Untitled

La amaba en secreto, como aman los cobardes.

Tenía los pies diminutos, y unos ojos color verde marihuana, a los catorce fue la reina del instituto del curso que repetí y jamás supo por qué me gustaba tanto la canción "Barbie superestar" de Sabina.

La amaba en secreto, como aman los cobardes. Y sólo tenía valor de besarla en mis sueños, allí donde sabía que no me iba a rechazar. El colegio me hizo la mayor putada que recuerdo empujándome a su clase, tres asientos detrás de ella, en la fila de delante del profesor. Mil y un castigos me echaron los dictadores sin mostacho que impartían asignaturas de las cuales ya me he ido olvidando a golpe de ‘estupidización’ televisiva. Horas de soledad y pensamientos desbocados por no atender a las clases, por estar "Mirando a las musarañas, señor Soriano". Por no mirar hacia delante para no chocar mi vista con su pelo, con su cuello, con sus camisetas de ‘Zara’.

Soñaba con ella. Ella era el motivo de mis sudores solitarios. Fue la reina de mis catorce años. Cada mujer de cada desnudo en la televisión tendría su cara por la noche. Los pechos grandes de las revistas guarras empequeñecían para parecerse a las dos dunas que crecían bajo sus camisetas, las mujeres viejas (y a los 14 años hay muchas mujeres viejas) rejuvenecían en mi mente. Los ojos pícaros e insinuantes se pintaban de verde más allá de mis retinas. Todo objeto de deseo era ella y ella era mi objeto de deseo. Mi único objeto de deseo. Mi oscuro objeto de deseo.

Y el colegio, así como ente, como destino implacable que ahogaba mis segundos, sin estar manejado por nadie, siendo un ser de edificios grandes y grises que me engullía cinco días a la semana… el colegio siguió golpeándome, castigándome por cobarde. Y la literatura, vieja amiga de noches en vela se dedicó a brindarle una excusa en bandeja para ponerme a prueba. El profesor pidió una poesía a cada alumno, como trabajo obligatorio. Y yo me alegré por que era un trabajo aprobado desde el comienzo. Por que yo escribía poesía y no me sería difícil rescatar alguna para dársela a mi profesor. Yo me alegré, ignorante de que la desesperación me abatiría poco después.

Esa mañana, en las escaleras, ella se acercó a mí. Ella se acercó y yo me convertí en una montaña de gelatina bamboleante. Ella se acercó y me pidió que la ayudara, que le escribiera una poesía que pudiera presentar. "La haré" respondí con lengua torpe y labios temblorosos mientras mi yo prudente se esforzaba en gritar algo que mis oídos no podían escuchar bajo el manto poderoso de esa mirada de ojos verdes. Esa misma tarde me puse a escribir con enfebrecida intensidad. Verso tras verso desgrané mi corazón para ella. Le abrí las puertas de mi alma, le escribí en un papel todo lo que no tenía huevos a decirle a la cara. Desnudé mis ilusiones mientras pensaba en desnudarla a ella, en quitarle su ropa con mis manos ineptas. Extrañamente, y a pesar de que en esa época era una amalgama de hormonas y sexo furtivo con la puerta del baño cerrada, la sangre no abandonó mi cerebro para reunirse en otro sitio. Quizá es que sabía que en la cabeza iba a ser más determinante. Mi virilidad seguía dormida mientras mis dedos enlazaban palabras a una velocidad increíble

Escribí la poesía más linda del mundo y en cuanto la terminé, la leí, la releí, la miré por última vez y la quemé. Por que soy un cobarde y no me habría atrevido a dársela. Por que soy un cobarde y me odié por ello. Y volqué mi odio contra el mundo y escribí otros versos llenos de rencor hacia las guerras, hacia los generales y las medallas del desgobierno. Odié y escribí en contra de la pobreza, de la marginación y de la discriminación. Y cada una de esas palabras con las que maldecía al mundo me las dedicaba también a mí. Por cobarde. Por quemar doscientos segundos de sueños de desnudez. Por quemar la inocencia de mis ilusiones, la declaración de mi amor inofensivo. Por cobarde… Por cobarde… Por cobarde jamás me atreví a decirle lo que sentía.