Unos castigos que marcaron toda una vida

De como una madre severa y castigadora marcó mi gusto por el spanking. Al no haber categoría spanking o azotes, he decidido ponerlo en dominación.

UNOS CASTIGOS QUE MARCARON TODA UNA VIDA

A petición de mi amigo peperrop, quiero narrar unos hechos que han definido de forma muy clara mis gustos erótico-sexuales adultos. En esta primera entrega de lo que podríamos llamar en cierto modo memorias, narraré de forma general la educación recibida de unos padres (sobretodo una madre) algo severos, pero sin detenerme en ningún episodio o castigo en concreto. En posteriores entregas -si alguien me anima a publicarlas, claro- contaré con más detalle algunas zurras antológicas propinadas principalmente por mi madre.

Nací en un barrio obrero de Barcelona, de padres andaluces emigrantes, como tantos miles y miles que llegaron a Catalunya en busca de una vida mejor. Gente humilde, con poca cultura –aunque en absoluto analfabetos-, trabajadora a más no poder y con unas ideas sobre la educación de los hijos que hoy en día se considerarían como mínimo desfasadas o chapadas a la antigua, cuando no malos tratos, pero en los años 60 y 70 de mi infancia y adolescencia no eran nada del otro mundo. Viejos conceptos y refranes famosos, como "quien bien te quiere te hará llorar" o "la letra con sangre entra", estaban especialmente en vigor en mi hogar, tanto para mí como para mis dos hermanos, una chica seis años mayor y un chico nueve años menor. Claro que los castigos infligidos nunca fueron tan crueles como para que la sangre brotara de mi piel, pero si para hacerla aflorar a la dermis, dándole el famoso color rojo que más de uno y una habrá conocido, y por supuesto, las lágrimas brotaban como flores en primavera, sólo que todo el año.

Debo aclarar antes de continuar que no me considero para nada un niño maltratado, muy al contrario, mis padres siempre supieron complementar los castigos con grandes dosis de amor y dulzura, dándome en todo momento lo que necesité (que no lo que pedí), a veces con enormes esfuerzos. Sin embargo, siempre se nos dejó claro que toda falta tenía su castigo, y éste consistió casi siempre en azotes. Mis padres tenían muy claro –sin necesidad de estudios de anatomía o médicos- que no se debe pegar a un niño en la cabeza o en la cara, para eso estaba el trasero, las posaderas, el culo hablando en plata, y esa área de mi anatomía era la que pagaba casi siempre mis fechorías, travesuras o mala conducta en general. Si es verdad que –en algún momento de especial enojo y nerviosismo- a mi padre o a mi madre se les escapó un cachete, pero accidentalmente y lamentándolo después. Otra cosa era la extendida costumbre de los tirones de orejas, castigo muy usado por mi madre, a veces como preludio de una buena azotaina.

Y es de azotainas de lo que debo hablar principalmente, pues como digo así solían castigarme cuando me portaba mal (cosa que ocurría con cierta frecuenciua, ya que yo era el más travieso, gamberro y peor estudiante de los tres hermanos). Y si digo azotaina es porque se trataba de verdaderas zurras de azotes, habitualmente con el culo al aire. Con suerte, como aviso o por faltas sin importancia, la cosa podía terminar con un par o tres de azotes sobre las nalgas cubiertas por el pantalón, calzoncillo o bañador, pero si la falta era grave o reiterada te podían caer tranquilamente sesenta o setenta azotes bien dados. Como digo, la mayoría de veces era mamá la encargada de la disciplina en casa, y lo normal era que nos zurrara estando sentada sobre una silla, sillón o en la cama, colocándonos sobre sus rodillas (el trasero previamente desnudado por ella misma), quitándose una de sus zapatillas de andar por casa y azotándonos repetida y severamente con ella. Ni que decir tiene que abandonábamos su regazo llorando a moco tendido (el llanto solía empezar bastante antes, a veces incluso antes del primer azote), con el culo ardiendo en llamas y más rojo que un tomate maduro; no en vano la amenaza preferida de mamá era "mira que me quito la zapatilla y te dejo el culo como un tomate".

