Uno a uno con Romina

Un maduro periodista descubre el frenesí de una veiteañera, que termina sumergiéndolo en una duda existencial.

Siempre me encantaron los pies cuidados de una mujer. Y esta muchacha tenía unos pies llamativamente bellos. Dedos finos y levemente largos, uñas sutilmente barnizadas con brillo, talones suaves y una sutil redondez en su empeine refinado y algo venoso. Sus piernas también estaban cerca de la perfección. La cadera estrecha quedaba siempre bien enmarcada por bikinis de colores llamativos y lucía unos pechos firmes, sin opulencias ni exageraciones, aunque insistentemente movedizos.

Cabellos largos y castaños, siempre sueltos, ojos marrones y piel cobriza. La muchacha sobresalía en Punta Mogotes por sus atributos físicos, pero más que nada por su andar provocativo y su cara angelical, con rasgos adolescentes. La primera vez que la vi fue cuando vino a recoger una pelota de vóley cerca de donde me asoleaba. Tomé la pelota y mi mirada se topó con sus pies bonitos, no tardé en ver todo su cuerpo en un rápido golpe de vista. Su figura se recortó contra el mar y sencillamente me impactó.

Pero inmediatamente sentí cierta humillación: "Gracias, señor", sentenció amablemente. Y mis 41 años se me vinieron encima. Canas y gorduras despiadadas se agitaron en mi mente. "Pelotuda", pensé y, sin darme cuenta, me enojé con ella. Entonces empecé a buscarla.

Pronto supe que se llamaba Romina, que tenía 22 años y que estudiaba Derecho en una universidad pública de Buenos Aires. Datos que capté, escuchando las conversaciones que mantenía con otras tres amigas, ninguna tan bella como ella. Pasó un día, paso otro, y esa muchacha se había convertido en mi obsesión. Cada tanto me cruzaba una mirada con ella, aunque nada. Sólo indiferencia.

Su risa musical era otro rasgo que la diferenciaba en el grupo de veraneantes que bajo el calor insoportable y húmedo bronceaban pieles y almas en una concurrida Mar del Plata. La ciudad recuperaba bríos perdidos al influjo de la muerte del 1 a 1 con el dólar, síndrome crítico de la economía autóctona que alejaba a las playas foráneas de los sueños y del imaginario colectivo para siempre. La crisis había estallado en el país y yo estaba en Mar del Plata como cronista de un periódico porteño. Era un verano pobre de la Argentina, el primero en muchos años en el que tomábamos conciencia de la realidad. La fiesta había acabado, pero para mí estaba por empezar.

A ella parecía no importarle lo que pasaba. Jugaba al vóley, tomaba sol y se divertía con sus amigas. Y en ese trámite cotidiano, sin saberlo, avivaba fantasías, de adolescentes, jóvenes y maduros, como yo.

Al tercer día me animé. "Disculpen chicas, soy periodista de Buenos Aires y estoy escribiendo un artículo sobre los jóvenes en la ciudad. Puedo distraerlas un ratito con un par de preguntas", disparé estúpidamente sin tener en claro mis objetivos. "Yo quería ser periodista, pero a mi papá no le pareció nada bien. Él es abogado y yo estoy en Derecho", confesó risueña. "Caramba, complejo de Electra sin resolver", le dije entre ingenuo y perverso. Y Romina rió como nunca, sus dientes brillaron en el contraste de su piel bronceada, aunque yo sólo miré el movimiento de sus pechos que acompañaron el ataque de hilaridad.

Luego vino una conversación que ni recuerdo y forcé un artículo delicioso con los datos aportados por las muchachitas, que al otro día lució en el periódico más leído de Buenos Aires. Al día siguiente llegue a la playa a las 10, como todas las mañanas, en una ceremonia pagana que se extendía hasta las 11.30, media hora después de que Romina y sus amigas instalaban sus pertrechos a pocos metros de mi toalla. "Pusiste nuestros nombres. Me encantó lo que escribiste, cómo me gustaría escribir así", fue lo primero que dijo, antes del buen día. "No es para tanto", me sonrojé. Y luego me bombardeó de preguntas de mi vida profesional, del periodismo y luego de mi vida personal. "Soy casado pero me gusta tener eventuales oasis, eso fortalece al matrimonio. Mi límite es el daño al otro, hay que hacer todo lo que a uno le dé placer siempre y cuando no dañes", me inspiré con aires de sinceridad. Fue el golpe letal.

