Una voyeur muy especial (2)

Continuación de un relato de hace mucho tiempo

Ha transcurrido mucho tiempo desde que envié la primera parte de este breve relato. Es recomendable acudir por los antecedentes a esa fuente.

De tanto en tanto mi hermana y yo teníamos un encuentro de éstas características. Aprovechaba casi siempre las noches de los viernes para “obligarme” a que me tendiera sobre el sofá y poner su egregio coño sobre mi cara. Se corría hasta casi mearse con el trabajo paciente y riguroso de mi aparato bucal. Otras veces, en cambio, prefería disfrutar jugueteando con mi polla. Totalmente vestida procedía a liberarla y como en éxtasis, sin pronunciar una sóla palabra, la besaba, la chupaba y la meneaba; a ratos con divina delicadeza, a ratos con enferbecida avidez hasta llenarse la garganta con los millones de espermatozoides que desearía estuvieran corriendo por su útero. Me preguntaba qué parte de su cuerpo me gustaba más y como le confesé que era su culo contenido a duras penas por la tela de las bragas lo que más me excitaba, era habitual que en cuanto las circunstancias lo permitían se despojara de su falda e hiciera las tareas de casa cubierta por una blusa pero con sus muslos al aire y su entrepierna ardiente cubierta por las braguitas.

Una tarde de domingo en casa de nuestros padres Cristina me pidió subir a mi habitación para ver el ordenador (un 486) que me había comprado hacía unas semanas  y de paso, dijo, “me explicas algunas cosas que no entiendo muy bien de lo que tengo que hacer con el que acaban de poner en la perfumería”. Estela jugaba con sus abuelos delante del televisor en el salón de casa. Encendimos el cacharro y al cabo de unos minutos mi hermana lejos de preguntarme por las aplicaciones informáticas inquirió si tenía un condón. Todavía recuerdo con excitación aquellos momentos. “Sí “ – respondí, y acto seguido Cristina ante mis espantados ojos, con toda tranquilidad comenzó a desabrochar sus ceñidos tejanos; me dio la espalda y se apoyó, culo en pompa y bragas por las rodillas, sobre la mesa, de cara a la puerta. Me costó, acojonado como estaba , acomodarme el preservativo y sin embargo entrar en la humedad cavernosa de su coño guiado y animado por su resuelta decisión de que la follara en aquel instante, oyendo las voces de nuestros padres que llegaban desde el piso inferior separado por exactamente 13 peldaños fue tan fácil como enervante. Tan pronto como advirtió que me corría me ordenó queda y serena que la sacara: “ni el más mínimo riesgo”; se limpió sus jugos con un pañuelo de papel; se acomodó toda la ropa y abanicándose con las dos manos esperó a que el arrebol de su rostro se fuera apagando para bajar junto a su hija. La timidez de Cristina se tornaba temeraria osadía en algunos momentos; aquellos precisamente en que más me hacía disfrutar. Después de esa primera vez llevaba conmigo siempre un preservativo. Era frecuente que acabáramos follando e igualmente frecuente que expresara su frustración de que no pudiera correrme dentro de ella. Comprar anticonceptivos en la comarca era tanto como ponerse en la picota pública. Que una joven viuda se dirigiera a una farmacia no ya  del pueblo sino de toda la región a comprar tal cosa hubiera disparado la maledicencia hasta arrastrar toda “la honorabilidad” de las familias  y mi hermana tenía pánico a tal eventualidad.

Y en estas llegó el mes de Julio. Mi hermana decidió alquilar un apartamento en la Costa del Sol para pasar allí todo el mes de vacaciones con su hija. Desde el primer momento se entendió que no podían ir sólas así que Silvia (mi novia)  y yo teníamos la tácita obligación de acompañarlas. Era, por otra parte, un cambio de aire agradable y las perspectivas de playa y sol lejos, además, del ambiente cargado del pueblo nos apetecían mucho. Fueron días de absoluta diversión, de actividades diferentes, de abandonado sosiego. Mi hermana se mostraba feliz y nuestra satisfacción por verla así aumentaba día a día. Yo, egoístamente, estaba doblemente satisfecho teniendo a dos mujeres revoloteando a mi alrededor prácticamente todo el día en bikini. La contenida elegancia de las formas de Silvia y la carnosidad beligerante de los contornos de Cristina. De las dos me mantenía, curiosamente, alejado. No buscaba a mi novia y tampoco, claro está, a mi hermana. Por separado las deseaba pero juntas atrofiaban mi apetito; como los comensales que ante un fastuoso ágape perdieran por la profusión de viandas el interés por todas. Así era hasta que....

Mi hermana preparaba el almuerzo. En la cocina sentado a la mesa yo ojeaba el periódico del día y contemplaba los movimientos de los lazos de su bikini sobre sus doradas caderas. Mi novia había quedado al cuidado de la infatigable Estela que se negaba a abandonar la piscina tan pronto. “Estoy tomando la pildora” dijo. Fregaba un cacharro y me daba la espalda. “No hay peligro”, continuó. Se las había ingeniado, allí donde nadie nos conocía, para comprar anticonceptivos y ocultarlos a la vista de mi novia. Su resolución en pos de una meta me asustaba un poco. No dije nada. Sabía muy bien que significaba aquella confesión y me levanté para situarme tras ella. Era igual circunstancia que la que se dio en mi habitación cuando me preguntó si tenía un condón: idéntica la resolución de su voz, idéntico el propósito que la animaba. Palpé su culo y restregué mi polla sobre la división de sus nalgas por encima de la tela de su bikini. Cristina permanecía quieta, con los ojos cerrados. Nunca antes y nunca después de aquel momento he vuelto a sentir la excitación que experimenté desatando los leves nudos que sujetaban a su cuerpo la leve braga de su bikini; la blancura de sus nalgas y el entorno moreno de la carne que no hurtaba la prenda a los rayos del sol lo hacían parecer más grande, distinto. “Espera” , dijo  “recuéstate” . Me tumbé en las frescas baldosas de la cocina y entonces ella, una pierna a cada lado de mi cuerpo, con los pechos cubiertos por el sujetador del bikini y la rotundidad de su pubis moreno, con una sonrisa en la mirada y la boca abierta en un respirar apresurado se clavó a pelo mi polla y estuvo cabalgando con ella muy adentro hasta que alcancé a decirle que me corría, que ya no podía más y entonces, quieta y expectante, recibió en su interior la carga de casi tres semanas de voluntaria abstinencia.  En los siguientes cuatro o cinco días, cuando Silvia bajaba a la compra o incluso cuando se duchaba, volví a satisfacer el morbo que mi hermana sentía porque derramara mi leche dentro de ella.

Han pasado los años. Silvia y yo nos hemos casado. Mi hermana sigue viuda y con idénticas apetencias sexuales. No puedo dejar de satisfacerlas. No puedo sustraerme si ella busca mi ayuda a darle cuanto me pida. Se lo debo a su felicidad, así que de tanto en tanto.....

FIN