Una voz angelical (3)

Me retiré los guantes, y jugué con el reflejo del sol en las uñas postizas, larguísimas, lustrosas... Sin poder evitarlo, me lamenté de no haber nacido chica, y supe que no deseaba regresar a la ropa de niño...

Al principio, sospeché que mi madre había perdido totalmente la razón. Sin embargo, cuando tomó una especie de lapicito de sombras y comenzó a rayarme sutilmente en el abdomen, primero, y entre los pectorales y sobre ellos, después, creí haberlo confirmado.

–Karen, ¿qué rayos haces?

–Recurrir a todas las trampas de las edecanes... Para que aprendas a ser sexy y coqueta, necesitas verte hoy mucho más exuberante...

Suspiré. Ella había dedicado un montón de tiempo a recogerme el pelo (envolviéndomelo en una redecilla), a ponerme uñas postizas y pupilentes verdes, a probarme aretes, a maquillarme. El famoso motociclista de la empresa cervecera le había entregado el paquete (con los dos equipos de ropa) cerca de una hora y media antes. ¡Y ahora parecía tan entretenida!

–Esto ya quedó...

Yo permanecía en una silla, a media sala, en desnudez total y sin poder verme. No obstante, percibía con claridad la sensación de los cosméticos en mi rostro y, especialmente, tanto el peso y la dureza del rímel en mis pestañas como el ahora cremoso sabor de mis labios. Mi madre tomó la cinta adhesiva.

–Levántate y alza las brazos...

Obedecí. Entonces, pegó el extremo de la cinta en mi espalda, poco más o menos a la altura del ángulo inferior de mi omóplato, y comenzó a rodearme, apretando con fuerza, como tratando de unir mis pectorales, hasta que formó un hueco entre ellos. Después, con una esponja, me aplicó ahí polvos oscuros, retocando lo previamente trazado con el lapicito. Para finalizar, me untó en todo el cuerpo, especialmente en brazos y piernas, una perfumada crema en la que había disueltas micro-partículas iridiscentes de efectos metálicos.

–Se llama glitters –me comentó–... Te fascinarán...

No había fascinación en mí, desde luego, sino terror. Pero no quería volver a despertar la ira de mi madre.

–Sólo falta vestirte –sonrió.

Me encogí de hombros. Mi madre fue a su cuarto y regresó con una caja:

–Lo que son las cosas –prosiguió, divertida–... Un coordinador de edecanes nos regaló éstos a todas, por si algún días los necesitábamos... Debido al cuerpazo que Dios me dio, los despreciaba... Jamás pensé quién los estrenaría...

Abrió la caja: contenía seis artefactos de gel de silicón purísimo. Me pasó uno: la cobertura (después supe que se trataba de un elastómero de poliuretano de alta resistencia a la ruptura) lo hacía paradójicamente suave y consistente.

–¿Qué es esto? –pregunté...

–Explantes...

–¿O sea?

–Son como los implantes que se usan en cirugía, pero van por fuera...

Rasgó el paquete de la cervecera, y extendió la ropa frente a mí: un mini bustier blanco sin tirantes; un culotte rojo; un juego de micro falda, guantes y tirantes en vinil amarillo (con los logotipos de la empresa); un casco industrial; y unas botas de caña alta con tacones de aguja de 12 centímetros y medio... "No voy a poder caminar", deduje.

Mi madre me puso en la entrepierna una nueva capa de cinta adhesiva y, luego, se asomó a la caja de los explantes. Sonrió:

–Te digo que la suerte está de nuestro lado...

De la dicha caja, sacó cuatro delicadas pantaletas, todas de elastano/poliamída: una, color carne; otra, negra; la tercera, blanca; y la última, del mismo rojo del culotte. Apartó ésta, y me la mostró por dentro: ocultaba sutilísimas bolsas, cuatro en total, en las que comenzó a depositar explantes: uno para cada una. En cuanto terminó, me hizo entrar en la prenda, que, de tan justa, borró las fronteras entre el silicón y mi propia carne.

–¡Extraordinario! –proclamó.

De inmediato, me vistió la micro falda, terriblemente apretada, y me ciñó el mini bustier, deslizándole un explante en cada copa y vigilando la posición de mis pectorales. Por último, me aseguró la micro falda con los tirantes, me colocó los guantes y me calzó las botas.

