Unidos y reunidos

Para el grandullón van a cambiar mucho las cosas...

Nota:

La relación entre Roberto y Toño comenzó en el relato Al final del verano.

UNIDOS Y REUNIDOS

Toda aquella semana de mediados de noviembre y la siguiente tendríamos que dedicarla a despedirnos. Toño llamó a su casa todos los días por la mañana y por la tarde y, según noticias de Nati, nada cambiaba. Yo también llamé a mis padres a diario, como era mi costumbre, pero contándoles las novedades.

Mis padres se alegraron mucho de saber que no estaba solo y apoyaron mi decisión de irme a trabajar a Sevilla. Yo sabía que no se iban a acostumbrar nunca a tener a su hijo lejos y, sin embargo, ambas partes reconocíamos que lo mejor era que yo tuviera una vida independiente. Jamás perdimos el contacto.

Cuando les hablé de Toño ―sin demasiado detalle―, enseguida quisieron que fuéramos a verlos antes de irnos. Les prometí que iríamos el sábado día doce y noté un gran entusiasmo en mi grandullón.

Mientras tanto, me asombraba viendo con qué facilidad dibujaba y pintaba aquellos pliegos y carteles. Para él era algo tan simple como escribir; y así me lo decía. En pocas horas, consultando cuatro cosas en Internet, tenía otra nueva idea acabada.

El sábado tocó la visita por la tarde, a tomar café ―no quise tener el compromiso de almorzar con ellos―. Toño temblaba de emoción mientras subía el ascensor hasta el sexto. Conocer a mis padres, sabiendo que nos iban a aceptar sin ningún tipo de duda, era para él algo más que un momento importante.

Sus ojos se iluminaron cuando mi madre abrió la puerta y sus brazos para recibirnos:

―¡Hijo! ―exclamó feliz abrazándome―. Ya era hora de que te dieras una vuelta por casa… ¡Hola, chico! ―se dirigió a Toño―. Así que tú eres mi nuevo hijo, ¿eh? ¡Bien guapo y hermoso que eres, joven! ¡Dame un beso! ¡Pasad!

Toño me miró conteniendo unas lágrimas de emoción. Para él era impensable vivir un momento así en su casa, con sus padres. Terminados los saludos, nos sentamos frente a ellos y nos hicieron muchas preguntas. Prácticamente se habló de todo lo ocurrido y tan solo vi a mi padre hacer un gesto de disgusto cuando supo la situación de don Antonio. A fin de cuentas, era una reunión informal que, seguramente, se iba a repetir más de una vez. Ir a pasar un fin de semana en Madrid no iba a ser nada del otro mundo para nosotros, aunque a Toño le disgustara bastante la ciudad.

Había que verle la cara cuando volvíamos en metro para casa. Parecía querer despertar de un sueño totalmente irreal.

También ese día llamó a su casa mañana y noche. Siempre me tenía a su lado acariciándole la cintura para que se sintiera un poquito mejor.

―¿No te parece raro que mi padre lleve tantos días en coma? ―me preguntó el lunes por la mañana al colgar.

―¡No lo sé! ―dije con mi ignorancia al respecto―. Supongo que lo mantendrán con insulina, ¿no? Pregúntale mañana a Nati.

Me di cuenta entonces de cómo reaccionaba mi novio ante ciertas situaciones extremas. Se me vino a la memoria ―o lo traje yo― cómo no le había dado nunca importancia ninguna a que su padre lo dejara una semana sin dinero o que le pegara teniendo un bosque de vello en su pubis. No creo que alguien en una situación así asumiera tan fácilmente choques tan brutales. Cualquier joven, a su edad, hubiera sido un rebelde; al menos entre los que yo trataba.

Toño, en el mismo momento en que nos conocimos, parecía temer a llegar tarde a su casa y, no obstante, se fue dejando ir hasta llegar a la conclusión de que, si ya era tarde, ¿para qué preocuparse? Por supuesto que influyó que acababa de tropezarse con quien estaba buscando en su vida y no estaba dispuesto a perderlo. Si no hubiéramos tropezado entonces, todavía estaríamos buscándonos.

Paul también había estado más en contacto con nosotros. Decidimos no comentarle nada sobre lo que le pasaba al padre de Toño hasta no saber más. Algunos días me pedía el teléfono para contarle sus chismes a «su Hércules» y este, se moría de risa oyendo sus disparates.

Me costó trabajo conseguir hablar del contrato del piso de Sevilla. Se había vuelto terco como una mula. Hasta el sábado día 19 por la mañana no se habló de eso:

―Si no me vas a decir cuánto quieres cobrar ―le dije al fin―, ya estoy buscando otro piso aunque sea en un sitio menos llamativo.

―¿Pero qué dices, maricón? ―soltó por fin entre risas―. Tengo aquí, en la tienda, un contrato listo para rellenar los datos personales. Ya sabes, eso de «la parte contratante de la primera parte…».

―¡A buenas horas! ―me quejé―. No sé por qué te ofreces y lo dejas para la semana antes.

