Uno de tantos relatos sobre la redención, 19

“La decepción y la traición causan el mismo dolor” Juli Walles

CAPÍTULO XXXVIII

TRAICIONADO

Una semana después de salir del coma

Fran.-

Según la escala SAD PERSONS, todo paciente que ha sido atendido por un intento suicida y que supere un puntaje mayor de 5 debe ser derivado a centro de hospitalización psiquiátrica. No llegué a esa puntuación a pesar de que los factores sociodemográficos apuntaban a factores de riesgo.

Soy viuda, vivo sola y tengo cierto aislamiento social, cierto, pero no tengo antecedentes ni, tampoco, un acontecimiento vital estresante salvo, quizás, el estresor psicosocial que supone el abandono o la pérdida de un familiar.

Total del cómputo: 4

Decidieron darme de alta y ver mis reacciones durante un tiempo para decidir con más datos si mi comportamiento sería peligroso para mi salud. Por un momento, y tras repasar los acontecimientos,  mi tentativa de acabar con mi dolor me pareció demasiado previsible.

Había regresado a mi hogar tras una estancia de cinco años en Estado Unidos donde  viví sola pero sin sentirme en ningún momento aislada socialmente. Desempeñaba mi trabajo como profesora de castellano con eficacia y total dedicación. Diseñaba planes de estudios, ejercía mis labores como tutora y dedicaba buena parte de mi tiempo a recopilar datos, leer libros, y ordenar mis ideas. Necesitaba ordenar mis ideas. Me parecía todo tan confuso que mi mente, mi corazón me pedían a gritos una desconexión.

La muerte de Albert me desordenó. Nunca pude haber imaginado ese final, ¿alguien habría podido? Tras todo ese tiempo transcurrido, tras pasar interminables noches analizando todos los factores de aquellos años de desastre, me di cuenta de que mi marido era así, es solo que no lo pude anticipar. Me cegó la ira, el dolor, su infidelidad, aquél maldito beso que me destrozó.

Devolví la afrenta, eso pensé en un principio, pero no me detuve ahí, no quise dejarlo así, tenía que hacer más daño. No me bastaba equilibrar la balanza, precisaba destruir, quería una aniquilación total. Que todo su ser se convirtiera en un páramo desolado para poder regocijarme en mi victoria y, quizás solo así, perdonarle y reconstruir un nuevo paisaje.

El tiempo me ha mostrado la estupidez de mis pensamientos, la crueldad de mis planes. Creí ver la luz cuando descubrió mi relación con Felipe. Por fin luz y taquígrafos y entonces… el desastre.

Sí que se aclaró todo, de eso no me puedo quejar, pero disipada la niebla lo que quedó meridianamente claro es lo estúpida que fui. Y luego otro desastre, mayor aún, con su mejor amigo y, rematando la faena, invadí su despacho con mi arrogancia y mi prepotencia, solo para darme cuenta, una vez más, de lo que había hecho.

Finalmente, su muerte. Y una batería de preguntas sin responder, un montón de recuerdos que me asaltaban, al principio por la noche, luego a todas horas. Durante mi periplo norteamericano pude evitar los fantasmas pero fue pisar el barrio y estos acudieron en tropel a mi memoria.

Albert cocinando, estudiando, contando un chiste o bailando en casa, abrazándome o haciéndome cosquillas. Albert con barba de tres días, con una toalla alrededor de su cintura cuando salía de la ducha, con su traje negro y su camisa blanca, un guiño al salir por la puerta, un beso lanzado a lo lejos un miércoles a las 8:00 de la mañana desde el interior de su coche, un piropo a destiempo, un beso  a deshora, un leve azote en el culo al pasar delante de él, un beso en el cuello y un “te quiero” a las 20:00 de la tarde, un “¿echamos un quiqui?” desatendido con mi silencio, una bacalao con tomate aderezado con carne de pimiento choricero y regado con un buen vino verde portugués, una foto suya sacando la lengua, y el “No hay manera” de Los Ronaldos, subido a una escalera para limpiar la parte alta de las estanterías repletas de comics que nunca he leído, leyendo a Salinger sentado en el suelo del salón, o mirándome con su cabeza vencida sobre uno de sus hombros, desde las sombras, mientras su mejor amigo me sodomizaba… su cara de sorpresa cuando le encaré en su despacho…

“Solo es que me gustaría saber a qué viene tanta inquina “

… una urna cineraria con lo poco que me quedó de él, tan liviana, tan poquita cosa que me martiriza sentir el poco peso de alguien que era tan hermoso.

Fantasmas y demonios siempre junto a mí, acosándome, aprovechando que ya no tengo la luz de mi marido para protegerme. Pagando mi precio y sin vistas a que pueda saldar nunca mi deuda.

