Uno de tantos relatos sobre la redención, 6

“¿Se puede romper un corazón que ha dejado de latir?”. La novia cadáver

CAPÍTULO XII

MATEO

10 de septiembre de 2016

¿Y qué otra cosa podía hacer? Cuando no te quieren, cuando sobras en la vida de alguien, lo que procede es irse. No soy de los que suplican, no me gusta, no valgo para eso. Siempre he tenido muy claro que si caigo tengo que levantarme.

Así que salí de aquel piso, localicé un taxi que me llevara al Aeropuerto de Barcelona- El Prat. Tomé el vuelo de las 11:50 destino Madrid. A las 13:25 me encontraba en el Aeropuerto Adolfo Suárez  Madrid-Barajas y media hora después en nuestra casa.

Tuve todo un día para pensar en nuestra relación, en las palabras que me dijo.

<< Quiero una vida mejor para mí >>

Nos ha jodido, y  yo también. Como si a mí me encantara vivir así, como si esa fuese la vida ideal que yo deseaba, como si hubiese tenido alguna oportunidad de elegir.

Adela me lo había dejado claro el día anterior, cruelmente claro, debo añadir. Y, a fuer de ser sinceros, era algo que me esperaba.

<< No te quiero, de verdad, no te quiero. Apenas puedo soportarte, he intentado por todos los medios sentir algo por ti estos días, te lo juro, pero no hay manera. Necesito espacio, necesito nuevas sensaciones, necesito tiempo para mi investigación, necesito que te vayas, que te largues, que te olvides de mí.>>

Aquellas frases dichas 24 horas antes aún martilleaban mi cabeza y mi corazón. No miento si digo que sentí cada palabra como un puñal en mi alma. Tuve la sensación de que mi sangre se heló y mi aliento se perdió en el desprecio que emanaba de la que era la mujer de mi vida. Y no me sorprendió. De verdad que no. Me dolió, lo confieso, pero no me extrañó.

Apenas venía a vernos a Madrid. Siempre estaba enfrascada en su trabajo, ella es así. Siempre ha sido así e imagino que siempre será así. Nunca se conforma con lo que tiene, quiere más, mucho más. Tiene una extraña ambición de querer dar más y más. Tiene todo pero nunca se conformará. Creo que Adela es demasiado compleja para mí o, peor aún, yo soy demasiado simple para ella.

¿Se acaba el amor de tanto usarlo, como dicen por ahí? Yo pensaba que no, que eso era imposible, que el amor es un sentimiento tan amplio, tan embriagador, tan envolvente que no se puede acabar nunca. Idealizaba una emoción que todo lo abarcaba y que evolucionaba en diferentes formas.

Nunca fui de la opinión de que, apagada la pasión, el amor desaparecía asesinado por la rutina. Tal y como yo lo veo eso son chorradas. Yo creo que el amor es pasión al principio y luego evoluciona en una confianza que une, que ata a dos personas y que las lleva por un camino común que los amantes recorren. Uno aprende del otro, conoce sus reacciones, sabe lo que le inquieta, es como realizar un master sobre el funcionamiento emocional interno de tu pareja y eso solo puede llevar a más amor. Amor que cura, que salva, que te convierte en la única persona de este mundo que de verdad entiende a tu pareja.

Solo yo podía entenderla, solo ella puede entenderme. Su vida estaría en mis manos como mi vida estaba en las suyas. Era la única manera de poder aguantar tanto tiempo solo, de poder cargar con la educación de mis hijos, tantas noches solitarias a golpe de paja nocturna para poder levantarme al día siguiente con una sonrisa en mis labios mientras la pensaba.

Un impulso necesario para soportar el resto del día. Pequeñas ayudas que necesitamos para poder seguir en el campo de batalla. Y aunque me sentía como una especie de Conde de Montecristo encerrado en una lúgubre y fría mazmorra, siempre guardaba la esperanza de que volvería a verla y todo serían risas, sol y sexo.