―Pues mira, Robespierre incorruptible ―asestó―, en el contrato está la renta, la fianza y todas esas cosas, pero vas a permitirle a la vetusta Paula que os entregue las llaves del piso para ocuparlo sin alquiler, a condición de que me lo cuidéis, que no lo quiero vacío. Lo de la renta es puro formalismo legal de las leyes legítimas legislativas y todo lo que tú quieras. Os hará falta para empadronaros, por ejemplo. Y cuando llegue el momento, guapo, quiero la cama del dormitorio pequeño para irme un finde con vosotros… ¿O es mucho pedir?

―¿Qué? ―exclamé de tal forma que Toño se volvió a mírame―. ¡Ah, no, no! ¡No quiero compromisos de esos y Toño tampoco los va a aceptar!

―¡Escúchame, maricón! Cuando hable me repites lo que has dicho. Ese piso está pagado euro a euro por este coño, hace ya años, pero a cuenta de ciertos tejemanejes que no quiero sacar ahora a pasear. ¡Cerrado se me va a estropear! Vosotros lo usáis y, ¡vaya!, si os apetece y podéis, mejoráis un poco los muebles de la cocina y ponéis electrodomésticos en condiciones; cuando podáis, que eso es para que lo disfrute tu rey.

―¿Y para qué coño te compraste un piso allí? ¿Se puede saber? ¿Por qué no lo vendiste?

―¡Ah, eso sí que no! Polla grande mande o no mande. De malvender ese piso en plena crisis, ni mijita , chocho. Vosotros lo disfrutáis… ―hizo una pausa un tanto larga― y lo mantenéis… ―gimió― y con eso me dais la vida que no tengo. ¿Vale, cariño? ¡ Que estoy mu sola y se me vais ! ―cambió su tono, de repente, evitando mostrarse sensible―. Cuando se revalorice el doble, entonces lo vendo… ¡Qué maligna soy!

―Espera, petarda ―le dije a unas señales de Toño―. «Mi rey» quiere ponerse.

―¡Ay, sí, sí! ¡Soy como la falsa monea , que de mano en mano va! ¡Qué más quisiera una que tu Antonio se le pusiera! ¡Pásamelo un rato, maricón!

Entre ellos se dijeron de todo. Oí a Toño protestar al principio ―lo sabía por su empeño en no deber nada a nadie― y, poco a poco, me pareció que razonaba hasta que acabó riéndose. Sin decir nada, alargó su brazo para devolverme el teléfono.

―¿Qué pasa, doña Rogelia? ―pregunté.

―¡Uh! ¡ Toíto te lo consiento menos faltarle a tu madre! Retira eso, anda, que una está vieja, pero no me tiño, guapa. Tu marido, ¡que venga!, que a preparar la mudanza ya.

―¿Se puede saber qué leches le has contado para convencerlo?

―¡La tragedia de mi vida, maricón! De puerto en puerto con Manolo Escobar. De Barcelona a Lugo, de Lugo a Cartagena, de Cartagena a Sevilla y, ya viuda, al cementerio de elefantes. Estoy muy corrida yo, majo; y lo sabes. Le he dicho a tu rey, mi Hércules, que si me compráis el piso cuando podáis, sin prisas, es vuestro antes que de nadie. ¡Y míralo! Tan contento.

Miré a Toño extrañado. No me parecía una explicación que él hubiera aceptado. Me despedí de nuestro amigo hasta la noche, que nos llevaría el contrato, y me acerqué despacio y por la espalda a mi niño, que estaba entusiasmado pintando con los auriculares puestos:

―¡Hola, grandullón! ―canturreé quitándole un auricular―. ¿Se puede?

―¡Adelante! ―respondió apagando la música―. ¿Qué te pasa? ¿Y esa cara?

―Si no te importa, Toño, me gustaría saber qué te ha dicho Paul para convencerte.

―¡Ah!, pues lo mismo que a ti, supongo. En vez de estar pagándole un alquiler, nos lo vende. ¿Está mal?

―¡No, no, claro! ―le contesté sabiendo que no iba a ser así―. Mira, mi vida… Siempre he tenido una amistad superficial con Paul. Nos hemos visto para tomar copas, para bailar, en la tienda… ¡Siempre ha sido un encanto de persona! Cuando me vi tan mal porque te fuiste, lo busqué para averiguar algo de ti y… acabó siendo la mejor ayuda para los dos. ¿Sabes qué me dijo? Me dijo que así por lo menos no se sentía un simple agujero donde meterla. Estamos juntos gracias a él.

―¡Ya! Eso me lo dijiste.

―Ahora… ¡ya ves! Es como de la familia en tan poco tiempo. A mí me ha dicho otra cosa que me ha convencido. Me ha dicho que, viviendo allí y cuidándole el piso, le damos la vida que no tiene; que está muy solo, y nos vamos… Es una motivación para él, mi vida. Es verdad que está muy solo… ¡o sola!

