más lindos jovencitos y preciosas chicas como ceniceros. Previamente se les enmudecía con ácidos vertidos en sus gargantas que deterioraban sus cuerdas vocales, de esa manera podíamos conversar tranquilamente mientras abrasábamos pezones, lenguas, ojos, testículos, penes, clítoris... Me encantaban esas pequeñas guillotinas para cortar las puntas de los puros. Si algún invitado quedaba con apetito, podía rebanar con ellas los dedos de los ceniceros y tomar un trago. La condesa de SainMichel era una mujer adelantada a su época, muy distinguida y elegante. Nada que ver con los sórdidos banquetes medievales del castillo de Bathays.

La punta de mi cigarrillo roza el pezón. Huele a carne quemada. La mordaza acalla los quejidos, sus ojos se abren desmesuradamente, tiene el rimmel corrido y por su rostro resbalan gotas de sudor, sangre y lágrimas, dejando nuevos surcos. Es una imagen hermosa. Mantengo a la presa suspendida, colgada de los brazos que ya estarán dislocados; su piel pálida luce decorada con las marcas rojizas de la vara y y los círculos oscuros de la punta del cigarro. Sangre y fuego. Por su vagina aún asoma el cuello del botellín de cerveza. La punta de mi cigarro se aproxima a su clítoris.

-¿Deseas que pare? Claro que sí. Ahora mismo harías lo que fuera porque dejara de hacerte esto. Pues en tu mano está -voy al rincón del sótano y registro sus ropas. Encuentro un antiguo rosario de cuentas oscuras y el teléfono móvil en un bolsillo interior de su vestido-. Hace un rato, mientras bebías cerveza y tonteabas conmigo, me contaste que tenías una hermana, despotricabas contra ella continuamente, doña Sandra la perfecta... ¿Sandra? Sí. Aquí está su número. Te propongo un trato. Puedes llamarla, convencerla para que venga aquí, sola. Ella ocupará tu lugar y a ti te dejaré libre. Nadie se enterará. Cualquiera en tu situación lo haría, sin remordimientos ni culpas. Es el instinto de supervivencia, innato en todos los animales. ¿O es que acaso crees que hay que poner la otra mejilla? ¿Es más digno morir mártir, devorada por los leones, por una buena causa? ¿Estás tú preparada para ser el cordero del sacrificio? Permíteme dudarlo. Tú no das la talla.

Riendo me meto la cruz del rosario en la boca y la chupeteo de forma obscena. Cuántas patrañas noveleras... Ni las cruces ni el agua bendita nos afectan en absoluto. La Iglesia, como siempre, metiendo baza en todos los asuntos trascendentales para darse buena publicidad. Son los mejores en cuestión de marketing. Ya me dirás... santificaron todas las fiestas paganas con el nombre del santo o la santa de turno. Reliquias, milagros... Bah... Bulos, todo mentiras. Aunque con santos varones como Torquemada haciendo de relaciones públicas, a ver quién les ponía pegas.

Y siguen igual, aprovechando cualquier circunstancia para dar una importancia que no tiene a un simple objeto cruzado, el símbolo sagrado, y lo único que simboliza la cruz es su cagada sobre la muerte y la resurrección. ¿Quién resucitó? ¿Dónde está ese Jesús resucitado? Los únicos que resucitamos en la carne y en la sangre somos nosotros. ¡Los verdaderos inmortales! Nosotros somos los hijos de Dios, somos el pueblo elegido. Y vosotros sois... el alimento de los dioses. No es tan fácil matar a un dios, y te aseguro que una simple cruz no puede hacerlo.

¿Lo de los ajos? Otro cuento de viejas... Aunque dicha sea la verdad, no me gustan. Devorar a un consumidor habitual de sopa de ajos estropea mi aliento fresco.

Los espejos... Eso es distinto. No es que no nos reflejen, sino todo lo contrario: nos reflejan demasiado bien. Podemos engañar la mente humana, influír en vosotros para que nos veais de una manera distinta a como somos en realidad. Pero los espejos no se dejan engañar.

-Y ahora, cerdita, te dejaré tiempo para que lo medites. Piénsalo: no más dolor, no más sufrimiento. No morirás. Si te niegas voy a sacarte los ojos, arrancarte las uñas de los dedos de las manos y de los pies, meterte brasas ardiendo por el culo. Te haré todo eso y mucho más antes de tomar toda tu sangre. O puedes llamar a tu hermana y no te pasará nada, te dejaré libre. Asiente y te quitaré la mordaza para que hables con Sandra. Podrás vengarte de la zorra de tu hermana...