Todo por ella.

La última evolución del amor sería la comprensión mutua. Con el camino a punto de finalizar sentarnos en un banco cualquiera, en un parque cualquiera, un día cualquiera, agarrados de la mano, sonriendo y mirándonos a los ojos. Pensar que todo había salido bien, que habíamos soportado todos los embates de la vida y luego fallecer. En sus brazos si es posible, acurrucado a su cuerpo y dejar escapar mi último aliento con un “Te amo, Adela”.

No, señor. El amor todo lo puede, ¿verdad?

<< Te quiero fuera de mi vida, Mateo>>

El último clavo en el ataúd de nuestro amor.

Así lo entendí, por mucho que  me empecinara, no iba a poder cambiar la situación. Lo noté en su desprecio, en su frialdad, en su hastío cuando me miraba fijamente a los ojos. Fue implacable y no pienso rebajar lo más mínimo su grado de rigor cuando se expresó. Me serviría recordar esa escena para poder salir del pozo en el que me había sepultado.

Durante todo ese día intenté recordar todos los momentos que conformaron nuestra relación. Imaginaba que tenía en mi mente un proyector de diapositivas que iba pasando diferentes imágenes.

Me vi con mis amigos de la universidad (Julián, Alfonso y Sebastián) tan distintos unos de otros pero siempre unidos a través de los años. Recordé cuando Sebastián me presentó a Adela y cómo no quise prestar demasiada atención a esa belleza de mujer. ¿Para qué? Estaba claro que no se podría fijar en mí.

Adela venía de un entorno familiar con posibilidades. Es decir, estaban forrados. Hasta el punto de que podían prescindir de trabajar durante tres o cuatro generaciones y vivir cómodamente. Para mi sorpresa tenía unos valores morales progresistas. Su padre sostenía que no importaba cuál era el origen de una persona sino el destino que se labrara.

Puedo afirmar sin temor a que me califiquen como exagerado que Adela estaba adornada con todo tipo de virtudes. Inteligente, fuerte, simpática, guapa, hermosa, decidida. Si me detengo a pensar la pregunta que me ronda por la cabeza es ¿cómo ha tardado tanto en mandarme a la mierda? Es más, ¿cómo pudo fijarse en mí?

Yo no soy guapo, ni fuerte, ni inteligente (no al nivel de Adela, desde luego) mi cuerpo es normal, con cierta tendencia a la “barriguita”. Como dicen de Starlord “estoy a un sándwich del sobrepeso”, me mantengo a base de controlarme. Tengo mis virtudes, claro está. Soy perseverante y, dicen, simpático.

Ah, también sé amar. Amo hasta la saciedad, sacrifico lo que sea por mi amor.

Supongo que algo de eso tuvo que ver Adela en mí porque me eligió sobre Sebastián.

Sebastián era muy similar a Adela. Inteligente, atractivo, alto y varonil, robusto, elegante y seductor. También tenía dinero y mucha clase. En realidad, podría haberse llevado a la mujer que hubiera querido, salvo a Adela.

Sebastián siempre acudía en coche a la Facultad, incluso se ofreció para llevarme todos los días pero a mí no me gustaba que me llevaran. No sé, me parecía que era un poco condescendiente con el resto de la pandilla. Como si nos mirara por encima del hombro. Quizás ese era uno de los pocos defectos que tuviera.

Se refleja en mi memoria otra diapositiva en la que aparecemos Sebastián, Adela y yo en su automóvil. Fue así, como conocí a Adela. Sebastián conducía acompañado de ella y me vio caminando en dirección a la facultad. Acercó su coche y me llevó con ellos.

Al día siguiente me negué a acompañarles. No tenía ningún sentido ir de carabina de nadie y mucho menos de Sebastián.  Aún tenía mi orgullo.

