Una salida.

Elisa intenta ver el mundo más allá del pequeño pueblo en el que ha nacido. Rosa simboliza para ella todo lo que su hogar no le da. Los medios para obtener una nueva vida van a llegar a ella por una vía inesperada.

Tenía 18 años cuando había conocido a Rosa, la vecina. Elisa la había observado con atención casi desde que se había mudado, siguiendo el ejemplo de todo el vecindario, que no quitaba de encima los ojos vigilantes y jueces de la nueva miembro de aquella comunidad. El barrio era un sitio tranquilo, y desde el punto de vista de nuestra protagonista siguió siéndolo después de la llegada de Rosa, pero mucha gente opinaba lo contrario. Entre esos detractores se encontraba su propia madre, representante en la mente de Eli del colectivo de señoras-amas de casa de la vecindad, que se habían tomado la llegada de Rosa como una afrenta personal. El grupo de maridos y amantes padres estaba más dividido respecto a la intrusa entre fieros agresores, pasivos descontentos y fervientes admiradores. Si le hubiesemos preguntado a Elisa en aquel momento qué pensaba de Rosa, probablemente se habría encogido de hombros y diría que no tenía claro de quien le estábamos hablando (aunque lo supiese perfectamente). Hoy en día, ambas son mejores amigas.

Rosa tenía un par de años más que Eli, vivía sola y no rendía cuentas a nadie. Todo aquello tenía un atractivo peculiar para la joven, quien vio en la nueva vecina una confidente de sus más intimos deseos juveniles, un hombro donde llorar los dolores que el mundo adulto de su entorno se negaba a comprender. Quizás por ver en Elisa una joven versión de si misma Rosa adoptó un rol casi materno en su amistad, un rol de mentora. Ninguna de las dos podría decir con seguirdad qué día empezaron a ser amigas, pero sí que podían hablar del momento de inflexión en su relación, cuando el lazo que las unía pasó a hacerse indestructible, gracias al gran secreto que compartían.

A Eli no le costó nada deducir cual era la profesión de Rosa, tardó menos de dos meses en detectar la relación entre la cantidad de hombres que la visitaban y la ira acumulada de las mujeres del barrio: ambas variables aumentaban exponencialmente. Poco a poco vio como todos los hombres que conocía desde niña visitaban a Rosa al menos una vez por semana, eran recibidos y despedidos con una amplia sonrisa, pero sobretodo con muchisima discreción. Claro que la discreción es inutil hasta cierto punto, en un entorno donde todo el mundo se conoce, pero que aquel asunto fuese un secreto a voces no impidió jamás que Rosa dejase sus labores de lado, ni que la gente continuase visitándola.

Rosa venía de la gran ciudad, y le importaba bien poco que la gente la mirase mal cada vez que salía a comprar el pan. Ella, como algunas personas del pueblo, sabía que el mundo era mucho mas grande que las caras que una ve todos los días, y que siempre podía marcharse a otro lado si las cosas se ponían demasiado feas. Rosa representaba todo aquello que a Eli le habían pintado como malo, corrupto y desagradable. Y que todos esos valores los encarnase una chica como ella, rubia, de largas piernas y terriblemente hermosa, hacía que nuestra joven se preguntase si realmente todo lo que creía saber de como funciona el mundo era cierto. Como una mosca avanza sin miedo hacia la luz, Eli se acercó a Rosa casi por impulso, y nadie excepto la madre de Elisa vio demasiados problemas con un contacto que comenzó a todas luces de forma inocente.

—No puedo más, en serio. Ojalá pirarme ya este verano y que se acabe todo.

—Siempre puedes hacerlo—Rosa abrió una cerveza y la dejó enfrente de Eli, que había llegado para quejarse de nuevo de las exageradas prohibiciones de su madre—. Que no te de miedo, yo me fui pronto y no ha salido mal.

Elisa no podía negarlo, Rosa vivía en un apartamento de uno de los nuevos edificios que habían construído en el barrio, con un tamaño más que suficiente para una chica que vivía sola. Tenía todo lo que podía desear, ahorraba y vivía con sensatez, pero tampoco se privaba de ocasionales caprichos. La de Rosa era una estabilidad que muchos desearían tener con el doble de su edad:

—Vale, pero a mi jamás me van a ayudar si me voy, y no tengo nada para empezar.