Oh, creo que he tenido un deja vu... Eliza, la pastorcilla, fue al castillo de los señores oscuros de Bathays para cambiarse por su hermana. ¿Lo recuerdas? Pero Nicos... Nicos era muy retorcido, ya lo creo que lo era. Y tenía un plan para divertirse con las dos.


OTROS TIEMPOS, OTRO LUGAR...

-Creo que me estoy enamorando... Oh, no... Miento vilmente. No lo creo. Estoy completamente enamorado, estoy seguro de ello. Te amo, te amo, te amo, mi hermosa Henrietta. Adoro esos ojitos de cielo, esa boquita de cereza madura, ese cuello esbelto, lindo, apetitoso... -Nicos rozó ligeramente la piel a la altura de la carótida, y colocó en su cuello una espléndida gargantilla de oro y rubíes.

-¡Oh, mi señor! -la muchacha sujetaba la cadena y miraba el colgante. Sus ojos brillaban emocionados tanto como las piedras preciosas-. Qué maravilla... No comprendo esa absurda manía de no tener un espejo en vuestra cámara.

-Querida mía, hasta la imagen del espejo moriría de pura envidia ante tu belleza y gracia -las manos del conde de Bathays franquearon faldones y enaguas y acariciaron las nalgas de la joven, que se estremeció y dio un respingo.

-Tenéis las manos heladas, mi señor... -se excusó Henrietta, apartándole.

-Tú podrías calentarme, mi amor -Nicos continuó en su afán de acariciar el trasero de la muchacha, que volvió a rechazarle con rubor-. ¡Oh, Dios mío! ¿Tan infame ha sido mi pecado que me castigas con tamaña condena? ¿Es por amar a una plebeya? Tú no me amas, Henrietta, no me amas... Yo te he prometido todo, te he dado todo, pero me rechazas cruelmente, haciéndome sufrir... no me amas...

Y Nicos se volvió, sujetándose la cabeza, la mano en el pecho, actuando de forma exageradamente dramática, pretendidamente ofendido, pero sonriendo con maldad ante ese retrato de su antepasado, cuyo ojo era una mirilla por la que Eliza contemplaba aterrorizada toda la escena, oculta en el pasadizo secreto, con el alma en vilo por la suerte que pudiera correr su hermana pequeña a merced de ese monstruo.

-Oh, nooo... -Henrietta se lanzó a la espalda de su señor, gimoteando-. Yo os amo... ¡Os amo! ¡Más que a mi vida! ¡Más que a mi alma!

-¿Estás segura? Yo quiero dártelo todo, todo lo que poseo, todo... ¿Tú harías lo mismo por mí? ¿Me darías tu alma, tu vida, aquello que ningún hombre ha tomado? Quiero que seas mía, mía... -se besaron tan efusivamente que los dientes de Nicos rasgaron los labios de la muchacha-. Esto es como un juramento de sangre, un pacto de amor.

Y Henrietta, inocente y enamorada, se dejó llevar. Cayeron a la alfombra cordones y corpiño, enaguas, faldones y colgante. Las manos de su señor seguían siendo frías, pero sus palabras, sus besos y caricias eran fuego. "Deseo que te entregues a mí totalmente, que confíes en mí ciegamente". Y Henrietta, enfebrecida, consintió. La tomó en sus brazos y la dejó sobre la cama. Ató sus muñecas y tobillos al cabecero y dosel del lecho con una fuerte soga. Luego vendó sus ojos con una tela oscura.

-Amor mío, volveré en unos minutos... No te vayas -sonrió con ironía, mostrando sus afilados dientes y su verdadero rostro de vampiro, y accionó la palanca que abría el panel del pasadizo donde aguardaba Eliza.

-Sois... ¡Sois un ser despreciable! -exclamó Eliza, en cuanto le tuvo delante.

-¿Tú crees? -La fuerte bofetada la lanzó contra el suelo con el labio reventado -. Mírame. Soy lo que soy. Y ahora levanta y atiende. Conoces las opciones. O esto, que lo llevarías tú -y le muestra un arnés con un gran falo incrustado-, o alguno de estos otros, que lo llevaría yo -y le muestra unas cuantas fundas para vergas, con la superficie exterior cubierta con lija.-Decide cuál desvirgará a Henrietta.

Eliza no tuvo que meditar demasiado su elección. Optó por el mal menor para su hermana. Sabía que ella nunca se lo perdonaría, que la odiaría por ello toda su vida y que escupiría maldiciones al recordar su nombre, pero si ese era el precio que debía pagar para salvarla de las garras de ese ser demoníaco, lo haría.

-¿Y después de todo esto, mi hermana quedará libre? ¿Me lo juráis?

