Una vieja amiga de la familia

Un joven depravado, atento a cualquier oportunidad; Una vieja amiga de familia, casi una madre para él; y la casualidad, el destino, el sino o el azar...

Una vieja amiga de la familia

Hacía tiempo que no educaba a una sumisa. El amo que había en él permanecía aletargado, como hibernando en espera de una nueva primavera. Sus últimos ligues, relaciones tradicionales a través de la red sin mayores consecuencias, no satisfacían, no podían hacerlo, el ansia de dominar, de humillar, de poseer... En todo caso, la prisa es mala consejera. A veces, buscar algo es la peor de las formas de encontrarlo. Era cuestión de esperar -se aleccionaba- a que la vida trajese la oportunidad a su puerta. Lo que no podía saber en ese entonces es que lo de la puerta iba a ser literal.

Un buen día, como tantos otros, cruzó el umbral de casa Caridad, la vieja amiga de la familia. Venía de visita, a pasar unos días. Desde que su marido la abandonara por una jovenzuela, había encontrado un apoyo firme en esta rama de la familia. Le dio por el baile, por el gimnasio, por Internet, por operarse las tetas y esas cosas que ayudan sobrellevar un mazazo de tamaño calibre. Pero sobre todo recuperó la relación con su madre. Eran uña y carne. Viajaban juntas, veraneaban juntas... En fin, que rondaba cada dos por tres por casa. Sus visitas ya no eran noticia.

Caridad rondaba los sesenta años. Era pequeñita, de tetas grandes y firmes, desde que pasó por el quirófano, y un cuerpo trabajado por dos horas diarias de gimnasio, impropio de su edad. Más de una vez se había sorprendido con pensamientos que no deben estar en la mente de un muchacho hacia la casi sexagenaria amiga de la familia, quien a buen seguro le consideraba como a un hijo. Se conservaba, la condenada, y de hecho sus parejas de baile y sus ligues de Internet solían ser más jóvenes que ella. Nada indicaba que esta visita fuese a ser distinta. Y, en cambio, a veces uno se topa de improviso con lo que andaba buscando en el momento en que menos le ocupa la cabeza.

Lo supo al cruzar el salón aquella noche. Al vuelo, la pantalla del ordenador donde chateaba Caridad le resultó conocida. ¿Conocida? Retrocedió un segundo.Y tanto: era la misma página de contactos en la que él mismo se procuraba los ligues últimamente. Un escalofrío le sacudió como un rayo. "Pequeña zorra sexagenaria –masculló- quién me iba a decir que eras tú...". En diez segundos, estaba sentado frente a la pantalla del ordenador de su estancia. Para entonces, el plan estaba urdido hasta sus últimos detalles.

"No puede haber muchas cincuentonas de Basauri conectadas al chat de la pagina en este preciso instante... Vamos a ver cuál es tu nick ... ¡Ecco!, aquí estás...". Se había quitado cinco años, la muy coqueta. Encontrarla había sido fácil. A partir de aquí había que hilar fino. Lo primero, era modificar su perfil. Daba demasiadas pistas. "Qué tal un bilbaíno de 46 años. Sí, un médico. A nuestra buena amiga le gusta el dinero. Y los jovencitos –improvisaba, divertido, según modelaba su alter ego-". Lo siguiente, contactar con "Bruja 267". No obstante, se imponía esperar a que los responsables de la página validaran el texto modificado. Una vez concluido el proceso, recibiría el primer privado...

Buenas tardes, aquí un simpatiquísimo bilbaíno. ¿En cambio ahí?

Aquí la más guapa de Basauri

Vaya por Dios... la más guapa de Basauri ha de estar ocupada...

Jaja.. nooo, divorciada.

Menos mal. ¿Y cuántas primaveras te han visitado?

¿Qué?

Que cuántos años tienes...

Ah, 53... ¿tú?

45 para 44

jajaja.. será para 46.

Ups... me pillas..jajja. Trataba de quitarme años.

No lo necesitas. Soy mayor para ti. Podría ser tu madre.

Ay si todas las madres fueran tan bonitas como tú...

Jeje... ¿Cómo sabes que soy bonita si no me conoces?

Ah, pero no eras la más bonita de Basauri...

Jajaja...sí. Eres un Zalamero... pero sigues siendo demasiado joven. Y además, tendrás novia, una de tu edad...

Pues he aquí que no. Estoy libre. Pero date prisa, que se me rifan...

Jajaj... menuda labia...