—¿Y tú te crees que a mí me han echado una mano?—Rosa rió, pero no dejó de tener un tinte serio en su aura. Mientras se encendía un cigarro, miró a Elisa de arriba a abajo. Sabía que en parte ella era responsable de sus tensiones en casa: claro que no la había obligado a ser su amiga, pero era perfectamente consciente el efecto que tenía su estilo de vida en el pueblo y en sus habitantes—. Mira, vamos a ir a la ciudad. Vas a arreglarte, te voy a llevar a un bar, nos tomamos un par de cañas, bailamos, te olvidas de todo. Volveremos por la mañana.

—¿Y que le digo a mi madre?

—Que estás con tu novio—Elisa se sonrojó ante la idea—. Sí, ahora dime que no tienes novio.

—¡Que voy a tener! Si ni siquiera he...

—¡Oh!—Rosa la miró, verdaderamente extrañada. Elisa era inusualmente guapa, tímida, pero con un físico envidiable. No se imaginaba que aún fuese virgen, el ambiente del pueblo no ayudaba a que las jovenes como ella se desarrollasen sexualmente—. Bueno, pues dile que estás con una amiga. Habla con ella para que te cubra, y luego le devuelves el favor.

Dos horas más tarde, ambas amigas disfrutaban de una copa en el bar de mala muerte que encontraron abierto nada más llegar a la ciudad. Rosa le había dejado ropa a Elisa, que se encogía en su asiento visiblemente tímida. Jamás había llevado nada tan revelador, tan descarado. Sentía que todo el mundo la había mirado de camino al local, y envidiaba la confianza con la que Rosa lucía un vestido aún más sexy que el suyo. No podía evitar frustrarse y sentirse estúpida al lado de su resuelta amiga, que la miraba con una sonrisa compasiva.

Eli miró su copa y empezó a beber con avidez, con la esperanza de encontrar valentía en el fondo del vaso. Rosa soltó una carcajada:

—¡Cariño, más despacio! Luego no vas a poder salir de aquí sin caerte.

Elisa no la escuchó. Dejó de nuevo el vaso en la mesa, casi vacío, y sintió un agradable calor subiendo por su sangre. El bar estaba casi vacío, excepto por un señor sentado en la barra, demasiado triste para fijarse en ellas. El camarero era un hombre de 50 y tantos, que había obviado la evidentemente falsa mayoría de edad de Elisa y les había servido sin siquiera pedir documentación. Las jóvenes habían conseguido iniciar una agradable conversación cuando un grupo de señores evidentemente perjudicados entraron al lugar a base de gritos. Se habían sentado bastante alejados y pidieron sus consumiciones, pero enseguida empezaron a prestar atención a Rosa y Eli, que estaban haciendo un esfuerzo activo por centrarse en su conversación e ignorar a los ancianos. Uno de ellos, sin embargo, se tomó la libertad de acercarse a Rosa y abrazarla. Ella se mostraba fría, pero no lo rechazó:

—No pensé volver a verte aquí, preciosa. ¿Es una compañera tuya?

—Déjala en paz, ella no está metida en esto—Rosa miró a Eli de reojo, que no apartaba la vista del suelo.

—Una lástima. Pasad buena noche, niñas—miró a Rosa, y le tocó el brazo con delicadeza—. Cuando descubra donde te has metido, te haré una visita.

Cuando se encontraron solas, Rosa le dio un enorme trago a su copa, para terminársela:

—Acábate eso y vámonos de aquí, fue mala idea venir a la ciudad.

—Pero... ¿Quien era?

—Ahora te lo cuento.

