Una teoría compleja para un amor eterno, 3

Dos historias de bar, dos confesiones, dos maneras de perder la fe en el amor

NOTA: LA SEGUNDA PARTE NARRADA POR FRAN

CAPÍTULO V

HISTORIAS DE BARES . Episodio 1

15 de julio de 2015

17:00

Julián

Los bares son lugares donde la gente se quita la careta.

Todos somos arrogantes, felices, crueles… Hasta que nos sentamos en un taburete circular frente a un camarero que nos ofrece la mejor de sus sonrisas y, lo que es más importante, no nos juzga por lo que somos, si no por lo que tomamos.

Yo, como camarero, siempre he pensado que somos los psicólogos de nuestra clientela. Escuchamos los problemas del ciudadano procurando no manifestar nuestras ideas.

Política, futbol, toros. Son temas eternamente manidos en conversaciones a la luz de unos focos halógenos.

Pero a mí, dada mi situación sentimental, los que más me gustan son los problemas del amor.

Un cliente pasado de copas puede ser el libro abierto que lees antes de dormir. Desnuda su alma como pocas veces lo hace en su vida.

Ricos y pobres, guapos y feos, gordos y flacos, alfas y omegas. Todos se rinden ante una Mahou clásica o un wiski con hielo.

Y te brindan temores, traiciones o filias ocultas. Sentimientos obscenos que, en plenas facultades etílicas no osarían  descubrir.

Y ahí estamos nosotros, los San Pedro de los sentimientos, abriendo el grifo de las anécdotas y de las vergüenzas.

Todas las historias son interesantes y de todas ellas aprendes algo. Desde la forma de freír un huevo, hasta cómo conseguir un squirt sólo con tus dedos.

Es fascinante escuchar las conversaciones de barra mientras secas los vasos limpios y los clientes te invitan a participar de sus diálogos.

Y participas limpiamente, sin comprometer la fidelidad de tus parroquianos. A fin de cuentas, tienes un negocio que sacar a flote. Tu economía depende de ese bar y no quieres perderlo.

Acababa de abrir el bar cuando mi primer cliente apareció por la puerta. Ni siquiera me había dado tiempo a poner la primera canción.

-          Buenas tardes caballero. Deme un segundo y estoy con usted.

-          No hay problema.

Sin mirar siquiera quién había entrado, me encaminé hacia la mesa de música. Seleccioné la primera canción que pincharía hoy y le di a reproducir. Comenzaron a sonar los primeros acordes de “Corcovado (Quiet nights of quiet starts)” la dulce voz de Antonio Carlos Jobim y la suave melodía que desprendía el saxo de Stan Getz, algo relajante para empezar la tarde y preparar todo con un poco de relax.

Fue entonces cuando me situé detrás de la barra y observé al cliente.

Era la primera vez que le veía en mi bar, o al menos no lo reconocía. Vestía impecablemente, con traje de chaqueta y corbata bien anudada. Un tío con clase y buen porte. Guapo a la vista (sin ser mi tipo). Con barbita de una semana, bien arreglada y un cuerpo trabajado en el gimnasio. Sin duda alguna era un tipo que cuidaba su imagen.

-          ¿Qué desea tomar?

-          ¿Qué me ofrece?

-          Tengo de todo pero aquí, normalmente piden cervezas.

-          Pues póngame un tanque de barril.

-          Marchando.

Como a cualquier cliente nuevo, te esmeras en que todo quede a su gusto. Cerveza de barril bien tirada y a su justa temperatura, con su dedo de espuma para que retenga los aromas y sabores, y un platito de aceitunas para evitar el mareo que brinda la primera ronda en ayunas.

-          Aquí tiene.

-          Gracias.

-          ¿Es la primera vez que viene aquí?

-          Sí. Me lo recomendó un amigo. Dice que el local es muy acogedor y que ponen buena música. He decidido juzgar por mí mismo. Por cierto, mi nombre es Fer.

-          Encantado Fer, soy Julián. Dígale a su amigo que le agradezco la publicidad que hace de mi local y que, cuando venga, tiene una ronda gratis.

-          Se lo diré. Pero, por favor Julián, tutéame que somos dos iguales. No nos debemos nada. Bueno, yo sí te debo la cerveza.

-          Si te comprometes a volver, invita la casa a esta primera.

-          Muchas gracias. Volveré, eso seguro.

Aquél hombre de aspecto fornido tenía la apariencia de  una persona segura de sí misma, lo que se denomina “un macho alfa”, de ese tipo de personas que son capaces de tirarse hasta su propia hermana con tal de aumentar su ego.

Pero yo, con mi mirada crítica, supe inmediatamente que Fer era todo fachada. Tras ese cuerpo tonificado se apreciaba un chico asustado e introvertido. Una persona con algún trauma no solucionado y que se apoyaba sobre sus hombros como un amigo borracho saliendo de una discoteca.

No pregunté por su angustia. El cliente paga, el cliente manda y yo estaba dispuesto a escuchar si él, algún día, estuviera decidido a contarme su historia.