-Tendrá libertad de marcharse, sí, si ese es su deseo -aseguró el vampiro, sonriendo cuando Eliza se desnudó y se colocó el arnés, sujetándose fuertemente las correas a la cadera.

Nicos bajó de nuevo la leva que movía el panel y ambos entraron en sus aposentos.

-¿Mi señor? ¿Nicos? -murmuró la joven que seguía atada y sin ver nada.

-Sí, soy yo, amada mía... ¿Estás temblando?

-Sí... Es que... tengo frío -farfulló algo asustada la chica.

-No temas, mi bien, que mis besos y caricias arderán en tu piel y abrasarán de pasión tu corazón.

Ante una señal de Nicos, Eliza se prestó a hacer todo lo que él le había ordenado.

Cubrió de besos los labios y el cuerpo de Henrietta. Acarició su piel, lamió sus pezones, su vientre, sus ingles... Su lengua lamía repetidamente, sin parar, el clítoris ansioso. Gemidos y fluidos de gozo de una se mezclaban con suspiros y lágrimas de pena de la otra. No imaginaba Henrietta que la lengua que le estaba proporcionando tanto placer no era la de su amado Nicos, sino la de su propia hermana. El éxtasis se acercaba, haciendo que su cuerpo se convulsionara y sus piernas temblaran. La chica pronunciaba el nombre de su amado, cuando bruscamente el placer se quebró en un alarido al sentir el falo de madera penetrando de forma violenta, rompiendo su himen.

Fue entonces cuando Nicos se acercó por detrás y quitó la venda de los ojos de una Henrietta que, confusa, dolorida y asustada, veía a su hermana desnuda, sobre ella, embistiéndola salvajemente..

-¿Eliza? ¿Nicos? Por favor... ¿Pero qué...? ¡Aaaaah!

De nada valieron súplicas y sollozos. Eliza siguió introduciéndole el falo una y otra vez, hasta que el señor intervino.

-Eliza, mujer, para ya, que vas a destrozar a tu pobre hermana. Pobrecita Henrietta... No comprendes nada ¿verdad?

-Claro que no entiende -coincidió con él Eliza, de forma tajante-. Mi hermana menor es tan linda como lerda. Sus entendederas son tan simples como las de una burda acémila. Es tan necia como una mula, aunque tan fogosa como una perra en celo. Ya lo habéis visto, cómo se derretía ante mis caricias, y cómo gozaba cual ramera viciosa. Que no os engañe la sangre entre sus piernas, mi señor, que no ha sido producida por la pérdida de su virgo, sino por la violencia de mi asalto. Bien os puedo asegurar que esta perra no era doncella casta, ya que siempre andaba presta a abrirse de piernas y a poner el culo cuando olisqueaba un macho con buen rabo cerca.

-¿Pero qué estás diciendo, Eliza? -se sorprendió de nuevo la llorosa joven-. Eso no es cierto... No es cierto...

-Tu hermana ha venido a poner las cosas en su sitio, Henrietta -terció Nicos-. Ha venido a ocupar tu lugar, el lugar que a ella le corresponde. Tu llegada aquí fue un error... Sin embargo, dudo mucho que Eliza sea menos ramera que su hermana, teniendo las dos de la misma sangre corrupta corriendo por esas venas. No obstante, eso mismo, lejos de disgustarme, me satisface sobremanera. En estos momentos no sé cuál de las dos podría servir con mayor beneplácito a su señor, si Henrietta o Eliza. Tal vez Eliza sea la mejor opción y Henrietta sea completamente prescindible...

Sigilosamente, Nicos se aproximó como una pantera a la joven atada, con una daga en su mano. Eliza contuvo la respiración, y soltó un suspiro de alivio cuando el señor se limitó a cortar las cuerdas que la mantenían inmovilizada. La chica se arrastró fuera del lecho, y se quedó en un rincón de la cámara, sollozando en el suelo. Luego Nicos se dirigió a Eliza:

-Deseas ocupar el lugar de tu hermana. A eso viniste, ¿no? Pues quítate ese artefacto y túmbate aquí.

Nicos, consciente de la fuerza y resistencia sobrenatural de Eliza, la inmovilizó utilizando unos grilletes y unas gruesas cadenas. En cuanto la tuvo sujeta, se dirigió a donde estaba Henrietta, la tomó delicadamente de las manos y la ayudó a levantarse.

-Puedes irte ahora, si ese es tu deseo, querida mía -le hablaba mirándola fijamente a los ojos, de forma hipnotizadora-. Ordenaré a uno de los criados que te devuelva el vestido de lana que llevabas cuando llegaste al castillo y podrás regresar a tu humilde hogar en la aldea. Aunque también puedes recuperar tus capas, vestidos y joyas; volver a ser mi reina, el centro de mis atenciones... y vengarte de la zorra de tu hermana.

