Una vez más, no por favor, papá

Cuando el verdugo está en casa, asechando del otro lado de la puerta.

En cuanto escuchó el rechinar de la puerta, María apagó el televisor, se puso de pie y corrió hacia la cocina, a calentar la cena de su padre. El reloj marcaba unos minutos más de lo acostumbrado y seguramente vendría hambriento, así que tenía que apresurarse y servirle el plato, si es que no quería recibir un par de puñetazos como premio a su tardanza.

Para fortuna de la chica, la carne con chile que había preparado no estaba del todo fría pues no hacía mucho que había terminado de cocinarla, por lo que el tiempo que le tomó a su progenitor el llegar hasta la mesa, fue más que suficiente para que ella tuviera todo listo.

Así me gusta, mi hijita: que cuando yo llegue, ya la mesa esté servida. – Dijo el sujeto, contento de que su hija le cumpliera sus gustos.

  • María no pronunció palabra, se limitó a esbozar una leve sonrisa.

Su papá tomó asiento y comenzó a comer, con la prisa y el descuido que le caracterizaba. El hombre se llevaba un bocado a la boca para masticarlo sin antes cerrarla, dejando escapar residuos de comida que terminaban regados alrededor del plato, en su camisa y hasta en el piso. A María le resultaba asquerosa la forma en que su padre tragaba, pero a éste le agradaba que ella lo observara desde que tomaba la cuchara hasta que lamía la loza, por lo que sus ojos permanecían fijos en él, de principio a fin.

¡Que rica estuvo la cena, mi hijita¡ - Exclamó el individuo después de limpiarse los bigotes.

Me da gusto que te haya gustado, papá. – Señaló María.

¿Cómo me llamaste? – Preguntó él levantándose de la silla.

Papá. – Respondió ella agachando la mirada, en señal del miedo que empezaba a embargarla.

¿Papá? ¿Cómo te he dicho que debes llamarme? ¿Eh? ¿Cómo te he dicho? – La cuestionó el tipo, escupiéndole involuntariamente la cara después de cada palabra.

Roberto, me has dicho que te llamé Roberto. – Contestó la muchachita al borde del llanto.

Entonces… ¿por qué no me dices así? ¿Por qué sigues llamándome papá si hace mucho que soy más que eso? ¿Qué no entiendes? ¿Quieres que te haga entender a golpes, mocosa estúpida? ¿Eh? Contesta. ¿Eso es lo que quieres? – Inquirió Roberto claramente exaltado, alzando la mano derecha por encima de su cabeza como signo de amenaza.

No, por favor. No me pegues, papá. – Suplicó la chamaca, olvidando una vez más llamarlo como él le había ordenado.

¿Otra vez? Te lo acabo de decir y tú nomás que no me entiendes. Ahora sí te lo has ganado, escuincla babosa. – Apuntó el furioso sujeto, azotando la palma de su mano contra la mejilla de su hija, tirándola al suelo como consecuencia de la fuerza impresa en la bofetada.

María estalló en llanto, y a sabiendas de lo que vendría a continuación quiso escapar a gatas, pero su padre se lo impidió. Tomándola de los cabellos, Roberto la levantó hasta nivelarle el rostro con su abultada entrepierna, lista para la acción después de la adrenalina producida por ese el primer golpe. Con la mano que le quedaba libre, el tipejo desabrochó sus pantalones. Éstos se deslizaron hasta sus tobillos y la carpa que su holgado bóxer formaba se puso en evidencia, a escasos centímetros de los labios de su hija.

Chúpamela. – Le ordenó.

Sin parar de llorar y con los ojos cerrados, la chavala bajó lentamente la ropa interior de su progenitor, buscando retardar su tortura lo más posible. El elástico de la prenda fue descendiendo y todo: la abundante mata de bello, el enhiesto pene y los peludos y colgantes huevos, todo, todo quedó al descubierto. La chica tomó el caliente y rígido trozo de carne con ambas manos, lo apuntó hacia su boca, y se detuvo unos segundos antes de engullirlo, como si aún creyera en los milagros.

