Uno de tantos relatos sobre la redención, 11

“Nunca se da tanto como cuando se dan esperanzas”. Anatole Franco

CAPÍTULO XXII

DAR CERA, PULIR CERA

No me duelen prendas cuando digo que Alberto me ayudó mucho para poder pasar ese trance en el que me había metido. Eso no significa que no tuviera que pagar mi precio, claro. Sus puyas eran constantes,

-Joder, Mateo, haz algo de ejercicio, cabrón, cada vez te pareces más a John Belushi.

Mi respuesta era siempre la misma,

-Vete a la mierda, Alberto.

-Hostia, Mateo ¿eso que huelo es Berza gitana? ¿puedo quedarme a comer?

Y se quedaba. A veces comíamos los dos juntos mientras Saray comía en otra mesa.

-No me gusta el abogado-me decía, Saray-tiene mal fario.

-Es mi amigo, princesa.

-Ya, lo que digas, pero tiene mal fario… y el mal fario se pega a uno.

Fue mi amigo, mi mentor, el ancla que estuvo ahí. Me planeó una tabla de ejercicios que incluía plancha, flexiones, abdominales y sentadillas. Todo muy light, media hora y poco más pero que, unido, a la comida que me preparaba Saray logró que, en poco menos de dos meses, me estilizara (siempre, claro a opinión de Alberto y Saray).

-No le caigo bien a Saray, Mateo.

-No te preocupes, Alberto. Es que ella es así, demasiado particular.

-¿Sabes? Me hace gracia. Es verme y se santigua tres veces.

-Tonterías de niña, ya sabes. Dice que tienes mucho peligro, que hay que respetarte mucho.

-En fin, qué le vamos a hacer.

Un día, se me acercó y, sonriendo, me dijo:

-Toma, capullo, el teléfono del tal Zimmerman. Llámale, anda.

-Joder, Alberto ¿cómo lo has conseguido?

-Me muevo, Mateo, me muevo.

-Eres el puto amo-y se lo decía sinceramente, de verdad-

-Ya sabes, Daniel-San, dar cera, pulir cera.

-Miyagi, para mí que eres más tonto que el asa de un cubo.

-Sí, eso me lo dicen mucho. Por cierto, es jueves, ¿nos vamos a tomar algo al “Hebe”?

-Joder, sí. Me apetece mucho tomarme un par de tercios.

-¿Mahou etiqueta verde?

-Por supuesto, mon ami.

  • “Mon ami”, joder Mateo, hace unos meses no me podías ver ni en pintura.

-Ni puedo, gilipollas.

-Hostia puta, estoy creando un monstruo.

-Señor Miyagi, dar cera, pulir cera.

Y ambos reíamos. Ahora que lo pienso éramos dos almas muy solitarias, muy perjudicadas que coincidieron en una oscuridad que nos superaba. Buscábamos una guía, una puerta de salida y la encontramos pero, justo cuando iba a salir, a él se le cerraron en las narices.

¿Qué puedo decir?... Le echo de menos.

LA RUTA DEL DAREDEVIL

Un jueves al mes, indefectiblemente, Alberto y yo quedábamos para tomar algo. Alberto lo llamaba  “La ruta del Daredevil” y me comentó algo sobre que la editorial  Vértice emitió en el Número 14 de Peter Parker un comic de Frank Miller en el que Daredevil se unía a Spiderman para combatir al crimen. “Ciego guiando a ciego” se titulaba aquel tebeo.

-¿Te das cuenta, Mateo? Ciego guiando a ciego, eso es lo que hacemos los jueves que quedamos.

-¿Pero qué cojones estás diciendo, Alberto? Tú no estás ciego.

-Ya, pero eso es ahora. Dímelo dentro de un par de horas.

Y reía. No daba tiempo a reaccionar. Reía. Y solo podías tomar dos decisiones, o te ponías serio o te unías a él. Tan sencillo como eso. Yo, por supuesto, me reía.