Sobrevino entonces un fugaz almuerzo a solas en un puesto de playa, una llamada al diario para decir que estaba en cama y descompuesto –ese día no escribí- y el atardecer al borde del agua. Luego, la invitación para cenar en un lugar bonito del centro y una deliciosa charla en la que su conversación parecía la de una mujer de gran experiencia en la vida. Dos novios, me reveló, habían dañado seriamente sus afectos y buscaba, sin saberlo, contención. No me negué a dársela.

La rambla fue testigo de nuestros besos. Primero sutiles y tiernos, más tarde apasionados y vehementes. La llevé a mi hotel, previo pago de 100 pesos al conserje y en la habitación plasmamos una noche inolvidable.

Tardé en desnudarla. Hubo muchos besos. Muchos. Roces sutiles y acompasados, hasta que se volvieron descontrolados. Acarició mi pecho con una dulzura inigualable. Le saqué la blusa, el corpiño y besé compulsivamente sus pechos. Pasé viboreante mi lengua por sus pezones rígidos y rojos, mientras ella gemía casi descontrolada. Caímos sobre la cama y, aunque tenía su bombacha y su pollera y yo mis jeans y el slip, el contorneo de su pelvis y la mía hizo que alcanzara rápidamente un primer y fuerte orgasmo. Ese roce feroz fue suficiente. Oirla gritar y sentir sus manos que golpeaban mi espalda me excitó terriblemente.

De pornto, se paró abruptamente, me arrancó el jean y el slip, y casi instintivamente tomó mi miembro, lo acarició primero con sutileza de experta y pasó después su lengua por él y por mis testículos endurecidos durante interminables minutos. Más tarde empezó a masturbarme acompasadamente con sus manos suaves, alternando caricias trémulas con succiones deliciosas. Eyaculé sobre sus pechos gritando de placer. Tras salpicarla de esperma, volvió a succionar mi miembro, mientras yo me retorcía de placer. Bebimos una copa de vino blanco helado y empezamos de vuelta. Fue la penetración más deliciosa de mi vida y no sé cómo logré salir de su cuerpo absorbente a tiempo. Eyaculé fuera de su vagina, bañado su pelvis y su bello íntimo de más esperma. Transpirados y húmedos seguimos besándonos hasta que amaneció.

Repetimos el rito tres o cuatro veces, siempre en mi cuarto de hotel. Siempre con el mismo frenesí, aunque con sutiles variaciones. Terminó mi cobertura en Mar del Plata, terminaron sus vacaciones y seguimos teniendo cenas y sexo en Buenos Aires durante meses, una vez por semana o cada quince días. Ella se puso de novio con un compañero de la Facultad y yo seguí feliz con mi matrimonio. De cuando en cuando, nos encontramos aún hoy pero ya no tenemos más sexo.

Ella dice que soy un hombre importante en su vida pero que está de novio y que no puede ir a la cama con otro hombre. Le insisto, le planteo mi necesidad y mis ganas locas, y se enoja. La entiendo, pero me vuelvo a enojar. Por teléfono, hoy me acaba de decir que lo único que me importa es el sexo, que le hago regalos y armo cenas en lugares encantadores sólo por un interés carnal o, en el mejor de los casos, con el afán de demostrarle demagógicamente cuán importante es ella para mí. Nunca la escuché tan irritada.

No sé que me duele más si esos comentarios o que ya no tenga interés en mí desde un punto de vista carnal. Insiste en que quiere seguir viéndome pero me apura afirmando que no siente nada erótico hacia mí, que acaso algún día vuelva a sentirlo, pero que no sabe. Me confunde y me hiere.

Me pregunto de qué sirve esta relación y me digo que es una muchacha deliciosa. La idea de que otro la disfrute en la cama me moviliza y me deprime. He decidido no verla nunca más. Esperaré a mañana, luego de que cenemos comida mexicana en un lugar caro de Buenos Aires.

No quiero saber si la he amado o sólo ha sido atracción física. Si la voy a dejar porque ama a otro o porque ya no viene a la cama conmigo. Lo único que he aprendido de esta historia es que hay que entregarse al placer cuando llega y saber que todo es efímero, que un día se termina.