Una reina cualquiera

Mat Cauthon, un caballero de dudosa reputación, es enviado al reino vecino como escolta de la heredera al trono. Sin embargo, la verdadera misión de Mat es averiguar cuales son los nuevos aliados de la reina Tylain.

Mat recogió la carta sellada del escritorio y, mientras aguardaba la llegada de la reina, se quedó abstraído mirando su gran retrato. Reina o no, resultaba difícil apartar los ojos de aquel amplio escote rematado de fina puntilla. Una vista que enmarcaba bellas redondeces, si bien cuanto mayor es el busto de una mujer, está menos quiere que se lo miren. Al menos, sin disimulo.

La blanca vaina del puñal que portaba en la cintura indicaba que era viuda. Tampoco es que importara. Mat se enredaría con la doncella de cara zorruna que lo había conducido hasta allí, antes que con una reina. Aún así, no mirar ese escote resultaba difícil.

Unos grandes ventanales, que se abrían al balcón de celosía de hierro forjado, dejaban entrar la suave brisa marina. Sin embargo, aún pintada en aquel retrato, la mirada de la reina de Altara hacía que Mat sintiese más calor que si estuviera al sol.

Al volverse con la carta en la mano, sus nudillos rozaron un busto. Mat dio un respingo, estaba tan absorto que no la había oído acercarse. Reculó hasta chocar con el escritorio y se sintió enrojecer. Procurando mirarla a la cara, sólo a la cara. Lo mejor era hacer como si el roce no se hubiese producido, para no azorarse más. Aunque la reina ya debía creer que era un torpe patán.

— Buenas tardes, Lord Cauton —saludó con sutil coquetería— Dicen por ahí que aspira a ocupar el puesto de mi difunto marido.

Se advertía un deje interrogante en ella. Más que nunca, sus ojos le recordaron a los de una leona al acecho. Algo le advirtió que ella se daría cuenta si decía una sola mentira, y a una reina no le gustaría que alguien se presentara ante ella fingiendo ser lo que no era.

— En realidad, no soy Lord, Majestad. Ni siquiera soy de noble cuna —confesó con inquietud— Respecto a cuales son mis intenciones, me conformaría con enterarme de cómo pensáis hacer crecer esta gran nación.

— Muy diplomático —reconoció con voz cortante, pero aparentemente satisfecha con mi respuesta.

Mat sintió el deseo de escapar de la estancia antes de que su Majestad cambiase de parecer.

— La heredera del trono y esa hechicera que no se separa de ella rara vez os mencionan —dijo la reina— pero una acaba aprendiendo a deducir lo que se omite decir.

Tylain alzó la mano y, con indiferencia, le quitó algo que debía tener en la barbilla. ¿Se habría manchado la cara durante la cena? A las mujeres les gustaba que todo estuviese limpio, incluidos los hombres. A lo mejor también les gustaba a las reinas.

— Lo que he deducido es que, además de no ser Lord —puntualizó, Tylain—, sois un indómito bribón, un jugador y un seductor que siempre anda detrás de las mujeres.

Sin duda, Tylain debía contar con buenos espías, además de con una enrevesada inteligencia. En ese momento estaba condenadamente cerca de él. Sus ojos retenían los suyos, sin que su expresión variara lo más mínimo. Su voz también se mantenía firme mientras hablaba, pero sus dedos no paraban de acariciarle la mejilla.

— Los hombres indómitos suelen ser los más interesantes para charlar —dijo la reina— Y más uno capaz de inquietar a la mismísima princesa y a su guardiana. Hace falta un hombre con redaños para algo así. Lo que me pregunto, chico diplomático, es cómo piensas influir sobre mi pequeña nación.

Sin dejar de mirarle, la reina posó una mano sobre su entrepierna, dejándole paralizado. Hasta ese momento, Mat no había sido consciente de lo dura que se le había puesto la polla. La reina asió su miembro con tal fuerza que Mat pudo sentir el latido de su propio corazón. Abrió la boca en busca de aire, como un pez fuera del agua. El pesado escritorio lo detuvo cuando intentó recular. La única opción que tenía era apartar a la reina de un empujón. ¡Las mujeres no se comportaban así!