El caso es que una vez al mes quedábamos. Dentro de mi oscuridad, había algo de luz y quiero creer que causaba el mismo efecto en él.  A veces sueño con  Alberto y, en el desconcierto de la ensoñación , me llega una voz que sé que es la suya, porque no puede ser otro, y que me consuela. Hay amistades que perduran. Yo no lo sabía, yo vivía en un mundo de penumbra y necesité quedarme ciego para poder ver.

-¿Has llamado al Zimmerman de los cojones?

-Sí.

-¿Y qué te ha dicho?

-Básicamente que me vaya a la mierda. Que está muy ocupado y que no está para atender a maridos cornudos.

-¿Cómo?

-Lo que oyes. Me dijo que estaba casado, que no quería líos y que Adela estaba más capacitada que él para atender mi problema. Eso sí, me ha dado su número de teléfono.

-No me lo puedo creer. ¿Y ya está? ¿Ahí lo vas a dejar?

Era el momento, justo el minuto adecuado, ese pequeño instante en el que todo se confabula para sincerarte con tu amigo. Nunca tuve amigos. No, hasta que le conocí. Me abrí a él, saqué mi corazón de mi pecho y lo desnudé ante él, ante mi colega,

-Ahí lo dejo, sí. Alberto, estoy harto. No quiero luchar más. Me quedo ciego, pues vale. Que me den por el culo. Me la suda.

-No digas eso ni de coña, Mateo. Tienes que luchar, joder.

-Alberto, colega, es que yo no sé de qué sirve ser bueno, te lo digo de corazón. A veces pienso que hubiera preferido que nadie me hiciera caso, que hubieran pasado de mí. No sé, el tonto de los michelines, o el friki que lee tebeos de Spiderman, como tú. Pero esto de ser bueno, francamente, no le veo el beneficio.

Porque si al menos alguien me hubiera mostrado algo de  cariño. Si al menos alguien hubiera estado  cerca de mí todo este tiempo.

¿Sabes? me habría encantado que alguien me hubiera dado un beso en la mejilla, o un abrazo. Pero nada, supongo que como soy feo, toca lo que toca. Y, por lo general me río, no te confundas, pero hay días que te pillan con la guardia baja y la cagas.

Joder, hay tanto hijo de puta que vuelve locas a las chicas que te parece un milagro haber sido objeto de alguna atención por parte de una mujer, no sé, una sonrisa, un saludo. Y duele. Duele mucho, porque tú lo das todo, educas a tus hijos, levantas tu negocio, te matas a pajas y siempre  ese poner la sonrisa como respuesta inmediata a cualquier problema, posibilitas la relación y no sirve de nada. De nada, joder, de nada.

Y cuando te dejan, pones una sonrisa, o te vas corriendo para no tener que mostrar que dentro estás destrozado. “Menos mal que traje poca ropa” pensaba el día que me marché. No quería molestar. Dios, te entran unas ganas de subir a una azotea a cagarte en todo, a cortarte las venas, a arrancarte la cara a mordiscos, pero simulas seguir adelante.

Porque, desde ese momento, todo lo que haces es simular. Simulas vivir, simulas amar, simulas aceptar y deseas en el fondo que te pille un coche que acabe tu dolor.

Y encima la vida es tan hijadeputa que a tu pareja le va cojonudo y, entonces, te quedas ciego. Pero ciego de verdad, por payaso, por baboso, por meterte en camisas de once varas, por defender a una mujer que, con toda probabilidad nunca habría hecho lo mismo por ti.

Pillada doble y sonrisa a pasear… y mucha mierda. Para comer, para tragar, para frotarte con ella.

-Pero ¿te han dado su número de teléfono?

-Sí, pero…

-¿La has llamado?

-No, es que…

-Llámala, joder. Tienes que llamarla.

-No quiero molestar.

-Debes molestar, hostias. Tienes la jodida obligación de molestar, Mateo, coño. Prométeme que le vas a llamar o te juro por dios que le llamo yo.