―¡Ah, vaya! ―farfulló―. Lo que tú decidas. Si eso es verdad, me convence más que lo de la venta.

―Es que ya no es cuestión de convencerse, creo. A veces, estas personas que más te hacen reír y disfrutar, son las que más solas se encuentran. No sé si es un compromiso porque dice que le gustaría tener el dormitorio pequeño preparado por si quiere ir algún fin de semana.

―¿Y eso te parece un compromiso? ―preguntó sorprendido―. ¡Pobre Paul! Las cosas han venido así. Ahora que nos tiene más cerca, nos vamos; y encima no nos quiere cobrar por su piso. Tiene su tienda, ¿no? No creo que vaya a cerrarla para irse con nosotros.

―No, no; no es eso ―medité―. Tampoco puede estar gastando un dinero los fines de semana en ir y venir. ¡En fin! Si los dos estamos de acuerdo…

―¡Claro que sí, mi vida! ―musitó dejando a un lado la música y el pincel para besarme y bostezar―. No deberíamos preocuparnos por eso. Ahora voy a descansar un poco, que me duele la cabeza… y tengo que salir a la compra…

―Salgo yo, si quieres…

―¿Irías tú? Me gustaría ponerme cómodo y echarme un poco hasta la hora del almuerzo. Tengo todo preparado y solo falta el pan. Si te quieres traer un buen vino…

Lo dejé en casa porque, efectivamente, le noté un cierto cansancio en la mirada. Fui a un par de tiendas y me quedé asombrado: los dos tenderos saltaron de alegría al verme y me preguntaron por Toño. No era Manoli la única que lo trataba así. En realidad, era tan dulce y tan simpático, que había hecho amistades en el barrio con toda facilidad.

Al volver a casa entré despacio, dejé las bolsas en la cocina y, sin hacer ruido, asomándome con cuidado al dormitorio, lo vi allí acostado sobre la cama. Se había quedado dormido vestido; como un bebé. Estaba echado sobre el costado derecho ―en posición fetal, dándome la espalda― y tenía la cara apoyada sobre sus manos juntas. Di la vuelta a la cama y me agaché para observarlo.

Pasaron demasiadas cosas por mi cabeza hasta que me di cuenta de que estaría más cómodo desnudo y bien tapado. Casi sin atreverme, me acerqué a sus pies y tiré despacio de una de sus zapatillas de deporte. Estaban bastante bien apretadas, así que le aflojé los cordones, las abrí un poco y tiré de una hasta sacarla.

Se movió como ronroneando. Tomé la otra, con mucho cuidado, y tiré de ella. Movió los pies un poco y los acaricié. Me volví al lado de la cama. Acerqué entonces mis manos a la hebilla de su cinturón para aflojarlo y, al notar que lo tocaba, sin abrir los ojos, se colocó bocarriba y balbuceó algo:

―¿Me los quitas?…

Me agaché un poco para besarle la mejilla y acariciarle la cabeza y, luego, con el mismo cuidado que antes, abrí su cinturón, desabroché el botón, le bajé la cremallera y me fui a los pies de la cama otra vez para tirar de los perniles despacio. Levantó un poco el cuerpo para que pudiera bajarlos y, tapándose un poco los ojos, como si le molestara la luz, levantó algo la cabeza para mirarme:

―Gracias, cari…

―Voy a quitarte el jersey y la camisa, mi vida ―le susurré―. Tú no te muevas; descansa.

Me pareció que asentía. Me acerqué por el lado y lo tomé por el cuello y por la espalda para sentarlo un poco. Me miró sonriente con los ojos entreabiertos.

―¿Te encuentras bien, vida? ―le pregunté en voz baja―. ¿Quieres que te traiga un ibuprofeno?

―¡No, no, déjalo! ―farfulló―. Ya se me pasará. He dibujado demasiado, creo.

―Bueno; mejor así. Voy a sacarte el jersey por la cabeza, así que tienes que levantar los brazos un momento, ¿vale? ―asintió―. Luego, te quito la camisa y te tapo un poco; no me vayas a coger frío…

Le quité las dos prendas mientras me miraba casi dormido y, ya en camiseta y calzoncillos, lo dejé sobre la almohada sin apartar mi vista de sus ojos ni un instante. Su brazo se movió lentamente para acariciarme la cabeza y tirar de mi cuello y me dejé caer un poco para besarlo. Cogí la manta de la silla y lo tapé bien hasta el cuello.

―¡Cuánto te quiero! ―dijo con un hilo de voz―. Nadie ha hecho por mí lo que tú haces… ni mi tata Nati.

―¡Calla y duerme, grandullón! Yo también te quiero; lo sabes de sobra. Estoy en el salón, ¿eh?

―¿Te vas? ―preguntó apenado.

―¿Quieres que me quede contigo?

Asintió y cerró los ojos. Me senté a su lado y acaricié su cabeza un rato corto sin dejar de mirar a la manta, que había tomado la forma de su cuerpo.