¿Qué esperas? – La presionó Roberto – Se una niña buena y abre tu boquita. Si no quieres otra cachetada, chúpamela como sólo tú sabes. – Le advirtió.

María, resignada a que los ángeles salvadores sólo existen en cuentos e historietas, abrió la boca tal y como su padre se lo ordenó, y se tragó la mitad de aquel grueso y despiadado instrumento. Sus labios se cerraron sobre la suave y arrugada piel, su lengua envolvió el rosado y regordete glande, y su mente comenzó a buscar entre los recuerdos aquellas imágenes de la primera vez que eso ocurriera, de la primera vez que Roberto pasara de ser un golpeador a ser un violador. Las memorias empezaron a revolotear en su cabeza, mientras su paladar y su garganta se iban cubriendo de sabor a verga.

Era de noche y afuera caía un diluvio. Él se había encerrado en su recámara después de haber cenado, y yo terminaba de lavar los platos. En ese entonces tenía doce años, tres de ellos perdidos en la inconsciencia de ser bebé, otros cinco sumergidos entre gritos, peleas y abandono, y los cuatro restantes sepultados bajo traumas, miedos y moretones. Mi vida era muy simple y podía resumirse en dos palabras: mi padre. Desde que mi madre se fuera de la casa, él me había tomado como su sirvienta. Yo no emitía queja alguna, pues me lo impedía el inmenso temor que me inspiraba y que continuó inspirándome hasta hace poco. Sin reclamos y sin más gratificaciones que sus puñetazos, realizaba todas las labores de la casa y prácticamente lo atendía como a un esposo. El único ámbito del que no me encargaba era el sexual, pero aquella noche de lluvia, eso estaba por cambiar.

Cuando terminé de limpiar los estragos de la cena, me dirigí a la habitación de mi padre con un trozo de pastel de chocolate. A pesar del mal trato que me daba, aún le tenía algo de afecto y de vez en cuando me nacía el consentirlo, como buscando que la situación cambiara, que nuestra relación mejorara. Con la esperanza de obtener algo más que gritos, insultos o azotes de su parte, abrí la puerta de su cuarto sin avisar y fue entonces que dio inicio todo. Lo encontré sentado al borde de la cama, con la camisa desabotonada, y desnudo de la cintura para abajo. De entre sus piernas, abiertas de par en par, colgaban un par de bolas de cuya existencia no estaba enterada, y se levantaba algo parecido a una salchicha, sólo que más grueso, más largo, y con la punta diferente. Con su mano derecha rodeaba ese algo y lo agitaba violentamente, al tiempo que su respiración se entrecortaba y de su boca se escapaban leves suspiros. Yo ni siquiera conocía la palabra, pero se estaba masturbando.

No sé si fue la curiosidad o la extraña sensación que me provocó el ver a mi padre desnudo, pero mis pies se clavaron en el piso y no me moví hasta que aquella peculiar y para mí desconocida práctica llegó a su fin. Permanecí inmóvil observando como mi papá manipulaba cada vez más rápido lo que ahora puedo llamar pene. Mis ojos se posaron en su entrepierna, y no se apartaron de ella hasta que Roberto gimió como un animal y eso atrapado entre sus dedos escupió un líquido blanco que manchó sus piernas y el suelo de la habitación.

Cuando eso sucedió, su cabeza, que hasta entonces había estado echada hacia atrás, recuperó la posición habitual y su mirada me descubrió ahí parada: en la entrada de su cuarto, con la rebanada de pastel en la mano y el miedo de haber presenciado algo que sabía me estaba prohibido reflejado en mi rostro. Nuestros ojos se cruzaron y sostuvieron una plática silenciosa en la que dejaron claro que, a partir de entonces, nada volvería a ser igual.

¿Qué diablos haces aquí, chamaca del demonio? – Me preguntó cubriendo apresuradamente sus genitales con una almohada, y después de un buen rato en que ninguno de los dos atinaba a reaccionar – ¿Desde cuando estás ahí parada?