Hace unos pocos días, paseaba por los alrededores del Museo Arqueológico Regional de Alcalá de Henares y reparé en una pequeña librería de viejo. En el exterior tenía expuestos dos o tres mesas con diversos libros que me llamaron la atención. Fijé mi vista en el interior del local y quedé sorprendida ante la exquisitez de la disposición de las obras literarias. No pude evitar entrar y disfrutar de las ofertas                que poseía hasta que advertí un ejemplar muy concreto de un comic. Se trataba del Número 59 del Volumen 1 de Spiderman publicado por la Editorial Vértice durante el año 1974. Sonreí al comprobar el precio, 30 pesetas, y evocar la sonrisa de satisfacción que tenía Albert cada vez que hablaba de ese comic.

-Es el último número de ese Volumen, Fran. Una auténtica joya porque el siguiente número se publicó en formato de revista.

Abrí el tebeo y leí en el margen de la primera página, escrito a bolígrafo: “Alberto Jurado Vázquez, 14 de diciembre de 1984” .

Tenía la costumbre de escribir su nombre y la fecha de adquisición de aquellos comics en formato de bolsillo. Leí en voz baja el título de  la portada del comic, “Traicionado” . Sonreí ante la enésima broma que me gastaba el destino para, acto seguido, soltar una lágrima.

“Mi chico- pensé-, mi dulce galán”, vendiendo toda la colección de Spiderman a un precio ínfimo de su verdadero valor en el año 1999 para poder reunir algo de dinero y poder respirar un poco ante el nacimiento de Pilar porque el ejército no daba para mucho más.

-Ya lo recuperaré, amor mío, solo es una colección de tebeos.

Un trozo de su alma que vendió para poder seguir adelante.

“Traicionado”. Qué adecuado, ¿verdad?

-¿Cuánto vale?-pregunté a la joven librera

-30 euros- respondió-era el último…

-…cómic de la colección-terminé la frase- sí, lo sé, quizás un poco elevado el precio ¿no?

-El estado del comic es excelente-respondió aquella señorita.

Y entonces caí en la cuenta y no pude dejar de ver el mensaje que se me enviaba. 30 pesetas, 30 euros, 30 monedas de plata cobró Judas, “Traicionado” era el título. La letra de mi esposo, mi amado esposo roto, muerto, incinerado. Alguien me daba un regalo, una parte del amor de mi vida. Una parte de su alma, todo el amor que Albert sentía por sus tebeos regresaba a mí para que yo lo cuidara.

-Me lo llevo.

Una transacción simple y habitual, así de sencillo. Lloré de camino a casa al caer en la cuenta del amor tan mercantil, tan poco apropiado para recuperar una pizca de  mi Albert. Él ya no volvería. No, ya no habrían oscuras golondrinas, como dijo Béquer, ni copa de vino que brindar, ni beso antes de dormir, ni su presencia, ni su calor.

Me miré los antebrazos, las dos marcas que corrían verticalmente por ellos y que delataban mi infantil tentativa de acabar con todo habían sido tapadas con sendos tatuajes. Infinito en el derecho, un ankh en el izquierdo.

Un  ankh representando a la vida. Una vida sin él.

El infinito como símbolo idóneo para el dolor. Porque nunca termina.

También hubo pago por el servicio prestado, ojalá todo se pudiera ocultar con tanta facilidad. Con estas reflexiones salí del local con el ejemplar de Spiderman en una bolsita de papel con el logo de la tienda.

Una vez en mi casa me sometí a la tortura de pensarle, de echarle de menos. Habían pasado tantas cosas desde que entré hacía apenas diez días en el que fuera nuestro hogar que necesitaba hacerme una composición de lugar.

Veintiocho días precisé para atreverme a introducir la llave en nuestro piso. Cuatro semanas visitando el mismo bar, vigilando la entrada no sé muy bien por qué, sentada junto a la ventana desde la cual podía ver perfectamente el portal. Sin poder reunir el valor necesario para acercarme  siquiera. Llegaba por la mañana temprano, pedía un café y un desayuno completo que nunca tocaba. Tres cuartos de hora después, bebía el líquido totalmente frío. Pedía otro café y leía el periódico, miraba de reojo.

Allí enfrente tres malnacidos mataron a golpes a mi marido mientras yo estaba arriba mirando a la luna. Un poquito más abajo y muchos años antes, Albert me cogía de la cintura y me plantaba un beso en todos los morros mientras me sobaba el trasero con una de sus manos y yo, como una boba, encantada de la vida.  A la vuelta de la esquina y en un tiempo anterior era yo quien le cogía de su chaqueta de cuero y le atraía a mi boca, comiéndole, besándole y sintiendo como las gotas de lluvia resbalaban de su pelo para caer en mi frente, y mi mano, nerviosa, inquieta, se aferraba a su nuca y no permitía que dejara de besarme.