Se siguieron días de chat, conversaciones intrascendentes y un punto picantes, en principio, íntimas y trufadas de confidencias, según aumentaba la confianza de la amiga de la familia hacia el supuesto doctor que era él. A través de ellas pudo confirmar sus sospechas: tras el divorcio se había entregado a una vida desenfadada, en la que no había faltado sexo con jovencitos del chat. El camino aparecía despejado. De haber sido otro, se hubiese antojado sencillo quedar con ella y tirársela. La muy zorra se le ofrecía sin ofrecerse. No habría puesto muchas dificultades. De momento, había que ocultarse. Hubo de hacerse con una foto cualquiera de internet para saciar su curiosidad. Este pájaro no debía saberse cazado hasta verse dentro de la jaula.

. . .

La jaula fue la habitación de un hotel una tarde cualquiera de un día cualquiera. El trabajo de dos semanas había dado sus frutos. Sin café previo, en ropa interior sexy, no se sabe si más caliente que nerviosa, o más nerviosa que caliente, esperaba a su doctor, el mismo que accedería a la habitación con una copia de la llave, el que se llegaría al camastro donde aguardaba, a cuatro patas, con los ojos vendados. Ese era el trato.

Hola Caridad–susurró, disfrazando la voz-

Hola... doctor –saludó, con una risita nerviosa-

Ya puedes quitarte el pañuelo –añadió, retomando la voz natural-

Dio un respingo. Aquella voz... Se arrancó el trozo de tela, alarmada. Cuando los ojos se acostumbraron a la luz, se confirmaron los peores presagios: a su lado, en la cama, estaba el hijo de su mejor amiga, sonriente. El asombro le impidió gritar. Cómo era posible... Se revolvió, buscando la ropa.

  • ¿Buscas Esto? –sonrió, con unos vaqueros en la mano.

-¿Qué...qué haces aquí?- tartamudeó.

  • He venido a somerterte.

  • ¿Qué...? –protestó, tratando de alzarse.

  • ¿Adónde pretendes ir, Caridad?

  • Le contaré a tu madre...

  • Ah –sonrío, con suma ironía- le contarás a mi madre que te gusta entregarte a jóvenes desconocidos, a cuatro patas, con los ojos velados, en la habitación de un hotel...

¡Eres un hijo de pu...aayyy..suéltame!

No sabes cuánto, perra... –musitó, mientras arrastraba del pelo a su presa hasta el borde de la cama, donde se hallaba sentado. Disponía de dos días para la doma. Un fin de semana. No había tiempo que perder.

. . .

Ese "supuesto doctor" sabía demasiadas cosas de su nueva vida. Cómo había podido ser tan imprudente con un desconocido. Había caído en la trampa. Aquel hombre rudo que le había asido por el pelo, obligado a arrodillarse, a desnudarse, que había doblegado su resistencia a pura fuerza, no podía ser Ricardo. Aquello no podía estar pasando. No veía nada. Ignoraba cuántas horas llevaba allí. Las ligaduras le estaban haciendo llaga en las muñecas y en los tobillos. Sin piedad, había modificado sendos arneses armados con grandes falos de plástico para que, vueltos del revés, penetraran profundamente la vagina. No sólo había hecho caso omiso de sus quejidos, apagados por la mordaza, sino que acto seguido había abandonado la habitación, dejándola tal cual, inmovilizada, violada por doble partida, en la más completa oscuridad ¿Oscuridad? De pronto se había hecho la luz. Alguien había entrado.

-Bien, zorrita, ya estamos de vuelta. Ahora vamos a enseñarte quién manda aquí. Un poco de disciplina. Hasta ahora sabemos que eres una mujer fácil. En fin, eso lo sabe medio chat. En cambio, a mi no me gustan las putas, no... me gustan las perras. Un perro bien amaestrado obedece siempre a su amo, sin rechistar... Vamos a hacer de ti una perrita... ¿eh?...

Mientras hablaba, le atusaba el cabello, tal cual se acaricia a una mascota, al tiempo que retiraba los arneses, con sumo cuidado. Parecía que de pronto le interesase el bienestar físico de su pupila. Un halo de cariño nubló sus ojos, antes acerados, imperturbables. "Hum...cómo está esto.."- se lamentó. Caridad se dejaba hacer. Se había cansado de sollozar.

-Hala, perrita, a cuatro patas, que toca paseo. Vamos a prepararte.

Con la mano izquierda, asía con firmeza la correa de cuero, engarzada en un collar rosa con resaltes metálicos, del que tiraba, ahora leve, ahora violentamente, hasta conseguir el movimiento deseado de su cánido. Con la derecha, castigaba los conatos de desobediencia de Caridad, haciendo restallar en el carnoso trasero el cuero de su fusta de caballo. Al cabo de un par de vueltas por la estancia, trotaba sin remedio, acompasada al ritmo de su captor. A cambio de su docilidad, éste refrenaba los tirones, permitiendo que respirara con normalidad. En lugar de fustigar, ahora estiraba y retraía la muñeca, desde su altura, refregando la vara contra los glúteos. A capricho, un ulterior movimiento, desplazaba el frote un poco más allá, hasta la vagina.