–¡No hubiera desperdiciado uñas postizas! –se lamentó.

Tragué saliva... Eran casi las nueve de la noche... "Quizá a este paso, no alcancemos a llegar al famoso evento", me consolé.

–Karen –pregunté, buscando alguna táctica dilatoria y recordando la redecilla en mi cabeza–, ¿vas a peinarme?

–No, hermanita... Tengo una sorpresa... Pero antes, debo arreglarme... Espérame... Quedaré lista en menos de lo que canta un gallo... ¡No te muevas!

"No quiero moverme en toda la noche", pensé, recargándome en la silla. Tampoco quería verme al espejo...

Para mi estupefacción, mi madre se desnudó por completo delante de mí, y me expresó con júbilo:

–¡Es maravilloso que ahora seamos dos mujeres en casa!...

Cerré los ojos, tratando de bloquear emociones, y fui cayendo en un sopor absurdo. Creo, incluso, haber dormitado un poco. Hasta que un escalofrío me hizo reaccionar. Nadie había en la sala...

–¿Karen? –llamé...

–Ya voy, impaciente...

Mi madre salió de su cuarto, completamente arreglada, aunque con una redecilla en la cabeza también. En las manos, llevaba dos pelucas (redondas, atrevidas pelirrojas, con flequillos maravillosos): hechas de pelo natural, carísimas, se las había robado tras su participación en un anuncio de televisión.

–¡Me alegro de no haberlas vendido!

En un santiamén, cada quien tuvo puesta la suya...

–Vamos a tu cuarto, Angeliquita... Párate...

–Me da miedo caerme –respondí, con sinceridad descarnada–... Estos tacones son una grosería...

Mi madre rió.

–Si caminas exactamente como te enseñé, no tendrás dificultades... ¿Recuerdas lo que te dije acerca de apoyarte en las puntas de tus pies?

Me tendió la mano y me incorporé lentamente, con inseguridad. Di dos pasos.

–¡Esto es horrible! –gemí...

–¡Para nada! ¡Estás moviéndote exactamente como debes! Sólo trata de pisar con mucha firmeza... Balancea más las caderas, a todo lo que te den...

Descubrí de inmediato que me era fácil dominar los tacones si exageraba el andar femenino. No tuve, pues, más remedio que imponérmelo. Llegué al cuarto rosa sin complicaciones, aunque plenamente conciente de que tal acción era opuesta, por completo, a mi masculinidad.

Sin embargo, nada me había preparado para lo que el espejo de cuerpo entero me devolvió: ¡mi madre y yo lucíamos como un par de esculturales gemelas pelirrojas! Antes de que pudiera yo reaccionar de otra forma, se me escaparon dos palabras:

–¡No mames!

–Prodigioso, ¿no?

Me contemplé de abajo hacia arriba. Los tacones no sólo me daban altura: hacían más largas y estilizadas mis piernas, me obligaban a mantener una posición erguida, y me formaban un arco en la espalda (que hacía sobresalir mi pecho y empinaba mi vientre ligeramente hacia atrás). La micro falda (que iniciaba debajo de mis caderas, dejando por fuera el delgado inicio de la pantaleta, y terminaba apenas cubriéndome el pubis) estaba por reventar: si naturalmente mis nalgas de niño, con su volumen y su forma de pera, eran ya notables bajo un vestido, los postizos sobre ellas y alrededor de mi cadera, me proporcionaban una figura curvilínea, idéntica a la de mi madre. Gracias a las trazos marcados (entendía, al fin, su propósito), mi abdomen se veía planísimo, atlético. Pero lo más interesante para mí, en ese momento, fue el efecto de mis pectorales unidos por la cinta adhesiva: debido al hueco formado entre ellos (más evidente por el oscurecimiento artificial), simulaban realmente el inicio de los explantes, como si éstos formaran parte de mi cuerpo.

–¡Senos! –se me escapó– ¡Dios mío!

Mi madre rió, complacida, y lanzó un comentario que no capté plenamente:

–¡Imagínate cuando, de verdad, tengas los tuyos!

–¡Me has transformado por completo! ¡Luzco mayor!

