Unas vacaciones de ti (ll)
Parecerá increíble, pero esto es lo que nos ha pasado durante estas vacaciones.
Parecerá increíble, pero esto es lo que ha ocurrido durante nuestras vacaciones en Torre del Mar, un bullicioso pueblecito de la costa malagueña. Por eso, para que todos lo podáis entender, os recomiendo que leáis la primera parte de este relato. Sólo así lograréis comprender cómo se produjo esta súbita transformación de mi esposa.
Pilar solía ser una mujer muy pudorosa, sobre todo en público. Vestía sobriamente y no tenía faldas ni vestidos demasiado cortos, ni siquiera hacía topless cuando íbamos a la playa. En fin, mi esposa era una de esas mujeres casadas atareadas que te sueles encontrar comprando en el súper a primera hora, sonriendo detrás del mostrador de una farmacia a medio día y atenta a sus hijos en el parque por la tarde.
Después de la noche de sexo que ya relaté, mi imaginación volaba. No obstante, al día siguiente intenté centrarme en lo que se suponía debían ser unas vacaciones convencionales. Por la mañana playa, a mediodía comida, siesta mientras los críos veían dibujos animados y después, tarde en la piscina de la urbanización que, por cierto, siempre estaba abarrotada de gente.
Contra todo pronóstico, nuestro segundo día de vacaciones transcurrió sin novedad. De hecho, no fue hasta el miércoles por la tarde que comentamos de pasada aquella primera noche de sexo. Fue ella quien comentó de pasada el polvazo del lunes noche. Pilar dejó bien claro que le había encantado la experiencia. Sus lascivos comentarios hicieron que yo empezara a relamerme.
Yo estaba deseando repetir pero no sabía ni cómo ni dónde. En mi cabeza surgían muchas opciones, pero como estábamos con los peques prácticamente todas ellas eran muy complicadas, sino imposibles.
Recuerdo que esa tarde los críos jugaban con otros niños en la piscina pequeña bajo la atenta mirada del socorrista. Entonces, Pilar decidió tomar el sol y yo vi la oportunidad de nadar un rato. Un poco de deporte me vendría fenomenal para dejar de mirarle el culo a todas las señoras y señoritas de la piscina.
Nadé como cuatro o cinco veces toda la piscina antes de parar a descansar. Justo estaba recuperando el aliento cuando vi que mi esposa no estaba sola.
“¡Otra vez el maldito vecino!”
Sentí un primitivo impulso de salir de la piscina y partirle la cara, pero eso habría sido tan escandaloso como patético. Sólo tenía dos opciones, ir junto a mi esposa a marcar el territorio, o confiar en ella.
La verdad es que el chico era un portento. Bastante alto, delgado, moreno y con unos músculos bien definidos. Realmente el chaval encarnaba al joven con el que todas las chicas sueñan pasar una noche de verano.
Pilar tampoco se quedaba atrás. Precisamente esa tarde mi esposa había estrenado el bikini que había comprado en el mercadillo esa misma mañana. En un principio no entendí por qué lo había hecho si ya tenía dos, pero cuando se lo probó al fin lo comprendí. Era un bikini azul oscuro de esos de nudos y, a ciencia cierta, una talla menor que los que había llevado de casa. Con él, sus tetas parecían aún mayores. De hecho, el minúsculo bikini apenas sí lograba contener sus opulentos pechos.
Esperé un rato, pero no dejaban de hablar y reír. El chico estaba casi de espaldas a mí, pero vi que mi mujer se había cruzado de brazos enmarcando ostentosamente su escote. Yo no sabía qué demonios pretendía Pilar, pero no dejaba de sonreír. Decidí pues, volver a nadar un poco más para tratar de aliviar mi incipiente inquietud.
Mientras nadaba, pensaba en la suerte que tenía de haberme casado con una mujer como ella. Pilar era una madre abnegada y además de una excelente esposa. Trabajaba como farmacéutica y era una mujer honesta. Yo confiaba en ella, pero la sombra de la duda parecía alargarse por momentos. No podía dejar de pensar en como se había desinhibido desde nuestra llegada a Torre del Mar.
Primero había sido aquel saludo insinuante que mi esposa le había dedicado al chico delante de mí y de toda su pandilla. Luego la salvaje sesión de sexo en la cristalera, a la vista de cualquiera que pasara por allí y, por último, la insólita adquisición del primer bikini tanga que yo le había visto utilizar en toda su vida.
Cuando salí de la piscina, estaba agotado. Había perdido la cuenta de los largos que había nadado y tenía los músculos de los brazos entumecidos por el esfuerzo. Esta vez sí, el chico había desaparecido. Afortunadamente, mi esposa permanecía al sol, echada boca abajo en la tumbona. No puedo expresar el alivio que me supuso ver que Pilar seguía allí.