Volví a acercar mi cabeza lentamente para besarlo y pasé mi mano varias veces por su mejilla. Parecía sonreír feliz y no abría los ojos. De pronto, sin movimientos bruscos, sacó la mano de la manta y apretó la mía. Me quedé inmóvil mirándolo. Tiró de ella y la fue rozando por todo su pecho, bajo la manta, hasta dejarla sobre su polla abultada. Estaba empalmado; y sabía que eso le pasaba por lo mismo que a mí: por tenerme a su lado.

Me recosté un poco junto a él y dejé mi mano allí, acariciándolo. Sus calzoncillos estaban completamente empapados, así que pasé mis dedos sobre ellos varias veces y, sacando la mano de debajo de la manta, solo un instante, los lamí pensativo. Dejé la mano donde la puso y seguí rozándolo muy despacio; como si untara todo su fluido por ellos. No se movió en absoluto ni se borró su leve sonrisa.

Parecía un bebé al que su madre mece para que se duerma. Ni siquiera me atrevía a moverme un centímetro. Seguí así bastante tiempo, no sé cuánto, hasta dejar mi cabeza en la almohada mirando fijamente su perfil. Movió un poco los labios, entreabrió los ojos y volvió la cabeza hacia mí:

―Pensarás que soy un pesado, cari. Te tengo aquí tan incómodo…

―Estoy muy a gusto. ―Lo besé un instante―. Tú tienes que descansar y a mí no me importa estar aquí contigo. No tengo nada que hacer más bonito que esto.

Volvió a tirar de mi cabeza y la apretó a su pecho. Escuché atentamente los latidos pausados de su corazón, y su respiración. Nunca había estado con él así. Lo único que quería era dormir pero que no lo dejara solo; y eso hice.

Me quedé dormido con él hasta que se movió. Me asusté y me incorporé para mirarlo.

―No pasa nada ―dijo―. Nos hemos quedado dormidos.

―¿Estás mejor?

―¡Sí, sí! Estoy mucho mejor. He recordado que, cuando era pequeño y me dolía la cabeza, mi tata me decía: «Eso es de sueño o de hambre». Con descansar un poco, se ha pasado.

―¿Quieres tomar algo? ―le pregunté entusiasmado.

―No sé. Quizá dentro de un rato… No quites la mano de ahí, ¿vale?

―¡Seguro que no! ―bromeé―. La mano ahí está muy a gusto.

―Mi polla también está muy a gusto, cari ―rumió entre risitas―. A ver si eres capaz de retirar la mano…

―¿Quieres que te haga una paja? ―le susurré―. Eso relaja mucho…

Se limitó a encogerse de hombros, pero tuve muy claro que, después de aquel largo masaje, sería mejor rematar la faena.

―Tú no te muevas de como estás ―le expliqué―. Abre las piernas un poco… ¿Te ayudo? ―Negó con la cabeza y las abrió algo―. Hasta que no te lave cuando termines, quédate relajado. No vamos a follar. Esto será bueno para que te alivies del todo.

Me senté en la cama moviendo mi culo para tener su polla más cerca y, metiendo mi mano por uno de sus perniles, le fui acariciando los huevos subiendo luego hasta apretarle el capullo. Se encogió un instante y soltó unas risitas nerviosas.

―No me cierres las piernas ―susurré abarcándosela con la otra mano.

Con la derecha en sus huevos y la izquierda apretándosela rítmicamente mantuve el compás un buen rato. No ponía expresión ninguna, sin embargo, no podía evitar mover sus labios en ciertos momentos.

Después de un buen masaje, aparté mis manos un instante, cogí unos pellizcos a los costados de sus calzoncillos y tiré de ellos hacia abajo sin forzarlos. Se quedaron enganchados en su mástil, como formando la carpa de un circo, y aproveché para meter la mano, abarcarla y sacarla de allí. Me estaba mirando con picardía.

Acabé quitándoselos. Solo tuvo que juntar un poco las piernas y levantarlas un instante. Los eché al suelo y volví a colocarme a su lado. En esos momentos le hubiera hecho de todo, sin embargo, mi intención no era otra que descargar su tensión y tuve que hacer un gran esfuerzo para limitarme a masturbarlo, sin prisas y sin dejar de contemplarlo.

Cuando comenzaron los temblores lógicos de la cercanía del orgasmo, seguí moviéndosela al mismo ritmo, sin parar, pero tirando aún un poco más cuando la movía hacia abajo. En unos instantes, encogiendo algo las piernas e inclinándose hacia mí, comenzó a arrojar leche como siempre, a lo bestia, poniéndome perdido desde la frente hasta el vientre.

Cuando dejó de eyacular y cerró los ojos con fuerzas abriendo la boca, fui parando poco a poco, aparté mi mano de allí y la observé toda embadurnada:

―No te muevas de ahí, ¿eh? ―le dije―. Voy a traer una toalla para limpiarte.

Después de quitarme la ropa pringada, tomé una toalla y me fui a secarlo un poco.