Tylain sonrió con agrado. Una leve curva en las comisuras de sus labios que no suavizó el brillo depredador de sus ojos. Mat sintió los grandes senos de Tylain contra su torso.

— ¡Uf! ¡No sé si mi pequeño reino podrá con tanta influencia, Lord Cauton! —susurró a escasos centímetros de su boca.

La mirada de la mujer se desvió fugazmente por encima de su hombro, y entonces se volvió bruscamente y se apartó, dejándolo boquiabierto.

— Habré de consultar a…

Tylain se interrumpió, aparentemente sorprendida, cuando la puerta se abrió de par en par, pero entonces Mat cayó en la cuenta de que ella había visto el movimiento en un espejo.

Un joven esbelto entró en la estancia, cojeando ligeramente. Era un muchacho de tez oscura y ojos penetrantes que pasaron sobre Mat sin apenas detenerse. El cabello, negro, le caía sobre los hombros, y sobre una de esas extrañas chaquetas de seda verde que llevaba echada por encima. Una cadena dorada le cruzaba la pechera, y las solapas tenían bordados en oro una especie de leopardos.

— Madre —saludó con las puntas de los dedos sobre los labios al tiempo que hacía una rápida reverencia a Tylain.

— ¡Brian!

Tylain pronunció el nombre con calidez y besó al joven en ambas mejillas, y también en los párpados. Era como si el frío tono utilizado con él unos instantes antes jamás hubiese salido de labios de la reina. Claro que, aún siendo ambos muchachos de la misma edad, uno era su hijo y el otro no.

— Veo que todo fue bien.

— No tanto como debería —suspiró el muchacho— Alan me ha vuelto a herir en la pierna antes de que pudiera hacerme con él.

Fue un alivio cuando Nerin, su sirviente, y Luis se enzarzaron a voces en una discusión con respecto a qué equipaje de cuál señor sería transportado en primer lugar. Aplacarlos requirió su buen cuarto de hora por parte de Sean y de él mismo. Así fue como Mat, hijo de comerciante de caballos y mulas, descubrió que un mayordomo fuera de sí podía hacer un infierno de la vida de su señor. Por si fuera poco, después de mandar a Yuri a hacer averiguaciones sobre los palomares y al viejo juglar a las tabernas del puerto, Mat tuvo que ocuparse de solventar con sus guardias quiénes de ellos se encargaban de transportar el cofre con el oro al otro lado de la plaza y quiénes se ocupaban de llevar los caballos. En fin, al menos así se retrasaba el momento de trasladarse definitivamente al condenado palacio real.

A pesar de todo, sus nuevos aposentos casi le hicieron olvidar sus problemas. Tenía una amplia sala de estar, un pequeño reservado, el cuarto de malos humores, como llamaban al aseo por aquellos lares y, por último, un inmenso dormitorio con la cama más enorme que Mat había visto en su vida, y cuyas columnas tenían talladas asombrosas guirnaldas de flores. La mayor parte del mobiliario tenía adornos en un intenso color rojo o un intenso color azul, cuando no dorado.

Una puerta pequeña, próxima al lecho, comunicaba con un cuartito de servicio para Nerin, quien lo consideró excelente a pesar de la estrecha cama y de la ausencia de ventana. En cambio, los aposentos de Mat contaban con altos ventanales en arco que daban a balcones con enrejados forjados y pintados de blanco, asomados a la plaza de Mol Hara.

Las lámparas de pie eran doradas, como también lo eran los marcos de los espejos. Había dos en el cuarto de malos humores, tres en la sala de estar y cuatro, nada menos, en el dormitorio. El reloj —¡un reloj!—, sobre la repisa de mármol de la chimenea, también era de resplandeciente oro. La jofaina y el aguamanil del lavabo eran de la fina porcelana roja de los Marinos. Mat casi se sintió defraudado cuando descubrió que el orinal era de sencilla cerámica blanca. En la sala de estar había incluso un estante con más de una docena de libros.