Este hombre volvió. Siempre a la hora de abrir el bar. A veces se quedaba casi hasta que cerraba, otras hasta la hora de cenar, y unas cuantas no permanecía allí más de un par de cervezas.

Su gusto por la música que sonaba era evidente. Cabeceaba con cada tema dependiendo de las revoluciones de lo que sonaba. Muchas veces me miraba y asentía, como felicitándome por mi excelente gusto al seleccionar la música.

Y yo, como buen barman, me empapé de sus gustos y prioridades, y trataba de poner SU música hasta que se marchaba, si era temprano, o hasta que se llenaba el bar.

Como siempre era el primero, charlábamos de muchas cosas. Al principio eran cosas sin importancia, música, películas, libros…. Era un hombre culto también. Y educado. Jamás le vi una mala palabra a nadie, y sabe Dios que la gente bebida puede ser muy molesta en ocasiones. Pero Fer nunca dio muestras de hartazgo ni de cólera con ningún cliente, siempre los despachaba con tranquilidad y buenas palabras.

Tampoco le vi nunca un acercamiento hacia ninguna mujer. No sabía si estaba casado o soltero, pero nunca intentó ligar con ninguna y, las que intentaban hacerlo con él, eran obsequiadas con una ronda gratis por su parte y un pacto de no agresión por parte de ambos.

Este aspecto de su carácter me intrigaba bastante. No creía que fuera homosexual, pero nunca se sabe, las preferencias sexuales nada tienen que ver con el aspecto. He visto gais más machos que yo, y heteros con más pluma que Boris Izaguirre.

Una tarde, recién abierto el local, nos encontrábamos él y yo hablando, como normalmente hacíamos cuando no había nadie más. Un tema llevó a otro y, al final, acabamos hablando del amor.

-          Mira Julián, el amor está sobrevalorado. Es algo efímero que igual que viene, se va. Y por el camino deja un reguero de podredumbre y desechos.

-          No estoy de acuerdo Fernando. El amor es el sentimiento más profundo que un ser humano puede sentir. Nosotros hablamos del amor entre una pareja pero, ¿qué hay del amor a un hijo?, ¿o a un padre? No hay nada tan puro como el amor.

-          No creo que ese sentimiento pueda adjetivarse como puro, sino como egoísta. Tu  amor es tuyo y la otra persona puede no sentir lo mismo por ti.

-          ¡¿Egoísta?! No hay acto altruista más grande que el amor. Cuando quieres a alguien se lo das todo sin esperar nada a cambio.

-          A eso me refiero, Julián. Tú lo das todo, pero la otra parte sólo recibe.

-          ¿Qué carajo te ha pasado a ti con el amor? No creo que tu actitud sea provocada por que sí. Algo habrá detrás de esa fachada.

-          Pues sí. Mi historia es muy simple y a la vez muy compleja.

Lo que voy a narrar a continuación es la historia de Fer tal y como me la contó:

“Hace ya algunos años que terminé la Universidad. No fueron tiempos agradables para mí. Mi aspecto era muy diferente al que es ahora.

Con veinte años era un chico flacucho y desgarbado. Unas gafas de pasta adornaban mi cara y mis orejas parecían las alas de un avión a punto de despegar. Inseguro y reservado, era el blanco fácil de todas las burlas de mi facultad.

Los estudios me iban fenomenalmente bien, y esperaba graduarme sin problemas en tres años.

Lo que ya no funcionaban tan bien eran mis relaciones personales. Los que yo creía amigos míos, resultaron ser meros espectadores de mi caída a los infiernos.

Lógicamente no tenía pareja, ni la había tenido anteriormente. Era un capullito imberbe.

El tema era que intentaba salir de fiesta lo máximo posible para intentar cambiar mi suerte, pero ni por esas.

En una de las fiestas universitarias mis amigos me presentaron a una chica de otra facultad. Su nombre era Marta y me gustó mucho.

Era una chica sencilla. Guapa, sin duda alguna, y muy simpática. Estuvimos toda la noche bailando y riendo, y pensé que ahí había futuro.

¡Que iluso fui!

Casi un año me pasé tras ella, siguiéndola como un cachorrito e invitándola a copas en cada fiesta en la que nos encontrábamos. Intenté indagar sobre su vida, pero nadie me daba ninguna pista. Sólo necesitaba algún dato que permitiera que pudiera acercarme a ella, para que se fijara en mí. Así que una noche de las que me la encontré, me lancé a la piscina.

Y estaba vacía.

Cuando llegué a la discoteca con mis amigos, ella ya estaba bailando con sus amigas. Nosotros nos acercamos como de costumbre, ya que algún amigo mío había tenido “más que palabras” con las chicas del grupo. Inmediatamente me situé a su lado para saludarla e intentar conseguir algún avance con mi amada.

Ella parecía estar receptiva. En todo momento me miraba y bailaba a mi alrededor, contoneándose.

Me puse muy nervioso ya que mi táctica de no rendirse por fin daba resultado.