La prisionera entendió pronto lo perverso de la dicotomía: rebelarse era estrangularse ella misma contra los tirones de la correa, era sufrir los golpes inmisericordes de un instrumento diseñado para los équidos. Al menos, mantener su dignidad. Ese mal nacido le estaba tratando como a un perro al que das una galleta cuando levanta la pata. Si se entregaba, en cambio, a un trote alegre, sumiso, aflojaba la presión y premiaba su buena conducta con leves movimientos masturbatorios. Ceder, era perder la compostura, darle gusto. "Eso jamás"-se había prometido. Había jurado no dar gusto a ese cerdo, lo había intentado, pero su paso era cada vez más alegre. Se odió a sí misma. No quería sentir aquello, aquel calor en la entrepierna. Sin embargo, lo buscaba, contra su voluntad, lo hacía; acompasaba más y más su ritmo al de Rodrigo, al punto de que hacía ya cuatro minutos del último fustazo. Gateaba con los ojos entrecerrados, profiriendo de vez en vez sonidos apagados por la mordaza. Lo que antes eran leves sollozos de vergüenza, eran entonces gemidos crecientes. El extremo de la fusta había ido impregnándose de un líquido blanquecino, pegajoso. Rodrigo contemplaba su obra, desde la atalaya de su altura, satisfecho. "Qué bien, perrita... así me gusta. Ahora vamos a enseñarte a dar la patita"...

. . .

Adelante, pasa, pasa- invitó Rodrigo. Cómo has dicho que te llamabas... Samuel, de diecinueve años, ¿verdad?

Sí señor, recién cumplidos.

Después de pensárselo un momento, el joven traspasó al fin el umbral de la puerta. Estaba nervioso, casi arrepentido. Tres horas antes, alguien había contactado con él en el chat. Le había hablado de una madurita; le había enseñado su foto; se había explayado sobre lo cerda y obediente que era y, a renglón seguido, se la había ofrecido, para que se la follase por el coño y por el culo, con la sola condición de que lo haría guiado por sus órdenes. El calentón había sido tal que se había desecho de sus obligaciones del día y se había dirigido a toda prisa a la habitación 224 del hotel Victoria . Todo ello sin mayor reflexión. Sólo entonces, demasiado tarde, se preguntaba si aquel hombre no sería peligroso.

Así que no has estado nunca con una chica

No

¿Y por qué?

Soy muy tímido- respondió, mirando al suelo. En realidad no había levantado la mirada ni un solo momento. De haberlo hecho, habría visto a una mujer en ropa interior, a cuatro patas, maniatada encima de la cama.

Bien, ya va siendo hora. Siéntate. Casualmente, tenemos aquí a una zorra que se pierde por los jovencitos. ¡Perrita, ven aquí, dale la pata a este chico!

Se sentó en la silla que le había sido ofrecida. Caridad se acercó, con el rostro completamente azorado por la vergüenza. Alzó la mano derecha, sin abandonar su postura perruna, tal y como le habían enseñado un rato antes, ante el asombro del cada vez más intimidado joven.

-¿Ves que obediente? Está es la zorra que te va a desvirgar. Pero antes te va a lamer los pies. A los perros les gusta lamerlo todo –ordenó, con un brusco fustazo, que hizo saltar las lágrimas de la mujer, y dar un respingo al muchacho- Quítale los zapatos, y lame bien todo, puta -concluyó, al tiempo que le deshacía la mordaza.

De hecho, era la primera vez que podía respirar a pleno pulmón en muchas horas de reclusión. Sintió una gran liberación. Estuvo muy a punto de gritar pidiendo ayuda, pero la rodilla de su captor estaba a escasos diez centímetros de su cara. Ese degenerado parecía capaz de cualquier cosa. No era la ocasión. Tan sólo quedaba obedecer hasta encontrar una buena oportunidad de escapar. Por el momento, se aplicó en descalzar al muchacho, en quitarle los calcetines, y en lamer toda la superficie de sus pies. Samuel observaba la operación, atontado, hasta que una nueva orden y su correspondiente fustazo le sacaron de su hipnosis. Se alzó, para permitir que Caridad le soltase el cinturón y le desabrochase los pantalones, los cuales, sin soporte, cayeron con algún estrépito a los tobillos. Sintió como su lengua, húmeda y caliente, superaba la rodilla, los muslos, la entrepierna... Un bulto imponente marcaba su destino final.

