Una tarde en los cines X
En una época en que el porno no era cotidiano y ni jóvenes, ancianos y profesionales no exhibían sus acrobacias, había que ir a las salas X de la calle Cuenca de Valencia. Allí sentados, casi solos, observábamos las contorsiones de los actores en sesión continua, sin cortes.
Sólo la vergüenza y el pudor de su hermano podía evitar que abriera la puerta y nos encontrará allí, obscenamente desnudos. En el suelo, encendidos por el sudor, sobre una manta. Yo tenía una novia a la que engañaba con el pretexto de que tenía que trabajar en una futura publicación. A ella le daba igual, o eso me hacía creer. La novia sufría la realidad que imaginaba, el hermano protector no quería que su hermana sufriera las miserias de los engaños. Y los dos, allí, dentro de aquella pequeña habitación de una camita concentrados en el sexo del otro.
Mientras en el silencio de la habitación solo se oían algunos chasquidos de lengua y gemidos ahogados, por fuera los desenvueltos y discretos movimientos de quién nada tiene que ocultar y todo que ignorar.
Habíamos acabado en el suelo para que los codos y rodillas no tropezaran con paredes o ser sorprendidos por una caída al vacío. La sangre hervía. En una época en que el porno no era cotidiano y ni jóvenes, ancianos y profesionales no exhibían sus acrobacias, había que ir a las salas X de la calle Cuenca de Valencia. Allí sentados, casi solos, observábamos las contorsiones de los actores en sesión continua, sin cortes. Con la única proximidad de los que se acercan a una pareja por si desean compartir su deseo y sus cuerpos. Le pedí que se quitara las bragas y lo hizo. Vi que bajaba un brazo y luego el otro y subió con ellas en un puño. Se las cogí y las olí antes de introducirlas entre mi camisa y mi pecho. Cuando bajé la mano me esperaba un sexo húmedo, abierto, y lo oí, mis dedos se abrieron paso y exploraron los recovecos de su intimidad. Se paseaban por un labio y el otro, el clítoris, la entrada. Ella respiraba agitada agarrándose al brazo que la torturaba mientras que la película terminaba con la copiosa emanación de aquel poderoso pene que media algún metro de la pantalla.
La luz nos cegó. Y alguien nos hizo saber que, aún siendo continúa, era el último pase del día... Sudando hasta el coche pero sin devolverle su prenda. Un castigo cariñoso. Me excitaba saber que se sentaba sobre su humedad.
Apenas sin decir nada entramos en aquella habitación que nos salvaría. Sus tetas se liberaron a la luz tenue que entraba de la calle. Brillaron. Adivinaba el perfil de sus pezones erguidos y se abalanzó sobre mi sexo. Medio sentado y ella inclinada lo vi desaparecer en su boca, llenarla, tensando los labios sobre un glande que lloraba. Al ritmo del cadencioso ritmo aparecía y desaparecía como un neón intermitente de una publicidad obscena evocando, con el brillo, lo que instantes más tarde era placer. El morbo de la presencia precedía a la oscuridad de su garganta.
No aguantaba más. Necesitaba actuar. Abracé sus caderas para acercar su cuerpo. Casi a cuatro patas y pude ver surgir de la oscuridad, subrayadas por la luz, las redondeces de sus nalgas. Por un instante un brillo central me permitió identificar mi objetivo. Me acerqué y olí profundamente. Pase la lengua sin presionar. Desde su profundidad a su botón. Me mojaba el bigote. Haciéndome sentir como un niño sorprendido mientras se amorra a la tarta de nata. Mi lengua empezó a entretenerse cerca de su orificio más estrecho, haciendo círculos, rodeándolo, alejándome para caer de dónde salían sus jugos y presionar en su clítoris. Ella se olvidaba de mi. No podía concentrarse. Pero mantenía sus piernas erguidas a pesar de la flojedad que la invadía. Me salpicaba la cara cuando estalló sin mediar aviso. Se escapaba sin que yo soltara sus caderas divirtiéndome con la lengua que se abría paso en su sexo que se contraía al ritmo de su placer.