-Está bien, está bien. Yo le llamo, pero dame algo de tiempo.

La “Ruta del Daredevil” contenía muchos momentos de sinceridad que se alternaban con agradables instantes en los que compartíamos unas ”birras”. Me di cuenta que prefería antes una cerveza con Alberto que un Macallan con cualquier de aquellos que una vez llamé amigos. Básicamente se trataba de ir a un Bar de Copas, escuchar rock o blues, según quién eligiera el local, e intercambiar impresiones y, al igual que él me apoyó cuando lo precisé, me siento orgulloso de poder decir que yo estuve allí cuando murió Isabel y un destrozado Alberto llamó a la puerta de mi casa-

-Jesús, María y José- dijo alborotada Saray cuando vio entrar a Alberto

Tras el preceptivo triple santiguamiento de Saray, Alberto entró en mi casa, más muerto que vivo. Su traje azul marino totalmente arrugado, su camisa fuera parcialmente de los pantalones y juraría que, al menos, tres o cuatro botones desabotonados mientras que su corbata colgaba de su mano izquierda.

Tuve que acercarme mucho para poder verle la cara. Ojeras, barba de tres días, y roja su mirada, hinchada por el efecto de llorar.

-Ha muerto, Mateo. Isabel ha muerto

-No podías hacer nada, Alberto. No se puede luchar contra eso.

-Ya, ya, pero me quedo un poquito más solo. Cada día voy perdiendo un poquito más y más. Primero mi mujer, luego Lara, ahora Isabel y mis hijos crecen y se alejan más y más.

-Vamos a ver, no seas dramático.  No has perdido a Lara, eso te lo digo yo. Aunque no conozco a tu mujer y no puedo opinar, lo que sí sé es que tienes a tus amigos. Al Joya, al Jose, a Álvaro y a mí. Y somos amigos de verdad, no la mierda de amistades que tenía yo.

Alberto me cogió de la cabeza y acercó su frente a la mía, lo suficiente como para tocarse ambas y me dijo,

-Mateo, a veces creo que ha sido una bendición haberte conocido. Eres un buen amigo y espero poder devolverte algún día todo lo que me has dado.

Esas “quedadas” que hacíamos abarcaban toda una compleja relación basada en confesiones, cerveza, amistad, cerveza, risas y cerveza, claro.

A través de ellas supe que Alberto llevaba casi dos años sin hacer el amor con su esposa, Francis. Que se masturbaba leyendo relatos de una página erótica para encontrar algo de satisfacción sexual, que se desangraba emocionalmente cuando perdía un juicio.

Por mi parte, aprendí a sobrellevar mi gradual pérdida de visión, a no hundirme moralmente, a darme cuenta de que, en muchos aspectos, había malgastado mi vida. No debí haber aceptado tan fácilmente todo lo que me propuso Adela, había sacrificado buena parte de mi orgullo para facilitar una relación de la que ella huía constantemente. Primero a Londres y luego a Barcelona. La verdad es que no le costó nada abandonarme. Me lo tenía merecido por tonto. En mi descargo os prometo que también aprendí a aceptar mi situación, a continuar avanzando, a no quedarme estancado en mi vida y a valorar las cosas buenas que tenía.

Llegó el día en que me alarmé por mi falta de visión. Apenas distinguía algo, me levanté de mi cama y me dirigí al salón

8:30.- Golpe con la esquina

8:31.- Golpe con la puerta

8:32.- Tropezón en el pasillo con la sillita tan mona que compré en su día

8:33.- Tropezón con el sofá, la mesa y una silla. En ese orden

8:34.- Tropezón con otra silla

8:35.- Caigo al suelo y me pongo a llorar. ¿Dónde coño está el bastón que me compró Alberto?

Me comí mi orgullo y llamé al número de teléfono que me facilitó Zimmerman.