Nicos le entregó el arnés, con el falo manchado aún con su sangre. Henrietta se lo puso con determinación, mirando con odio a su hermana.

-Yo era virgen, mi señor. Ella mintió... Todas las palabras que os dijo sobre mí no fueron más que falsedades inventadas por su retorcida mente.

-Oh, pobrecita, mi pequeña reina, cuánto lo lamento... ¿Y crees que entonces esto resarcirá el daño causado? Eliza es viciosa por naturaleza, y seguro que acostumbra a jugar con falos de mayor tamaño. Lo que tú consideras justo castigo, para ella sólo sería proporcionarle un maravilloso gozo lascivo. Mas no te apures, mi amor, que tengo la solución. Permíteme un momento.

En cuanto Nicos abandonó el aposento, Eliza apremió a su hermana.

-¡Debes irte, Henrietta! ¡Sal de aquí! No le hagas caso. No creas una palabra de lo que te diga. Es un monstruo, un demonio. ¡Upiros! ¡Chupasangres! ¡Todos lo son! Son demonios horribles que torturan y matan sin compasión, y Nicos es el peor de todos. He venido a salvarte, debes creerme. ¡Huye ahora que puedes! ¡Son...

-¡CÁLLATE! -la interrumpe su hermana, fuera de sí-. Harías cualquier cosa, dirías lo que fuera por ocupar mi sitio... Eres una auténtica zorra mentirosa. Pues no. ¡NO! No pienso volver a la aldea, no voy a volver a llevar mis viejos vestidos, no volveré a las aburridas misas con madre o a tener que evitar las miradas y los roces cada vez más malintencionados de padre. En el mejor de los casos acabaría conviviendo con gallinas y cerdos, trabajando de sol a sol, con las manos llenas de callos, la cara arrugada y los pechos descolgados de amamantar los mocosos de un granjero que me preñaría año tras año... Ese no será mi destino. Voy a ser su reina y vivir rodeada de lujos, joyas y sedas, y si tengo que ceder ante los depravados caprichos carnales de mi señor, lo haré. Te ha salido mal la jugada, Eliza. Esto no me lo vas a arrebatar, maldita envidiosa.

-Oh, Henrietta -sollozó Eliza-, es un monstruo perverso; te ha cegado con el esplendor de la riqueza, te ha deslumbrado con el brillo de las joyas y no ves la realidad. No...

No siguió hablando, porque en ese momento entró Nicos, portando en sus manos las fundas de lija. Forró con una de ellas el falo del arnés que portaba la más joven, sin dejar de mirarla fijamente. Su voz era como un cántico armónico que penetraba en su mente, y allí actuaba como un gusano en una manzana, pudriendo pensamientos.

-Ella lo merece. Es una maldita envidiosa, tenías razón. Quiere hacerte volver a la pobreza, quitarte lo tuyo... Merece que te desquites. Te hizo mucho daño, físico y moral. Así el castigo reparará la falta cometida en su justa medida... Se lo merece, es una zorra, se lo merece...

-Te lo mereces, zorra, te lo mereces -repetía ofuscada la joven arremetiendo contra su Eliza, haciendo caso omiso a sus gritos de dolor y sus lamentos.

Y aunque el dolor era insoportable, lo peor era la mirada sanguinaria de odio de su hermana menor, que invadía y desgarraba su corazón tanto como la lija lo hacía en sus entrañas. Nicos disfrutaba relamiéndose. El aroma a dolor y sangre le encendía. A duras penas podía controlar la sed, ese deseo voraz de devorar inmediatamente a alguna de las dos. Lo que ya no podía dominar era ese otro deseo que hinchaba su verga, cuando miraba el culo de Henrietta que se sacudía, insinuante y tentador, mientras embestía a su hermana.

Nicos se quitó la ropa y sonrió, transformado ya en su verdadero ser. Tomó otra funda de lija y la ciñó a su miembro erecto.

Las manos heladas tanteando sus nalgas hicieron que Henrietta se detuviera, como si despertara de una ensoñación, confundida y mareada.

-¿Eliza? -parpadeó asustada-. ¿Qué estoy haciendo? ¡Oh, Dios mío! Pero... ¿Qué te estoy haciendo?