No se las veces que acudí a la barra en busca de otro cubata. Debido a mis nervios se me escaparon de las manos dos o tres y no pude casi ni probarlos.

Yo iba con la idea prefijada de intentar algo esa noche. Me la había fijado como punto de inflexión.

Y vaya si lo fue.

Me acerqué más a ella y le solté, a bocajarro, que me gustaba y que quería algo más que una simple amistad con ella.

Me rechazó. Con buenas palabras, pero me rechazó. Y a mí me pareció que era más por “el qué dirán” que porque no le gustara.

Intenté hablar con ella para que reflexionara, para que me diera una oportunidad de demostrarle que era un buen chico, que la quería, y que podríamos ser muy felices juntos.

A cada intento mío, ella se ponía más agresiva conmigo. Me decía que la dejara tranquila, pero yo no podía dejarlo pasar.

Hasta que se enfrentó a mí y me dijo que era lesbiana y tenía novia.

Yo no le creí, pensaba que era una argucia para que le dejara tranquilo. Yo me hice el valiente y le contesté que me lo demostrara.

Para mi sorpresa, agarró a una de las chicas que estaban con ella, y se besaron con ganas. Luchando con las lenguas como si alguna tuviera que ganar el combate.

No pude soportar la humillación.

Todos mis amigos se reían de mí y sus amigas se descojonaban. Fue el momento más humillante de mi vida. Pero no el más ridículo, ya que al girarme para salir del local, debí resbalar con una rodaja de limón o un cubito de hielo. Mi cuerpo se desequilibró y las piernas se fueron hacia delante mientras mi torso se dirigía en dirección contraria.

Me pegué una hostia de campeonato.

Era lo que me faltaba para que el grupo terminara de disfrutar del espectáculo.

Hundido moralmente y sucio por el serrín del suelo me fui a casa. Solo.

Nadie me llamó para interesarse por mí. Nadie se acercó a mi casa para preguntar si necesitaba algo. Solo. Así me encontré, solo.

Pasé el resto de mis estudios universitarios huyendo de todo el mundo. Mis amigos fueron los libros y ya no volví a acudir a ninguna fiesta.

La humillación hacia mi persona no sólo se quedó en aquella noche. Lo ocurrido en la discoteca se difundió y, en una semana, todos me conocían como “el pagafantas”.

La gente que pasaba por mi lado se burlaba de mí y los que estaban lejos me señalaban y se reían. Eran crueles y mezquinos conmigo.

Terminé los estudios y decidí salir de aquella ciudad de mierda que tanto daño me había hecho.

Con mis notas, no fue difícil encontrar trabajo. Elegí una ciudad costera para no desvincularme del clima, era lo único que apreciaba de mi ciudad.

Mi transformación en mi nuevo lugar fue radical. Quería dejar atrás esa persona retraída e introvertida, para intentar ser más sociable. El cambio de aires me beneficiaría.

Nada más llegar, localicé un gimnasio y empecé a cambiar mi aspecto físico.

Pronto empezaron a salirme citas y a satisfacer mis deseos sexuales.

Eso eran las mujeres para mí. Carne y agujeros para follar.

Empezaba a ser un experto en eso de seducir mujeres. No tenían misterio para mí. Sólo había que saber elegir y jugar tus cartas con elegancia.

Las más facilonas eran las mujeres maduras. Ellas, hartas de follar (o de no follar) siempre con el mismo, apreciaban que un hombre joven y atractivo las intentara seducir.

Otro grupo fácil de encamar eran las divorciadas. Estas mujeres que terminan de finiquitar su relación, son como un petardo a punto de explotar. Puro fuego en la cama y nunca se niegan a nada, siempre están dispuestas a satisfacerte para que veas que son dignas de tu polla.

Pero la mujer que más me marcó, ni era divorciada ni madura. Apenas tendría 30 años y, por lo que sabía, estaba casada y tenía un hijo de corta edad.

El encuentro fue casual, teniendo en cuenta que yo siempre voy de caza. Estaba en un restaurante, preparado para cenar, cuando la vi entrar. Parecía que le estaba esperando una pareja más mayor. Se dirigió a ellos y se saludaron cordialmente. Entendí que era una cena de negocios o algo similar.

Durante la cena, no dejé de mirarla. Mis ojos se centraron en ella, esperando que la telequinesia funcionara, pero no había manera, esa idea de la mente era una farsa.

En uno de los descansos entre plato y plato, la mujer se levantó y se dirigió al servicio. Ahí pude apreciar bien su físico.

Elegantemente vestida, lucía una falda de tubo hasta la rodilla y una chaqueta de vestir que combinaba con la falda, como si llevara un traje. Sus pies se calzaban con unos zapatos negros con tacón. Pero no un tacón de aguja, un tacón sofisticado, elegante.

Su cuerpo era delgado, pero no se le intuía ni un culo prodigioso ni unas tetas exageradas. Eso sí, desprendía sensualidad a cada paso.