Saludé a su secretaria, una tal Elena que tenía una de las voces más sugerentes que he oído nunca (o es que llevaba mucho tiempo sin follar, que también puede ser). Era el mes de abril y recuerdo el miedo y la vergüenza de tener que molestar a Adela.

-Despacho de la Doctora Fuentes, ¿Dígame?

-Esto, buenos días-balbuceé- me llamo Mateo Gómez Aranda y desearía concertar una cita con la Doctora Adela Fuentes.

-La Doctora Fuentes Hernán no atiende consulta. Esta empresa se dedica a la investigación, no a la atención sanitaria, señor.

-Ya, ya veo, pero, verá, es que soy su ex esposo y necesitaba hablar con ella. De verdad que es urgente.

-Intentaré pasarle el mensaje.

Pasaron dos días sin que nadie me llamara y, siguiendo el consejo de un azorado Alberto, volví a insistir.

Llamé al número solo para quedarme desolado una vez más. Ni me atendían. Solo sonaba esa estúpida musiquita que te tenía en espera hasta que te cansabas.

Al día siguiente, llamé pero esta vez con el móvil de Alberto.

-Prueba con el mío, Mateo. Fijo que tienen localizado tu número y por eso no te atienden.

Efectivamente. La treta dio el resultado esperado y pude volver a oír a “Elena la de la voz sexi”.

-Por favor, por favor, Elena, no me cuelgues, soy Mateo Gómez Aranda.

-Sí, sí ya sé quién es usted.

-Solo quiero hablar con la Doctora Fuentes, por favor.

-Es que la Doctora Fuentes está muy ocupada, de verdad.

-Por favor, insisto, de verdad que es muy urgente.

-Veré lo que puedo hacer.

-Porfi, no me dejes con esa musiquita, ¿vale?, le estoy cogiendo tirria. Ya podríais cambiar el tono, ja,ja, ja

-Sí, ja,ja, ja, deberíamos hacerlo, Mateo.

Fue  entonces  cuando oí la voz de Adela hablando a voz en grito.

-Elena, por favor, ¿te importaría colgar el puto teléfono? Esto es un trabajo, joder.

-Perdone, perdone, Dra. Fuentes, en realidad es para usted.

-¿Quién es y qué quiere?

-Dice que es Mateo y que quiere concertar una cita con usted.

-Mándale a la mierda, o mejor, dile que se vaya a tomar por culo.

Sobra decir que aquello me desarboló completamente. No quise aguantar más, me negué en redondo  a ser ninguneado, prefería perder la vista, no me iba a arrastrar ante ella nunca más. <>. Y colgué el puto teléfono, resignado de una vez por todas a lo que me esperaba.

-¿Qué ha pasado?- preguntó Alberto.

-Nada, no ha pasado nada.

-Pero algo te habrá dicho ¿no?

-Sí… que me iba a quedar ciego.

Devolví el móvil a Alberto, me despedí de él y me fui a mi dormitorio. Si quería despedirme debía hacerlo bien.

UNA VOZ “EN OFF” PARA DESCRIBIR UNA DESPEDIDA

12 de abril de 2018

Aquella noche Mateo Gómez Aranda se acostó pronto. Desde que le diagnosticaron una pérdida de visión progresiva se había esmerado mucho en poder recordar las imágenes que él consideraba importantes.

Había memorizado el semblante y las formas de Lara, la figura de Alberto, se esforzó en esculpir en su memoria las fotos de sus hijos y practicó cada noche en recordar todos aquellos días que habían constituido los momentos cruciales de su existencia. Las vacaciones de Florencia, el bautizo de sus hijos, el día que conoció a Adela, la entrega de las orlas de Alonso y Leonor, Lara en la barra del Bar, Alberto en el poblado gitano y, su recuerdo más famoso, la fotografía de la boda con Adela.

En su día, Adela, traviesa como ella sola cuando quería, le regaló una fotografía en la que emulaba a Silvia Kristell en Emmanuelle. Desnuda de cintura para arriba, sentada, con aquel collar y el vestido a la altura del ombligo.