A pesar de aquel fastuoso mobiliario, era el níveo mármol de suelo, paredes y techos lo que traslucía riqueza en aquellas estancias. En cualquier otro momento, Mat se habría puesto a bailar, pero no cuando las habitaciones de la reina a quien debía espiar se encontraban al final del pasillo, justo antes de los cuartos de la guardia, los de su hijo el espadachín, y los de esa pandilla de hechiceras que jamás sonreían.

Mat sintió curiosidad y pensó en tratar de sonsacar a los soldados de la guardia personal de Tylain. Descartaba volver a intentarlo con esas locas hechiceras que ya le habían hecho regresar cojeando a su posada en una ocasión. Entonces recordó aquello que la zahorí, allá en su pueblo, solía decirle: “La curiosidad mató al gato, Mat”. Parecía que la estuviera escuchando en ese mismo momento.

— ¡No soy un jodido gato! —rezongó al abrir la puerta.

— Claro que no —dijo Tylain— Eres un corderito. Un tierno… y suculento.. corderito.

Mat dio tres pasos hacia atrás y a punto estuvo de caerse de culo. Miró a la mujer de hito en hito. ¡Un corderito! ¡Por amor de Dios, si apenas le llegaba al hombro!

Ofendido o no, Mat se las arregló para hacer una elegante reverencia. Al fin y al cabo, era la reina de Altara, algo que no le convenía olvidar.

— Majestad, muchas gracias por estos maravillosos aposentos. Me encantaría charlar con vos, pero me temo que…

Sonriente, la mujer cruzó el umbral de la puerta acompañada del frufrú de sus faldas, y con los grandes y oscuros ojos prendidos en él. La puerta se cerró.

Mat tuvo que refrenar la mandíbula para que no se le abriera la boca como a un estúpido. No había mentido a la reina, debía reunirse con Yuri y el viejo para poner en común todo lo descubierto sobre los mensajeros y las palomas que salían de palacio.

No, en ese momento Mat no sentía el menor deseo de mirar sus hermosos senos. Ni la blanca daga incrustada de gemas, que la reina llevaba metida en su cinturón de seda roja. No, Mat retrocedió.

— Majestad, tengo que atender un importante…

La mujer empezó a tararear entre dientes. Mat reconoció la melodía, ya que él mismo la había canturreado en las cantinas del otro lado del río. Era lo bastante espabilado para no entonarla fuera de allí, la letra hacía que le ardieran las orejas: “Te besaré hasta dejarte sin aliento… Te besaré hasta dejarte sin ropa… Te besaré hasta dejarte sin alma...”

Con una risa nerviosa, intentó poner entre ellos una mesa incrustada de lapislázuli, pero de algún modo ella la rodeó antes sin que diera la impresión de incrementar la velocidad de sus pasos.

— Majestad, yo…

Tylain le puso una mano en el pecho y lo empujó hasta sentarlo en un sillón de respaldo alto, tras lo cual se recogió las faldas para acomodarse en su regazo. Entre la mujer y los brazos del sillón, se encontraba atrapado. Oh, claro que habría podido levantarla en vilo y ponerla de pie con facilidad. Pero llevaba aquella jodida daga en el cinturón, y dudaba que un trato tan desconsiderado a su Majestad fuera a ser tolerado sin, al menos, media docena de latigazos. Después de todo, esto era Ibu-Dar, una pequeña nación donde no era delito que una mujer matara a su primer esposo. Podría haberla levantado sin dificultad, sólo que… La mujer parecía tener diez manos.

Tylain le recordó a uno de esos peculiares animales marinos que se vendían en el puerto. Pulpos, los llamaban. De hecho, los Ibudarianos se comían esos bichos de largas patas.

De pronto, Mat notó como se deslizaba el pañuelo que siempre llevaba anudado al cuello. Para cuando intentó asirlo, ya volaba lejos de su alcance. Mat hizo ademán de reprender a la reina y vio entonces que ella había dejado de reír. Se tapó el cuello en un acto reflejo, pero Tylain le apartó la mano.

— ¿Qué demonios…? —la reina no supo como describir la horrible cicatriz.

— Unos mercaderes me engañaron en un trato.

— Sería más bien al contrario —arguyó Tylain.