Me acerqué de inmediato y procedí a interrogarla. Sin embargo, no me sirvió de nada. Divertida al constatar mis celos, mi esposa se negó a soltar ni una palabra sobre lo que había hablado con el muchacho. Lo único que Pilar se dignó a contarme fue que el muchacho tenía veinte años y que, casualmente, se llamaba igual que su primer novio, Pedro. Esa coincidencia, que tanta gracia le hizo a mi esposa, a mí no me agradó lo más mínimo.
Ya iba a marcharme cuando, burlona, mi esposa añadió:
― No te preocupes, cari. Tú sabes lo sensata y vergonzosa que soy ―y diciendo esto, Pilar respingó el culo de modo muy obsceno y provocador.
De nuevo, mi mujer había logrado dejarme pasmado, a mí y a todos los tíos de la piscina. Como si no tuviera suficiente con verla flirtear con un crío con la mitad de años que yo.
Aquella tarde habíamos acordado dejar a los niños en un centro de ocio. Los llevarían a un parque, allí harían actividades y juegos con otros niños, y en inglés. Un plan perfecto. Por fin estaríamos tranquilos durante unas horas, de cinco a ocho de la tarde.
Yo le había sugerido a mi mujer alquilar una moto de agua, así también nosotros podríamos pasar un rato divertido y de paso buscar alguna pequeña cala solitaria. Pilar estuvo de acuerdo sólo en parte, en buscar una cala solitaria, pero nada de motos de agua. A continuación, me dijo que la panadera le había explicado que, un poco más allá de la vieja torre, había varias calas súper chulas.
En un momento Pilar lo tenía todo listo, las esterillas, el aceite bronceador, unas cervezas y algo de picar. Mi esposa está en todo, es una maravilla de mujer. Enseguida echamos a andar bajo el ardiente sol y quince minutos después paramos a beber agua en una playa con muy poca gente. Estábamos a veinte metros o más de los grupos más cercanos cuando, de manera despreocupada, Pilar se despojó de la camiseta.
― ¡Joder, nena! ¡Qué bien te queda este bikini! ―reconocí con total sinceridad.
Entonces, Pilar echó a andar delante de mí y subió por unas escaleras a buen ritmo. La condenada era una máquina cuando se trataba de caminar, ya me lo había demostrado muchas veces. Yo había pensado que esa era la cala de la que le había hablado a mi esposa, pero con fastidio descubrí que no.
Seguí a mi mujer intentando no tropezar y que no me sacara demasiada ventaja. Desde lo alto se veían varios chalets, aunque dado lo agreste del terreno, poco importaba que alguien nos viera por allí.
Una de las veces que Pilar se detuvo a esperarme, yo me acerqué con sigilo y la agarré el culo. Pilar dio un respingo.
― ¡Idiota! ¡Qué susto me has dado! —me reprendió.
― Cari, es que vas provocando ―alegué.
― Pues las manos quietas ―dijo.
― ¿Quieres que te suelte? —pregunté arrimándome a ella.
En lugar de contestar, Pilar restregó su culazo contra mi incipiente erección. Como respuesta a su sensualidad, yo hice algo que siempre la hace estremecerse, la besé en el cuello. Esa era la señal que yo llevaba rato esperando, ya que, si ella tenía ganas de jugar, yo tenía muchas más.
Empecé a sobar sus hermosas tetas a plena luz del día, con aquel mágico bikini lucían espléndidas. Seguí besándola en la nuca al mismo tiempo que deslizaba una mano por su vientre. No tardé en pasarla por debajo del short para tocar su zona íntima. Evidentemente, el sexo de mi esposa estaba bastante sudado a causa de la caminata. Con todo, en cuanto hurgué un poco con mis dedos, una especie de caldito se derramó entre sus piernas. Mi mujer estaba tan encendida como yo, y jadeaba estrujando mi mano con los muslos.
― Para, por favor… Vamos abajo ―suplicó de pronto, señalando una diminuta calita escondida entre los farallones de roca amarilla.
Pilar resbaló y estuvo a punto de caerse un par de veces. Al segundo traspiés, se hizo un moño con un pasador, pues el pelo le estorbaba para ver donde pisaba.
― ¡Joder con la Panadera, ya podía haber avisado! ―protesté.
Teníamos que haber llevado zapatillas o botas de montaña en lugar de sandalias, ya que la bajada resultó ser mucho más larga y difícil de lo que habíamos supuesto. De todas formas, el premio que había al final del sendero alentaba mi esfuerzo más que un helado a un niño pequeño.
Lamentablemente, conforme nos íbamos acercando comenzamos a oír música. Había gente, pero desde lo alto no habíamos podido escuchar nada por culpa del incesante romper de las olas.
Sorprendentemente, al comprender que no estaríamos solos, la pécora de mi esposaparecía divertida. Se reía de mí, ya que después de haberme hecho andar durante una hora, iba adejarme con la miel en los labios y sin follar.
