Una tarde sin luz
Nunca supe su edad y nunca quise preguntárselo. Eso no me importaba, ni su edad ni su aspecto físico. Lo que me traía loco era su perfume, y su rostro, el más dulce que recuerdo.
Una tarde sin luz
Ella vivía en el piso bajo mi estudio. Nunca supe su edad y nunca quise preguntárselo. A veces le echaba 45, pero podría tener incluso 60. Eso no me importaba, ni su edad ni su aspecto físico. Lo que me traía loco era su perfume, y su rostro, el más dulce que recuerdo. La primera vez me la encontré en el ascensor. La estrechez de éste, y su volumen hizo que subiéramos apretados. Fue como entrar en trance. No dijimos ni palabra, o eso creo.
Pasó mucho tiempo hasta nuestro siguiente encuentro. Me dirigía a la salida del portal y ella entraba cargada de bolsas. Tuve tiempo de deleitarme observándola. Desde luego estaba gorda, pero su mirada me hipnotizaba. Un buenos días me puso de nuevo en tierra. Quiere que le ayude, respondí levantando un par de bolsas. Me enteré que se llamaba Irene y me presenté a mi mismo. No dio tiempo a más. Me quedé parado un rato hasta que escuché que más arriba, en el quinto, se cerraba la puerta.
Empecé a obsesionarme. Cuando estaba en el estudio vigilaba cada ruido, intentando descubrir si se encontraba en la cocina, escuchando la radio, en el baño... Cerraba los ojos y su perfume me envolvía de nuevo. Me perdía en sus ojos, en su sonrisa, y la imaginaba suave, cálida. Para mi era una diosa. No puedo decir que estuviera enamorado. Era pura atracción animal, deseo. Mis sueños con ella no eran explícitamente sexuales; no imaginaba las típicas guarradas a las que estaba habituado. Con ella todo era calma, sosiego, caricias, hasta que llegaba el orgasmo.
Planeé con todo detalle como abordarla, seducirla hasta llevarla a la cama. Pero en el último momento desistí. Quería poseerla pero con la magia de lo inesperado, lo fortuito.
Y cuando ya había perdido toda esperanza sucedió. Otra vez el ascensor, bendito ascensor. Serian las seis y media de la tarde y se fue la luz. Poco después llamaron a la puerta y era ella. Con aspecto desaliñado, de andar por casa y cubrirse con lo primero que encontró para salir deprisa. Su madre, viejecita, estaba encerrada en el ascensor. Me contó que ella era viuda y por eso en su casa no había nadie para ayudarla. Sabía que yo disponía de una de esas llaves capaces de abrir las puertas de los ascensores desde fuera. No era la primera vez que teníamos problemas con el viejo ascensor, y como por mi trabajo casi siempre estaba en el estudio, los técnicos me regalaron una. Supusimos que estaba parado entre el tercero y el cuarto. Abrí la puerta del cuarto y encontramos la pobre señora muy nerviosa sentada sobre un charco de orina. Bajé hasta su posición y la icé con bastante esfuerzo, hasta que entre los dos conseguimos sacarla. Una vez en el rellano no se tenía en pie. Irene no paraba de agitarse nerviosa, dándome las gracias y pidiéndome perdón al mismo tiempo. Por primera vez me fijé en sus pechos. Amplios y generosos, como toda ella, se alzaban apretados por un sujetador que asomaba por el delantal semiabierto por el esfuerzo. Con la viejita cogida al colo, seguí a Irene hasta su casa. Descansé al sentarla en un sofá del salón y empecé a darle aire con una revista sin quitar ojo de Irene que sacó unas pastillas de un cajón y se dirigió a la cocina a por un vaso de agua. Por fin le volvió el color, e Irene me pidió que esperase mientras la lavaba, cambiaba y acostaba.
Me entretuve en observar la casa. Era bastante mayor que el ático de mi estudio. El salón y el dormitorio de su madre daban a un frente, la cocina y lo que supuse el baño daban a un patio, y hacia atrás al final de un largo pasillo intuí dos dormitorios. Pasé a la cocina, de la loza recién lavada cogí un vaso y lo llené de agua en el grifo. Sonreí al descubrir la colada secándose en el tendedero. Bragas blancas de algodón y alguna rosa, como las de mi tía María, nada sexys. Sujetadores con encajes, alguna blusa y unas sábanas. Me sentía como un voyeur descubriendo los secretos de una dama. Entonces entró Irene y se ruborizó al ver lo que estaba mirando. Me ofreció un café que acepté encantado. Insistí en tomarlo allí en la cocina, yo de espaldas a la colada, explicándole que en ella me sentía más cómodo, más informal. Comenzamos a hablar de nuestras vidas. Le comenté que trabajaba para una empresa aseguradora haciendo valoraciones de inmuebles, que vivía solo desde que destinaran a mi compañera a Barcelona al aprobar sus oposiciones, y que mi vida transcurría monótona de casa al estudio y del estudio a casa. Ella rehuía hablar mucho de si misma, pero me escuchaba con atención, mirándome fijamente, sonriéndome. Poco a poco se hizo de noche. Me encontraba tan a gusto que le pedí si me invitaba a cenar. Se sorprendió un poco y yo al notarlo retiré mi petición avergonzado. Pero entonces insistió en que me quedara. Noté que le agradó la situación.