Dada la fuerza y la temperatura del maquillaje (ojos superdelineados, enmarcados por intensas sombras marrón; pestañas formidables; labios de un sensual rojo Burdeos), ¡incluso mi rostro era el de una jovencita! Los glitters esparcidos en mi cuerpo otorgaban una extraordinaria apariencia a mi piel desnuda. Muslos, abdomen, cintura, espalda, brazos, el inicio de mis pectorales, hombros, cuello: todo refulgía, en sedosidad, invitando a las caricias.

–¿Cómo te sientes?

–No lo sé...

–Yo sí... Aunque lo niegues, te sientes mujer... Una que está bien buena, por cierto...

–¡Karen!

–Ya tienes la feminidad en ti... Sólo déjala que fluya...

Mi madre fue por dos bolsas de mano, por dos abrigos, por un frasco de Princess (de Vera Wang) y por una cajita. De ésta, tomó un paquetito de laminillas mentoladas para el aliento; después, me perfumó con cuidado

–La edecanes no sólo debemos vernos bien –me explicó, mientras me retocaba la pintura de labios–: es obligatorio oler siempre rico.

Me ayudó a vestirme uno de los abrigos, dejándolo intencionalmente abierto. Luego, hizo lo propio con el suyo. Sacó de la cajita un minúsculo envuelto con pastillas; lo depositó, junto con el perfume, en una de las bolsas, y me entregó la otra.

–Cada una llevará su casco –indicó...

Antes de salir, fue a la cocina, tomó la escoba y la dejó en la sala, a un lado de la puerta.

–¿Y eso? –averigüé, con auténtica intriga...

–Es lo que te reventaré en la cabeza y en la espalda, cuando regresemos, si no cumples con mis expectativas...

Salimos a la noche. Yo estaba en shock, balanceándome en los tacones y con una bolsa en el brazo. "Voy de mujer", pensé. "Y tengo la obligación de comportarme como tal, si no quiero recibir una golpiza". Apenas mi madre se asomaba hacia la calle, buscando algún taxi, cuando una voz conocida me sacudió.

–Doña Karen, buenas noches...

¡Era César!

–¿Cómo estás, César?

–Bien, señora. ¿Está Ángel en casa?

–No, su profesor de canto lo llamó para un ensayo...

–Entonces, por favor, dígale que me marque al celular, en cuanto regrese...

Yo no quería voltear. ¡No quería! ¡Fingía vigilar la calle! ¡Trataba de disimular!... Desafortunadamente, mi madre no tardó en intervenir:

–¿Ya conoces a mi sobrina?

"¡Dios mío!". Oí las pasos de César yendo en mi busca ¡Cuántas veces habíamos jugado al futbol y compartido aventuras! ¡Él era mi amigo! "¡Va a reconocerme!", temí. Para mi sorpresa, ya frente a frente, su reacción fue distinta: sus ojos, ávidos, carbones encendidos, iban, sin tregua, de "mis senos" a mi vientre, de mi vientre a mis piernas, de mis piernas a "mis senos"... Por primera vez, de cerca, supe como ve un hombre a una mujer cuando la desea...

–Mucho gusto, señorita...

Nada pude articular.

–Disculpa que Karla no te responda –intervino mi madre–, pasó una semana en la playa, con el novio, y regresó con la garganta inflamadísima... Pero, César, no le hables de usted a esta chamaca... Tiene la misma edad que tú, ¿verdad, Karla?

Asentí, percibiendo la creciente sequedad de mi boca, mientras me brotaban, desde el fondo del cerebro, una palabras oídas el día anterior: "está bien buena la vieja", "está bien buena la vieja", "está bien buena la vieja"... De manera automática, sin proponérmelo, vi la entrepierna de César y descubrí su pene en erección, mucho más grande que el mío... "Lo excito", confirmé en fascinación morbosa. "Se le para la verga conmigo, como con la modelo del playboy"...

–¿Quieren taxi? –preguntó César...

–Sí, tenemos un evento y vamos retrasadas...

–Para que no esperen mucho, yo puedo ir a la avenida y traerles uno...

–¿Nos harías ese favor?

–Por supuesto...

César se echó a correr. Suspiré audiblemente.

–Karen, ¡vas a matarme! –reclamé...

–Tranquila, hermanita... César ya es tu admirador...

–¿Por qué le dijiste que tengo novio y que me fui con él a la playa?

–Para mayor efecto... Además, imaginará que ya te han cogido, y te le apetecerás más...

–¡Parecía querer desnudarme con los ojos!...