Me levanté de mi mesa y fui rápidamente hacia el baño con la finalidad de abordarla. La alcancé justo en el distribuidor de los baños. Cogí el pomo de la puerta y la abrí gentilmente. Ella se quedó mirándome con cara de incredulidad y me retiró la mano con un “puedo yo sola, gracias”.

-          Con carácter, como a mí me gustan.

-          Tú no has conocido una mujer con carácter en tu vida, chato.

-          Pues déjame que cumpla mi deseo.

-          Tus ganas, listillo.

Aquella primera conversación me dejó claro que esa mujer merecía la pena. Tenía que conseguir follármela. Como fuera.

Esperé pacientemente a que saliera del baño y la volví a abordar.

-          ¿Aún estás aquí?- dijo ella.

-          Quería disculparme por mi actitud. Yo no soy así. Soy un tipo educado y no entiendo como he podido faltarle al respeto de esa manera.

-          No se preocupe. Todos tenemos un mal día.

Parecía que empezaba a ablandarse. Mi presa había bajado la guardia.

-          Si no le importa, me gustaría invitarla a una copa fuera de aquí.

-          Lo siento mucho, pero estoy en una reunión muy importante y no puedo escaquearme.

¡Mierda! Una mujer con escrúpulos.

-          Entonces, le doy mi tarjeta y cuando le venga bien me llama para pagar mi deuda.

Esa mujer aceptó mi tarjeta haciendo una mueca de desagrado con la boca.

-          Se la acepto por no ser descortés, pero no se crea que voy a llamarle.

-          Está en su mano. O mejor dicho, en su móvil.

La mujer sonrió y se marchó a su mesa.

Desde ese momento me miró varias veces mientras cenaba, y siempre me encontró mirándola con una sonrisa en los labios.

Terminaron de cenar y se dirigieron a la salida. Justo cuando pasó por mi lado aceleró el ritmo y se alejó rápidamente.

Sería complicado que me llamara, pero no imposible.

La semana pasó sin noticias de ella. Ya había olvidado el incidente del restaurante y mi vida trascurría lejos de esa mujer.

Un sábado por la mañana, mientras hacía ejercicio, mi teléfono sonó. En la pantalla aparecía un número que no tenía registrado.

Descolgué.

-          ¿Dígame?

-          Hola, soy la mujer del restaurante del otro día. ¿Sigue esa invitación vigente?

Quedamos en un bar a tomar un café. Pero, nada más verla, ya sabía que había ganado. Vestía muy elegante pero provocativa.

Su manera de andar, altanera, demostraba que era una mujer de alto poder adquisitivo y que no había pasado necesidades económicas.

Se sentó frente a mí y me dijo firmemente.

-          Seguramente hoy acabemos follando. Pero no te hagas ideas raras porque estoy casada. Será esta vez y ya.

-          No me importa que estés casada, no soy celoso. Y, en cuanto a que sólo será una vez, voy a poner todo de mi parte para que esa vez sea inolvidable para ti.

No necesitamos más palabras, pagué mi consumición y nos dirigimos a un hotel cercano.

Pagó ella y, nada más cerrar la puerta de la habitación, me lancé a devorar sus labios. Nuestras lenguas se fundieron en una sola.

Mis manos recorrían todo su cuerpo como queriendo evaluar la mercancía. Un cuerpo fino del que destacaba un culito, no muy grande, pero sí bien puesto. Sus tetas eran medida estándar, algo caídas pero aún erguidas debido a su joven edad.

Desabroché el cierre de su pantalón y apareció ante mí unas braguitas de encaje que trasparentaban más de lo que tapaban.

-          Sabías a lo que venías.

-          Calla y sigue como hasta ahora, que no he venido a hablar.

Después de su contestación, decidí ir al grano que, al parecer, era lo que ella quería.

Desabotoné lentamente su blusa, mientras besaba su cuello e iba bajando sobre su pecho. Portaba un sujetador a juego con las braguitas. En él, se transparentaban, claramente sus pezones y unas areolas grandes y negras. Creo que nunca vi unos pezones tan negros, en mi vida y, te puedo asegurar que he visto unos cuantos.

En cuanto estuvo desnuda la tumbé sobre la cama, en el borde. Ella abrió las piernas y pude apreciar un coño depilado totalmente. Sus labios sobresalían pareciendo realmente una boquita cerrada. Su clítoris, escondido, no hizo acto de presencia hasta que yo lo reclamé. No había flujo saliendo de su coño, ni humedad que reluciera, ni siquiera el interior de su agujero estaba empezando a lubricar. Aún no estaba excitada.

Comencé a besar sus labios vaginales, con delicadeza, tratando de hacerla entrar en calor. Sólo algún ligero gemido me decía que iba por buen camino. Y empezó a mojar.

Al notarlo, introduje mi dedo corazón en su cueva, y empecé a rozar la parte alta de su vagina. Entre este acto y las succiones a su clítoris, se corrió rápidamente y sin emitir mucho ruido.