Yo… - no encontraba las palabras adecuadas para responderle – desde… - me di cuenta que dichas palabras no existían.

Salí corriendo después de tirar el pastel. El plato aún no había tocado el piso cuando yo ya me encontraba debajo de las sábanas, creyendo en mi inocencia que eso sería suficiente para refugiarme de lo que vendría, incapaz en mi corta edad de calcular las consecuencias que lo que acababa de ocurrir traería.

Luego de unos minutos, mi padre atravesó el umbral de mi cuarto y se sentó en mi cama. Pasó su mano por mi cabeza, acariciándome por encima de la tela bajo la cual me escondía. De haber sido otras las circunstancias, aquel gesto me habría causado una enorme felicidad, pero en lugar de eso me provocó un miedo inmenso que me impulsó a llorar desconsoladamente. Él, tratando de calmarme, entonó una canción de cuna que junto con mi madre solía cantarme en esas esporádicas noches en que todo estaba bien, esas contadas noches en que fuimos una familia de verdad. Los recuerdos que asociaba a dicha melodía cumplieron el propósito de callar mi llanto. Ya menos alterada, salí de mi guarida y me senté a su lado.

¿Por qué lloras, mi hijita? – Me interrogó en un tono dulce que hacía mucho tiempo no escuchaba.

Porque… estás enojado conmigo. – Le contesté entre sollozos y evitando mirar su semidesnudez.

¿Enojado? – Fingió sorprenderse de mi respuesta – ¿Por qué piensas eso?

Porque… sí, porque no toqué antes de abrir la puerta de tu cuarto, como tú me lo has dicho. – Señalé.

Es cierto, no tocaste, pero eso no significa que esté molesto contigo, mi amor. Por el contrario, me da gusto que lo hayas hecho. – Indicó, con una sonrisa que delataba un extremo cinismo que confundí con alegría.

¿De verás? – Pregunté entusiasmada.

Sí, de verdad. Si no lo hubieras hecho, no habrías visto lo que estaba haciendo y no estaríamos tan unidos como lo estamos ahora. – Argumentó y tomó mi mano con la suya.

¿De verdad estamos más unidos? No sé que estabas haciendo, pero pensé que era algo que no querías que viera, algo malo. Yo creí que me ibas a regañar y me dio mucho miedo. Por eso me fui corriendo. – Le expliqué.

¿Algo malo? Para nada. Es más, lo que estaba haciendo era tan bueno, que lo volveré a hacer, aquí, frente a ti. Y tú me vas a ayudar. – Me dijo al mismo tiempo que colocaba mi mano sobre su entrepierna, cubierta nada más por un delgado bóxer de corazoncitos.

En cuanto mis dedos se acomodaron sobre su sexo, aún dormido, éste reaccionó y comenzó a levantarse, comenzó a crecer al igual que otra vez mi temor, por minutos olvidado en medio de aquella plática que pensé era una muestra de que mi padre sí me quería, de que no representaba un simple objeto para él. Impulsada por la suya, mi mano dio inicio a un lento sube y baja que provocó que lo que debajo de los calzoncillos se escondía aumentara más de tamaño, hasta alcanzar la longitud que le había visto hacía unos minutos. Su mirada cambió, reflejaba lo que hoy sé era lujuria, deseo, perversión. Su respiración se aceleró y su mano libre recorrió mis piernas, causándome un escalofrío que volvió a detonar mi llanto.

No llores, mi pequeña – me pidió con falsa ternura –. No hay nada que temer, soy tu padre y nunca te lastimaría ¿Qué acaso no confías en mí? ¿Qué acaso no me amas? ¿Qué acaso no quieres hacerme feliz? Pues entonces has lo que te digo y nada más.