–Ten la seguridad de que lo hizo, en su mente... ¿Por qué crees que se le levantó esa chingadera?

–¡Karen!

–No te hagas pendeja: se la viste...

Mentí:

–¡Qué le voy a estar viendo!

–¡La verga!

Guardé silencio, buscando justificarme. Opté por cambiar el tema:

–¿Por qué le dijiste que me llamo Karla?

–Fue el primer nombre que se me ocurrió... Además, de alguna manera te tendré que presentar con Marcos, en el evento... Pero ya, en buen plan: ¿qué sientes, como hembrita, al excitar a un macho?

Para mi buena fortuna, no tuve que responder: un taxi, guiado por César en plan de copiloto, avanzaba por la calle. En cuanto se detuvo frente a la casa, traté de subirme. Mi madre me detuvo.

–Despídete de César, Karlita... Fue muy amable con nosotras...

César bajó del auto. Yo le extendí la mano, pero él, al tomármela, me jaló, forzándome a inclinarme, ¡y me dio un beso en la mejilla, lo más cerca que pudo de la boca!

–¡Que te vaya bien, linda! –me susurró...

Una vez en el taxi, mi mamá no paraba de reír.

–El naquete debe estar presumiéndole a tus otros amigos que ya te conoció, y que lo calientas...

Permanecí en silencio.

–Es el efecto que las mujeres causamos en los hombres –agregó mi madre...

–¡Ya! –la interrumpí...

Ella me vio. Había una chispa de picardía en sus ojos:

–Sé honesta: lo de la viborita de César, ¿te incomodó o te gustó?

–¡Fue muy raro! ¡Punto!

–¡Pues, chica, prepárate! ¡Estarás parando vergas toda la noche!

Pensé en el taxista, y me avergoncé.

–¡Deja de ser vulgar, Karen!

Sin embargo, el taxista nada oía: estaba más al pendiente de vernos las piernas, a través de los espejos, que de nuestra conversación... ¡O de la carretera!

Llegamos a la empresa cervecera justo a tiempo. El guardia del acceso, un tipo moreno, rudo, de muy mala pinta, evidentemente conocía a mi madre:

–¡Dichosos los ojos que la ven, reinita!

–Buenas noches, poli...

–Me dijo el licenciado Marcos que en cuanto usted llegara, yo le marcara a él... Para que usted no tenga que subir... Pase a la sala de espera...

–Gracias...

–¿Y esta chulada que la acompaña?

–Karla, una prima...

De nuevo quedé bajo un escrutinio varonil implacable: "¿acaso los hombres somos tan poco cuidadosos al admirar una mujer?", pensé.

–¡Que envidia me da el licenciado! ¡Me cae! –siseó el guardia.

–¿De veras, poli? –acicateó mi madre...

–¡Ay, reinita! ¡Pues cómo no! –me evaluó el vientre y los muslos, y se dirigió a mí, sin decoro– Con perdón, señito Karla: ¡está usted bien rica!

Me sonrojé. El tipo viró hacia mi madre:

–¡A ver cuando me acepta la invitación al cine, Karencita: ¡se la reitero!

–Es usted casado...

–Pero mi vieja no es celosa...

Mi madre fingió reír.

–Vamos a la sala de espera...

–¡Con confianza! ¡Está usted en su casa!

Cuando iba yo a sentarme, mi madre retomó el tono ejecutivo que me asustaba:

–¡Acomódate con cuidado, como si temieras enseñar los calzones!...

–Karen, la falda está cortísima y apretada: es imposible que no se me vean...

–Lo sé... Pero es una cuestión de actitud...

Acaté la instrucción.

–¿Así?

–Estás perfecta... Ahora, permanece derechita... ¡Que no se te olvide!...

–De acuerdo...

–Ahora, cruza tus piernas: la derecha sobre la izquierda... Apriétalas más para subrayar su redondez...

–¡Rayos!

Mi madre verificó mi posición. Suspiró y retomó el hilo:

–Esta noche serás el centro de atención de muchos hombres... Trata de mostrarte siempre de buen humor; ríe, con discreción pero con intensidad... Celebra los chistes que te hagan, como si fueran ingeniosísimos... Y cuando te coqueteen, tú coquetea también... Sé sexy...

–¡Karen, no sé coquetear! ¡Mucho menos ser sexy!