Claro que papá estaba totalmente de acuerdo con este tipo de educación y castigos, en teoría y en la práctica, pues también nos llevamos buenas palizas de él, pocas pero memorables todas ellas. A diferencia de su mujer, él "sólo" nos azotaba con su mano, pero ésta, de tamaño y dureza más que respetables, iba unida a unos brazos de fuerza titánica, convirtiéndola en un arma más terrible que una zapatilla; igual que mamá, nos zurraba acostados sobre su regazo, y el resultado era igual o peor que después de una buena tunda de zapatillazos. Claro que la cosa podía ser peor, pues en casos especialmente graves solía recurrir a su cinturón. En estos casos (raros, eso sí), debíamos tumbarnos bocabajo sobre la cama, con el trasero desnudo, y la paliza solía consistir en dos o tres docenas de correazos que nos dejaban las nalgas marcadas incluso durante un par de días. Sin embargo, por su oficio y mentalidad, unidos al fuerte carácter de mamá, solía delegar en esta última estos disciplinarios menesteres.

En lo que sí coincidían ambos era en no dejar que nada ni nadie interrumpiera un correctivo, importándoles muy poco o nada la presencia de otras personas a la hora de calentarnos el culo; familiares, amigos o simplemente vecinos, cualquiera que estuviera presente podía ser testigo de las azotainas que recibíamos mis hermanos y yo. Y dicha presencia no les impedía zurrarnos con el culo al aire, igual que hacían cuando estábamos solos en casa, con nuestra consiguiente vergüenza y humillación. El único consuelo era que muchos de mis amigos y amigas recibían castigos similares o incluso peores, ya que el castigo físico era muy común en esa época, así que no todos podían burlarse de nuestra situación sin pensar que ellos podían estar en nuestro lugar.

Por suerte, en la escuela de curas en la que estudié, los castigos corporales eran poco usados; alguna bofetada, colleja o tirón de patillas podías llevarte (y me llevé, claro), pero nunca una paliza como en casa. Sin embargo, en casa no sólo mis padres tenían autoridad para zurrarme, también mi abuela materna (que vivió algunos años con nosotros al enviudar) y mi hermana. Ambas usaban idéntico procedimiento que mi madre, la primera por ser en cierto modo la maestra y haber educado así a sus hijos, y la segunda por imitación supongo (me consta que sus hijos luego han probado su zapatilla en innumerables ocasiones), y con el total conocimiento y permiso de mamá, que –al tratase de la hermana mayor- solía dejarla al cuidado de los pequeños en su ausencia, con todas sus consecuencias. Y así como las tundas maternas fueron justas o merecidas en un 99% de ocasiones, no puedo decir lo mismo de las que me propinó mi hermana, que abusaba de su poder e incluso se vengaba de las azotainas que –siempre según ella- se llevaba por mi culpa, motivo por el cual casi siempre que me quedaba a su cargo acababa cobrando, y con más saña que si hubiera sido mamá. Para colmo solía invitar a jugar o a estudiar a sus amigas, y me zurraba delante de ellas con total impunidad, pues yo sabía perfectamente que tenía licencia para eso y más.

Sé que hay personas amantes del spanking que nunca recibieron un azote siendo niños, al igual que sé de gente que se llevó sus buenas zurras y de mayores no quieren ni pensar en la posibilidad de recibir un solo azote, pero hay un tercer grupo –en el que evidentemente me encuentro- al que dichos castigos han marcado profundamente, siendo parte inseparable de su vida adulta. Yo soy tremendamente afortunado de haberme podido casar con una mujer que no sólo acepta, sino que comparte mis gustos y fantasías, ayudándome a realizarlos. Aunque ella es switch, conmigo ha asumido un rol absolutamente dominante, a la par que maternal, continuando (corregida y aumentada) la labor interrumpida de mi madre. Habitualmente nuestra relación podría clasificarse de DD (disciplina doméstica), ya que me castiga por todas y cada una de mis faltas actuales y reales, o simplemente por no estar contenta con mi trabajo en el hogar (sí, debo encargarme de todas las labores domésticas en la medida que mi trabajo me lo permite) o de mi labor de "macho" en la cama. Ello conlleva una tunda semanal como mínimo, ya que recientemente leyó sobre las llamadas "azotainas de mantenimiento", y decidió darme una cada semana, los sábados por la tarde después de comer, y eso como mínimo, pues no me libro de las que ella estima que me merezco. También practicamos de vez en cuando una especie de psicodramas, en los que rememoro algunas azotainas maternales de mi infancia, siendo ella la mamá severa y yo el niño travieso que merece unos buenos azotes.

De todo ello y más me gustaría seguir hablando, claro, así que habrá más episodios de mi vida infantil y adulta si interesan a alguien.