Al relajarse, se incorporó y me hizo ponerme de pie. Me desnudó y, sospesando mi polla, empezó a masturbarla delicadamente. Cuando se cansó de frotarla, la introdujo en su boca. Se le notaba poca experiencia, pero el morbo del momento hizo que me gustara sobremanera.

Varios minutos estuvo engullendo mi falo, tratando de demostrar que sabía lo que hacía, hasta que decidí parar la mamada y comenzar el coito. Volví a tumbarla y me posicioné entre sus piernas. Introduje mi polla en su coño, poco a poco, notando cada sensación que descubría mi amante, hasta que llegué al fondo. Esperé unos segundos y volví a sacarla lentamente. Así estuve un buen rato mientras aumentaba el ritmo y la profundidad de las penetraciones, hasta que se volvió a correr.

Esta vez fue un orgasmo más largo y con bastantes más jadeos por su parte. Le gustó. No esperaba ese orgasmo tan potente.

Me miró seriamente y se separó de mí.

Se puso a cuatro patas y me miró a los ojos.

-          Ven, termina tú.

No entendía lo que sucedía, pero hice caso a su súplica. Me coloqué detrás y la introduje con suavidad, nuevamente. Empecé a bombear vorazmente hasta que me corrí.

Me tumbé en la cama para recobrar el aliento mientras ella se marchó al baño para limpiarse.

A los cinco minutos volvió y, sin decir nada, se vistió y se marchó.

Estaba seguro que había disfrutado, pero su actitud me dejó descolocado. No sabía si la volvería a ver.

Tres semanas después volvimos a quedar, y se convirtió en algo rutinario. Cada dos semanas teníamos un encuentro en el mismo hotel de la primera vez.

El sexo entre nosotros cada vez era mejor. Habíamos aprendido el uno del otro y sabíamos qué teclas tocar para hacer sonar la música de nuestros orgasmos.

Surgió una complicidad que empezaba a parecer otra cosa.

Me enamoré.

Otra vez.

Yo, que me juré no hacerlo nunca más. Pero es que esa mujer me ofreció algo más que sexo. Las charlas post- coito eran tan deliciosas como el polvo de antes.

Y notaba que ella también estaba a gusto conmigo. Eso se ve. Si una persona no está bien a tu lado no repite cada dos semanas el encuentro.

Una tarde, después de arrancarnos mil orgasmos, se lo dije.

-          Creo que me estoy enamorando de ti.

-          No, ¡por favor! No lo hagas.

-          ¿Por qué?

-          El amor es una mierda. El amor es un sentimiento que nubla los sentidos y que no permite actuar con sensatez. Créeme, es mejor no amar.

No quise ahondar en el tema, pero entendí que ella no me amaba a mí.

Sólo volvimos a quedar dos veces más. La última vez, sin yo saberlo, me hizo el amor. Al irse de la habitación, un reloj de oro (carísimo) estaba esperándome junto a una nota que decía:

Esto en agradecimiento por los momentos que hemos pasado”

Ahora sé que quería agradecerme los momentos que pasamos juntos.

No la volví a ver. La llamé durante varios meses y nunca me contestó al teléfono.

Entendí que nuestro momento había pasado e intenté olvidarme.

Así que, después de amar dos veces y fracasar. Dime Julián.

¿Cómo crees que puedo hablar bien del amor?  Yo ya no ofrezco nada, sólo recibo. Así nunca pierdo.”

CAPÍTULO VI

LENGUA VIVA, CORAZÓN MUERTO SOBRE FONDO ALCOHOLIZADO

15 de julio de 2015

23.30

Jose.-

  • … pues claro que sí, dicen que solo los niños y los borrachos dicen la verdad, je, je, y yo, ahora mismo voy un poco tocado.

Allí estuve esperando ese 27 de octubre de 1996.  Había quedado a las 20:15, en la marquesina donde le pedí salir, con un ramo de rosas que me costó 5.000,00 ptas., de las de antes, no como ahora que con 30,00 €.- no compras una mierda.

¿Sabéis? Me vestí como un pincel, quería demostrarle que yo podía vestir igual de bien que ellos, que yo no era inferior a nadie, que si vestía con vaqueros y deportivas era porque quería marcar una diferencia. Tú me conocías por aquél entonces, Puertas, sabes que yo era legal, pero el cabrón de Juan Carlos me estuvo tocando los cojones desde hacía dos semanas.

Casi todos los días me decía que se la follaría, hasta me dio unas bragas el muy cabrón. Debí haberle partido la puta boca.

Toma, toma, otro tercio para ti y otro para tu colega. Como iba diciendo había quedado a las 20:30 y ella no aparecía y yo sosteniendo mi ramo de rosas como un idiota. Recordé la canción de Javier Krahe, la de Marieta, qué cabrón, encaja como un guante para describir ese momento

Y yo allí con mi flor como un gilipollas, madre

Y yo allí con mi flor como un gilipollas

Qué grande es Krahe, joder. Venga, va que me tomo yo otro tercio. No me miréis así chicos, un día es un día y hoy paga la casa.