Un taconeo nos hizo voltear hacia la puerta:

–Ya te lo dije: tendrás a las mejores maestras...

Tres edecanes entraron: voluptuosas, de rostros divinos, con ropa idéntica a la que mi madre y yo usábamos. Destilaban seguridad.

–¡Karen! –chilló la primera...

–¡Alyssa! –saludó mi madre...

Se saludaron de beso y abrazo... Las otras dos me vieron, ¡interesadas en mi pelo y en mi maquillaje!

–¿Y esta bebé? –preguntaron ambas, como saludo, casi al mismo tiempo...

–Es Karla, mi prima... Karla, te presento a Aki y a Selena...

Las recién llegadas me saludaron de beso.

–¿Saben quiénes más vienen? –preguntó Alyssa.

–Ni idea –respondió mi madre–. No sé ni de qué pinche evento se trata...

Una voz masculina nos informó:

–Es la fiesta privada de una constructora...

Marcos, el Gerente de Relaciones Públicas de la empresa estaba saliendo del elevador, escoltado por cuatro edecanes más.

–¡Vaya! –se admiró Aki– ¡Valeria, Paloma, Mago y Estefanía! ¿Sólo las top, Marquitos?

–El pinche dueño de la constructora nos avisó apenas hoy –explicó–... Una importadora de licores le falló, y optó por cedernos el evento en exclusiva... ¡Nos llevaremos un dineral!... La única condición: diez edecanes de lujo...

–Pues, somos ocho tripe-A –contó Selena......

–Nueve –lanzó con entusiasmo otra edecán más, mientras atravesaba la puerta...

–¡Nora! –se entusiasmó Paloma, y corrió a recibirla.

Yo permanecía en congelamiento: no sabía qué decir o cómo reaccionar. Marcos lo notó:

–¿Por qué tan callada, guapa?

Marcos no pasaba de 40 años, y tenía la típica apariencia de los devotos del gimnasio: bajo su carísimo traje, se adivinaba un físico cultivado con exigencia y con precisión. Se acercó a mí, y me saludó de beso.

–Karen me dio tu nombre por teléfono, amor, pero soy distraído. ¿Me lo puedes repetir?

Recordé la escoba, junto a la puerta.

–Karla –susurré...

Con movimientos suaves, me despojó del abrigo, y se lo entregó a Paloma. Luego, me tomó la mano derecha, me levantó el brazo y me hizo girar.

–¡Espectacular! –afirmó...

Mi madre no disimuló su orgullo:

–Te lo dije, Marcos...

–Te quedaste corta... Podemos decir que tenemos diez edecanes triple-A...

–¡Salgamos, entonces! –invitó Nora, quitándose una preciosa gabardina...

Fuimos hacia el estacionamiento de la empresa, donde nos esperaban tres camionetas Suburban. Los choferes tomaron los abrigos, las gabardinas y las bolsas, y las acomodaron atrás. Luego, se dispusieron para apoyarnos a trepar.

–Karen –sugirió Marcos–, supongo que tú y tu prima irán conmigo...

–No –respondió mi madre–. Deja que Karla se aclimate con sus compañeras. Prefiero que Aki, Estafanía y Alyssa la vayan poniendo al tanto de lo que hacemos...

Me brotó el miedo, otra vez.

–¿Estás segura, Karen? –titubee.

–Totalmente...

Mi madre se acercó a mí, fingió acomodarme un arete y me ofreció una laminilla de menta:

–Imítalas en todo –me secreteó–... Te moverás como ellas, hablarás como ellas, reaccionarás como ellas... Un solo error, y te madreo... ¿Entendiste?...

–Sí –temblé.

Estefanía se nos unió.

–Para no regar el tepache con mis comentarios: tu prima se ve peque... ¿Tiene experiencia?

Mi madre me dio una nalgada:

–Desquintaron a esta cabrona en la secundaria, y no ha parado... Su actual novio es 17 años mayor que ella, casado, y se la lleva de viaje a cada rato... Acaba de regresar, con él, de la playa...

No podía más. Subí a la camioneta, sintiéndome en una pesadilla de la que no podía despertar.

Por fin, las Suburban salieron a la noche. Aki me examinó.

–¿Nerviosa?...

–Mucho...