Preparó una ensalada de pasta a la luz de un par de velas y el fuego de la cocina. Nos la tomamos a la vez que una botella de vino. De vez en cuando se ausentaba a ver a su madre. Dormía. Quizás por el vino empezó a hablar de si misma. Había enviudado hacía años, no tenía hijos, y se entretenía en cuidar de su madre. Pero tampoco contó mucho más. Hablaba de su pasado y su presente de forma hueca, con cierto estoicismo, poniendo distancia con una vida que no le resultaba grata. Supuse que yo de alguna manera suponía un agradable paréntesis. La conversación se hacía cada vez más triste y empecé a sentirme incómodo. Y le propuse hacer algo diferente. Ponte guapa le dije, vamos a dar una vuelta, a tomar algo, aunque solo sea un paseo antes de irme a casa.
Se hizo la remolona, que qué iban a pensar de una pareja con tanta diferencia de edad, que hacía mucho que no salía... pero se notaba que le apetecía la idea. Se metió en su habitación. Al rato me llamó agobiada. Entré en su dormitorio y el perfume que me hacia soñar embriagaba el ambiente. La encontré nerviosa como una chiquilla, recién duchada y con una bata que la tapaba completamente. No sabia que ponerse, y a la luz de las velas me mostraba unas cuantas prendas extendidas en la cama. En el fondo era ridículo que una señora de su edad se preocupara por eso, pero me pareció tan tierno... Me acerqué a ella como para consolarla, sentí más profundamente ese perfume y la abracé. Ella apoyó la cabeza en mi hombro y se puso a llorar. Me apretaba fuertemente como si la fuese a dejar. La cogí por la nuca y besé sus mejillas secando sus lágrimas hasta que llegué a su boca y se entregó a mi. Desapareció la fuerza de sus brazos y relajada la tumbé en la cama. Aparté los vestidos que tendían en ella y me quité la camisa. Le desabroché la bata, liberé su sujetador, y tumbado sobre ella, sintiendo su suavidad y calidez, continué besándole el cuello. Apenas rozaba mis labios contra su piel. Después sus pechos, su barriga... Ella cerraba los ojos, se abandonaba a mis caricias con los brazos extendidos. Introduje mi mano bajo sus bragas jugando con su vello y busque sus labios, su clítoris. Abrió sus piernas facilitando el camino contrayendo y expandiendo su cuerpo rítmicamente, hasta que se corrió. Aproveché para quitarle las bragas, y cambié mis dedos por mi boca. En ese momento me agarró por el cabello y apartó mi cabeza. Retiré sus manos y extendiendo sus brazos de nuevo volví a su vagina. Esta vez no hizo nada y acepto mis besos. Cuando llegó al orgasmo dirigió sus brazos a mi como pidiendo un abrazo. La abracé fuerte mientras ella desabrochaba mi pantalón y liberaba mi pene. Pero confusa no acertaba a continuar, como desconociendo que hacer para dar placer a un hombre de mi edad. Sonreí hacia ella y la besé introduciendo mi lengua en su boca, jugando con la suya y permitiéndole saborear sus propios jugos. Acabé de desnudarme y me arrodillé dejando mi pene entre sus pechos. Cogí sus manos y comencé una cubana, enseñándole. Mientras ella seguía le acariciaba las piernas hasta que no aguante más y me corrí en sus tetas.
Me tumbé a su lado lo que ella aprovechó para voltearse sobre mi abrazándome. Tras unas cuantas caricias y besos le cogí la cabeza y la dirigí a mi pene. Ella entendió mis deseos y sin titubear lo introdujo en su boca. Se notaba que era su primera vez lo que me excitó aún más. Lo metía y sacaba rítmicamente, hasta que empezó a experimentar con la lengua. Poco a poco yo me fui moviendo hacia atrás hasta quedar sentado apoyando la espalda en el cabecero de la cama mientras ella seguía. En esa postura alcancé sus pechos que apreté hasta que me corrí. Al sentirlo ella hizo ademán de retirar su boca pero no se lo permití sujetándole la cabeza y susurrándole bébelo todo mi amor.
En circunstancias normales todo habría acabado ahí al menos por el momento, pero para mi asombro mi pene seguía erecto, por lo que casi sin pausa le abrí las piernas y le introduje mi pene en la vagina de golpe, casi con violencia. Notaba su calor con cada bombeo, mientras ella gemía rítmicamente, hasta que sentí su orgasmo.
Continuamos abrazados, semidormidos no se cuanto tiempo, y de repente se encendió la luz del pasillo. Fue como una señal. Era hora de irse. No hizo falta hablar. Ella se puso la bata mientras yo me vestía. Me acompañó a la puerta, y cuando ya cogía el ascensor le pregunté: ¿volveré a verte? Claro, la próxima vez que se vaya la luz, me respondió.
XURXO, jxurxo@latinmail.com