En lugar de ir en dirección contraria, como yo habría deseado, caminamos hacia el lugar de donde provenía la música, como en el cuento del Flautista de Hamelín. Cuando de pronto…
― ¡Pilar!
En efecto, el maldito flautista no era otro que Pedro, el muchacho a quien había visto hablando con mi esposa esa misma mañana. No tardé en comprender que para nada se trataba de un encuentro fortuito, y que no había sido la panadera quien le había hablado a mi mujer de esa cala prácticamente inaccesible. Pilar me miró suplicando mi complicidad, pues el muchacho no estaba solo.
Hicimos las presentaciones. Pedro estaba acompañado por una chica tan alta como delgada, rubia, guapa y perfecta. A mí me recordaba a una Barbie en topless, sólo que con bastantes menos tetas.
Se llamaba Eva y tampoco parecía estar al tanto de aquella premeditada casualidad. De hecho, pude apreciar su desconcierto cuando Pedro nos saludó y nos invitó a sentarnos con ellos.
Mi esposa se despojó del short y, excusándose, fue a sentarse junto a la modelo. No tuve pues más remedio que sentarme al lado de nuestro joven vecino de apartamento. Maldije en silencio a mi esposa, pero la segunda cerveza fría me ayudó a tranquilizarme y, a pesar de la diferencia de edad, empecé a charlar con el chico. El exceso de turistas, el buceo, la basura en las costas… Al igual que con las botellas de cervezas, pasamos de un tema al siguiente sin darnos cuenta.
Mi mujer miraba a Pedro de reojo como una adolescente, y eso a mí no me hacía ni pizca de gracia. Para ignorarla, me distraje contemplando las tetitas de la rubia. Evidentemente, aquello no fue una buena idea, ya que me puse de nuevo más caliente que el capó de un coche al sol.
Sé que debería haber hecho algo al respecto. Debería haberle pedido a Pilar que nos marchásemos y dejásemos solos a los chicos. Sin embargo, era evidente que ella estaba encantada. Mi esposa se lo estaba pasando genial cuchicheando con Eva y yo no quería hacerla enfadar, así que guardé silencio y me limité a esperar a ver qué pasaba.
Lo peor de todo era que, aunque mi mujer y el muchacho no dejaban de lanzarse miraditas, la rubia no se enteraba de nada. “¡La madre que la parió!”, pensé, “Ésta no se va a dar cuenta hasta que mi esposa salte sobre su novio como una pantera”.
Pilar sólo parecía escuchar lo que Pedro decía y yo cada vez estaba más mosqueado con aquello. Me sentía un verdadero gilipollas. No podía creerme que estuviera aguantando que mi esposa tonteara en mis narices con aquel muchacho. Entonces fue cuando me percaté del calamitoso estado de mi esposa.
Cuando llegamos Pilar se había sentado abrazando sus rodillas contra el pecho, pero ahora tenía las manos apoyadas en la arena, detrás de su espalda, y las piernas separadas. En efecto, la guarra de mi esposa estaba mostrando al muchacho la humedad de su coñito.
La braguita del bikini de Pilar estaba visiblemente más oscura en la zona de su sexo a causa de sus propios fluidos vaginales. Aquello acabó de ponerme de los nervios. Estaba claro que a ella ya le daba todo igual, sólo le importaba que el muchacho supiese que estaba desesperadamente receptiva.
Por fortuna, mi presencia y la de Eva cohibían a Pedro, logrando contener su recíproco deseo de saltar sobre la golfa de mi esposa. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a dejar que Pilar se burlase de mí. No soy ningún panoli, si a mi esposa le apetecía jugar, yo pensaba averiguar cuánto estaba dispuesta a perder.
― Cari, ¿por qué no te quitas el bikini?
Mi mujer tardó menos en deshacer el nudo de la parte superior de su bikini que yo en preguntar.
― ¡Joder! ―exclamó el chaval al ver liberados los melones de mi esposa, cosa que, evidentemente, a Eva no le hizo ni pizca de gracia.
Charlamos entonces sobre los estudios, de ellos, claro. Al parecer Eva había decidido marcharse de Erasmus a Alemania el siguiente curso. En ese punto, vi otra oportunidad para seguir caldeando el ambiente y pasarlo bien. Decidí inventarme un historia para sacarle los colores a la muchacha.
― Pues ten cuidado… ―me reí y dude un momento para darle realismo― Bueno, en fin, que la primera vez que se la metí por el culo a una chica fue precisamente a una Erasmus finlandesa.
A Eva se le pusieron los ojos como platos.
Como conseguí tan fácilmente que la Barbie se quedase a cuadros, me vine arriba. Conté que fue a una enfermera rockera, con un piercing en la nariz y otro en el labio.