–Tranquila –se rió Alyssa, poniendo su mano en mi muslo–: con el cuerpazo y con la carita que te cargas, la mitad de tu chamba está hecha... ¿En serio es tu primera vez como edecan?

–Sí...

Traté de no pensar más, y me concentré en las ademanes de las tres vampiresas: su estilo de acomodarse el pelo, su posición recta al sentarse (ostentando sus pechos), sus movimientos de manos, su entonación de voz... Con una seguridad impresionante, en todo momento dejaban la sensación de saberse ricas; y cada centímetro de su cuerpo parecía gritar: "sí, mírenme, soy real"... De esta manera, el tiempo me resultó insuficiente: ¡eran tantos los sutiles detalles del comportamiento femenino!... No obstante, cuando nos apeamos, yo estaba mucho más en mi papel.

La realización del evento está programada en un lujoso salón, ubicado justo en el último piso del hotel más exclusivo de la ciudad. Obvio: el elevador privado estaba a nuestra disposición.

–Tenemos que hablar –le dije a mi madre.

–Lo supuse –rió.

Pese a que el evento aún no comenzaba, el salón bullía por los últimos preparativos: en la entrada, unos técnicos inflaban una gigantesca cerveza confeccionada en hule; a la izquierda, un ejército de meseros terminaba de montar un pantagruélico bufet; a la derecha, un grupo musical alistaba sus instrumentos; al fondo, bajo un descomunal logotipo de la constructora, un discjockey probaba el sonido.

–Pónganse los cascos y colóquense alrededor de la cerveza –ordenó Marcos–... Yo les iré dando indicaciones...

–Vamos al baño, antes –avisó mi madre, y me tomó del brazo...

Fuimos, en efecto, al baño... Pero no a orinar...

–¡Te pasas, Karen! ¿Por qué le dijiste a Estefanía que estoy cogiendo desde la secundaria?

Mi madre hizo una cara simpática.

–Corrección: que te están cogiendo...

–¡Peor!

–Para que corra la voz, y todas te acepten... No tienes ideas de lo competitivas que son algunas edecanes, especialmente con las nuevas... Ahora te ven no como a una joven ansiosa por escalar posiciones, sino como a una simple putita...

–¡Karen, por favor! ¡No soy mujer! ¡Mucho menos una puta!

Mi madre me guiñó el ojo, me roció un poco de perfume y me metió a la boca una laminilla mentolada más.

–Pues les copiaste los moditos muy bien...

–¡Karen!

–Ya sabes: continúa así... O mañana tendremos que comprar una escoba nueva para la casa...

A punto de llorar de impotencia, salí del baño. Los primeros invitados estaban llegando.

–¡A tu posición, Karla! –me gritó Marcos...

La siguiente hora fue atroz. Mi madre sabía perfectamente con quien me había encaminado. Todas las edecanes eran excitantes, sí, pero tanto ella como Aki, Estefanía y Alyssa tenían una peculiar manera de acercarse a los hombres: no había gesticulación suya que careciera de sensualidad. Pronto, con pavor genuino ante la posibilidad de una tunda, me dediqué a calcarlas, pero en automatismo. Actuaba con coquetería femenina, sí, pero dentro de una especie de bache negro: sin atender a los rostros, a las voces o a la música de reguetón. Hasta que un tono ronco, viril, me sacó del trance:

–¿Puedo tomarme una foto contigo, muñeca?

Era el hijo del dueño de la constructora: un joven extremadamente bien parecido, alto y pulcro.

–Sí –balbucee con timidez.

Por respuesta, el joven sonrió, extrajo una pequeña cámara digital de su chaqueta, y le pidió a uno de sus amigos que nos retratara. Me abrazó, entonces, por la cintura y me atrajo hacia él. No pude dejar de notar su aroma: olía riquísimo.

–Gracias –me dijo, dándome un suave beso en la mejilla, tras el flashazo–... Eres la más guapa de las diez...

Entonces, la evidencia me cayó de golpe: ¡a los ojos de todo, yo ya era no una edecán más! ¡Me distinguía del resto por mi aspecto paradójico, de lolita: provocador y sexy, a la vez que ingenuo y juvenil! En un santiamén, comencé a distinguir las quemantes miradas masculinas sobre mi piel. ¡Contra mi voluntad, me había transformado en un objeto erótico para mi propio género! ¡Los hombres me admiraban, me deseaban! ¡Yo estaba cautivando su atención, como una flor que atrae una colmena de abejas! ¡De hecho, pronto la mayoría de los invitados parecía querer insertar su aguijón entre mis tallos y polinizarme!