-Nada que no quisieras hacerle, mi amor -le susurró al oído el vampiro, reteniéndola y rozando con su verga forrada su ano-. Puedo instigar y persuadir, tengo la capacidad de sugestionar las mentes para que actúen en mi conveniencia, pero aun así, nunca podría obligar a alguien a cometer un acto que realmente no desee cometer. No, no te pares ahora... ¿Ha capitulado ya tu brío vengador? Me temo que necesitas un buen ariete dentado aguijoneándote el culo para que te ayude a continuar espoleando sangre y resentimiento sobre tu hermana.

Si Eliza no hubiera poseído el poder sobrehumano de la sangre del vampiro en sus venas, lo más probable era que hubiera perdido el sentido. Su fuerza era extraordinaria, sin embargo las cadenas y grilletes eran demasiado gruesos para poder romperlos. Se destrozó la carne de las muñecas y los tobillos en el intento desesperado por soltarse. Frente a frente, unidas por el martirio, Henrietta, con los ojos desorbitados y las mandíbulas desencajadas de gritar, la miraba ahora farfullando, casi desvanecida, repitiendo "lo siento, lo siento, lo siento..."

Nicos arremetía con furia. Cada embestida era una mortificación para las dos chicas. Momentos antes de eyacular, el vampiro agarró del cabello a Henrietta, haciendo que inclinara su cabeza hacia atrás. Henrietta, aun sin saber lo que le esperaba, se aterrorizó al ver la expresion de horror de Eliza, que se sobrecogía porque ella sí podía ver esos dos colmillos grandes y brillantes a punto de hundirse en el cuello de su hermana pequeña.

La mordió con avidez. Cada sorbo era una bocanada de vida en el vampiro y un espasmo de muerte en la muchacha, hasta que su cabeza reposó inerte sobre el pecho de la otra joven y sus ojos se fueron apagando. En el lindo cuello donde antes lucieron joyas, ahora resaltaban un par de heridas brillantes de rojo rubí.

-Me lo jurasteis -sollozaba Eliza-, me prometisteis que la dejaríais libre, y la habéis torturado y desangrado hasta matarla.

-Te prometí que la dejaría ir si era su deseo, pero ella decidió quedarse -sonreía Nicos, cínico, aún relamiendo las preciadas gotas rojas que resbalaban por su barbilla.

-La engañasteis... a ella y a mí. Sois el ser más perverso, el más maligno que haya pisado este mundo. ¡Os maldigo! ¡A vos y a todos los seres de vuestra estirpe! ¡Juro por el cuerpo muerto de mi hermana que pagaréis por todas vuestras fechorías y maldades!

Odió con toda su alma a ese monstruo que lamía la sangre que resbalaba entre sus piernas, le metía la lengua y le rozaba con sus afilados dientes el clítoris. Y más se odió a sí misma cuando notó la excitación frenética que la poseía, que convulsionaba su cuerpo y que hacía que se corriese a pesar de todo lo ocurrido.

Suponía que Nicos la devoraría, o lo harían algunos de sus acólitos que estaban entrando en los aposentos del señor a través del panel secreto.

-No, no vas a morir. Al menos no todavía... Se acabaría la diversión -volvió a sonreír el señor de Bathays, separándose de ella, como si estuviera leyendo sus pensamientos.

-Sire, ¿dais vuestro permiso? -preguntó el calvo que Eliza reconoció como Goyo, uno de los que la violaron en el bosque.

-Sí. En un momento podéis tomarla como os plazca, todos vosotros. Pero no la matéis. No probéis su sangre. Su sangre me pertenece.

Miró fríamente a Eliza, tomando el cuerpo inerte de Henrietta en sus brazos, acunándola como si fuera un infante.

-Me dijiste que yo era el ser más perverso que habitaba la tierra. Es cierto que un upiro es un ser perverso, uno de los más malignos. Pero existe otro ser que nos supera en perversidad, mucho más retorcido que cualquiera de nosotros.

Los otros vampiros se rieron, bajando sus calzas, ya con las vergas preparadas para ensartar a Eliza.

-¿Sabes qué puede ser peor que un upiro? -le dijo Nicos, mostrando sus dientes-. Una mujer Upiro.

Y diciendo esto, con sus colmillos afilados horadó las venas de su muñeca y dejó caer gotas de su sangre en la boca de Henrietta.


Nicos estaba en lo cierto. Los upiros machos -o vampiros, como les llamáis ahora-, son seres perversos, pero dominados por sus instintos y necesidades. Actúan sobre todo por impulsos, o más bien para satisfacer esos impulsos primarios: el hambre y el sexo. Las upiros hembras somos distintas. Menos primitivas, mucho más refinadas en el arte de la tortura. Podemos martirizar a una presa durante días antes de matarla. Un vampiro macho no tiene paciencia, su polla se impone. Atormenta a su víctima, se excita, y ya sólo piensa en follársela, sodomizarla y morderla. En unas horas acaba con ella.