Estaba preciosa. Todas las noches, como un ritual, se masturbaba pensando en su ex esposa. Podría ser la doctora más famosa del mundo pero, para él, siempre sería aquella muchacha que le buscó todos los días hasta que encontró el tren que él tomaba. Solo por acercarse a él, solo porque le amó.

¿Qué más daba que le hubiera mandado a la mierda? Seguramente había sido por los nervios, por el trabajo acumulado. Habría alguna explicación. Pero él sabía que ya era tarde. Probablemente mañana ya no podría ver.

Se desnudó lentamente y colocó con especial diligencia su ropa. Su paja tendría que ser perfecta.

Recogió aquella foto y la acercó a sus ojos. Se sintió ridículo cuando imaginó la caricatura que debía suponer ver a un hombre masturbándose con la foto tan cerca de su cara.

Por fin reconoció la figura de su amada y comenzó a tocarse. Se chupó un dedo y lo pasó por su capullo, habría preferido tocarse los testículos con la otra mano, pero presentía que aquella sería la última vez que vería la cara de Adela y eligió.

Antes de iniciar el movimiento que le llevaría al paroxismo, tocó su miembro con su mano libre. El tronco, sus genitales, sintiendo el calor de su mano, recorriendo su sexo para luego empezar el sube y baja. Despacio al principio, más deprisa después. Sabía que no iba a durar mucho. Después de todo llevaba mucho tiempo sin correrse como dios manda. Aumentó el ritmo, más deprisa, incluso llegó a detener su respiración para conseguir que la sangre fluyera a mayor velocidad, más y más, y más, y en todo el proceso no despegó su mirada de aquella fotografía.

Explotó, tres, cuatro sendos trallazos que se desperdigaron por su cuerpo, notó que una descarga se derramó sobre su pecho, otra más densa sobre su ombligo y otras dos, las más osadas, se depositaron en la comisura de sus labios y cerca de su ojo derecho donde se mezclaron con las lágrimas que fluían de él.

Intentó retener la imagen de Adela en su mente para no olvidarla, para guardarla, para poder erigirle un templo en lo más recóndito de su cerebro. Un altar de su mujer. Comenzó a llorar, mientras soltó la fotografía que fue a caer a la alfombra que había a los pies de la cama. No quiso lavarse, optó por quedarse con ese esperma por su cuerpo, desnudo, sobre la cama, sintiendo cómo se secaba el semen. Adoptó la posición fetal y durmió pensando en la soledad que le esperaba, mientras se resignó a que, tarde o temprano, la imagen de su dama se difuminaría en las nieblas del olvido.

Al fondo, con la puerta entreabierta, Saray comenzó a llorar también.

Se había acostumbrado a ver a escondidas a Mateo cuando se masturbaba. La muchacha tenía calenturas y la visión de su protector cuando se tocaba era demasiado excitante. Más de una vez ella se había masturbado viéndole y procurando coincidir en su orgasmo con él. Después de todo, ella tenía necesidades.

Pero en esa ocasión supo que algo no iba bien y, aunque inició un suave masaje sobre su sexo no pudo avanzar más.

Saray Kovacs esperó a que Mateo se durmiera. Parecía un chiquillo asustado. Comprobó que se había dormido y le cubrió con las sábanas. Ya le cuidaría ella, no necesitaría más. Su familia se haría cargo de él y nada le iba a faltar. Él era un Kovacs y así se lo haría saber a su papa y a su mama.

Al día siguiente, Mateo se sorprendió al encontrarse tapado con las sábanas. No recordaba haberse arropado, seguramente lo habría olvidado y pensó que ¿quién sabe? lo mismo algún ángel le había protegido. Un ángel que, en su imaginación, tenía la cara de Adela.