― Eramos vecinos, nuestras habitaciones estaban en la misma planta y el comedor era comunitario. Una tarde que estábamos bebiendo y charlando, aquella gótica flacucha me preguntó si yo lo había hecho alguna vez por detrás. Mentí para quedar bien, claro está. Le dije que sí, que a mi prima le gustaba que yo la castigara como si fuera su profesor o su jefe. La finlandesa tenía unas tetas así —gesticulé— y como se lo creía todo, me inventé que a mi prima le excitaba que la atara y le diera unos buenos azotazos, y que si la follaba por el culo, se volvía como loca.
― ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ―se rió mi mujer― Si tu prima supiese lo que vas contando de ella, te ibas a enterar.
― Total ―proseguí― que al final la finlandesa, más caliente que una plancha, confesó que ella también sentía mucha curiosidad por el sexo anal, que debía de ser algo muy intenso.
Tanto Eva como Pedro no perdieron detalle cuando expliqué cómo debía hacerse: primero jugar en la entrada con la lengua, luego ir metiendo sin prisa un dedito y, sobre todo, mucha paciencia y lubricación.
― Al final —continué— Entre risas y bromas, me atreví a pedirle a la muchacha que se pusiera a cuatro patas, prometiendo que sólo utilizaría un dedo. Sin embargo, cuando Hannah empezó a jadear, ya no me pude resistir… Ni ella tampoco.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ―todos nos echamos a reír.
― ¡Menuda golfa! ―arguyó mi mujer mirando a Eva― Las rubias parecéis pudorosas, pero luego…
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —volvimos a reír.
Yo estaba alucinado. Y justo entonces, Eva se puso de pie y dijo que tenía que hacer pis.
― Demasiada cerveza ―comentó.
Mi esposa me miró suplicante. No hizo falta que pronunciase ni una sola palabra. Pude leer en su mirada el deseo de quedarse a solas con nuestro vecino, y la verdad no me sentí con derecho a negarle a mi mujer ese efímero placer, cuando ese domingo volveríamos a recuperar nuestros horarios y obligaciones.
― Voy yo también ―dije dejando a la gata a solas con su ratón.
Cuando la rubia me oyó llegar…
― ¡¡¡Estoy yo!!! ―se apresuró Eva a gritar para que yo no siguiera en esa dirección.
― Ya lo sé. Es que quería preguntarte algo, pero me da cosa hacerlo delante de tu novio.
― No es mi novio ―aclaró.
― Mejor ―me saqué la polla que lucía bastante empalmada― Es que veras… nunca me la ha mamado una chica tan bonita como tú.
― ¡Joder! ―exclamó al ver mi rabo aún en cuclillas y con las bragas bajadas.
Su cara, mezcla de sorpresa y admiración, hizo que me animara más todavía ya que, como todo el mundo sabe, las pollas entran antes por los ojos que por la boca.
― Además, es hora de merendar… ―bromeé contoneando la cintura para que mi verga se balanceara pesadamente de lado a lado.
― ¡De qué vas, tío! ―bramó enfadada.
― Bueno, mujer. Tampoco hace falta que te la comas entera ―añadí intentando conservar el tono alegre— Con la mitad será suficiente.
― ¡Qué te den! ―bramó indignada― ¡Tú mujer está ahí mismo! Eres un cabrón.
― Vaya, lo siento, no pretendía molestarte ―traté de disculparme, pero Eva ya había echado a andar a paso ligero.
Lo que la pobre muchacha no esperaba fue el espectáculo con que se topó al regresar donde habíamos dejado a los otros, y es que mi esposa estaba en cuclillas amordazando a Pedro con su delicioso y moreno chochito.
La verdad es que el muchacho se afanaba a libar el dulce almíbar que manaba de entre las piernas de mi esposa.
Al ver aparecer a Eva por los matorrales, Pilar se apresuró a agarrar del pelo al muchacho y, moviendo en círculos las caderas, le restregó su sexo por toda la cara. Mi mujer miraba a la rubia con fiereza, apretando los dientes. Sólo le faltaba gruñir como una perra. Ahora el chico era suyo e, igual que una madura leona, Pilar marcaba el territorio que acababa de arrebatarle.
Entonces me acerqué por detrás a Eva, que se había quedado atónita ante la tórrida escena, y le susurré al oído.
― Deberías divertirte un poco, la vida son dos días.
Soltando imprecaciones, la muchacha agarró su bolsa de playa y se largó de allí a grandes zancadas.
Pedro no debió ni enterarse, ya que mi mujer no había dejado que el chaval apartara la boca de su sexo ni un segundo. Pilar estaba súper excitada. Sus labios mayores brotaban inflados y carnosos indicando descaradamente al chaval cuál era el camino.
― ¿Puedo participar? ―pregunté al aire.
― Claro… estábamos esperándote ―se mofó ella.
― Has empezado sin mí ―la recriminé, al tiempo que le estrujaba las tetas.