De camino a casa en el taxi, Rosa acariciaba el pelo de una Elisa que había experimentado poco con el alcohol en su vida y se sentía verdaderamente borracha por primera vez en su vida. La rubia se sentía verdaderamente mal por haber expuesto a su amiga a semejante encontronazo, pero el incidente le había dado qué pensar. Quizas Elisa necesitaba una fuente rápida de dinero... Pero no, era demasiado joven, demasiado inocente. La dejó dormir en su cama, pero cuando ambas llegaron al pueblo y salieron del taxi, Eli sintió toda la actividad del alcohol resurgir. Gritó y tropezó en las escaleras, y arrastró a Rosa a la cama, quedando justo debajo de ella:

—¿Te lo follaste? Al viejo del bar—Elisa miraba a Rosa, sentía su cuerpo, y se colmaba de sensaciones que jamás había experimentado. La belleza de su amiga iba a volverla loca, nadie en su pueblo había conseguido jamás hacerla sentir tal atracción.

—Sí.

—¿Y como es? ¿Que se siente?

—Uf, es...—Rosa no se había quitado de encima de Eli. Acariciaba su pelo con cariño, y se pegaba cada vez más a sus labios cada vez que hablaba—. Es maravilloso. Ese en concreto no era gran cosa, pero hay hombres muy buenos. Son muy buenos conmigo, Eli, me han dado todo lo que tengo.

—¿Te gusta follartelos? A los viejos, digo.

—Me encanta, son los que mejor pagan, y muchas veces los que mejor lo hacen... Pero no tan bien como las mujeres—Rosa aprobechó la cercanía y besó suavemente a su amiga.

Elisa no pudo contener su torpe excitación. Notaba su ropa interior empapada, y aquel beso delicioso fue la chispa que prendió una mecha incontrolable. Se pegó a Rosa para devolverle el beso y sus manos temblorosas recorrían el cuerpo de su amiga. Le tocó el culo y llegó a sus pechos, que destapó con avidez para dirigirse a ellos y empezar a morder los pezones. No sabía por qué hacía lo que hacía, dejaba que su deseo la guiase, y supuso que la estaba guiando por el camino correcto, porque Rosa gemía suavemente ante las clemencias de la boca de su amiga. Abandonó sus tetas para volver a besarla, y justo cuando Rosa se disponía a desnudar a Elisa, sonó el timbre del piso.

—Mierda—la rubia levantó la cabeza, indecisa entre ir a atender la llamada o fingir que no estaba—... Es un cliente.

—Ábrele, ábrele. Quiero probar.

—Elisa, yo... Tengo que pensarlo. Eres muy joven, nunca has...—Rosa perdió el habla cuando la mano de Eli se coló debajo de sus bragas y empezó a acariciar su abultado clítoris.

—Ábrele, Rosa, por favor...

Rosa se dirigió hacia la puerta a regañadientes. El hombre al que había citado tenía 67 años, venía de la ciudad y era uno de los pocos clientes a los que había dado su nueva dirección. Se llama Rodrigo, dirigía un par de restaurantes, estaba casado, tenía dos hija y tres nietos. El hombre levantó una ceja ante el aspecto desaliñado de Rosa, que normalmente recibía a sus clientes con apariencia impecable, y ahora estaba desaliñada:

—Don Rodrigo, verá... Tengo que confiarle un secreto. No estoy sola.

—¿Quieres que venga en otro momento?

—No, por dios, pase.

Don Rodrigo siguió a la joven rubia con seria curiosidad. Esperaba cualquier cosa, antes que encontrarse a otra jovencita tremendamente atractiva, en ropa interior, retorcese entre risas en la cama de Rosa. Elisa se levantó cuando llegaron, se quedó de rodillas en la cama y sonrió, examinando al anciano de arriba a abajo, visiblemente satisfecha y deseosa. Don Rodrigo sonrió, y miró a Rosa con una confusión mucho más amable que antes:

—Es mi amiga, Elisa. Está deseosa de que ambas... le sirvamos esta noche.

—¿Me saldrá más caro?

—¡No, no! Al precio habitual, ella es... Es virgen.

La mirada de Don Rodrigo se hizo más profunda, pero Elisa no dudó en acercarse a el y desabrochar su pantalon para liberar una monstruosa erección. Su polla era grande y gruesa, con un precioso glande rosado que Eli no dudó en meterse en la boca. Rosa rió por lo bajo, pero Don Rodrigo le dio un cachete que la hizo adoptar una actitud servil:

—Así que hoy me regalas una putita, sin estrenar además...—el hombre acarició la cara de Elisa, que lo miraba mientras poco a poco iba metiéndose su polla en la boca—. Eso no te va a librar del trabajo. Ayúdala.

