Uno de esos días del mes

Una mujer en uno de sus días del mes sufrirá una experiencia terrorífica en una noche en un tren de cercanías con dos violadores

Las molestias empezaron al salir del trabajo. El dolor la alcanzó casi en cuanto subió al tren de cercanías. Lucidia maldijo entre dientes. Normalmente era muy cuidadosa con estas cosas. Sin embargo, aquel había sido un día espantoso. El cabronazo de su jefe les había convocado a todos para una reunión de última hora, con lo que sus planes de coger el tren de las siete se habían ido al garete. Lucidia miró al reloj nerviosa durante toda la reunión. Si llegaba a casa a tiempo podría cerrar la puerta a cal y canto y pasar un fin de semana de paz e intimidad para recuperarse del malestar de todos los meses.

Pero no. Jesús, su jefe, les dijo que el cliente quería recortar el plazo de entrega y debían darse prisa en tener listos los costes y revisarlos concienzudamente. Era aquello o trabajar el fin de semana, algo que Lucidia no estaba dispuesta a tolerar bajo ningún concepto. La reunión de trabajo se alargó hasta las nueve y, para cuando Lucidia pisó la calle, ya era casi de noche.

-Anda, quédate un rato. La noche es joven. Nos vamos a ir todos a tomar unas cañas al bar de enfrente. ¿Te apuntas? -Juan se aflojó la corbata mientras señalaba al resto de compañeros. Detrás, Santiago la observaba sonriente.

Lucidia miró fastidiada el reloj y casi gruñó.

-No puedo. Voy a perder el cercanías. Otro día.

Lucidia se dio media vuelta y echó casi a correr, a pesar de las molestias en su cuerpo. El ciclo siempre empezaba igual: una peculiar desazón, dolorosos calambres, sensibilidad casi lacerante en vientre, pechos y pezones y su proverbial mal carácter aumentaba varios órdenes de magnitud.

Los dos compañeros de trabajo vieron alejarse la figura de la mujer pelirroja hacia el metro.

-Joder, la verdad es que Lucidia está bien buena. Pero es una tía rara. -Comentó Jose.

-Ya te digo. Rara de cojones. -Sentenció Santiago encogiéndose de hombros y dirigiéndose al bar.

El mal genio de Lucidia casi explotó cuando vio que la maquina expendedora de billetes estaba averiada y tuvo que hablar con el taquillero, más preocupado en pasarse una pantalla del Candy Crush que en darla el billete. Por un momento, sintió ganas de arrancarle la cabeza de un mordisco. Tuvo que correr por el andén para no perder el tren y aquello empeoró bastante las cosas. Las carreras, el nerviosismo y tener que tratar con gilipollas no hacían más que agravar el problema.

Por fin pudo tomar asiento en el último vagón, casi vacío. Las luces parpadeaban constantemente con un zumbido, dejando ocasionalmente el vagón completamente sumido en tinieblas durante unos segundos. En los trenes de cercanías no había lavabos, pero puede que al final no hubiera ningún problema. Aún no le había llegado pero notaba que le faltaba poco.

Lucidia miró nerviosa por la ventana. Las luces de los edificios de la capital comenzaron a perderse en la lejanía, sustituidas por la negrura del horizonte y de algún túnel ocasional. Algunos de los pasajeros hablaban a voz en grito entre ellos o a través de teléfonos móviles. Los dientes de Lucidia chirriaron. ¿Por qué la gente era tan desconsiderada? Los gritos de la chusma le daban dolor de cabeza, sobre todo en aquellos días, en los que casi notaba que sus sentidos se agudizaban. El mal olor del vagón y de la falta de higiene de la gente parecían haber invadido sus fosas nasales. Una mueca de disgusto y repugnancia cruzó su rostro. Por Dios, ¿cuánto faltaba para llegar a casa?

Lucidia vivía en un chalet de una urbanización a las afueras de la capital. Un lugar anónimo, aislado, en el que no tenía que perder tiempo y esfuerzo conversando con molestos y pesados vecinos, en el que tenía intimidad y tranquilidad para ella sola. Lucidia cerró los ojos, mientras atrás quedaba otra estación.