Nicos, el señor oscuro de Bathays -mi Sire- era un upiro, un ser superior, pero no dejaba de ser un macho y pensar como tal. De todas maneras, de haber podido sugerir algo, en la Edad Media las opiniones de las mujeres, nobles, plebeyas o vampiras, no se tenía en consideración. Nos veían como simples objetos de adorno, otro divertimento más para el Sire. Mujeres vampiras no había muchas, ya que no éramos necesarias ni para reproducir la especie ni para saciar los apetitos sexuales de los machos. Para muchos vampiros, las mujeres vampiras sólo damos problemas. Evidentemente, el problema estriba en que nosotras somos mucho más listas y eso no lo soportan. Nicos cometió un error que yo nunca hubiera cometido. Se equivocó al subestimar el poder de Eliza, nunca debió minimizar el ansia de venganza de una mujer resentida, y menos de una tan fuerte y peligrosa como lo era entonces mi hermana.

Sí. Ahora lo sabes. No hace falta ser muy listo para adivinar que quien te está contando esta historia soy yo, Henrietta. Escribo mientras fumo, torturo a esa jovencita gótica ridícula con cara de cerdita y tomo sorbos de su sangre. Me excita escribir lo que le hago, lo que le voy a hacer, o lo que ya le he hecho. Es como disfrutarlo por duplicado.

Por cierto, hablando de disfrutar el doble, la cerdita ya ha llamado a su hermana. La ha convencido de que venga a esta fábrica abandonada en las afueras y que acuda ella sola. Llegará en poco tiempo. La torturaré y la mataré delante de ella. Deseo que se sienta culpable de la muerte horrible de su hermana, y que sufra, porque además todo habrá sido en vano. Nunca ha sido mi intención liberarla. ¿Prometí hacerlo? Claro que lo hice. Y mentí. No te escandalices, ¿es que no has leído todo lo que soy capaz de hacer? Mentir no es que sea mi mayor delito, ¿no es cierto? Soy lo que soy. Sin escrúpulos, sin conciencia, sin remordimientos.

Sandra tardará una media hora en llegar. Creo que tendré tiempo de dar otro sorbo a su hermana y de contar qué aconteció en el castillo de Bathays ese aciago día, el día siguiente de mi muerte y resurrección.

La Sangre de los Antiguos transformaba mi naturaleza. Dejé de ser humana para dar un paso agigantado en la evolución de la especie. Mientras mi cuerpo aún se debatía entre la vida y la muerte, asimilando mi nueva esencia, mi Sire Nicos me tomó en sus brazos y junto a sus acólitos se retiraron por el pasadizo secreto hacia las catacumbas momentos antes del alba, dejando a una maltrecha y furiosa Eliza sangrando sobre el lecho y maldiciéndoles a todos.

¿Por qué la desencadenó? No lo sé. Tal vez para saber si permanecería o no en el castillo, aunque sospecho que deseaba que escapara para volver a cazarla.

Nicos no tomó otras precauciones. En los castillos nunca se temía un ataque mientras los cuerpos fríos sufrían el letargo diurno. Las gárgolas nos protegían.

Gárgolas... Ahí también metió baza la Iglesia, al convertirlas en motivos arquitectónicos cuya supuesta misión era salvaguardar del maligno catedrales y castillos.¿Quién puede creer esa incongruencia? ¿Pero tú has visto cómo es una gárgola? ¡Es la viva imagen de un demonio! Su aspecto es grotesco y malvado. Los padres de la Iglesia no podían permitir que los fieles supieran que tales engendros habitaban hasta en las mismísimas criptas de las catedrales, profanando y alimentándose de sus muertos. ¿Demonios viviendo en iglesias, sin que cayeran fulminados por el poder de su cruz? Impensable... Perseveraron en construir domos con tragaluces, vidrieras, rosetones, vitrales... Insistieron en tener cirios por siempre encendidos en Iglesias y catedrales, velar a los muertos... ¿Por qué motivo? Pues porque las gárgolas se convertían en piedra en cuanto les rozaba un rayo de luz. Así consiguieron finalmente extinguirlas de la faz de la tierra. Luego usaron sus cuerpos como ornamentos.

Eso era una gárgola. Era un demonio que vivía en la oscuridad, un sátiro lascivo que escupía ácido y devoraba humanos, antes o después de abusar de sus cuerpos. Hasta su semen era altamente corrosivo. Los upiros les daban cobijo en la profunda oscuridad de los pasadizos de sus criptas y les alimentaban con los cadáveres desangrados de sus presas a cambio de que protegieran su descanso. Las gárgolas no dormían nunca.