Rosa se acercó a Eli y la apartó con suavidad. Ambas empezaron a mamar de aquel glorioso miembro, alternándose entre el pene y los huevos. Elisa era un poco brusca, pero con la ayuda de Rosa y observando las reacciones de Don Rodrigo, enseguida detectó que era lo que debía hacer. El hombre retiró su polla del alcance de las jóvenes al cabo de un rato. Las hizo levantarse y ponerse a cuatro patas en la cama, enseñándole el culo y dejándolo expuesto a sus deseos. Les dio un leve azote a las dos, y se acercó a Rosa:

—Voy a empezar por ti... Tú, puta, ayúdala a correrse, y atiende, porque serás la siguiente.

Rosa gimió de placer cuando notó el enorme miembro penetrarla, y Eli se acercó a ella. Le besó el cuello y se acercó a su oído para empezar a susurrarle, mientras una de sus manos viajaba de pezón en pezón para empezar a pellizcárselos:

—¿Te está gustando, Rosa? ¿Te gusta como te folla?

—¡Dios, sí, me encanta! ¡Adoro su polla, la adoro!

Elisa se incorporó un poco para acercarse a Don Rodrigo. Lo besó mientras con su mano acariciaba el clítoris de Rosa, que cada vez gemía con mas fuerza:

—¡Joder, me voy a correr, me voy a correr! ¡Fóllame, quiero empapar esa polla con mis flujos!

Don Rodrigo aumentó la velocidad de sus embestidas hasta que Rosa dejó de hablar y sus piernas empezaron a temblar. Sacó su polla del interior de aquel excitado coño, y ordenó a Eli que se tumbase en la cama. Rosa se incorporó con dificultad:

—Siéntate en su cara, quiero que te coma el coño mientras me la follo—Rosa obedeció, y suspiró con ganas cuando la lengua de Eli comenzó a acariciar sus labios menores. Don Rodrigo acariciaba la entrada de Elisa con su glande, provocando que la joven temblase de deseo—. Rosa, me encanta tu regalo, está deseando que me lo folle.

Con delicadeza, Don Rodrigo penetró a Elisa por primera vez. El coño de su amiga ahogó el grito de dolor que Eli profirió, pero la suavidad del trato del anciano transformó el dolor en placer rapidamente. Enseguida, Eli comía el coño de su amiga con ferocidad para demostrar de alguna forma lo mucho que estaba disfrutando. Rosa gemía, y se levantó un poco para que Eli pudiese también ser escuchada. Don Rodrigo se encontraba en el mismísimo cielo, incrédulo ante la situación que se le presentaba: dos hermosas muchachas, dispuestas a cumplir todos sus deseos. Agarró los pechos de Elisa y, con la boca, chupó los pezones de Rosa. Ambas gemían con fuerza y estaban a punto de tener un orgasmo angelical. Notó los jugos de Elisa recorrer su miembro, las contracciones de su coño apretado, y pudo ver como Rosa empapaba la cara de su amiga con un squirt que la hacía temblar de pies a cabeza. Aquella imagen fue demasiado para él:

—De rodillas, ¡ya!

Las dos jovenes corrieron a agacharse frente a su polla mientras el se pajeaba. Se corrió en las bocas abiertas de las dos putas, deseosas de tragarse su leche. Despues de un pequeño descanso, y arreglar sus cuentas con Rosa, Don Rodrigo se marchó con el mismo silencio confuso con el que había entrado, pero deseando volver a ver a Elisa de nuevo.

Rosa se acercó a la habitación, desnuda. Elisa miraba al techo, seguramente mucho más sobria, y evidentemente reflexiva:

—Don Rodrigo insistió en darte esto—se sentó a su lado y le enseñó dos billetes grandes—. Nadie me ha ayudado a marcharme, pero si esto es lo que quieres, este es un camino que puedes seguir. Yo puedo ayudarte.

Elisa no respondió, aún anonadada con todo lo que acababa de pasar. Aquella fue la primera, pero desde luego no la última vez que visitó a Rosa mientras trabajaba. Era el secreto que ambas mantenían, y la realidad que las había atado para siempre.