Bájale los calzoncillos. Y cómesela. No uses las patitas. Sólo la boca. Eso es... ¡No, no, para, para ya!

Ricardo daba órdenes secas y cortas, tanto al uno, como a la otra. El joven al que había citado en Internet, estaba sobreexcitado. Le goteaba el pene. De hecho, había tenido que interrumpir la mamada, apenas iniciada, para evitar una eyaculación segura. Le constaba, gracias al chat, que el dolor había hecho desistir a Caridad de algún intento suelto de sexo anal. Estaba decidido: el torrente de aquella polla virgen estaba destinado al trasero semivirgen de su nueva perra.

Bien, jovencito, ha llegado el momento. Tú –arrastró a Caridad- a cuatro patas. Tú, por el culo.

Tal y como había calculado, el novel y ansioso Samuel enfiló el culo de Caridad con ímpetu, sin preparación alguna. Ni tenía conocimiento para tener cuidado, ni su estado de excitación se lo hubiese permitido. Se abrió paso con tres arreones de cadera, violentos, secos, que abrieron paso al falo hasta el mismo fondo del trasero. Veinte segundos después, entre empellones inmisericordes, se corría por primera vez dentro de una mujer. Ricardo, asentía en señal de aprobación, observando los movimientos pélvicos del muchacho, mientras se afanaba en sellar la boca de Caridad, para evitar que sus alaridos se oyesen en todo el edificio. "Buen culo", masculló. Buen culo...

Samuel, Samuel... –empezó, en estudiado tono, entre severo y paternal, jugando con los rizos de su cabeza- qué vamos a hacer contigo... Te hemos traído aquí para castigar a esta perrita y, en cambio, no nos has aguantado treinta segundos. Has perdido la virginidad. Eso, nos complace. Pero has dejado a esta puta a medio castigo. Eso, nos disgusta... nos disgusta mucho. Vamos a tener que enseñarte cómo se desvirga un culo virgen. Anda, ven –concluyó, mientras se desabrochaba la bragueta- Arrodíllate, perro.

El chico se quedó estupefacto. ¿Le habían llamado perro? Aquello no era lo acordado.

He dicho que te arrodilles – repitió, alzando el tono, colocándose a su altura - ¿Qué parte de la frase es la que no entiendes?

Samuel se inclinó. Temblaba. Apenas había tenido tiempo de ponerse en situación, una polla enorme pendulaba a la altura de su nariz. La vio crecer por momentos, dirigirse a sus labios, penetrar en su boca. Le repugnaba. Él no era homosexual. Nunca había sentido la menor inclinación por los hombres. De hecho no la chupaba, se limitaba a tragar y a aguantar las arcadas. Se lo estaban follando por la boca.

-Eso es, cerdo. Ahora vamos a enseñarte a castigar un culo virgen. Te amordazamos.. y... ahora sí...

Colocó a Caridad tumbada de espaldas al cabecero de la cama, mirando al techo. Sobre ella, Samuel, a cuatro patas, en perfecto 69, de modo y manera que ofrecía el trasero al hombre que le había citado. Se untó la polla con gel, se acercó al borde de la cama, apuntó, y la colocó con mayor violencia si cabe de la que el joven había gastado con Caridad. Samuel, gritó, sollozó, trató de zafarse, se resistió cuanto pudo, todo en vano, hasta ceder y dejarse violar con mansedumbre. Al rato, los latigazos de la polla que le atravesaba fueron dejando rastros de placer, que poco a poco se anteponían al dolor, hasta superarlo. Caridad hizo el resto con una infatigable mamada que no cesó hasta verse inundada de semen, casi en el mismo momento en que el joven recibía una generosa ración del semental que le había montado.

. . .

Ah, eres tú, perrita.

Sí, amo.

¿Has sido obediente?

Sí amo. He sido obediente una vez más.

¿De quién se trataba esta vez?

Un muchacho muy joven.

Me complace. ¿Cuántos llevas ya?

Doce, amo. Uno por semana. Todos vírgenes, como se me ordenó. Es el castigo que merece esta puta por su querencia a los jovencitos.

Bien, no vuelvas a molestarme hasta que lleves veinticuatro. ¿Por cierto, qué fue de aquel tal Samuel, el del hotel Victoria?

Anda ofreciéndose como sumiso en Internet, amo. Tanto a hombres como a mujeres.

Me complace.

Colgó el manos libres sin despedirse. Los acordes de la sexta sinfonía de Beethoven hacían más llevadero el insufrible tráfico navideño. La gente hormigueaba en las calles, bajo miríadas de luces, cargada de bolsas y de buenos deseos. "Y pensar que tengo fama de buen chico", sonrió...