Repasemos el escenario, tronkos. El gilipollas, la marquesina de los cojones, el puto ramo de rosas, las bragas en el bolsillo y el reloj que iba lento, pero lento, lento del copón. Las 20:45 y ella no venía. Las 21:00 y ella no venía. Y mi alma se perdía, ¿os lo podéis creer? Mi corazón, ese músculo que tenemos aquí, a la izquierda, latía despacio, despacio, y sentía cómo me invadía el dolor, poco a poco, como si fuera miel derramándose sobre un tapete, un dolor espeso, un dolor que te marca, que sabes que lo va a cambiar todo y no me podía mover de la puta parada del autobús.

Desde ese malhadado 27 de octubre de 1996 me he estado preguntando todos los días por qué demonios no me fui a tomarla por ahí. ¿Sabéis? Podría haber ido a su casa, a buscarla, pero, coño, tenía que decidir ella. Yo sabía perfectamente bien que algo malo le estaba pasando. Desde el día que se compró el móvil supe que algo no iba a ir bien pero no supe reaccionar, o no pude hacerlo, ¿qué más da? ¿sabéis lo de la enfermedad de Thomsen? Veréis, chicos, hay una variedad de cabras que se llaman “desmayadas” y tienen esa concreta  deficiencia. Lo que les pasa es que cuando viene un lobo se quedan totalmente paralizadas, que me condenen si no fue eso lo que me ocurrió. Me quedé paralizado. No supe hacer nada que no fuera quedarme quieto con el ramo de rosas, las bragas que me dio el mamón de Juan Carlos en el bolsillo y morirme minuto a minuto en una larga agonía.

Lo más gracioso de todo es que me guardé las bragas para mostrárselas a ella, para enseñarle qué tipo de amigos tenía, para recriminarle en el día de su cumpleaños.

Así era yo entonces, capaz de joder un cumpleaños con tal de demostrar que yo tenía razón. Supongo que dios me castigó por payaso.

A las 21:00 decidí que ya había esperado demasiado y tiré el ramo de rosas y la tarjeta que me curré a la papelera de la marquesina, estuve tentado de tirar también las braguitas pero, por alguna extraña razón, no lo hice.

¿Sabéis? Me fui a casa de sus padres y llegué a las 21:15 y me senté en la acera de enfrente. Vi llegar a ese cabrón en coche a las 21:20 y cómo salía con ella a las 21:25, me levanté para decirle algo, lo que fuera, y él me vio. Me reconoció y, guiñándome un ojo, empezó a reír a carcajadas, el muy cabrón, y la agarró de la cintura, le dio un abrazo y un piquito.

Después de eso, la metió en el coche y arrancó para perderse. A saber dónde irían. A algún lugar a continuar con la fiesta.

¿Sabéis? Es desconcertante ver ese tipo  de situaciones, quiero decir, tu chica, tu peor enemigo, besándose mientras tú lo estás viendo. Debería haber alguna especie de protección natural contra eso, no sé, un interruptor, algo que borre esas imágenes. Después de todo, el cerebro humano no es tan perfecto.

Supe que estaba perdido, supe que me habían abandonado y no sabía qué hacer, qué decir, solo sentía angustia, solo quería irme a mi casa, recrearme con mi dolor, intentar no pensar o intentar pensar en ello, y eso fue lo que hice.

¿Sabéis?...

-Joder qué chapa con el “¿sabéis?”, madre mía, Juli, qué pesado eres, -me burlé-

-Si lo sé no le pido un tercio, -añadió Albert- de verdad, Juli, prefiero pagarte.

-Ja,ja, ja, eso tío no nos invites.

-Siempre la misma batallita, Juli, pareces el abuelo cebolleta –lo sé, me estaba pasando pero, entre nosotros, cuando empiezo no sé acabar- venga va, cuéntanos lo que pasó al día siguiente.

  • Ja,ja, ja, qué cabrón, acompañé a mi amigo

  • Fue el día de la paliza ¿no? Cuando fuiste a darle dos hostias a tu colega “ el Mc Polla” y te curtieron a hostias sus colegas, ¿cómo se llamaban? Luis y los otros tres, los nazis esos. Menuda pandilla de mierdas vivían en “La Urba”.

-Ya te digo, ¿te acuerdas, Albert?, dije, con un rictus en mi cara que denotaba que recordaba perfectamente lo que ocurrió aquel lunes 28 de octubre.

-Joder, tío como para olvidarlo ¿no te acuerdas Juli? ¿la paliza que nos dieron esos cinco cabronazos?

  • Sois unos hijos de puta, joder,- nos espetó Julián-, unos auténticos hijos de puta.

-Sí, es verdad, pero unos hijos de puta que recibieron una buena solfa de hostias por defenderte, Juli, no olvides eso.

  • No lo olvido, Puertas, pero no me gusta hablar de ese tema.

-Juli, amigo mío, nunca podrás superar un tema si no te enfrentas a él. Han pasado casi 19 años y todavía estás con la misma historia. Nunca nos contaste por qué coño te querían pegar esos malnacidos. No es que me importe mucho, pero ya que te has puesto a sincerarte, coño, sincérate del todo.

