Underwear

Un relato erótico entre una súcubo y un chico novato en cuestiones de amor.

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Estaba tan nervioso que apenas podía hablar, sumido en ese estado que no permite más opción que el catre, cuando se trata de hacer el amor, y el sofá, cuando uno se dispone a ver la televisión, sentado al lado de esa chica de ensueño que, a duras penas, es capaz de entender lo que se habla, a través de esa manera de balbucear palabras que tenía el muchacho, que lograba que una oración bastante inteligible se transformara en una sentencia inexpugnable para el oído femenino, que la extraña y la vuelve obscena, en una suerte de pensamiento retorcido, acostumbrado a ese tipo de proposiciones. Lamentando no poder hablar más rápido, el muchacho que por suerte ha traído esa clase de protección que evita que una doll se encariñe demasiado con el miembro viril de un chico, al que ha vendido su cuerpo, a cambio de un poco de compañía, leche y sexo, tres elementos unidos de la mano en esa entrega pasional que había comenzado con un besuqueo repentino del muchacho en la mejilla de la chica, que, admirada de las intenciones amatorias –bastante inocentes para lo que la llamada anterior ha supuesto en el corazón de la muchacha- se apresura a desabrochar su blusa, mostrando así un poco sus pechos redondos y turgentes, ante quien no tardaría mucho en desabrochar su bragueta; pero que, después de un intento de bajar la cremallera, no es capaz de sacar su miembro, completamente erecto, de la cárcel que lo aprisionaba: sólo ella, mediante unos dedos de uñas rojas completamente aptos para la función que se les atribuye en una profesión tan antigua como la suya, en esa guerra entre súcubos que sólo se ven capaces de reproducir a su estirpe mediante el sexo con humanos. Humanos que por otra parte se ven capaces de eyacular con súcubos por timidez hacia el sexo con humanas. Quizás la novedad haya permitido un mejor desarrollo de las amistades con seres de otro género –celestial o infernal-, pero que a la larga, se ha traducido en una necesidad de copular con lo que no se puede copular; porque en esa clase de acciones amatorias, un miembro no puede –al menos, sin la experiencia necesaria- eyacular tanta leche como una súcubo desearía. Pues en ese momento en el que la muchacha se preparaba para desabrochar la bragueta del chico, de ese Marcel del que tanto se hablaba hoy día, sintió –después de bajar el calzoncillo, contemplar el pene en erección y al apretar sus pechos desnudos ya contra el miembro viril- una descarga de leche que embadurnó sus pechos de pezones rosados, su cuello blanquecino, y los labios rojos en cuyas cercanías una lengua se apresuraba a lamer el resultado de la eyaculación, y que, mientras ella misma saboreaba la leche, le iba produciendo un orgasmo intransigente por debajo de la falda negra plisada que ya se apresuraba a ocultar, pero que Marcel no tuvo más remedio que aprovechar para –al oler ese aceitado cuerpo contoneado por severas convulsiones internas- introducir sus dedos por debajo de la prenda interior de ella y notar que se había corrido de gusto en cuanto había tenido ocasión: la desprendió de las bragas blancas, la montó sobre su miembro todavía erecto a la vez que se tumbaba –con ella sobre él le prometió que no volvería a correrse tan deprisa- y frotando sus testículos con la vagina húmeda, le dijo que jamás había visto mujer con pesteñas más bonitas que las suyas, y que sus pechos tenían la perfección de las montañas nevadas, y que la iba a hacer más hermosa. Ella preguntó que donde residía tanta hermosura, mientras, acometida por las embestidas de búfalo que la penetraban por debajo y la dejaban sin aliento por arriba, se dejaba llevar por el tono de sus frases, impregnadas de ese ardor amatorio que Marcel lograba imponer a su prosa, en el éxtasis de su cópula. Cuando sintió que se venía, aún logró Marcel controlar la leche por unos segundos y permitir que en la vagina de la muchacha residiera casi todo el resultado de su frote delicioso, eyaculando la mayor parte en las profundidades húmedas de esa cavidad, oyendo de ese modo tan dulce que algunas dolls son capaces de otorgar a sus cuerdas vocales, y forzándola, en ese estado de éxtasis que algunos humanos son capaces de otorgar a sus líquidos casi humeantes y blanquecinos, a demostrar que una doll es una criatura celestial –o infernal- que puede volver a correrse, si el acto es merecedor de tal premio melífluo.