Una Vendimia Diferente
Este relato ya lo publiqué anteriormente pero si alguien vio a Calleja anoche quizás le interese.
La mañana es clara pero fresca, el sol apenas empieza a despuntar por encima de las montañas del otro lado del cañón cuando montamos en el todoterreno. Siete personas, un perro y un par de neveras, con todo tipo de bebidas y refrescos, nos dirigimos apiñados en el anciano e incombustible Nissan Patrol hacia el cañón.
Ir detrás, sentado tras la mampara de separación de la carga, me hace sentirme un poco claustrofóbico así que no me hago de rogar cuando Manu me invita a sentarme a su lado al coger el volante. Tras cien metros, nos salimos de la carretera asfaltada y entramos en un camino de tierra, ancho pero bastante maltratado por el intenso tráfico de estos días. Manu no disminuye la velocidad y el todoterreno empieza a traquetear con violencia ante la indiferencia de los pasajeros. Yo intento relajarme y no pensar en cómo será la bajada hasta el fondo del cañón. Sin aviso previo, Manu se abre, pega un frenazo y se introduce en un camino bastante más estrecho y abrupto. Por primera vez, a través del parabrisas, tengo una visión del cañón. Cuatrocientos metros más abajo, el rio, embalsado, fluye perezosamente bajo la bruma matinal estrechamente encajonado. Una abrupta ladera, cubierta casi sin interrupción por viñas nos separa del río. Las cepas le dan al cañón un vivo color verde que contrasta fuertemente con el aspecto seco de los matorrales y peñascos que las rodean. El camino culebrea y se retuerce por la ladera siempre hacia abajo, siempre estrecho. El único quitamiedos que existe lo hemos dejado atrás y sólo la habilidad del conductor con el embrague y la doble tracción del vehículo evitan que salga corriendo de allí de vuelta a casa.
Llegamos a la primera curva de herradura, Manu se abre y se acerca todo lo posible a la pared de roca, pero la curva es demasiado cerrada para tomarla de una vez, así que frena al borde del precipicio pone la marcha atrás y poco a poco, después de un momento de indecisión, las ruedas muerden la tierra del empinado camino y se separan del borde lo suficiente para poder tomar la curva.
Ahora soy yo el que está del lado del rio, afortunadamente no tengo vértigo y asomo la cabeza por la ventanilla para ver un poco más allá del borde. La inclinación de la ladera es tal que me da la sensación de que si tiro una piedra podré llegar al río. Las cepas se disponen en bancales de un metro y pico de altura, protegidos de la erosión por muros de piedra. A medida que bajamos por el camino vamos dejando atrás filas y filas de cepas, filas y filas de muros constituidos por pequeñas piedras irregulares cuidadosamente colocadas. No puedo evitar pensar mientras observo el espectacular paisaje que estos gallegos están majaretas.
Manu me mira y sonríe divertido, sabe exactamente lo que estoy pensando. Otras dos curvas más y nos encontramos con el jefe. El padre de Manu conduce con parsimonia un tractor que podría ser el abuelito del Patrol, en el remolque lleva un ciento de cajas de fruta vacías. Manu no puede adelantarlo así que se adapta al lento ritmo del tractor. Al fin llegamos a la viña y dejamos de dar botes en el todoterreno.
Estamos unos cien metros por encima del nivel del agua y la viña se extiende a nuestros pies por dos estrechas laderas separadas por un arroyo seco hasta acabar dos o tres metros por encima del rio. La ladera es tan inclinada que algunos muros llegan a tener más de dos metros de alto. Cuando me acerco y la inspecciono un poco más de cerca veo que los bancales son estrechos y tortuosos adaptándose a la orografía del terreno y a veces quedan obstruidos parcial o totalmente por una roca. Tras unos segundos se me ocurre una pregunta:
—¿Cómo diablos se supone que vamos a bajar al fondo de la viña?
—Tienes dos opciones: —responde un tipo flaco con bigote que rondara la cincuentena— Puedes ir rodando, o puedes utilizar los escalones —añade indicándome un punto del muro en el que me encuentro.
Entre las ramas de las cepas logro distinguir una pequeña sección del muro que tiene tres o cuatro piedras más largas que el resto y que sobresalen del muro a modo de peldaños.
Cojo un par de cajas vacías y me dirijo a los peldaños con Brais, que así se llama el tipo, pegado a mis talones. Avanzo por el bancal con cuidado intentando no pisar ningún racimo y tratando de no tropezar con la apretada red que forma el ramaje de las cepas.
Finalmente llego a los peldaños y los bajo apoyando mi mano libre en las piedras del muro. Cuando me dirijo al muro siguiente veo sorprendido que los siguientes no están ahí. Brais me aparta divertido y se dirige a la derecha, atraviesa de un salto el arroyo seco y da con otra serie de peldaños. Apenas soy capaz de seguir a ese tipo delgaducho y canijo que se desplaza con la naturalidad de una lagartija por la empinada ladera.