―Déjalo, cari ―dijo más tranquilo―. Creo que lo mejor será darnos una ducha.

―Tienes razón. Voy a quitarme todo esto. ¿Vamos?

Durante la ducha me dio la impresión de que quería que lo penetrara. No se movió claramente dándome la espalda y pegándose a mí; era algo de él más sutil que conocía ya bastante bien.

Lo rodeé con mis brazos por la espalda y unimos nuestros cuerpos bajo la lluvia de agua cálida. Se dejó caer un poco hacia adelante apoyándose sobre los azulejos y me dispuse a terminar lo que habíamos empezado. Con suavidad y sin prisas, la fui metiendo paso a paso; cada vez un poco más. Cuando volvió la cabeza para sonreírme sensualmente, pasé a la fase dura. Follé y follé hasta empujarlo contra pared y vaciarme en su interior.

Los dos echamos la cabeza atrás para dejar que el agua cayera sobre nuestros rostros; los dos nos habíamos aliviado.

Lo sequé con cuidado mientras me miraba con ternura y, tomando un par de calzoncillos del armario, nos dispusimos a vestirnos. Cuando salíamos del baño para ir a por algo de ropa, sonó el teléfono.

―¿Qué coño querrá ahora la Paula? ―me quejé bromeando.

―Me parece que no es él ―dijo con misterio mirándome como descompuesto.

―¡Espera!

Corrí al teléfono y vi el número de su casa de Plasencia. Le hice señas y se acercó de prisa, miró el número y se aferró a mi cintura para descolgar y poner el altavoz:

―¿Sí?

―Toño… ―contestó una voz femenina―. ¿Eres tú?

―Sí, mamá ―balbuceó Toño temiéndose lo peor―. ¿Cómo estás? ¿Qué pasa?

―Lo siento, hijo ―dijo doña Julia gimiendo―. Perdona que no te haya llamado antes, cariño. Papá ha estado muy mal; más de lo que piensas…

―Le he preguntado a Nati todos los días, mamá.

―Lo sé, mi pequeño, lo sé… Creo que imaginarás por qué llamo…

Hubo un silencio muy tenso. Los dos estábamos completamente desnudos ante una situación que desconocíamos. Toño comenzó a respirar sofocado clavándome las uñas en la piel. Acaricié su mejilla y le hice un gesto para que siguiera hablándole a su madre.

―Sí, creo que sé lo que ha pasado. ¿Tú cómo estás? ¿Cómo estás?

―Muy cansada, hijo. Sé que no hago otra cosa que molestar pero necesitaba llamarte después de esto…

―¡No digas eso, mamá! Sé que no has podido.

―¿Qué vamos a hacer ahora? ―contuvo el llanto―. El entierro es el lunes.

Toño me miró más asustado que otra cosa y yo no quise intervenir en una situación que me parecía muy clara. Le hice unos gestos inequívocos para que hablara y le dijera que iba a ir a Plasencia.

―Voy para allá; no te preocupes. No sé cuánto tardaré. ―Miró el reloj de la mesa―. Cojo ropa y salgo enseguida, así que… unas tres horas, creo. Llegaré sobre las cuatro y media.

―¿Vas a venirte solo, pequeño? ¡No me asustes!

―¡No, mamá, no voy a ir solo! Me va a llevar… mi amigo.

―Dile a Roberto que a su casa viene. Voy a dar órdenes de que se os prepare el dormitorio. Si tenéis que trabajar el martes, os levantáis temprano. ¡No me gusta que viajes de noche!

―¡Claro, claro, mamá! ―respondió más tranquilo mirándome―. Voy a decírselo. Estamos en casa de descanso esta semana, así que volveremos cuando se acabe todo.

Asentí muy conforme para supiera que estaba haciendo y diciendo lo correcto aunque, en el fondo, me veía inmerso en una situación bastante desagradable.

Se despidieron con total normalidad; como madre e hijo. Lo que sí noté sin duda alguna fue que doña Julia no parecía demasiado afectada por la muerte de su marido y Toño, aunque estaba muy tenso, en ningún momento rompió a llorar:

―¡Lo siento, mi vida! ―exclamó estrechándome―. No sé lo que hacer. No sé qué va a pasar ahora.

―Yo sí que lo siento, Toño; lo siento mucho, con el corazón. ¡Son tus padres, grandullón! A los padres, aunque sean malos, se les debe todo respeto. ¡Qué menos que estar con tu madre ahora! ¡Venga! Tranquilo y vamos a tomar algo, a vestirnos y a viajar. Nos esperan un par de días un tanto malos. Para eso me tienes a tu lado, ¿vale?

Nos vestimos en silencio. Evité decir nada si él no hablaba. Cuando vi que no atinaba a hacerse el nudo de la corbata y la tiró al suelo enfurecido, me acerqué a él, me agaché a cogerla y me puse detrás para ponérsela mirándonos en el espejo:

―Sé tanto de esto como tú ―le dije―. Pienso que lo mejor será mantener la calma. Tu madre sabrá perfectamente lo que tiene que hacer y nos dirá si podemos ayudarla a algo. Todas las cosas hay que hacerlas una primera vez.