Julián se agachó, abrió la nevera industrial que había bajo la barra y sacó de la misma tres tercios. Comprobó que no estuvieran congelados, los puso sobre la encimera y, después de abrirlos continuó con sus recuerdos.

-Apenas pude dormir en toda la noche,  y no era por la rabia o por la frustración sino porque no entendía el motivo de que ella se fuera con ese personaje. ¿En qué había fallado? No lo sabía, y ese desconocimiento me quemaba, me corroía por dentro e impedía que pudiera descansar.

Salí a la calle por la mañana temprano, solo quería pasear, despejarme, que la llovizna que estaba cayendo me abrazara, sentir un poquito de frescor que entrara dentro de mí para aclararme, para borrar esos nubarrones que, poco a poco, se instalaban en mi pensamiento.

Iba despistado y crucé sin mirar, vi el paso de peatones pero no localicé el semáforo, simplemente no me percaté de la norma de circulación que dice que estaba en un paso de cebra regulado por semáforo. Ya sabes,  el puñetero despiste de toda la vida y, cómo no, el destino que se ceba con uno cuando está en el suelo.

Cruzaba la calle cuando oí el frenazo violento. Me quedé quieto y allí estaba la causa del frenazo. De todos los coches que podían cruzar a esa hora temprana por ese sitio concreto tenía que ser el BMW de color rojo de Juan Carlos.

Venían de fiesta, claro está, Juan Carlos y Luis en los asientos delanteros y los otros tres en los asientos de atrás. Me pitaron, claro, y yo me quedé pasmado, mirándolos, con cara de sorpresa y no habría sucedido nada de no ser porque Luis abrió la boca,

-A ver si miras por dónde vas gilipollas, menos mal que Juancar tiene reflejos, cornudo, que esto no es un paso de ciervos.

Normalmente habría continuado caminando pero, por algún extraño impulso que no dudo tuvo que ver con mi dolor y con la constante humillación a la que estuve sometido por Juan Carlos y por ella durante esos días, decidí darle una patada al faro del coche. No desistí de mi empeño hasta  que lo reventé.

Por supuesto, eso encendió los ánimos de Juan Carlos.

-Me cago en dios, el cornudo este me ha jodido el faro, será cabrón.

No me inmuté, no respondí. Me callé y no me moví.

-Te vas a enterar, ciervo, dijo Luis.

Salieron todos del coche, Luis encabezaba la procesión, me dio un empujón, le devolví el empujón y, a partir de ahí, todo fue recibir golpes. Joder me dieron hostias hasta en el carnet de identidad.

-Sí, dije, nunca se te dio bien pelear.

-Por eso nos metimos Jose y yo –explicó Albert- eran cuatro tíos dándote más palos que a una estera, el dueño del coche miraba, mientras tanto, el faro roto. Joder como si lo único que le importara en su puta vida fuera ese BMW rojo, el muy cabrón.

-Debían haberse puesto algo de coca porque no paraban, estaban totalmente desbocados, ¿verdad Albert?

-Verdad, verdad, ellos no  esperaban que interviniéramos en la pelea y eso les pilló de sorpresa, pero estabas tan mal, ahí tirado, sangrando, con una brecha en la ceja, que nos dedicamos más a protegerte que a darles su merecido. De todas formas, en ese tipo de peleas manda el número, eran habas contadas, ellos cinco, nosotros dos, perdimos claro.

-Bueno, bueno, no te pases hubo dos o tres que se llevaron sus hostias  -opuse, orgulloso-

-Eso sí. Abrimos la caja de galletas y fuimos generosos, ja, ja, ja

-Tampoco fue para tanto al fin y al cabo, pero tú sí te llevaste una buena somanta de palos.

-Sí, eso es cierto, -dijo Julián- luego recuerdo que me llevasteis al Centro de Desintoxicación, aunque, la verdad no sé por qué.

-Eso fue idea de Albert, pensó que en un Centro Municipal nadie se iba a meter. La idea era que importaba poco que ellos supieran dónde estabas si no podían entrar. Era el lugar lógico. Puedes colarte donde sea, pero si el sitio es oficial puedes contar que, con una simple llamada a la Policía, ese lugar se va a llenar de maderos.

-Además, estaba Fran ahí y te podía cuidar.

-Ah, Fran, es verdad -dijo Julián- mientas me miraba de reojo.

-Sí, estuve ahí bastante tiempo, esperando a que vinieran. José se tuvo que ir, pero yo me quedé en la puerta. Y luego vino la zorrita esa de “La Urba”, sí hombre, ¿cómo se llamaba?, coño, lo tengo en la punta de la lengua, joder, la “zampanabos”.

-Lucía, -dijo Julián-

-Eso, Lucía. Vino y me preguntó que si sabía dónde estabas. Menuda pajarraca. Se lo dije bien clarito:

“No lo sé, pero si lo supiera, no te lo diría.”