Tras cinco minutos, al fin conseguimos llegar al fondo, la bruma está levantando y el día en esas laderas expuestas al sur promete ser caluroso. Saco mis tijeras de podar y comienzo a echar racimos en la caja. Descubro con sorpresa que es la primera vendimia en la que no voy a tener que agacharme ni adoptar ninguna postura rara. Los racimos del bancal superior están a la altura de mi cintura. Los racimos de uvas tintas son pequeños, cojo una uva y la estrujo entre mis dedos con curiosidad, el zumo es transparente, no rojo y está muy dulce.
Soy el último en arrancar. Cada uno coge un bancal y se desplaza por el recogiendo los racimos que quedan a su paso. El perro se desplaza hábilmente por la viña a pesar de su pequeño tamaño zampándose las uvas que caen al suelo y quedan olvidadas. Cuando al fin termino de llenar mi caja me doy cuenta; ¿Cómo demonios las suben hasta el remolque que nos espera en la parte superior de la viña?
La respuesta no tarda en llegar, Manu aparece en respuesta a un berrido de Brais y ayudado por éste se echa la caja de fruta con veinte kilos de uvas al hombro y comienza a subir los peldaños. Joder que si están locos, pienso mientras me echo mi caja llena al hombro. Las aristas de plástico de la caja atraviesan el acolchado de mi chaleco y se hincan en mi hombro, avanzo por el bancal desequilibrado, tropezando con las ramas de las cepas que se obstinan en retrasarme, en pos de Manu. En mi apresuramiento tropiezo y estoy a punto de caer, un hombre mayor me para y me indica cómo colocar la caja, el truco es poner la mitad en el hombro y la mitad en la chepa, inmediatamente noto como cambia el centro de gravedad y ya no necesito hacer fuerza con el brazo para mantener la caja en su sitio ni agarrarme a ningún sitio para mantener el equilibrio.
—¡Vamos leonés! —grita Manu, que ya ha llegado arriba.
A falta de tres muros noto como las piernas empiezan a doler, por mi frente corre copioso el sudor mientras que el mosto escurre por los agujeros de la caja tiñendo mi chaleco. Cuando llego al remolque jadeando y me quitan la caja de los hombros apenas puedo contener el temblor de mis piernas, el último saltito para atravesar el arroyo casi acaba conmigo. Me ofrecen una coca cola y la apuro de un trago.
Descanso unos momentos más y bajo de nuevo con otra caja vacía, pero esta vez procuro elegir un muro que esté más cerca de la cima. A lo largo de la mañana, mientras yo cargo las pocas cajas que vendimio, Manu y su hermano se dedican a recoger las que llenan el resto de vendimiadores que no pueden con ellas, las mujeres y los más mayores, sin aparente dificultad. A pesar del duro trabajo y del calor, el ambiente es distendido y las bromas y los comentarios, algunos bastante picantes, vuelan de un lado al otro del arroyo.
A eso de las once, con el sol ya alto, hacemos un pequeño parón, las botellas de plástico con agua y refrescos, vuelan de muro en muro hidratando al personal. De repente el sonido de un motor interrumpe las conversaciones, asomando por un recodo, rio arriba, aparece un catamarán atestado de turistas, los tipos nos hacen fotos y nosotros saludamos, capto un movimiento por el rabillo del ojo y dándome la vuelta veo correr a los dos hermanos como liebres entre los bancales hasta lo alto de una peña donde se bajan los pantalones y se palmean el culo sonoramente. Los turistas se callan y nosotros reímos y aullamos como si estuviésemos en Braveheart.
Reiniciamos la vendimia con una sonrisa en los labios yo sigo pensando; estos gallegos están majaretas.
Cuando llego arriba con mi quinta caja el jefe se acerca:
—Manu, ¿Cuántas cajas llevamos?
—Unas sesenta —responde el aludido.
—Pues coge al nuevo y vete a despalillarlas. Necesitaremos esas cajas para la tarde. Aquí ya terminamos nosotros y el resto de las cajas las subimos con el tractor pequeño.
—Ya has oído Leones, —dice Manu asegurando las cajas con una cuerda— sube.
Trepo como puedo y me siento sobre el guardabarros de la rueda trasera donde el vetusto cacharro tiene un par de asideros para agarrarme.
El tractor arranca con un tirón, veo que Manu conduce siempre con la misma ausencia de delicadeza.
—¿Nunca ha caído ningún tractor por ahí abajo? —preguntó yo a través del estruendo del motor diésel revolucionado al máximo para poder elevar por el empinado camino la tonelada y pico de uvas.