―Ya. Imagino que todo estará dispuesto de alguna forma; lo que no imagino es lo que habrá que hacer después.

―¿A qué te refieres exactamente? ―inquirí.

―Si ya no está… ―musitó mirándome a los ojos a través del espejo―. ¿Qué pasa ahora con el testamento?

―Tienes razón. Eso hay que solucionarlo. No podemos irnos a Sevilla sin desvelar ese misterio porque me parece que tendrás que estar presente. Esperemos que sea cosa de pocos días. Nos hemos comprometido para dentro de una semana.

―A lo mejor, mi madre puede hacerlo…

―No creo, mi vida ―le dije seguro―. De una forma o de otra, tú eres el heredero. Ignoro si a tu madre le corresponde alguna parte, pero hay casas, fincas, bodegas, fábricas… Esperemos que haya alguien encargado de gestionar todo eso.

―¿Y tú? ―preguntó inocentemente―. ¿No eres administrador?

―¡Yo sé de hoteles, Toño! Estamos hablando de un patrimonio que ni siquiera puedo imaginar.

―Nada va a parar nuestros planes. Cuando hablemos con mi madre y veamos esos papeles, decidiré lo que hacer con ellos.

―Quizá sería mejor que te dejases aconsejar ―insinué dudoso―. Podríamos buscar a un asesor, ¿no? Yo te ayudaré.

―¡Sí, por favor!

El tiempo había empeorado mucho y tuve que hacer partes del viaje a menor velocidad, porque la lluvia y la tormenta nos rodeaban. Toño, agotado por razones obvias, se quedó dormido un buen rato y, cuando nos acercábamos a Plasencia, subí un poco el volumen de la música y me miró.

Le dije que llamara a su casa para que nos abrieran la puerta del garaje ―si eso era posible― y, después de mirar afuera intentando ver algo en la semioscuridad y entre la lluvia, sacó su teléfono y avisó. Carmelo iba a estar esperándonos.

Seguí sus indicaciones porque no recordaba cómo llegar hasta su casa y, cuando me hizo señas, vi al mayordomo mostrándonos la entrada.

Me dejé ir un poco para que él entrase solo a saludar a su madre y, cuando las chicas cogieron nuestras bolsas, las seguí por el pasillo hasta el salón. Allí estaba doña Julia, enlutada, cogida de las manos de su hijo y, al verme aparecer, me hizo una suave reverencia de bienvenida. Toño, disimuladamente, movió su mano para que me acercara a ella.

―Señora ―le dije con respeto pero sin saber si era lo correcto―, la acompaño en el sentimiento.

―Gracias, Roberto ―contestó moviéndose fría y lentamente hacia mí―. Gracias por acompañarnos; gracias por todo. Vamos a pasar a la salita para que descanséis un poco. Pediré que os sirvan algo y subís a cambiaros… ¿Ha sido malo el viaje? ¡La noche está fatal!

―Un poco peligroso, señora ―comenté―, pero hemos venido con calma. No se preocupe.

―Bien. Vamos nosotros y ahora irá Toño.

Él, con simples gestos de las manos, me indicó lo que debería hacer. En realidad, no había hecho otra cosa que poner una excusa para hablar aparte con Nati. Doña Julia, bastante menos calculadora que cuando la conocí con su marido, me tomó del brazo y lo apretó. De alguna forma, supe que eso era una señal de conformidad. Me di cuenta también, rápidamente, de que era yo el que tenía que llevarla hasta la salita mientras se sujetaba a mi brazo.

Me invitó a sentarme y apareció Sofi ―una de las jóvenes sirvientas a la que más veía― para preguntarme si prefería tomar café o vino y algo de comer. Indeciso, le dije que esperaría a que llegara Toño. Se retiró enseguida y apareció él, algo más animado, se acercó a su madre, se sentó en el brazo de su butacón y apoyó la cabeza en la de ella.

―No quiero ―dijo la madre― y no se puede hacer nada hasta el lunes. Papá está en una cámara del Anatómico. No sé si tendréis que iros antes. ―Toño negó con la cabeza sin perderme de vista―. Tendremos que madrugar, hijo. El entierro es a las nueve… Bueno ―pareció quejarse―, en realidad es un responso y luego la incineración. Roberto… ―me dijo―. No tienes por qué asistir. Puedes quedarte en el dormitorio, aquí, salir a pasear o hacer lo que desees, hasta que volvamos.

Miré a Toño para ver algún gesto porque no sabía si aquello era una orden y negó con la cabeza imperceptiblemente.

―No, doña Julia ―dije con cierto temor―. Me gustaría asistir, si no le importa, a acompañarles.

―¡Pues claro! ―asintió―. Imagino que no querrás dejar solo a Toño.

―No, señora. Preferiría no separarme de él; ni de usted.