Las palabras de mi padre, lejos de tranquilizarme, me confundieron más de lo que ya estaba. Es cierto que quería hacerlo feliz y que intentaba confiar en él a pesar de la situación, pero también era cierto que, así no lo comprendiera del todo, lo que estábamos haciendo no era correcto, mi instinto me lo decía. Paré mis lágrimas y me dejé llevar por su malvada mano, más que por cualquier otra cosa, por miedo, a que se pusiera violento y me azotara con su cinturón o me diera de puñetazos, cómo acostumbraba hacerlo cada vez que le desobedecía.

Creyéndome más serena, Roberto se concentró en darse placer a mis costillas. Por la abertura de su bóxer, sacó esa enorme salchicha que antes viera de lejos y que al tener tan cerca me pareciera aún más grande. Me invitó a rodearla y a continuar con mis movimientos masturbatorios, ya sin la barrera que la ropa representaba. Al poco rato, de la punta corrían hilos de un líquido que asemejaba a la saliva y todo el tronco palpitaba entre mis dedos, al compás de sus gemidos y palabras de ánimo.

Sí, así. Lo haces muy bien, mi hijita. Sigue moviendo tu manita, ahora tú sola. – Me pedía.

Yo lo obedecía, conteniendo las ganas que tenía de salir corriendo. Hacía lo que me indicaba, sintiéndome cada vez más sucia, más un simple objeto por el que él no sentía el más mínimo aprecio, el más mínimo respeto. Su verga se ponía más dura y más caliente conforme me movía a lo largo de ella, y en mi pecho la sensación de vacío cada vez se hacía más grande, invadiéndome toda una vez que me dio la siguiente orden.

Ahora hazlo con la boca, mi amor. – Fue lo único que necesito decir para que yo me arrodillara frente a él y empezara a mamársela.

Las lágrimas se amontonaban detrás de mis ojos, y mis labios temblaban ante el platillo que degustarían. Él, ofreciéndome su desinteresada y valiosa ayuda, me empujó por la nuca hasta que la cabeza de su miembro quedó a la entrada de mi boca. Ya sin más remedio, ya sin otra opción que no implicara el color morado, separé mis dientes, le permití a ese monstruo entrar en mí y, fiel a su desconsideración, llegar desde el principio hasta mi garganta.

Luego de superar la arcada que lo antes mencionado me produjera, con la torpeza de mi inexperiencia, comencé a chupar aquella daga que, sin piedad, cortó en pedazos el poco amor que por mi padre aún sentía, y durante el tiempo que lo hice, durante el tiempo que mis labios se deslizaron a lo largo y ancho de su bestial herramienta, tiempo que por fortuna fue poco pues casi de inmediato se corrió, lo único que sentí fue asco, vergüenza y decepción.

¡Ah¡ ¡Sí¡ ¡Ya casi¡ ¡Ya casi¡ - Exclamó antes de inundarme la boca con su semen, el cual escupí para no ahogarme.

Habiendo saciado sus más bajos instintos, habiéndome utilizado sin importarle que fuera una niña, Roberto me empujó tirándome sobre la cama y salió de mi habitación, dejándome sola con mi confusión y mi desventura. En cuanto cruzó la puerta, corrí a cerrarla y me puse a llorar, que fue lo único que en mi situación encontraba lógico, lo único que acerté a hacer. Me dormí acostada en el suelo, y a la mañana siguiente el amanecer no me supo a lo mismo, intuía que ya nada era como antes, que todo era peor y que lo que había acontecido la noche anterior seguramente se repetiría, una y otra vez, las veces que él quisiera, siempre que así lo deseara. Supe que a partir de entonces mi vida sería un infierno, más de lo que ya lo era.

María no estaba equivocada, esa noche fue apenas la primera de muchas, la primera de otras tantas repartidas a lo largo de cuatro años, hasta llegar a dónde nos habíamos quedado: en la escena de la cocina, cuando Roberto tomaba a su hija de los cabellos y la obligaba a meterse su enhiesta polla a la boca. Cuando ella le obedecía por temor, como aquella la primera vez, como siempre que lo mismo sucedía.

Chúpamela. – Ordenó el ruin sujeto, y ella así lo hizo.