Ciento cincuenta metros más arriba, en un tiempo indefinido, Albert me mostraba el ático que habíamos comprado.

-Me ha costado un huevo engañar al banco, Fran, pero ya tenemos dúplex-sonriendo como un niño pequeño.

Dios, le echaba tanto de menos.

Al mediodía volvía al hotel donde me alojaba.

-Tienes que entrar, mamá-me animaba Pilar- si quieres, yo entro contigo

Pero yo tenía mucho miedo de que no pudiera pasar de la puerta. Me imaginaba un abismo en la entrada y que yo caía en él. No podía, esa era la verdad, entrar allí. Todos mis sentidos me advertían contra esa acción. Tenía que esperar.

Y así un día, y otro, y otro…

Por las noches veía desfilar la misma farándula de todos los días. Los mismos rostros pidiendo las mismas comandas. Cervezas y vinos al comenzar la tarde para pasar a los gin-tonics a medida que avanza la noche. Los jueves la excepción del grupo de tertulia, un poco pasaditos de rosca y simulando que diseccionan una obra literaria que oculta un intenso deseo de ser infieles a sus cónyuges. Pero, claro, ¿quién soy yo para juzgar a nadie?

Y, al final, seguí el consejo de Diego y con una buena dosis de resignación, dirigí mis tambaleantes pasos a nuestro hogar solo para descubrir que había sido profanado. Los vinilos de Albert esparcidos por el suelo de nuestro salón, rotos, lo mismo se podía predicar de los cedés. En el ático sus adorados comics yacían rotos o pintados, sin excepción. Aquello era puro caos, como si un tsunami hubiera pasado por la casa y solo hubiera destrozado las pertenencias de Albert porque, curiosamente, todo lo que podía ser considerado mío permanecía incólume. Ni siquiera se habían llevado mis joyas o mi ropa.

Al día siguiente me enteraría por Pilar que, al parecer, un año después de irnos la casa fue ocupada y que permanecieron en ella tres años. Patricia instó el correspondiente desahucio en precario que se demoró mes tras mes con todo tipo de artimañas legales, desde la solicitud de abogado de oficio al olvido de llevar el documento nacional de identidad a la vista. Y, mientras tanto, aquellos sinvergüenzas celebraban sus fiestas, dormían en nuestro dormitorio, usaban nuestros cuartos de baño, violando nuestra intimidad.

Hasta que se enteró el Joya.

Patricia había ocultado cualquier noticia referente a la ocupación del piso de Puertas a Joya. Desde luego  había que reconocerle mérito a aquella abnegada discípula de mi marido, de alguna manera se las apañó para que no hubiera escándalos. Pero un día Lara se pasó por allí y observó que las ventanas de nuestro piso estaban abiertas. Se dirigió a nuestra casa y pulsó el timbre. No tuvo que hacerle mucha gracia descubrir quién vivía en la casa de su amor. Por lo que me contó mi hija, Lara no dijo nada. Miró de arriba abajo a la persona que le abrió la puerta y se fue.

Veinticuatro horas más tarde uno de aquellos “okupas” entregaba el juego de llaves que tenía en el despacho de Albert. Tenía la cara destrozada y un brazo en cabestrillo. No volvió a haber problemas con nuestro piso. Encontré en el suelo una carta del juzgado en la que citaba a juicio a “Pilar Jurado” para la semana que viene a fin de poder celebrar la vista del desahucio en precario.

Cerré la puerta y sufrí un ataque de histeria, mis lágrimas brotaron de mis ojos como un caudal y solo atiné a sentarme en el suelo mientras cogía los pedazos de los vinilos de mi esposo, una lágrima por cada cedé, vinilo y casette que tenía. Más de mil lágrimas podría haber contabilizado.

Dormí en nuestra cama y, al día siguiente, mientras me afanaba en la tarea de limpiar nuestro hogar recibí un whatsApp que, en realidad, era un vídeo. No conocía el número pero, igualmente, pulsé el vídeo y su contenido heló mi sangre. Era mi Albert, metiendo sus cosas en siete bolsas negras de basura, tres viajes de dos bolsas y en el último porte, cuando abrió la puerta de nuestra casa para salir de ella, con la última bolsa de basura en la mano, se giró como quien se da la vuelta para despedirse de su casa, se detuvo apenas cinco segundos mirando todo lo que dejaba atrás y, con un lamento de resignación, cerró muy suavemente la puerta.

Tras el vídeo, me llegó otro mensaje, esta vez escrito: “Jódete, puta”

Me senté en el sofá y con uno de los trozos de vinilo de mi marido me corté las venas de mis muñecas y esperé a que me llegara la muerte.