Seguí acudiendo en tren y en metro. No me gustaba deber favores a nadie. Y, de repente, coincidí con Adela en el tren. Debería decir, más bien, que Adela me vio sentado en el tren porque lo cierto es que yo nunca me fijaba en la gente que subía y bajaba del tren.

Solía sentarme al lado de la ventana, apoyando mi frente y sintiendo cómo me perdía en mis pensamientos mientras observaba el paisaje que se me presentaba. Día tras día, parada tras parada.

-¿Puedo sentarme contigo, Mateo? ¿Te llamas Mateo, no?

-¿Eh? ¿perdona?, sí, sí, me llamo Mateo, Adela ¿verdad? –como si yo no lo supiera

Y empezar a quedar en las paradas de tren para luego viajar en metro. Ya no miraba el paisaje, tan solo miraba sus ojos, sus labios, su sonrisa que tanto me llenaba. Una doctora y un economista, una bella y una bestia, una princesa y un mendigo. Y, sin embargo, a pesar de todo, se prendió una llama. Un pequeño incendio que inflamó mi corazón y que siempre me ha acompañado desde entonces.

Supongo que, al fin y al cabo, debo considerarme afortunado. He sido feliz y dichoso durante mucho tiempo. No todos pueden decir lo mismo.

CAPÍTULO XIII

PICANDO PIEDRA

23 de septiembre de 2016

La Ley 15/2015, de 2 de julio, de Jurisdicción Voluntaria permitió que pudiéramos divorciarnos en una notaría dos semanas después de que Adela me mandara a una galaxia muy, muy lejana.

Durante ese breve espacio de tiempo me sorprendí soñando que, quizás por un casual, mi  esposa reflexionara. Que algún rayo de luz iluminara su corazón y consiguiera que volviera a pensar en mí de forma favorable.

En mi delirio imaginaba a Adela llamando a la puerta de casa y, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, pedirme perdón y suplicarme que la dejara volver conmigo. Por supuesto yo la perdonaba y, magnánimamente, le decía

-No pasa nada, cariño mío, todos cometemos errores.

Y, hechas las paces, hacíamos el amor salvajemente para luego poder dormir juntos, agotadas las fuerzas tras nuestra reconciliación.

Es curioso el efecto del alcohol en la mente de una persona desesperada. Durante trece días alterné dosis de esperanza y de desesperación. Mis pensamientos alcanzaban picos altos de amor con caídas en picado de dolor.

“Volverá, sé que volverá”

“Ni de coña, gilipollas. Es Adela, la has perdido. Acostúmbrate.”

Oía el sonido del teléfono y no lo descolgaba.

“Prefijo 93. Una mierda, seguro que es su abogado para el divorcio”

Actitudes infantiles producidas por la ingesta de whisky primero y ginebra después. Malas decisiones, lo sé, pero es lo que había por aquél entonces.

En un descuido descolgué el teléfono con el prefijo 91. Ni siquiera ahora consigo recordar el nombre de la persona que me habló al otro lado de la línea telefónica.

Solo tengo memoria de que se presentó como el abogado de Dña. Adela Fuentes Hernán, dicho lo cual comenzó a recitar una diatriba de términos legales y jurídicos, bla, bla, bla, bla, bla, bla, no tiene porqué ser conflictivo, bla, bla,bla, las propiedades son todas de mi cliente, bla, bla, bla, puede quedarse el tiempo que precise siempre y cuando no pase de dos meses, bla, bla, bla, le emplazo para que el día 23 de septiembre acuda usted a la Notaría de bla,bla, bla, sita en la calle, bla, bla a las 10:30.

-Allí estaré-fue mi lacónica respuesta. No precisé ningún término legal. Demasiado bien sabía que la casa era de ella y, la verdad, no me preocupaba mi situación económica. Mi empresa no marchaba nada mal, había hecho una fortuna considerable y estábamos casados en régimen de separación de bienes. No supondría ningún problema para mí encontrar un nuevo hogar.