―Me gusta lo que dices ―afirmó después de pensar un instante―. Yo no dejaría solo a alguien tan… cercano, en una situación así. Esta es ahora tu casa, joven. Si estás con Toño… vosotros decidís.

―¡Claro que va a estar conmigo, mamá! ―le dijo él con cariño―. Soy yo el que no quiero que me deje solo.

Doña Julia, por un motivo o por otro, había cambiado completamente de opinión. No llegó a pedirme perdón por las frases que me dirigió en la biblioteca pero, con mucha diplomacia, me dio a entender poco a poco que era ella la que estaba equivocada.

―¡Vamos, vamos! Subid al dormitorio y cambiaos; y si os falta algo, avisáis… Tú sabes cómo, Toño… ―se detuvo un instante meditabunda―. ¿Se sirve la cena a las nueve?

Nos pusimos ropa cómoda y bajamos a hacerle compañía, pero tenía las típicas visitas de los pueblos en esos casos y decidimos retirarnos. Toño y yo hablamos poco. Preferimos pasar el resto de la tarde en la biblioteca. Nati aprovechó las circunstancias para entrar a saludarme, muy amablemente, y a darme las gracias porque, según dijo, veía a Toño mejor que antes.

Él presidió la mesa como hiciera su padre en su momento. Su madre se sentó a su izquierda y yo a su derecha. Todo fue menos rígido y sin tanto protocolo, pero en ningún momento se cambiaron las normas básicas de la casa.

Carmelo preguntó si ambos íbamos a tomar el cola-cao y, estando la noche tan desapacible, se le dijo que lo sirvieran en el dormitorio. Por deseo expreso de ella, nos retiramos temprano dejando a doña Julia sola en la salita y, con un acuerdo tácito, con dos miradas, acordamos acostarnos juntos y, por supuesto, dejar el sexo para otro momento.

El domingo se pasó entero en la casa. Su madre prefirió estar sola, aunque no dejaron de visitarla ―siempre me he preguntado el porqué de unas visitas en tan malos momentos―. Nosotros estuvimos descansando y hablando de todo un poco; en la cama, en su estudio maravilloso, en la biblioteca… Llamé a Paul para advertirle de lo ocurrido:

―¡Menudo plantón, maricón! ―me dijo muy contrariado―. A las nueve estuve en casa y no estabais. Luego queréis que me dé prisas con el contrato. ¡Cría cuervos!

Le expliqué someramente lo ocurrido y no supo qué contestar. Le dije que le avisaríamos de la vuelta lo antes posible y me dio unos consejos sobre lo que debería hacer.

Volvimos a la cama por la noche y apenas pudimos dormir.

En una madrugada oscura, tenebrosa, lluviosa y triste del lunes, asistimos a un corto responso y a un sepelio muy formal. Mi gran sorpresa fue que su madre quiso que nos pusiéramos los tres en la puerta, a la salida, para recibir el pésame ―los tres de la familia―. Pasaron tantas personas por delante de nosotros que creí que no iba a acabar nunca. Quizá muchos pensaron que yo era su hermano o algún primo. Ellos eran poca familia y muy desunida. Tan solo sus tíos ―el hermano de doña Julia y su señora― estuvieron siempre a nuestro lado.

Muy cansados, después de la larguísima espera de la incineración y del depósito de las cenizas en un panteón familiar, volvimos a la casa solos en el mismo taxi que nos llevó al cementerio.

―Si me excusáis ―dijo la madre visiblemente agotada―, preferiría que me sirvieran algo suave en el dormitorio y dormir hasta esta noche. He avisado de que no se me moleste; aunque haya visitas. Almorzad vosotros, Toño. Ya sabes lo que tienes que organizar con el servicio. El menú y los horarios los decides tú. Quiero que nos reunamos luego para hablar de algunos asuntos que van a surgir; una reunión de los tres.

Estaba claro: Por el motivo que fuera, doña Julia me había incluido en la familia. Noté enseguida que Nati y el resto del servicio nos llamaban «señor» a ambos, eliminado así lo de «señorito» y, tanto él como yo, podíamos decidir lo que había que hacer ―no me gustaba llamar a aquello «dar órdenes»―. Toño me aclaró, no muy convencido, que aunque sentía un gran cariño por el servicio, había que mantener esa fría distancia con los sirvientes; como si fuera un juego. Tenía razón porque para ellos era su trabajo y, además, estaban muy bien remunerados.

―¿Prefiere el señor que se sirva el entrante en el gabinete? ―me preguntó una de las chicas.

―¿Dónde se ha servido siempre? ―le pregunté cordialmente.

―Sí, señor; perdone. Se servirá como siempre.

Después de una corta siesta que dormimos abrazados, nos duchamos y volvimos a vestirnos formalmente.

―No sé tú, mi vida ―razoné―. Si vamos a estar aquí un par de días más voy a quedarme sin camisas limpias.

―Aquí no pasan esas cosas, cari. Deja la ropa sucia sobre la calzadora de tu cama. En pocas horas la tendrás lavada, planchada y colgada en su percha.