El persistente dolor era cada vez más intenso. Detestaba el ciclo, sus ineludibles molestias. Era un verdadero castigo, pero como decía su madre “Sí, es una maldición, pero si no hay más remedio, hay que aguantarse”. Lucidia recordó la conmoción y el asombro la primera vez, al tomar conciencia de que su propio cuerpo podía hacerle eso, poder herirla desde dentro y causarle ese malestar, dolor y vergüenza. Su madre pronto la aleccionó sobre lo que debía hacer y cómo prepararse para ello sin que la pillara de sorpresa. Siempre era más cómodo sobrellevarlo en casa, pero había veces, como aquella, que era más fácil decirlo que hacerlo. Siempre que ocurría, sentía gratitud y alivio cuando lo superaba, pero aquella sensación duraba menos de un mes hasta que se iniciaba, una vez más, su inevitable aproximación de nuevo. Para sus otras hermanas era distinto, parecían adaptarse a los cambios operados en sus cuerpos sin muchos problemas. Lucidia las envidiaba. Ella era incapaz de hacer lo mismo.

Ya sólo quedaba un par de paradas. El tren estaba vacío, salvo por una muchacha rubia, con mechones violetas y un piercing en la nariz que escuchaba distraídamente música a todo volumen con sus cascos. Mejor, no quería tener que soportar a la gente. Pronto podría cerrar la puerta con llave, completamente sola, y quedarse en casa todo el fin de semana. El lunes ya estaría repuesta y podría reanudar su vida normal. Menos mal, si hubiera pasado más tiempo, quizás hubiera estropeado su caro traje. Lucidia miró su costoso vestido de corte conservador en el reflejo de la ventana, su blusa color blanco, su chaqueta gris y la falda del mismo color que tan bien resaltaba sus ojos verdes y su rojo cabello.

Con un chirrido, la puerta se abrió y entraron dos jóvenes. No debían llegar a los veinte años. Su aspecto era chulesco, amenazador. Uno de ellos llevaba el pelo muy corto, cortado al cero por sus sienes, sus ojos azules duros como el acero. El otro era grande y abultado, de tez cetrina. Ambos llevaban montones de anillos y llamativos collares, además de cazadoras con inscripciones chillonas que no decían nada a Lucidia.

-¿Todo bien, tía?

Lucidia no contestó, y miró a través de la ventana. Si le ignoraba, quizás el muchacho pasase de largo. Por Dios bendito, ¿es que el tren no se iba a poner nunca en marcha? Sólo quedaban dos paradas. Dos malditas paradas. El tren arrancó y comenzó a moverse, gracias a los Cielos. El andén de la estación quedó pronto atrás. Los descampados de la periferia de la capital apenas eran visibles en la oscuridad de la noche.

Lucidia pudo contemplar la mirada del muchacho en el reflejo de la ventana. Parecía querer devorarla con la vista. Lucidia se ajustó un poco más su chaqueta, incómoda.

-Vamos, pelirroja. No seas tímida, déjanos verte. No te vamos a comer.

-O tal vez sí. –Rió estúpidamente el otro joven, el grandullón.

Lucidia resopló, fastidiada. Sintió que algo se contraía en su interior, y ella dio un pequeño respingo. Empezaba a picarle la piel. ¿Joder, por qué tenía que torcerse todo?

-Tal vez sea bollera. ¿Tú crees que es bollera?

-Qué va, no tiene pinta de marimacho. Está bien buena para ser lesbiana. Eh, tía, mírame cuando te hablo.

-Iros a tomar por culo.

Los dos muchachos rieron tras la sorpresa inicial. No había humor en sus carcajadas. Más bien ira contenida.

-Vaya con el chocho, nos ha salido una deslenguada. Quizás tengamos que enseñarla un poco de modales.

-¿Estás enfadada, tía? Quizás estás en ese momento del mes. Por eso está tan borde. ¿Es eso, tía? ¿Estás con la regla?

Lucidia fijó la mirada en los muchachos. Intentó que fuera una mirada glacial, intimidatoria.