—No, bueno, en realidad sí —responde Manu apartando la mirada del camino para contestarme— un vecino se olvidó poner el freno de mano. El remolque quedo en una repisa unos pocos metros más abajo, pero el tractor fue dando tumbos hasta abajo, sus cachitos más bien.
Manu interrumpe la explicación porque llegamos a la curva donde tuvo que maniobrar con el todoterreno. Gira el volante, de dirección insistida como la llama él, hasta el tope y frena las ruedas de un lado, le da un pisotón al acelerador, el motor jadea suelta una voluta de humo negro por la chimenea y con una especie de trompo consigue librar la pared de roca por unos milímetros. Una vez pasado lo peor se relaja y sigue contando batallitas. Por lo que se ve, le encanta acojonar al personal y cuenta divertido como en cierta ocasión dos holandeses besaron el suelo cuando volvieron de una visita al cañón.
La bodega está en una de las dependencias de la casa. Mientras Manu maniobra, yo me bajo y echo un vistazo. Es pequeña con ocho o nueve pequeños depósitos y una capacidad de unos treinta mil litros. Todo está limpio y cuidadosamente colocado. En el medio de la bodega hay un artefacto del tamaño de un baúl grande de acero inoxidable. En el interior hay un tornillo sin fin que acaba en un agujero, de la parte inferior sale una gruesa manguera que se conecta a una bomba, la cual está conectada a su vez a otra manguera que acaba en uno de los tanques.
Abro de par en par la puerta para que Manu pueda meter el culo del remolque en el local. Manu inclina un par de grados el remolque, baja del tractor y conecta la despalilladora, el tornillo sin fin se pone en movimiento con un sonido atronador que reverbera en las paredes de la bodega y en las cubas vacías. Manu me hace una seña, cogemos una caja, cada uno por un asa y volcamos en la despalilladora su contenido, el tornillo sin fin coge los racimos y los empuja por el agujero, escupiendo el esqueleto de los racimos por una pequeña abertura al suelo de la bodega mientras las uvas van a parar al depósito de acero.
Trabajamos durante uno minutos hasta que terminamos con las dos primeras fila de cajas.
—Leonés, sube al remolque y acércame las cajas —me grita Manu al oído mientras sonríe.
Subo al remolque y de repente me doy cuenta porque se ríe Manu. Por fin ha conseguido acojonarme. A mi alrededor, atraídas por el dulce mosto de las uvas, zumban varias decenas de avispas, algunas del tamaño de avionetas. Nunca las he tenido demasiado miedo, de hecho en alguna ocasión he matado alguna con la mano desnuda, pero el ver a tantas juntas y tan grandes hace que todo mi cuerpo se encoja instintivamente
Al ver mi cara de susto me dice que no las haga caso, que están borrachas y si no hago aspavientos no me harán nada. Yo me repongo y cojo la primera caja apartando suavemente dos avispas que están posadas en el asa. Tras tres minutos de estrés veo que el tipo tiene razón, me relajo y termino acostumbrándome al zumbido de los insectos mientras trabajo.
Cuando terminamos Manu hecha un manguerazo al remolque y a las cajas justo cuando llega el resto de la cuadrilla.
El calor es fuerte y como el jefe no tiene mucha prisa, la comida y la sobremesa se alargan hasta que el sol no aprieta tanto.
Esta vez nos llevan a otra viña no tan abajo, ahora me toca ir detrás en el Patrol, pero olvido mi claustrofobia viendo como Brais ronca sonoramente mientras el todoterreno va dando bandazos por el camino de cabras.
La nueva viña está a la sombra por las tardes y además ha comenzado a correr una ligera brisa así que el trabajo no es tan penoso, cosa que agradecemos porque la gente ya empieza a estar un poco tocada. Por este lado del cañón el rio hace una amplia curva a la izquierda, lo que me permite ver una panorámica de la ladera del cañón plagada de viñas con un dédalo de pistas recorriéndolas y separándolas.
Cuando llegamos de nuevo a la bodega, con el ocaso, un guiso de jabalí con castañas nos está esperando, comemos, bebemos y charlamos animadamente, yo cuento mi aventura con las avispas provocando la hilaridad general y Brais fuma y bromea haciéndole proposiciones más que indecentes a las mujeres jóvenes y viejas, que lo ignoran sistemáticamente.
Cuando me despido, rendido, aún quedan jugando la partida y tomando licor café.
Al llegar a casa me ducho y me miro al espejo. Tengo el rostro rojo por el sol y el aire, un par de moratones en las espinillas, una rozadura en el hombro y una marca roja en el pescuezo justo donde se clavaban las aristas de las cajas, pero lo que el espejo no devuelve es la sensación de vivir un día muy especial y no puedo evitar repetir con una carcajada: ESTOS GALLEGOS ESTÁN MAJARETAS.