La reunión de la tarde en la salita fue larga y se trataron muchos temas. Íbamos a ir al notario el mismo martes por la mañana; ni siquiera ella sabía lo que se decía en el testamento. Me pidió, eso sí, que siendo administrador, echara un vistazo a ciertos documentos para saber qué hacer mientras con las empresas.

―De esto nunca se ha hablado en esta casa ―se dirigió a Toño―. Quiero tener a Roberto como testigo, si es para ti tu persona de máxima confianza.

―Lo es, mamá ―asintió muy seguro―. Cualquier cosa que diga él, es como si la dijera yo. Mejor, porque tiene más experiencia.

―Es joven para tener experiencia ―apuntó―, pero estoy segura de que sabe de esto más que nosotros. No sabemos cómo están los negocios.

―Puedo echar un vistazo, señora ―intervine―, aunque ya le he dicho a… Antonio que lo prudente sería asesorarse y, si es necesario, hacer una auditoría.

―Eso tenéis que decidirlo vosotros. Me parece que en esto no puedo ayudaros, Toño. Soy la «señora de la casa»; la que nunca ha sabido nada de los manejos de su difunto esposo. Ha llegado la hora del relevo. Lo único que me parece es que… muerto tu padre, dejas de ser nudo propietario pasando a ser propietario de todo derecho. Ahora vendrá Hacienda, como los buitres, a comerse la parte del pastel que le corresponde… porque así lo ha decido ella unilateralmente.

―Cuando se vea todo el inmovilizado y la tesorería, caja y bancos ―aclaré―, se verá si puede liquidarse el Impuesto de Sucesiones sin tener que vender propiedades. Será una buena cantidad.

―Hay dos partes a tener en cuenta, Roberto ―me aclaró ella entonces―. La mayor ya era de Toño aunque no podía disponer de ella; la otra parte debe ser la del padre y el incremento producido en estos años, ¿no es así?

―El notario aclarará todos esos términos… ¿Sabe usted si hay un gerente, un administrador general…?

―¡No sé! ―exclamó sorprendida―. Ahora no recuerdo nada de eso. Sí puedo decirte que mi marido no llevaba la contabilidad. En realidad… ―pareció buscar las palabras―. Estos bienes lo que necesitan es la figura de un interesado.

Aclarados algunos puntos y sin hablar claramente de mi situación con respecto a la familia, pasamos a cenar como cualquier otro día ―después del entrante en el gabinete―, con la ausencia de don Antonio, eso sí, y no muchas palabras.

A pesar de que su madre parecía ser bastante religiosa, no hubo oración ninguna antes de empezar ―como cuando estaba su padre―. Toño hizo sonar la campanilla y llevaron el primer plato.

―Mientras no haya invitados ―me dijo―, quiero que te sigas sentando a mi derecha. Si hay alguno, te sientas a este lado con mamá.

―¡Sirve tú, hijo! ―le comentó la madre intentando cambiar la conversación―. Nadie va a saber hacerlo mejor.

No quise tocar el tema; me pareció que daba por hecho que íbamos a seguir allí. Sin embargo, estuvo comentando algo de nuestros planes de trabajo a los postres, tan entusiasmado en el asunto, que no se dio cuenta de que, mientras que no se levantara él de la mesa, nadie podía levantarse. Nati, con prudencia y disimulo, le hizo algún gesto retirando ella misma algunos platos.

―¡Bueno! Se acabó por hoy ―dijo soltando la servilleta en la mesa y levantándose.

―Vais a disculparme ―contestó ella acompañándolo―. Necesito recuperar sueño.

Se acercó a su hijo, le acarició la mejilla y lo besó dándole las buenas noches. Luego, un tanto reticente pero amable, se dirigió a mí para besarme.

―Mañana va a ser un día muy importante, mi vida ―susurré ya en la cama junto a mi grandullón―. Por fin vas a saber todo eso que parece oculto.

―Los dos ―respondió―. Vamos a saberlo los dos… Lo que no quiero es que esto cambie en nada nuestros planes.

―Mucho me temo que eso no va a poder ser así. Tengo el presentimiento de que aquí hay mucho trabajo por hacer. ¡No vamos a dejar a tu madre sola!

―¡No, claro! ―farfulló―. Tú sabes más de esas cosas.

―Lo peor que puede pasar… ―suspiré antes de seguir―, es que tú tengas que renunciar a tu puesto en Sevilla para dedicarte a gestionar tus propiedades. Yo no puedo hacerlo.

―¿Y qué hacemos entonces? ―exclamó asustado―. ¿Te vas a ir tú solo? No sé qué va a pasar…

―Podrías nombrar a un administrador de confianza de tu padre… Parece que los negocios no han ido tan mal. ¡No lo sé! Yo no puedo rechazar el puesto sin un motivo razonable… Oficialmente no nos une nada, mi vida. Sería distinto si fuéramos hermanos o… un matrimonio…

―¿Te quieres casar conmigo?