Eliza era poderosa, su sangre vampírica la hacía tan fuerte como cualquiera de nosotros, pero ni aún así ella sola hubiera podido enfrentarse a un ejército de gárgolas. Sé que Nicos la advirtió de lo que le sucedería si bajaba a la cripta. ¿Que cómo puedo saberlo si yo estaba inconsciente? Pues lo sé porque Eliza bajó a la cripta... pero no lo hizo sola.


OTROS TIEMPOS, OTRO LUGAR...

-¿Es este el camino para salir del castillo? ¿Estás segura? Está muy oscuro... Oh, Dios mío... Gracias, gracias por salvarnos de esos monstruos -volvió a murmurarle al oído la chica pelirroja de las trenzas que encabezaba la marcha de jóvenes que seguían a esa mujercita misteriosa que, armada con una gran espada, les había sacado de sus jaulas tras matar a los criados y guardianes.

Eliza se llevó el dedo a los labios, indicándole que se mantuvieran en silencio. Habían bajado muchos escalones y ahora avanzaban por un camino subterráneo. Eran aproximadamente un par de docenas de chicos y unas cincuenta chicas. Iban helados y desnudos. Algunos estaban heridos o debilitados, otros les ayudaban a caminar. Portaban teas encendidas que habían tomado de las paredes de las mazmorras, aunque muchas ya se habían apagado por las intensas corrientes de aire que circulaban en esos húmedos pasadizos.

La pastora sabía que para ellos el final de ese camino no era la libertad, sino la muerte. Les guiaba confiados como corderos al matadero, a un destino horrible. Llegaron a una explanada y una gran ráfaga de viento helado apagó las últimas teas. Entonces comenzaron los gritos.

Eliza apretó las mandíbulas. Mientras esos engendros se mantenían ocupados en un banquete-orgía imprevisto, ella podría llegar a su objetivo. Sus oídos permanecían sordos a los alaridos desesperados pidiendo auxilio. La sed de venganza había congelado su corazón y la luz oscura del odio lo había convertido en roca. Como su vista poderosa le permitía ver en la oscuridad, arrancó a correr como liebre perseguida por lebrel, esquivando escupitajos y golpeando o atravesando con la espada a cuantas gárgolas se interponían en su camino.

A pesar de su velocidad en la carrera para llegar a la otra cámara del fondo, y de la ardua labor de repulsa a las gárgolas, la chica no podía evitar vislumbrar escenas de lo que esos monstruos voraces y lascivos, con saliva y semen corrosivo, les estaban haciendo a los jóvenes que ella supuestamente había liberado de sus jaulas para conducirles a la salvación. Nunca podría olvidar la imagen de esa gárgola repugnante, que agitaba sobre su cabeza una trenza pelirroja con sangrante cuero cabelludo en su extremo y embutía su miembro escamoso en la boca de la chica, tirando fuertemente de la otra trenza.

Eliza siguió avanzando. Llegó a la cripta. Sobre hileras de bancos de piedra adosados a la pared, yacían los cuerpos de la mayoría de los upiros. Otros túmulos esparcidos, forrados de telas bordadas, servían de apoyo para los upiros de mayor categoría en la jerarquía social. En el centro se erigía un gran catafalco cubierto de terciopelo y brocados, oro y joyas. Allí reposaba el Sire.

Eliza mantuvo tan helado y firme su temple como el acero de la espada que empuñaba, y así, con golpes secos y certeros, a diestra y a siniestra, comenzó la matanza de los no muertos. Las cabezas sangrantes separadas de los cuerpos rodaban por el suelo. La espada se abatía sin descanso, descuartizando uno a uno a todos los vampiros postrados. En las tinieblas, la tierra de la cripta mamaba la Sangre derramada de los Antiguos.

Mentiría si dijera que Eliza no disfrutaba con lo que estaba haciendo. El atávico instinto de matar que yace dormido en todos los humanos, a Eliza se le despertó multiplicado por millares. De hecho manejaba la espada con ardor y entusiasmo, hundiéndola ora en el cuerpo de Goyo, ora en el de Rudolf, decapitándoles después a ambos con una sonrisa en los labios y una intensa excitación sexual que humedecía su entrepierna.

Ya sólo quedaba uno: el Sire.

Eliza subió a la tarima. A pesar de su pequeño tamaño, allí, en lo alto del catafalco, el aspecto de la muchacha era salvaje y amenazador, con su vestido antes blanco y ahora rojo, teñido de sangre de vampiro. Allí estaba. Cumpliendo su destino, el destino que le marcaron las piedras de la Sabiduría.