–Te estás robando el evento –me dijo Marcos, complacido.

Con júbilo evidente, mi madre se me acercó también.

–Cuando te abracen para las fotografías –aconsejó–, recárgateles en el pecho a los cabrones; abrázalos... Finge que te sientes afortunada de que te tomen en cuenta...

–Entiendo...

–Pero, bueno... Creo que es el momento...

–¿De qué?

–De rehidratarte... ¿Tienes sed?

–Más o menos...

Tras decirle algo a Marcos, mi madre fue hacia el bufet y regresó con una botella de agua abierta. Me la dio.

–Bébela toda –indicó–... Tu pintura de labios es waterproof... No se correrá...

Apuré el contenido en un respiro: aunque ligeramente amarga al principio, me resultó refrescante. A partir de ahí, no deje de posar: me entró un bienestar general y mi ansiedad se disminuyó por completo. Así, creyendo que estaba yo más en sosiego, obedecí los consejos de mi madre... Pero no contaba con los desequilibrios emocionales de ella; tampoco con el destino...

De repente, experimenté calor, tanto físico como emocional, y me sentí a gusto en el evento, muy a gusto... Luego, mi percepción sensorial se exaltó: comencé a captar olores fascinantes (a distinguir los rudos toques de las lociones masculinas, incluso), mientras mi corazón parecía acompasarse al ritmo de la música. Justo en ese momento, un gerente de la constructora, con algunos tragos de más, se me acercó para una fotografía, y me musitó libidinosamente al oído:

–Estás bien buena, mija...

Recordé a César, y me entró el morbo de una manera desbordada. De hecho, comencé a sentirme sexual, terriblemente sexual, sin autocontrol...

–Gracias –balbucee...

El gerente sonrió y, fingiendo abrazarme para despedirse, se me recargó:

–Mira como me tienes...

El contacto de su pene erecto, enorme, me alteró: tenía yo la piel hipersensible, y cada roce sobre ella empezó a arrancarme sensaciones inesperadas, disfrutables todas... "¡Dios! ¡No puede estar gozando con esto!", pensé... Traté, sin éxito, de poner la mente en blanco, pero la voz de mi madre comenzó a retumbar en mi mente: "estarás parando vergas toda la noche", "estarás parando vergas toda la noche", "estarás parando vergas toda la noche"...

–Me gustaría invitarte, un día de éstos, a tomar una copa –agregó el tipo–... ¿Estás libre?...

Me sorprendió oír mi propia voz:

–Soy casada...

–¿Cómo se llama tu marido?

–César...

–¿Y te atiende bien tu marido?

–Mucho...

De golpe, para mi estupefacción, deseaba no sólo que ese macho siguiera pensando en mí como mujer, ¡sino que me imaginara, en tal sexo, teniendo relaciones!... No buscaba yo contacto alguno con él, ¡ni por equivocación! Pero me excitaba el hecho de pasar tan plenamente por hembra...

–Mi marido me coge delicioso todas las noches –le secretee...

–Dichoso él –me respondió, introduciéndome su tarjeta de negocios en el bustier, cerrándome un ojo y avanzando a la fiesta...

Pronto, me sumí en una desinhibición total...Traté de enfocar los ojos en un solo punto y no pude, así que deslicé mi mirada de entrepierna en entrepierna. ¡Sólo podía pensar en comportarme como mujer y en estimular a los machos!

–¡Prepárense! –nos alertó Marcos...

Las luces se apagaron, y el discjockey anunció:

–Es medianoche... La hora sexy de la fiesta...

Mi madre se puso junto a mí, y me cuchicheó:

–Cuando oigas tu nombre, avanza a la pista...

El discjockey principió una letanía, con un tono deliberadamente varonil:

–Ellas son el sueño erótico de la noche... Nuestras edecanes: Aki... Estefanía... Karen... Valeria... Paloma...

Comenzaron a sonar, a todo volumen y sin descanso, las notas de una canción de Daddy Yankee: "El ritmo no perdona"... Y cada edecán avanzó, bailando sexualmente...