― ¡Agh! ―gimió de gusto mi esposa.
Entre Pedro y yo, sacamos lustre al coño y a las tetasde mi esposa. Pusimos el alma en ello, y dos minutos después, Pilar apenas sí se mantenía erguida. Su respiración se tornó entrecortada y comenzó a jadear al tiempo que removía su coñito sobre la cara del muchacho.
Yo estaba seguro de que mi esposa iba a correrse en cualquier momento, así que quise ser yo quien le diera el último empujón. Para ello, acerqué mis labios a la oreja de Pilar y susurré…
― El chico está hambriento, nena. Dale algo de comer.
Esa inocente frase sumada a la lengua de Pedro entre los pliegues de su sexo, hizo que la vagina de mi esposa se colmara de néctar. Entre jadeos y sacudidas, a Pilar se le escapó el placer a borbotones y, cuando finalmente le fallaron las fuerzas, hube ayudarla a tumbarse sobre la toalla.
― Sabe a mar ―declaró Pedro.
― ¿Qué? ―dije sin entender.
― Ella… Tu esposa. Sabe a mar ―aclaró.
― Claro que sí. Tiene el mar entre las piernas y tú has estado a punto de ahogarte por imbécil —dije echándome a reír.
Pedro tenía los morros lustrosos como un niño que se acaba de terminar un helado de limón. Con la mano le indiqué que esperara. Bastó con que dejáramos a Pilar tranquila un rato para que, poco a poco, se fuese espabilando. Se había corrido como una verdadera leona.
El muchacho no pudo aguantar más e, impaciente, fue a colocarse frente a ella. Delante de Pilar, Pedro se despojó de su camiseta mostrando un cuerpazo escultural. El chaval se exhibía ante mi esposa como pavo real en época de apareamiento. Al parecer, creía que se había ganado el derecho a montar a mi esposa en mis narices.
― Tranquilo chaval ―le advertí― Mi mujer lleva días soñando con este momento, así que no lo jodas con tus prisas.
Acababa de dejar claro que mi esposa y yo éramos cómplices. La miré y sonreí. Vi que ella estaba dispuesta a continuar, así que, señalando el miembro del muchacho, le dije a Pilar.
― Le veo bastante necesitado, nena. Más vale que descargue toda esa tensión o no aguantará mucho cuando la cosa se ponga seria.
El muchacho ya iba a sacarse la polla cuando Pilar lo detuvo. Mi esposa me miró solicitando mi autorización.
― Sólo nos queda una hora de guardería ―sentencié de manera irrevocable.
Pilar se apresuró a estirar del elástico hacia abajo, ansiaba ver la polla de Pedro. Apareció rampante y altiva. Menudo rabo tenía el cabrón. Vertical como una columna de duro mármol y de unos diecisiete o dieciocho centímetros de largo. Pilar se quedó tan boquiabierta como yo.
― ¡Pero si eres todo un hombre! ―exclamó.
Con sus credenciales a la vista, la cara de Pedro no podía expresar más orgullo.
― ¿Te la han chupado alguna vez? ―preguntó mi esposa.
― Sólo Eva ―confesó el chico.
― No sé qué decir… ―se sorprendió ella
― El chico no quiere que digas nada ―repliqué— Además, también va a ser tú primera vez con dos hombres, o ¿no?
Mi mujer me miró. Estaba encantada con el tamaño de aquel suculento buffet, tan grande como bajo en calorías.
― Prepárate chico ―dije entonces― Vas a saber lo que es una mujer de verdad, y no esas niñatas con las que andas.
Colocados uno a cada lado de mi esposa, dejamos que ella procediera con total libertad. Pilar, con una polla con cada mano, sonreía de oreja a oreja. Estaba feliz, a sus cuarenta y tres años, y por primera vez, se disponía a comerles la polla a dos hombres. Hizo ademán de comenzar conmigo, pero en un gesto de humanidad, la sujeté del hombro y la recriminé.
― No seas mala con el chico.
Mi mujer miró a Pedro, y supo nada más ver la cara del muchacho que yo tenía razón. A modo de saludo, sacó la lengua y le dio un largo y lento lametón desde los cimientos de su verga hasta lo más alto de su glande. Mirándolo lascivamente a los ojos, Pilar comenzó a besar su erección a lo largo del mástil. Lo hacía con cautela, sintiéndose observada, pues el muchacho la miraba sin pestañear.
Lo siguiente que hizo mi mujer fue introducirse en la boca, con sumo cuidado, cada uno de los testículos del chico. Alternativamente, jugó con uno y otro mientras pajeaba su verga con contundencia, y sin dejar de sonreír. Hasta que por fin mi mujer abrió su boquita y se introdujo el glande de Pedro, tan hinchado que parecía a punto de reventar. Mi morena lo saboreó como si fuese un caramelo. La oí sorber y tragar su propia saliva, se le hacía la boca agua.
¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ―se afanaba con el muchacho metiendo hasta la mitad del mango en su boca. De pronto mi esposa se había vuelto toda una experta.
Me hizo esperar, pero súbitamente se apartó de Pedro y se dirigió hacia mí.
― ¿Qué vas a hacer? ―quise provocarla.
― ¿Eh? ―dijo extrañada.
― Di qué vas a hacer. Quiero oírtelo decir ―exigí.
― Voy a comerme esto tan duro ―explicó ella con pasión refiriéndose a mi miembro.
Pilar se había colocado justo debajo y mi polla reposaba sobre su cara.
Conmigo empezó sin los preliminares que le había dedicado a Pedro. Tampoco me importó, al contrario, estaba encantado con su brusquedad. Pilar comenzó con ímpetu un festival de chupadas, succiones, lametones y alguna que otra arcada. Mi esposa era tan golfa o más que las actrices de internet. ¡Cómo la mamaba!
Entonces, le retiré la mano, pues deseaba que el único contacto entre nosotros fuese a través de su boca y mi polla.
Las manos detrás de la espalda ―la advertí.
Eufórica, mi esposa volvió a cambiar de polla. Sin embargo, Pedro intentó agarrarla del cogote para hacerla tragar toda su verga. A mí eso me vino bien, ya que en cuanto Pilar se echó hacia atrás para recobrar el aliento, volvió conmigo.
Yo, en cambio, preferí dejarla hacer. Permití que mi esposa disfrutara chupando mi polla a su aire. Ella se esmeraba y yo gozaba por partida doble, de lo que veía y de lo que sentía. Descubrí en ese momento una destreza y unas aptitudes inéditas en ella. Pensé que, si Pilar quisiera, bien podría sacarse un sueldo extra comiendo pollas en la trastienda de la farmacia.
― ¡AAAH! ―aulló el muchacho poco después.
Si bien Pedro tenía una buena herramienta, no estaba acostumbradoa una mujer con experiencia.
Nuestro joven vecino se corrió tan de sopetón, que Pilar dió un respingo al recibir el chorro de esperma contra sus amígdalas. En un acto reflejo, mi esposa sacó de su boca la polla del muchacho. Fue un grave error por su parte, ya que las siguientes descargas saltaron a diestro y siniestro sobre su cara, sobre su pelo, sobre su mejilla...
Fue impresionante. Pilar siguió chupándole los huevos hasta que la leche de Pedro le chorreó por toda la cara. Ni corta ni perezosa, mi esposa dejó relucientes la polla y los huevos del muchacho. A ella nunca se le han caído los anillos por tener que limpiar.
Esa era la primera vez que mi esposa probaba el semen de otro hombre, que yo supiera. Le debió gustar, ya que se mi esposa relamió los dedos con deleite. A juzgar por la cara que puso, el esperma del chico debía estar muy rico. Aún así, a Pilar le quedaban abundantes restos alrededor de la boca.
― Estas súper sexy, nena ―dije, y cogí el teléfono para hacerle una foto― ¿Te importa? ―le pregunté.
Ella sonrió diciendo que no con la cabeza. Le hice una foto y cuando se la enseñé acusó al chico…
― ¡Estarás contento! ¡Cómo me has puesto!
Si no recuerdo mal, después de la foto le indiqué a Pilar que se pusiera a cuatro patas. Mi mujer se había transformado en una jaca violenta y fogosa, y yo ansiaba domarla.
Pilar apoyó las manos, pero yo le dije que mejor apoyara los codos. De esa forma, su culo quedó en el aire y su chochito totalmente expuesto.
Estaba muy mojada y sus labios inflamados parecían los pétalos de una orquídea. Apoyé mi polla sobre ellos y emprendí el camino marcado por sus abundantes fluidos.
― ¡Ooogh! ―Pilar gimió largamente al notar cómo iba entrando en ella, poco a poco y sin ninguna dificultad mi polla ensanchaba su ardiente vagina.
Entonces miré a Pedro, el muy cabrón seguía empalmado y tenía intención de obligarla a chupar de nuevo su miembro.
― ¡Déjala tranquila, chaval! Ponte ahí y espera tu turno ―le dije.
Agarrándola las caderas, comencé a follarla con severidad.
¡Clack! ¡Clack! ¡Clack! ―resonaba el culo de Pilar al recibir mi pasión.
― ¡Qué gustazo!
¡Agh! ¡Agh! ¡Agh! —un gemido de Pilar seguía a cada estocada.
Instintivamente, se la introduje hasta el fondo y mi jaca aulló al sentirse fecundada. Si Pedro había sido el primero en correrse en su boca, yo fui el primero en hacerlo ensu sexo.
Los siguientes instantes los dedicamos a relajarnos con caricias y besos. Pero enseguida nuestro vecino dio muestras de impaciencia.
― Túmbate, chico ―sugerí.