CAPÍTULO XXIII

UNA CUESTIÓN DE ORGULLO

Saray

El día que mis padres decidieron que tenía que pasar un año cuidando a un payo no tenía ni la más remota idea de lo mucho que me iba a cambiar la vida. Mis contactos con los payos no pasaban de algún que otro saludo con mis compañeros y compañeras de Instituto.

La única persona con la que pude tener algo parecido a una amistad fue el chico que me acompañó aquel 24 de diciembre y que corrió como alma que llevaba el diablo cuando vio a mi familia entrar en el bar de copas.

Huyó como una rata, ni siquierame llamó al día siguiente para ver qué tal estaba. Nada. Solo un silencio que apestaba a miedo. El miedo y asco que los payos tienen por los calés y que siempre se convierte en odio. No me sorprendió, era algo previsible. Lo que no era lógico fue lo que hizo Mateo.

Interceder por una gitana, arriesgar su integridad física por mí. Sin saber quién era, sin que le importara nada lo que pudiera suceder. Ese día surgió una necesidad dentro de  mí por saber un poco más de “El quesito”.

No me pareció mal la decisión de mi padre. No es que pudiera hacer mucho en contra, pero no me pareció mal. Acostumbrada como estaba a que todos me miraran por encima del hombro opté por mostrar a Mateo un lado poco amable, quería marcar las líneas que no se podrían traspasar, dejar las cosas claras. En todo momento busqué odio en sus ojos, en sus formas, en su tono pero lo único que encontré fue miedo. Un miedo atroz a lo que le venía encima, a no estar a la altura, a mí.

También percibí tristeza en él y un sentimiento de fracaso que yo no podía entender. Mateo tenía todo lo que una persona de bien pudiera desear. Una vivienda enorme, preciosa, con amplios ventanales, una empresa que le proporcionaba dinero sin tener que trabajar y unos hijos que, una vez por semana, le ponían al día de su vida.

Yo veía todo lo que le rodeaba como un ambiente propicio para tener una vida. Lejos de perros, barro y basura, tres elementos que no faltaban en mi devenir diario. De acuerdo que estaba perdiendo la vista, y eso era terrible, pero no le faltaba amor y fortuna.

Un día quise imitar a Mateo y me puse un trapo en los ojos. No pude estar ni quince minutos. Me invadió el desasosiego y empecé a entender su dolor. Por eso me sorprendía tanto que nunca hablara de su ceguera a sus hijos,  y esa actitud ante su desgracia provocó que yo le admirara más y más.

El único día de la semana que le veía feliz era el Jueves. No faltaba nunca a su cita semanal. Iba al Juli y pasaba allí la tarde, sentado en su taburete, acodado en la barra y tomando de cuando en cuando un tercio de Mahou etiqueta verde (cosa del Puertas, claro).

Se le veía en paz consigo mismo, sentado allí, escuchando música y charlando  con Lara quien le trataba con un mimo que nunca le había visto antes y que nunca vería después. Si los jueves estaba eufórico debo añadir que el jueves que quedaba con Puertas parecía un niño chico.

-Me voy con Alberto a hacer la ruta del “dalequedale” (o así lo entendía yo)- me decía-

-¿Y qué es esa ruta, payo?

-Ahh, Saray, como diría Alberto “no des pistas”

-No me hacen falta pistas, ya sé dónde vas. Todos los hombres sois iguales.

-Qué va, Saray. No todos los hombres somos iguales. Algunos marcamos la diferencia

Y se iba tan contento, para volver mucho más tarde con una buena tajada pero con una sonrisa en la boca.

Durante unos meses me asombró su inteligencia. Yo había finalizado mis estudios e, incluso, aprobé la selectividad, pero mis padres consideraron que una mujer tenía que estar en su casa, cuidando a su hombre y a los churumbeles, pero yo tenía inquietudes. Quería avanzar más. Con 19 años me apunté a una Academia para aprender contabilidad. Realizaba las tareas que me mandaba mi madre y, por la tarde, me iba a estudiar. Me encantaba estudiar.