Y eso fue todo, Juli. Lo que no entiendo es por qué desapareciste.

-Ah, eso. Verás Albert, cuando desperté avanzada ya la tarde, me fui a mi casa para recuperarme. Tenía que entrar antes de que llegaran mis padres de sus eternas reuniones, cuando a eso de las 20:30 oí alboroto enfrente de mi casa.

Me asomé a la ventana y pude ver a Juan Carlos, a Luis y a otros seis o siete tíos que me gritaban.

-Baja, cabrón, si tienes huevos, hijo de puta -gritaba Luis-

  • Eso, cobarde de mierda, baja a dar la cara -le acompañó Juan Carlos-

Al parecer, alguien le había quemado el BMW Rojo a Juan Carlos.

-¿Fuiste tú, Juli?, pregunté  mientras le daba un trago a mi tercio.

-No, yo no fui. Por eso me piré de aquí. Comprendí que nada me ataba aquí, iba a entrar en un bucle de violencia sin sentido que no me iba a reportar nada. Decidí marcharme, preparé mi mochila y al día siguiente, cuando mi padre se fue a trabajar y mi madre a hacer la compra, cogí mi cartilla y me largué. Siempre me quedó la duda de quién pudo haberle quemado el coche a Juan Carlos.

  • ¿Quién sabe? Alguno más cabrón que él, -dijo Albert mientras él y yo nos mirábamos sonriendo y apurando el tercio-¿Y qué fue de las famosas braguitas que te dieron?

-Las tengo ahí, guardadas en una caja de terciopelo en forma de corazón y no me preguntes la razón porque no la sé.

-Es el amor –señalé- que nos hace perder la cabeza. Nos lleva a los lugares más hermosos y nos deposita en los sitios más horribles. Saca lo mejor y lo peor de uno. Nos sube y nos hunde. No nos deja vivir con sosiego y no queremos vivir sin la esperanza de encontrarlo. Y todo para nada, para una sensación que dura apenas unos minutos, un breve instante de gloria que se apaga en apenas unos segundos.

-Hay otro amor más intenso Jose –comentó Julián- más duradero, que se instala en tu alma. Un amor que te marca, que deja su impronta dentro de ti y no te abandona ya hasta el día de tu muerte. Vosotros no sabéis lo que es eso.

-Ya veo, nosotros no tenemos tu capacidad intelectual ¿es eso Julián?

  • No, hombre, ya sabes que no quise decir eso, Albert.

-¿Entonces qué querías decir, “chico de la Urba”?

  • Vamos a ver, no nos vayamos a enfadar ahora

  • Aclaremos las cosas un poquito, Julián. Llevo 21 años con la misma mujer, tengo dos hijos y siempre, siempre, he sido fiel. Tú lo sabes, me has visto, he tenido mis oportunidades pero me he mantenido firme en mi ideal. Ni en mis peores momentos de dificultad, ni cuando Fran me anunció el embarazo de Alex sin que lo hubiera acordado conmigo he tenido la más mínima duda o sospecha de mi esposa.  Llevo catorce años ejerciendo de abogado, cobrando barato y ayudando a la gente del barrio ¿de verdad piensas que yo no sé lo que es el compromiso que supone el amor?

-No quiero decir eso, Albert, hostia

-No quieres decir nada, tú nunca quieres decir nada, pero lo dices. Sigues siendo ese chico de “La Urba” que hacía su voluntariado de 18:00 a 22:00 para luego volver a su palacio de cristal, cambiarse la ropa de faena y ponerse su traje de librea, mientras Jose y yo nos buscábamos la vida como podíamos, luchando en todo momento, intentando hacer lo correcto y que eso fuera suficiente, que sirviera de algo. No, nosotros no sabemos de amor. Nosotros sabemos de sangre, dolor y sacrificio mientras tú te montas tu garito con la pasta que te dejaron tus padres.

-Te estás pasando

-Abres un bar de copas cuando tienes dinero para vivir cómodo toda tu vida, pero no haces ocho horas ni de coña ¿Qué trabajas 4, 5 horas? ¿Quieres saber por qué vienes aquí, Juli, cuando no tienes ninguna necesidad? Vienes por ese gusto burgués por la mierda que tenéis todos los niños ricos. Tendrás 60 años y seguirás siendo ese chico bien que mira por encima del hombro a la escoria que somos nosotros. Tu voluntariado no fue más que un tatuaje, un parche para fardar ante tus amiguitos de clase y eso lo detectaron tus compañeros de casta y, viendo el peligro que podría suponer que alguien más siguiera tu ejemplo, te dieron un escarmiento. Pero tú, aun sin quererlo, cuidaste de Jose, mi amigo, y me diste trabajo cuando lo necesité y yo, yo pago mis deudas Julián. No me vuelvas a hablar así, nunca más, ¿de acuerdo? Tengo muchos demonios dentro de mí, no quieras sacarlos.

-Joder, perdona Albert

-Ponnos otra, Juli.

NOTA: Este relato continúa narrado por Fran.