― Sí, ahora me toca a mí ―replicó Pilar, dándome la razón.
El muchacho obedeció y pronto tuvo a mi mujer de pie sobre él. Pilar se agachó y guió hacia su sexo la punta del rabo de Pedro.
A golpe de cadera mi mujer emprendió el paso. De puro gusto la vi morderse el labio inferior de su boca. Pilar se estremeció, quizá se estaba corriendo de nuevo, no lo sé.
Pedro estaba distraído intentando chuparle los pezones. “Hace bien”, pensé, “tardará en tener a su disposición un par de tetas como las de mi mujer”.
Os aseguro que no hay ninguna farmacéutica con unas tetazas como el de Pilar. Ya quisieran muchas mujeres de su edad conservar las tetas tan firmes como ella. Aunque también mi esposa estaba gozando del sólido miembro de un muchacho veinte años más joven que ella. A pesar de haber eyaculado unos minutos antes, la verga de Pedro perforaba el sexo de mi mujer como una barra de hierro. Juventud, divino tesoro.
Me quedé ofuscado mirando el trasero de mi esposa balancearse sobre la polla del chaval. En esto que sentí un nuevo deseo. Mi miembro despertó súbitamente y comenzó a crecer, dispuesto a asumir el reto.
― Prepara el culo nena ―le dije a bocajarro con su frasco de aceite bronceador ya en mi mano.
Le escupí en el culo y se lo limpié con el pico de la toalla y después apliqué la punta de mi lengua en el arrugado orificio.
― ¡Ah! ¡Oh¡ ¡Uy! ―gruñó desconcertada.
Quién le habría dicho a mi esposa una semana antes cuánto disfrutaría de aquellas vacaciones en la costa malagueña.
La tensión de su ano se dispersó por todo su cuerpo, dejándola inmóvil y expectante. Lubriqué bien mis dedos e inmediatamente apoyé mi dedo medio en su esfínter. Tras una levísima resistencia, y como por arte de magia, el culazo de mi esposa pareció absorber todo mi dedo.
― ¡AUCH! ―jadeó notándolo dentro.
Después implementé la lección de teoría que tan bien me sabía. Meter y sacar sin extraer del todo. Movimientos en círculo para ir cediendo el agujero.
― ¿Te gusta? ―le pregunté follándole el trasero con mi dedo.
― ¡Sí! ―jadeó Pilar respirando de forma atropellada.
― ¡Parar un momento, por Dios! ―exclamó mi esposa dos minutos más tarde.
Además de tener el rabo de Pedro clavado por completo en su vagina, ahora tenía dos de mis dedos metidos en el culo. Con todo, creo que lo que de verdad asustó a Pilar fue el percatarse de que ya me estaba untado la polla con aceite.
Yo sabía que, tras haberle introducido tres dedos en el culo, mi mujer podría tolerar el coito anal, aún así, me detuve unos segundos. A ser su primera vez con dos hombres, Pilar se sentía inquieta.
Luego, apoyé mi glande contra su ano y empujé despacio. Durante un instante, su culo pareció oponerse a la penetración, pero finalmente…
― ¡Chof!
La vi morderse el labio inferior y cerrar los ojos con gesto de esfuerzo, pero finalmente mi valiente esposa aceptó la entrada de mi glande entre sus nalgas.
Seguí empujando suavemente. A pesar de la experiencia y de la profusa lubricación, costaba que mi verga se deslizara hacia dentro. Cuando llevaba introducida más o menos la mitad, Pilar se retorció. Me detuve otra vez esperando que ella se relajase y acostumbrase a la sensación. Le acaricié las tetas y vertí más aceite en el surco de su trasero.
― ¡Ya basta de tonterías, nena! ―la avisé con rabia― ¡Prepárate! ¡Voy a follarte el culo!
Bastó con un ligero mete-saca para que mi esposa se pusiera a chillar. Mi verga entraba un poco más cada vez y ella lo sabía. Aunque Pilar mantuvo en todo momento la boca abierta, el tono de su protesta comenzó pronto a atenuarse hasta que, finalmente, sus aullidos comenzaron a sonar a verdadero placer cada vez que mi verga le entraba en el culo.
― ¡Qué culo tienes, nena! ―bramé.
― ¡Oh, Dios! ¡¡¡Me vais a matar!!! ―gruñó― ¡Oooogh! ¡Ummm! ¡Qué rico! ¡Qué duras están, joder! ¡Seguid! ¡Seguid!
Le agarré ambas nalgas y, ayudándome de los pulgares, separé sus cachetes. Casi no podía creer lo que veía, como mi polla entraba y salía de entre sus nalgas. Le estaba dando por culo a mi esposa, y esa idea revotó en mi cabeza.
― ¡Follarme! ¡Follarme! —exigía Pilar una y otra vez, comenzaba a desvariar― ¿Te gusta mi coñito, chico?