La casa de Mateo era perfecta para aprender. Entraba la luz del sol casi todo el día, poseía unas estanterías repletas de libros, de discos y de casetes de música, tenía ordenador e impresora. Puede que parezca una tontería pero es que yo vivía en una chabola.

No pasó mucho tiempo antes de que  dijera a mis padres que quería quedarme a dormir allí. Se lo propuse a Mateo y él no puso ninguna pega.

-Puedes quedarte a dormir perfectamente, Saray. Elige una habitación y acondiciónala a tu gusto. Hay tres cuartos de baño, elige uno. Procura avisarme vaya a ser que te pille desnuda.

-Ja, ja, payo, descuida, no creo que me veas desnuda-noté cómo su cara expresó  tristeza cuando oyó mi frase- perdón, perdón, payo. No era mi intención, perdóname, soy una estúpida.

-No, no te preocupes, está bien, sé que no lo has dicho con mala intención.

¿Cómo podía ser tan idiota, cómo podía tener tan poca sensibilidad? Me prometí que sería su perfecta cuidadora, me convertiría en alguien imprescindible para él, me esforzaría en hacerle su pena más llevadera. Era una cuestión de orgullo, de orgullo gitano.

Lo primero que hice fue bajar el tono de la música. Había notado que a él le molestaba tanto volumen. Cociné para él, limpié su casa y atendía todas sus llamadas. Al principio era muy difícil y me trastabillaba. Sonrío cuando pienso en la imagen que debían de tener de su secretaria las empresas que llamaban.

Poco a poco me fui familiarizando con la atención telefónica y con su trabajo hasta que un  día, por pura casualidad, detecté un error en la contabilidad de un cliente.

-Esto no cuadra, Mateo

-¿Disculpa?

-Que no cuadra, que estas cuentas están mal.

-¿Qué sabrás tú, Saray? Anda no enredes

-Tú verás, payo, pero esas cuentas están mal.

-Vamos a comprobarlo entonces, Saray.

Llamó a su despacho y pidió que se comprobaran las cuentas del cliente.

-Efectivamente, Saray. Me ha dicho mi contable que la contabilidad tenía un error. ¿Puedo preguntar cómo has podido darte cuenta?

-Bueno, hice un curso de contabilidad, tampoco es que haya sido tan difícil.

-O sea, que te manejas en el Plan General Contable, ¿no?

-Tendría que repasarlo, pero sí, puedo “manejarlo” bien.

La convivencia de dos personas suele estrechar lazos. Con 24 años yo y 47 él una no piensa en cosas a largo plazo, además yo soy gitana y nosotras somos mujeres de un solo hombre (salvo las que son unas putas, claro). Una gitana se casa para toda la vida con el hombre que la desvirga. ¡Ay! de la gitana que no pase la prueba del pañuelo en la noche de boda. El pañuelo blanco y las tres rosas rojas que señalan la pureza de la hembra. Sin embargo, no me era extraño ver a Mateo desnudo. Algunas veces le veía salir de la ducha y me llamaba la atención.

Cuando le conocí era un hombre rellenito pero Puertas rápidamente le estableció una rutina de  ejercicios y yo le quité toda esa comida basura a la que se había acostumbrado. Le preparé su pescadito, su potaje de vigilia, sus patatas con bacalao, sus sardinitas asadas con pan tostado con aceite y ajo restregado, su arroz con pollo, su merlucita, su olla con peras. A los pocos meses había perdido esos kilos de más que tenía.

Parecía un hombre feliz con su trabajo, sus jueves de salida y sus hijos. Por mi parte, yo me sentía muy satisfecha, estaba devolviendo la salud y la alegría a una persona que había sacrificado mucho por mí y eso me hacía quererle más.

Conocía tan bien la casa y las costumbres de Mateo que sabía que todas las noches se masturbaba. Una mujer necesita un hombre, así os lo digo. Necesita desfogarse, y yo no tenía hombre por lo que lo único que podía hacer era acariciarme e inventarme situaciones que me ayudaran a sobrellevar mi ausencia de sexo.