Después de tantas veces, después de tanta práctica, María, a pesar de que al hacerlo seguía sintiendo asco, vergüenza y decepción, mezclados con un desprecio que a lo largo de los años se había transformado en un infinito odio, era ya toda una experta de las artes orales, y su padre lo sabía, lo sentía, en ese intenso cosquilleo que comenzaba a subir desde sus testículos hacia su miembro, en ese placentero calor concentrándose en el glande, Roberto estaba consciente de que su pequeña era una maestra cuando de mamadas se trataba, estaba seguro de que unos cuantos segundos más le bastarían para arrancarle la eyaculación y que, de así quererlo, se correría en su boca. Cualquier otro día, esa idea le habría fascinado. Cualquier otro día, esa idea le habría encantado, pero no en esa ocasión, esa noche quería experimentar algo nuevo, algo más. Así se lo comunicó a su hija.

Detente – le mandó sacándole la verga de la boca y levantándola de las greñas –. Hoy vamos a probar algo nuevo. – Le propuso volteándola de espaldas a él y apoyándola contra el fregadero.

No, papá, por favor. – Le rogó María adivinando sus intenciones, al sentir que le subía la falda hasta la cintura.

¿No qué? ¿No papá? Parece como si en verdad lo quisieras, mi hijita. ¿Cómo te he dicho que me llames? ¿Ya tan pronto lo olvidaste? – Preguntó Roberto bajándole las pantaletas.

Perdóname, por favor. No volveré a decirte papá, pero por favor, te lo ruego, no lo hagas. – Imploró la asustada muchacha, obteniendo como respuesta un par de caricias en sus senos.

Demasiado tarde, mi amor. Demasiado tarde. – Sentenció el tipejo, colocando la punta de su falo a la entrada de la inexplorada gruta de su hija, y atravesándola en un solo y furioso impulso.

No, por favor. ¡Nooooo¡ – Gritó la lastimada chica al sentirse penetrada con tal brutalidad, al sentir el grosor de aquel endurecido pene desgarrando su piel.

Y a ese grito le siguieron otros: unos a los que nadie hizo caso, unos que de nada sirvieron pues el enloquecido individuo, respetando únicamente sus deseos, empezó a follarla con profundas y violentas embestidas que no cesaron nunca en el dolor que le producían. Con ambas manos sobre sus pechos y los labios acomodados en su cuello, su padre la penetró una y otra vez, hasta vaciarse dentro de ella, hasta estallar en un avasallador orgasmo que lo dejó más que satisfecho, un completo éxtasis que se tradujo en una incontrolable rabia por parte de su niña.

¡Eso estuvo riquísimo¡ - Exclamó Roberto, claramente complacido por lo que acababa de acaecer.

¡Qué bueno que lo disfrutaste, papito querido¡ - Dijo la chamaca, al tiempo que empuñaba un cuchillo – Porque jamás volverá a pasar. – Aseguró girando sobre sus talones y, en un arrebato de locura, cortando la garganta de su padre con el arma blanca

La herida que María le ocasionó a su progenitor fue certera y aguda. Al instante la sangre comenzó a brotar en escandalosas proporciones, arrebatándole el aliento al sorprendido y desesperado sujeto, quien con la mirada le rogaba a su hija que lo ayudara, que tuviera un poco de compasión. Pero ella ni se compadeció ni intentó auxiliarlo, se limitó a observar como poco a poco se le agotaban las fuerzas y como después se desplomaba, ya sin vida, ya sin la posibilidad de hacerle daño. Sintiéndose finalmente segura, sabiéndose al fin libre, de los maltratos y de los golpes, de las imposiciones y del sexo forzado, María caminó hasta su recámara, se vistió con su pijama y se metió bajo las sábanas. Miró hacia el cielo y sonrió de oreja a oreja. Luego, en poco tiempo, se quedó profundamente dormida. Del cuerpo de su padre, tendido sobre el piso de la cocina, ya se ocuparía mañana.