A las 10:30 acudí a la Notaría. Mi aspecto no era el más atractivo, llevaba 6 días sin ingerir nada que tuviera menos de 12 grados de alcohol. Apenas dormí algo durante esos días pero me afané en levantarme ese 23 de septiembre de 2016 a las 7 de la mañana. Me duché a conciencia, tomé mi alka seltzer para evitar el ardor de estómago, me lavé bien la boca, me afeité y me apliqué mi after shave de marca en la cara.

Me miré al espejo, apenas me reconocía, estaba delgado, tenía ojeras y un semblante triste. Entrené una sonrisa que ofrecer, una mueca que no me salía del corazón, pretendía que fuera un último regalo a Adela. Que se marchara feliz, sin remordimientos, con la conciencia de que yo me levantaría. Elegí para ese acto el más elegante de mis trajes, formal, de marca para crear una impresión formidable. Obvié el refrán de la mona y su traje de seda y encaminé mis pasos hacia el despacho notarial.

Miré en el umbral de la puerta de entrada y me pareció  leer “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis”, un último toque de humor negro.

Ni siquiera me dio los “buenos días” y yo apenas pude levantar un poco la mirada. Es posible que mi valor durara una milésima de segundo, el tiempo justo para constatar que ya estaba muerto en su alma, esbocé mi proyecto ensayado y susurré casi sin voz un “hola” que olía a alcohol, bajé la mirada simulando que leía la última hoja del documento y, con el corazón roto, firmé mi sentencia de muerte.

Alrededor de las 10:43 salí sin mirar atrás y me dirigí al primer bar que localicé. Comprobé que nadie me viera entrar en él y pedí un sol y sombra al camarero que atendía la barra con un doble propósito: me levantaría y ya no volvería a ser tan confiado en estos lances del amor pero ahora, en este preciso momento, lo que me hacía falta era una buena cogorza que me desconectara de todo.

Y, mientras apuraba la copa, sentí como algo moría en mí para resurgir más fuerte, más oscuro.

Al día siguiente tomé la determinación de tomarme una semana de locura. Un período de desequilibrio para que ese nuevo “yo” que germinaba latente en mi corazón pudiera nacer. Inauguré la semana con  un Macallan Reflexion Single Malt de 1.200,00 €.- y la finalicé con un vino tinto Don Simón a 2,95 €.- el tetrabrik.

Ahora me río, pero prometo que estuve a punto de morir en el intento. No fue una semana de desesperación, no pretendía eso ni mucho menos. Se trataba de una cuestión de supervivencia emocional. Tenía que ser así, tocar fondo para luego volver a subir. ¿Cómo podría describirlo? Era como sumergirte en una piscina para tocar el suelo y, una vez llegado al mismo impulsarse con las piernas hasta llegar a la superficie. E sa era la imagen que navegaba en mi mente.

Me encontró mi hija en el suelo, con la cabeza rodeada de un charco de vómito y limpiando un rastro de bilis que salía de mi boca.

-Volverá, papá. Ella volverá –me decía asustada mi hija Leonor- estáis hechos el uno para el otro, solamente está obcecada pero ya verás como ella volverá.

Ni siquiera tenía fuerzas para responder a mi hija.

Al día siguiente desperté en mi cama. Me habían lavado, la casa estaba limpia, resplandeciente y mi hija estaba sentada cerca de cabecera de la cama.

-Ya has hecho el gilipollas bastante, papá. Mañana vuelves al trabajo ¿de acuerdo?

La miré como se mira a un bicho raro, como si no entendiera nada de lo que me decía y, entonces, vi sus ojos y supe que había llorado, fui consciente de lo mucho que había defraudado a mi hija y me sentí sucio.

Me prometí volver al trabajo y reiniciar mi vida por mí, por Leonor y por Alonso. Había cumplido mi objetivo y ya podía afrontar esta nueva etapa en mi vida.