― Me encanta ―respondió el muchacho.
― ¡¡¡Pues fóllamelo!!! ―le exhortó.
Cuando Pedro se la metía a mi mujer, yo se la sacaba. Cuando mi verga entraba, la suya salía.
― ¡¡¡Follarme!!! ¡¡¡Follarme!!! ―nos alentaba Pilar como loca.
Aquello era una auténtica locura. Sentía de forma nítida el rabo del chico moverse en el orificio vecino. Al igual que nuestros cuerpos, nuestros gemidos y jadeos también se entrelazaban.
― ¡Fóllala, chico! —animé a Pedro.
― ¡Sí! ¡Sí! ―mi propia esposa no dejaba de pedir más y más.
Pilar se había convertido en nuestra Diosa, una Diosa que exigía que la adorásemos a pollazos.
¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!
La estábamos follando con todas nuestras fuerzas y, de pronto, nuestras vergas comenzaron a chapotear en la entrepierna de Pilar y, al echar una ojeada, pude constatar que mi esposa había perdido el control de su orina.
El súbito desbordamiento de fluidos hizo que tanto el miembro viril de Pedro como el mío se deslizaran adentro y afuera con más facilidad. No obstante, al estar debajo de Pilar, el muchacho carecía de la libertad de movimiento de que yo disponía. Consciente de ello, comprendí que debía ser yo quien remata a mi esposa como ella merecía.
Así pues, afiancé mis pies en la arena, la tomé por los hombros y la empecé a encular a toda velocidad. Mi verga entraba y salía de su ano a un ritmo frenético, percutiendo con ardor.
La veloz galopada hacía ondear la hermosa melena de mi esposa y, aunque yo lo pudiera ver, también sus pechos se estarían balanceando de un lado para otro. Yo era consciente de que apenas quedaban unos instantes para el final, así que opté por gastar todas mis fuerzas en un último sprint.
Aumenté al máximo la velocidad de mis caderas, estaba dispuesto a matar de gusto a mi esposa o morir en el intento. Pero entonces noté que me corría y, con un enérgico empujón, se la empotré hasta los huevos.
Al sentirse corneada, Pilar dio un respingo y se quedó mirando al cielo con ojos desorbitados. Sí, mi esposa también se estaba corriendo y, al hacerlo, tensó su esfínter en torno a mi rabo, haciéndome sentir como la presión de mi esperma debía vencer la tensión de su ano en cada descarga.
Después de eso, la torre de cuerpos que formábamos colapsó. Nos tumbamos sobre las toallas intentando sobreponernos del apasionado esfuerzo. Mi mujer me miró completamente alucinada y rebosante de placer.
Sin embargo, todavía no se habían acabado las sorpresas para ella. No sé si el muchacho había eyaculado en su sexo. Poco importaba, mi mujer llevaba años tomando las debidas precauciones para prevenir el embarazo. El caso es que Pedro se irguió al otro lado de mi esposa y, cuando ésta lo vio, no pudo ocultar su estupor. El muchacho continuaba con una erección enorme.
― Joder nena, te has ido a encaprichar del más salido del pueblo ―dije con sorna.
― Pues yo no puedo más ―resopló ella con resignación.
Joven y fuerte, el insaciable chaval agarró a mi esposa por las caderas para colocarla de nuevo como la perra que era, y entonces…
― ¡¡¡NO!!! ¡¡¡AAAH!!! ―gritó mi mujer, horrorizada.
En efecto, después de haber gozado de su hábil boca y su calentito coñito, el muchacho no vaciló en meter su enorme cipote en el maltrecho ano de mi esposa. En esa postura, ella poco pudo hacer para impedirlo, y cuando furiosa empezó a propinarle puñetazos, Pedro la sujetó las manos detrás de la espalda y las utilizó a modo de riendas.
Tras un momento de duda, decidí no intervenir. Mi esposa había organizado todo aquello para gozar del muchachito, así que ella se lo había buscado.
Como en un lascivo truco de magia, el tremendo miembro del chaval comenzó a aparecer y desaparecer entre las nalgas de mi mujer.
Lo que vino después fue algo demencial. Casi cinco minutos de enérgica sodomía que hicieron jadear a mi esposa hasta dejarla sin voz. Pilar quedó sumida en un éxtasis en el que parecía no sentir ni padecer lo que Pedro le estaba haciendo.
Como cabía esperar, el joven no paró de encular a la mujer que lo había seducido hasta que empezó a eyacular. Sin embargo, Pilar se hallaba tan aturdida que ni se enteró.
El camino de vuelta fue un calvario para mi esposa. No sólo porque le temblaran las piernas, sino porque además tenía el ano tan irritado que el hilo del bikini la hacía sollozar. Pilar no volvió a dirigir la palabra al muchacho, ni siquiera le dijo adiós cuando éste se despidió de nosotros.