-Os lo advierto. Dejadme en paz.

La muchacha del fondo del pasillo se había quitado los cascos y les miraba con expresión alarmada.

-Eh, vamos, tíos, ya os vale. Dejadla en paz.

El muchacho alto se giró amenazadoramente hacia ella.

-Tú cállate, chocho. Después vamos a darte lo tuyo, así que cierra la puta boca.

Lucidia casi pudo olfatear el miedo de la chica y la lujuria de aquellos bastardos. Como si una deidad cruel quisiera divertirse en las alturas, el tren se detuvo casi en seco, haciendo que todos dieran un traspiés. Una voz impersonal sonó por megafonía.

Por causas ajenas al Consorcio de Transportes el tren permanecerá parado durante más de media hora por una avería en la línea. Tan pronto como se solucione la incidencia, se reanudará el servicio. Gracias y disculpen las molestias”.

Afuera, en el exterior, la noche estaba casi cerrada. Oscuras nubes apenas perceptibles cubrían las estrellas, aunque el resplandor de la luna llena casi podía intuirse en el cielo. Durante un breve momento, la corriente eléctrica falló y el vagón del cercanías quedó a oscuras.

Los dos chicos rieron, complacidos, como si no pudieran creerse la suerte que habían tenido.

-Juanan, para ti la putilla del fondo. La zorra pelirroja es mía.

-Joder, Antonio, yo también quiero...

El muchacho grandullón pareció contrariado, pero no siguió hablando, como si temiera enfadar a su compañero.

-Tranquilo, tío. Cuando haya terminado de follármela por el culo nos las cambiamos.

Aquello pareció animar al tal Juanan. Éste se quitó la cazadora y la camiseta y, con el torno desnudo, avanzó con la sonrisa de un tiburón hacia la chica de los cascos, que comenzó a gritar aterrorizada. Las antiguas puertas de accionamiento manual habían desaparecido hacía tiempo, y ahora, todos eran prisioneros de las nuevas tecnologías.

La muchacha se hizo un ovillo en uno de los asientos, gritando y pataleando, como si aquello pudiera hacer retroceder a su agresor, quien apartó sus brazos y sus piernas sin la menor dificultad. Con un par de vigorosos tirones, le rompió la camiseta, dejando unos pequeños y menudos pechos al aire.

La chica gimió y lloró, suplicando inútilmente. Juanan se liberó una gruesa y oscura polla y pasó su mano alante y atrás, acariciando su venoso falo y haciendo que creciera rápidamente en grosor.

-Vamos, putita, verás cómo te gusta...

-P... por favor, por favor... N... no...

Rugiendo sordamente como un animal, el muchacho bajó la falda de la gimoteante chiquilla, dejando al descubierto un sexo cubierto de vello rubio oscuro. Como si hubiera tenido una feliz idea, dio la vuelta en volandas a la muchacha y la colocó boja abajo, dejando las pálidas medias lunas de su culito respingón al aire y sujetándola con fuerza para que la muchacha no se escurriese y se liberara.

-Tienes un trasero precioso. Te voy a dar por culo.

El chico colocó su gordo pollón apretado contra el sonrosado agujerito de la chica y, jadeando y con bastante esfuerzo, lo fue incrustando poco a poco por su orificio más estrecho. La rubia muchacha gritaba de dolor, meneando inútilmente sus brazos y caderas mientras lloraba desconsoladamente. Pronto, el movimiento rítmico metiendo y sacando dejó a la pobre chica incapaz de moverse, gimiendo lastimeramente cada vez que la gruesa verga se hundía en sus esponjosas entrañas.

-No... no... unggg... por... fa... vor...

-Calla puta, ummmphhh... Joder, qué culo, qué culo...

-Hijos de puta... Os arrancaré las entrañas a los dos... -Los ojos de Lucidia estaban entornados en una mirada de puro odio.

Antonio, el chico de los ojos azules, sonreía burlonamente mientras se bajaba la cremallera.

-Vamos, putita, deja de mirarme así. Las estrechas como tú en el fondo están siempre rezando para que las ensarte una buena polla. Seguro que lo estabas deseando, ¿eh, zorra? ¿Por qué si no has ido hasta la zona a la que no llegan lás cámaras de seguridad?