Siempre que se hacía una paja seguía el mismo sistema. Sostenía una fotografía de una mujer desnuda de cintura para arriba que estaba sentada, luego descubriría que era su ex esposa, cogía su polla con la mano e iniciaba un movimiento que no se detenía hasta que explotaba. Terminaba, se limpiaba y guardaba la foto en uno de los cajones de su mesilla de noche, a la espera de la próxima cita.

Cuando le observaba pajeándose no podía evitar masturbarme yo también. Me dejaba las bragas puestas para evitar que accidentalmente pudiera romper mi himen. Aprendí también a correrme en silencio para que él no pudiera sospechar lo que pasaba apenas a tres metros de él.

Veía como llegaba a su orgasmo y la cantidad de leche que conseguía expulsar de su polla.

-Undebé, ese hombre podría dejar preñadas a medio poblado.

Y me corría, llegaba al éxtasis a la vez que él. Sentada en el suelo, sudando,  apoyada mi espalda en la puerta y las piernas bien abiertas y me derramaba en mis manos. De vez en cuando, Mateo se corría en el suelo y yo aprovechaba el momento en el que se metía en la ducha, para tocar con los dedos su leche y aplicarlo a mis pezones, a mi ombligo, y un día, hasta me metí los dedos impregnados de su semen en la boca, solo para sentir su sabor.

Era como un pacto tácito, él se corría, yo me corría, él dejaba su leche, yo la recogía y, así, transcurrían mis calenturas sintiéndome cada vez más unida a él. Quería más, bastante más. No me importaba su edad, no me importaba su ceguera, cada vez le camelaba más y más.

Entonces llegó ese malhadado día, cuando comprendí que Mateo nunca sería mío. Me extrañó que se desnudara del todo y que acercara tanto la foto a su cara. –Menuda tontería- pensé, si la foto está del revés. Y ahí fue cuando caí en que Mateo ya no veía. –Por eso llora- colegí.

Detuve el masaje que me estaba dando y pude ver perfectamente cómo se corría y cómo no hizo absolutamente nada por evitar que su leche se derramara sobre él. Ni siquiera se limpió, se limitó a dormir como un bebé mientras lloraba.

Hice lo que toda mujer hace por su hombre. Esperé a que se durmiera y le tapé. Recogí la fotografía y volví a ver la cara de la que fue su mujer antes de guardarla en su cajón.

-Ay, malaje, no sabes el daño que le has hecho a este hombre

Al día siguiente, me acerqué a Mateo y le cogí su mano. Hizo un gesto de sorpresa que fue en aumento cuando la posé sobre mi pecho izquierdo.

-¿Qué haces, niña?

-¿Tú qué crees, Mateo?, te elijo a ti.

-¿Perdona?

-Que te elijo a ti, payo. Que tú eres mi hombre.

-Un momento, un momento. Vamos a ver Saray, eso no puede ser.

-¿Por qué no, Mateo? ¿Es porque yo soy gitana y tu payo?

-No, Saray, no.

-¿Entonces por qué no?

-Porque los romances mayo-diciembre no funcionan, Saray. Porque tú eres joven y yo viejo, porque tú estás llena de vida y yo estoy ciego, porque tú empiezas y yo termino. No, cielo, esto no va a pasar.

-Nosotras no valoramos la edad. Nos da lo mismo, Mateo. Yo te daré hijos, yo te cuidaré y tú me enseñarás- y diciendo eso llevé la mano de Mateo por debajo de mi falda y la puse sobre mi coño, para que notara mi humedad- Toca, Mateo, mira cómo me tienes. Enséñame, quiero aprender.

-¿Quieres aprender, Saray?

-Sí, Mateo

-¿Quieres que te enseñe?

-Undebé, Mateo, claro que quiero me enseñes.

-Está bien, Saray, te voy a enseñar…