"Oh / A que te pego. Ponlo ahí / A que te pego. Sigue ahí / A que te pego. Ahí, ahí / A que te pego. Yo. Oh / A que te pego. Ponlo ahí / A que te pego. Sigue ahí / A que te pego. Ahí, ahí / A que te pego. Yo. Oh".

–Karla...

Para ese momento, mi excitación estaba al máximo... Avancé, pues, hacia la pista, con movimientos lentos y precisos, y me arranqué a bailar, como jamás lo había hecho.

"A que te pego. Ponlo ahí / A que te pego. Ma, sigue ahí / A que te pego. Ahí, ahí / A que te pego. Yo. Oh / A que te pego. A que te pego / A que te pego. A que te pego / A que te pego. Tú, sigue el juego / A que te pego. Yo / Persíguelo. Persíguelo. Persíguelo aquí en la zona / Persíguelo. Persíguelo. Persíguelo, juguetona / Persíguelo, que el ritmo no perdona / Qué. No perdona. Qué No perdona".

Mi cuerpo fluía solo, sin ataduras, enviando mensajes sexuales a todos los varones... Yo notaba el frenético meneo de mi vientre, el desafío abierto en que se había convertido... De pronto, distinguí al hijo del dueño de la constructora, en el borde de la pista, y, sin pensar, me le acerqué, hasta rozar mis piernas con las suyas. Entonces, cientos de voces masculinas iniciaron un coro inesperado:

–¡Karla! ¡Karla! ¡Karla!

No pude pensar: le di la espalda al chico y, voluptuosamente, me incliné hacia delante: mis nalgas quedaron frente a él, contundentes, a la altura de su pene. Entonces, con exaltación, con sensualidad, me tomó desde atrás, y me recargó el pubis. "Sí", me complací, al notar la erección. "Lo he calentado, como a César". Perfectamente sincronizados, ambos comenzamos a mover las caderas de derecha a izquierda...

–Perrea, nena –me dijo–... Perrea...

Sin previo aviso, me sentí convulsionar por dentro. Me incorporé un poco, giré hacia él y lo vi a los ojos; justo en ese momento, comencé a eyacular: pese a estar atrapado, mi pene se convulsionó, llenando de esperma la cinta adhesiva... Gemí un poco, mas no me detuve... Me separé del chico y seguí bailando...

"Ponle bajo y que azote la batería / Ritmo bestial que te pone bien al día / Suena el timbal. Ra, ca, ca, ca, tan, tan / Cuerpo chamboneando. Ra, pa, pa, pa, pan, pan / Al alma porque esta pendía la azotea / Fuego a la jijotea pa’que suelte a Dorotea / El fuego del caribe no hay quien lo esquive / El mundo entere el reguetón se vive. No pare / Prende. Prende. Prende. Prende. Prende ese mahon / Prende. Prende. Prende. Prende. Prende, préndelo / Échale pique, échale pique / Doctor Daddy tiene la cura, si tú quieres que te medique, may / Échale pique, échale pique / Hasta abajo, guayando hebilla / Esto es sencillo. No te compliques". No necesito decir que, al término del evento. Marcos me ofreció continuar como edecán. Pero mi madre me disculpó:

–Esto fue sólo por ayudarte –le dijo...

–¡Pero no podemos desperdiciar a tu prima! ¡Es una bomba, la cabrona!

–Lo siento...

Desperté sintiéndome mal, con muchísima sed y con una extraña conmoción depresiva: estaba en la cama del cuarto rosa, sí, pero con el traje de edecán aún puesto. Contemplé los explantes que sobresalían de mi pecho, mis piernas (redondas, esplendorosas aún de glitters), mi vientre plano. Me retiré los guantes, y jugué con el reflejo del sol en las uñas postizas, larguísimas, lustrosas... Sin poder evitarlo, me lamenté de no haber nacido chica, y supe que no deseaba regresar a la ropa de niño.

Me incorporé un poco... Mi madre, divertida, me observaba desde la puerta, con el envuelto de pastillas en la mano:

–Mira qué madreada te dejó el éxtasis... Pero valió la pena, ¿no?

Sí: mi madre me había drogado. ¡Con una dosis de mdma disuelta en agua había logrado no sólo que me gustara usar ropa de mujer, sino que tal cosa me excitara! Casi pude oír cómo se fracturaba la primera capa de mi masculinidad.