Con un fuerte empujón, agarró a Lucidia por la nuca, aprovechando que la mujer todavía seguía sentada y empujó con fuerza su rostro hasta su desnudo miembro, restregándolo con furia contra él. Una mueca de repulsión cruzó el rostro de la mujer, pero aquello no hizo sino excitar más a Antonio. El muchacho jugó con el glande, posándolo sobre los labios, mejillas y nariz de ella, cubriendo todo su rostro de líquido preseminal. Pronto se cansó de aquellos juegos y comenzó a empujar la verga hacia dentro, por la boca de Lucidia, quien tuvo que reprimir una arcada mientras el falo se introducía en su cálida garganta.

-Me vas a chupar bien la polla, puta, y ni se te ocurra intentar morderla o lo lamentarás.

La mirada desafiante de Lucidia seguía clavada en la de Antonio.

-Vamos, zorra, no te enfades, que tú también vas a tener tu ración de buena polla de macho. Aunque, bueno, me da un poco de asco que tengas la regla, así que mejor te voy a follar bien el culo.

Antonio cerró los ojos y comenzó a gemir, el placer siendo cada vez mayor. Un chasquido, de nuevo, anunció un nuevo fallo de luz, inundando de oscuridad el parado vagón. Aunque esta vez la luna llena penetraba por las ventanas, cubriéndolo todo de una plateada luminiscencia.

El sonido del espantoso mordisco llegó antes al cerebro de Antonio que el terrible dolor que sintió al ser castrado. El muchacho cayó al suelo, paralizado por un daño como jamás antes había sentido. Intentó hablar, pero sólo gritos de angustia surgían de su garganta. Miró a la mujer.

Pero ya no había mujer.

Unos ojos amarillos le contemplaban con una furia estremecedora. Un ser de pesadilla se erguía lentamente hasta casi llegar al techo. Parecía un lobo, cubierto un largo vello rojo muy oscuro que parecía brillar, acariciado por la luz de la luna como una madre acaricia a sus hijos predilectos. Jirones de una chaqueta gris y una blusa colgaban de unos anchos y poderosos brazos y hombros, mientras uñas afiladas como cuchillas crecían más y mas.

Antonio, con la boca abierta, paralizado por el dolor y el horror, contempló como aquel ser avanzaba despacio, como un depredador que sabe que no necesita apresurarse. El rostro de lo que había sido una mujer, como un espejo deformado aunque todavía reconocible, quedó iluminado a la luz de la luna, aunque cambiaba y se alargaba, distorsionándose rápidamente, las puntas de sus orejas alargándose, su nariz y mentón convirtiéndose en unas fauces lupinas repletas de afilados colmillos babeantes de espuma y sangre.

Unas grotescas palabras surgieron de la garganta de aquel ser, con una voz que apenas parecía ya femenina, y Antonio apenas pudo entenderlas cuando se convirtieron rápidamente en un maligno rugido.

-No es la regla, estúpido. Es el ciclo. El ciclo de la luna.

Al fondo del oscuro vagón, Juanan había dejado de sodomizar a la chica al perder la erección, contemplando paralizado por el miedo ante aquel monstruo surgido de antiguas leyendas. Los dos chicos gritaron, sus gritos de terror aumentando en un espantoso in crescendo, alcanzando el paroxismo del horror antes de cesar abruptamente.

Al día siguiente, todos los periódicos abrieron sus portadas con la misma noticia. Dos jóvenes habían sido asesinados en un tren de cercanías en las afueras de la capital. Según parece, el vagón estaba bañado en sangre, con restos humanos incluso en paredes y techo. La única testigo, una muchacha que fue encontrada en la escena del crimen, estaba en estado de shock y no podía recordar nada de lo sucedido. Los funcionarios de policía del Sexto Grupo de Homicidios pronto descartaron un autor humano y llegaron a la conclusión que alguna fiera salvaje escapada de algún sitio desconocido había sido la causante del escabroso homicidio. Nunca llegó a resolverse.