Su corazón palpitaba desbocado, las cicatrices de su cuello le ardían, le ardían las entrañas, le ardía el alma en el fuego del deseo animal. Miró a Nicos. Sus facciones demoníacas no le parecían desagradables, sino todo lo contrario. Le gustaba su aspecto, reflejaba su maldad. Deseó tenerle dentro. Deseó sentir de nuevo los dientes desgarrando, marcando su piel... Era la violencia y la crueldad lo que le provocaba a Eliza una atracción carnal malsana. Marcada... marcada... Oía las palabras de Juana, la tuerta, en su mente febril. Marcada para siempre. Entonces paseó la vista alrededor de la cripta y vio todos los cuerpos desmembrados y en fondo, intacta, en un rincón, a su hermana Henrietta. En el suelo. Tirada en el suelo.

Eliza gritó. El eco de ese grito desgarrado rebotó en las paredes de la cripta. Las gárgolas huyeron aterrorizadas y aquellas que se atrevieron a volverse a mirar sus ojos encendidos, se volvieron de piedra. Nicos abrió los ojos durante unos instantes, y lo último que vio fue el filo de la hoja de la espada cayendo sobre él. La cabeza del Señor oscuro de Bathays descendió rodando desde lo más alto del catafalco y se detuvo al lado del cuerpo de Henrietta.

Eliza bajó lentamente de la tarima, levantó de nuevo la espada y... y no pudo hacerlo. Era su hermana. No pudo hacerlo.


EPÍLOGO

Pensó que era Sandra. Oyó la puerta, sintió el ruido de los pasos al bajar las escaleras del sótano e imaginó que sería la hermana de esa pobre chica, por eso abrió confiada. No pudo olerme. El perfume de feromonas humanas que utilizo disimula mi olor, el hedor de mi sangre marcada.

Se sorprendió al verme. A pesar de mi cambio de imagen, me reconoció al instante. Yo diría que en sus ojos brilló durante un breve momento un destello de miedo. Sólo fueron segundos. Su rostro era mucho más lindo de como lo recordaba. También eso duró sólo segundos, cambió a aspecto de demonio inmediatamente. El inminente y furioso ataque contra mí se descompuso en carcajadas cuando me vio empuñar la cruz.

Cuando la cruz se iluminó, Henrietta, la que fue mi hermana, dio un alarido, estalló en llamas y se consumió hasta convertirse en cenizas. También ocurrió en unos segundos. Llevo siglos buscándola, matando cientos de vampiros, siguiendo sus rastros... sobre todo el de Henrietta y, ahora que la encuentro, todo termina en segundos.

Y todo gracias a esta época de progreso y ciencia. Con un par de tubos de lámparas de rayos ultravioleta y una batería, ya posees unos buenos rayos de sol portátiles. Unirlos dándoles forma de cruz... bueno... digamos que es por mantener ciertas formas tradicionalistas, algo de parafernalia ceremonial o un buen performance, como lo queráis llamar.

Sandra llegó en ese momento. Su hermana estaba inconsciente. Había perdido mucha sangre y había sido torturada con crueldad, pero probablemente sobreviviría. Dejé que Sandra se encargara de ella, y yo decidí desaparecer de escena, no sin antes llevarme el manuscrito que Henrietta tenía sobre la mesa.

Tras leer sus reflexiones me tranquiliza pensar que ese ser que he hecho arder ya no era mi hermana, ya no lo era. Yo tampoco soy la que era. Nunca volveré a ser esa inocente pastora que vivía feliz en el monte, cuidando a sus cabras. Ahora no duermo. Nunca duermo. Ahora soy lo que soy. Tal vez ya es hora de que el mundo se entere de lo que fui y de cómo me convertí en... esto.

Tal vez me atreva a sacar a la luz la historia de Eliza y Henrietta, mi historia y la de mi hermana, mi difunta hermana. Difunta. Muerta. A veces pienso que yo también estoy muerta. Debí morir hace más de quinientos años. No sé cuánto tiempo viviré, pero el tiempo de vida que me quede voy a dedicarlo a hacer lo único que puedo hacer ahora. Cazarles.

Esta noche es la noche de los muertos, la noche de Samhain. Todos los Santos. Halloween se ha convertido en una fiesta de disfraces y de juegos infantiles. Veo desde mi ventana a muchos niños, muchos jóvenes disfrazados de vampiros. No saben nada... No sabéis nada... No deberíais jugar con esas cosas. Tú, que has leído esta historia, espero que nunca desees conocer a un vampiro. Ya sabes por qué.

Eliza, 1 de Noviembre de 2009