CAPÍTULO XXXIX

CREMAS Y PASTILLAS (Antecedentes Parte 2)

José.-

Procuro ser especialmente meticuloso en lo que a  mi higiene personal se refiere. No es la primera vez que me acerco a personas de mi edad y empiezan a olerle los sobacos o el aliento. Por tanto, me ducho días alternos y uso todo un elenco de cremas que me dejan meridianamente claro que ya estoy en tiempo de descuento.

Tras la ducha comienza el ritual de las putas cremas a saber,

-Crema exfoliante para la cara

-Crema after shave para después del afeitado

-Crema de aceite de oliva para las manos

-Crema para las almorranas

-Crema para los ojos (diferente de la exfoliante)

-Crema para los pies, para su olor, especifico

-Crema para la dermatitis seborreica

-Crema solar protección spf 50

-Crema para los callos de los pies

-No olvidemos el champú

-Ni, ya puestos, el gel

-Crema de calabaza con un chorrito de aceite de oliva, sal y pimienta molida (preferiblemente negra)

-Crema de calabacín con un quesito de la vaca que ríe (tolón, tolón)

-Cream (probablemente uno de los grupos más innovadores –Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker-)

-Crema dental

-Crema talquistina ( es acojonante para los roces en las ingles)

-Vaselina que me pongo para las llagitas que me salen en el glande producto de mis frecuentes masturbaciones.

Y de las cremas pasamos a las pastillas,

-Aspirina para el dolor de cabeza

-El jodido paracetamongol

-Nolotil por si hay dolor de muelas

-Gelocatil (para mezclarlo con el nolotil, también para el dolor de muelas)

-Pastillas para la diarrea

-Alka Seltzer en pastillas (es yeso para el ardor de estómago)

-Pastillas  desenfriol para el resfriado

-Pastillas para la ansiedad

-Pastillas para dormir

-Pastillas para despertarse

-Las pastillas de los frenos (cuesta una pasta cambiarlas)

Mientras repaso mi vida reducida a una enumeración más o menos exhaustiva de cremas y pastillas me ronda en la cabeza  el homenaje de Manolo Kabezabolo a Eskorbuto

No temo a la muerte, no temo a la vida

No temo a los cuerpos de la policía

No temo a las putas, no temo a las reglas

No temo a tu padre aunque tenga escopeta

No temo al juez Baltasar Garzón

Ni a ningún capullo “mandao” por un mamón

¡Para eso siempre llevo pastillas!

(Spizofrenia. 2000)

Sí, la vida del cincuentón es la caña, todo un lujo que te sirve de adelanto para lo que te espera. Y luego dicen que no estamos malditos, joder.

Y tras cumplir con el ritual me enfrento a la rutina del día, extendiendo mi odio por todos los sitios a los que puedo llegar. Una ira que me arrastra a todo lo cotidiano, a los idiotas que no señalizan cuando circulan con el auto, a los que no respetan la distancia de seguridad y te enciman de tal manera que te entran unas ganas terribles de frenar en seco y ver cómo se comen la trasera de tu coche, a los que conducen mirando el móvil, a los que aceleran cuando el semáforo se pone en ámbar, a los que se cuelan en el supermercado o en el banco, gotitas de asco y repulsión que uno se tiene que tragar, reprimiendo las inmensas ganas de repartir un par de guantazos porque sí, porque te lo pide el cuerpo.

Cuando llega la noche, hago un alto en el camino, repaso el día y reviso mi agenda personal por si me he dejado algo que hacer. A primera vista parece que todo bien, he cumplido con mi objetivo de llegar a casa. Pero luego caes en la cuenta de que se te ha olvidado comer y de que tienes que poner la lavadora o planchar la ropa, tirar la basura y comprar la mortadela de pavo con aceitunas, coser el botón de la chaqueta que lleva más de un mes en el monedero o el jabonoso para baños.

En un último intento de sacar algo positivo a la jornada, enciendes el televisor y buscas algo interesante. Paso de noticias, paso de documentales, paso de los gemelos que reforman casas y de los fanegas que se hinchan a comer por la patilla en territorio USA, paso de las películas y de los “volvemos en siete minutos”, y los canales privados no dan más de sí que, como diría “La Polla Records”: Herpes, talco y tecno-pop.

Series para dormirnos en nuestras tristes moradas situadas en ciudades dormitorio. Un último momento para la reflexión, una última valoración del día un “progresa adecuadamente” que me sirva para levantarme mañana:

“Tanta lucha para nada, toda mi vida buscando el mínimo común múltiplo de tanto hijo de la gran puta que anda suelto para encontrármelo todos los días ahí mismo, frente al espejo, cada mañana de cada día, envejeciendo entre cremas y pastillas…”