— No —reiteró Mat— Esos rufianes prometieron que me dejarían con vida. Lo hicieron, sí, pero colgando del cuello de la rama de un roble.

Al comprender, la reina rompió a reír con sonoras carcajadas, retomando sus toqueteos con redoblado interés.

Indignado porque la reina se tomase a risa su horrible experiencia, Mat rebulló en su asiento e intentó refrenarla. Por desgracia, ella parecía divertirse aún más con aquel juego. Entre beso y beso, Mat la apercibió de que alguien podría entrar, y entonces ella negó quedamente con la cabeza. Frustrado, supuso que la reina debía haber apostado guardias en su puerta. Falto de aliento, balbuceó sobre su respeto por la corona, y Tylain se tocó la frente sin dejar de reír. Afirmó estar comprometido con una muchacha allá, en casa, que le había robado el corazón, y entonces sí que rió con ganas.

— Ojos que no ven, corazón que no siente —murmuró, sin que sus ocho manos pararan quietas un momento.

Mat se quedó rígido cuando, de pronto, sintió la mano de Tylain aferrar su verga. ¡Ni siquiera la había visto desatar la cincha del pantalón!

— Majestad, por favor.

De nada sirvieron sus súplicas. Quizá la reina tuviera suficiente edad para ser su madre, pero Mat no había conocido jamás a una muchacha que fuera ni la mitad de desvergonzada que aquella altiva señora.

Sin dejar de besarlo, la reina de Altara comenzó a menear su miembro, la mano de ella aún mas caliente que su polla. Su maestría no le dejó perplejo, aquella madura mujer debía haber aprovechado cada uno de los años que había cumplido.

Él sabía que no debía dejarse engatusar. Su misión era espiar a la viuda, no consolarla. Sí aquello llegaba a oídos de la Princesa, Mat podía darse por decapitado. Nunca le había caído bien a esa engreída. A buen seguro Elayne convencería a su padre de que no era de fiar, y Mat estaría acabado.

Mat se imaginó la penosa existencia que debía haber llevado el difunto esposo de Tylain. Era imposible que un hombre sobreviviera durante mucho tiempo junto a una mujer así. Puede que fuera bajita, pero su brazo sacudía de forma enérgica la verga de Mat.

Alguien llamó a la puerta y, liberándose a la fuerza, Mat chilló:

— ¡¡¡Quién es!!!

Tylain se incorporó velozmente y se retiró tres pasos de él. Lo hizo con tal sosiego que Mat dudó si la reina realmente había estado sentada en sus rodillas. De no ser por la mirada de reproche que Tylain le asestó, Mat hubiera creído que todo había sido imaginación suya.

Su rostro apenas había recobrado el gesto amable cuando la puerta se abrió y una doncella asomó la cabeza.

— Unos caballeros desean ver a...

— ¡Mat, qué demonios…! —dijo Thom, irrumpiendo en sus aposentos.

Para ser un viejo y escuálido juglar, Thom sabía hacer las más elegantes reverencias. No era el caso de Yuri, el cual se quitó el ridículo gorro rojo e hizo lo que pudo.

— Disculpadnos, Majestad. No queríamos… —se excusó, sólo el viejo juglar habría ocultado de aquel modo su sorpresa al encontrar a la propia reina en los aposentos de Mat.

— ¡Entra, Thom! —se apresuró a atajarlo Mat.

Enervado, Mat trató de arreglarse la chaqueta e hizo intención de ponerse de pie, pero entonces se percató de que aún tenía desatada la cincha de los pantalones. Esos dos tal vez no repararan en que tenía desatadas un par de lazadas de la camisa, pero desde luego no les pasaría por alto que se le cayeran los pantalones. ¡Y encima el aspecto de Tylain era perfecto!

A pesar de la invitación de Mat, Thom no avanzó ni un paso, es más, el juglar extendió el brazo para que Yuri tampoco lo hiciera. Viéndole esperar el permiso de la reina, Mat empezó a creer que quizá el viejo sí hubiera sido bardo de la corte en otro tiempo.

— Me alegra que hayáis encontrado los aposentos de vuestro agrado, maese Cauthon —dijo Tylain, viva imagen de la nobleza— Estoy encantada de poder contar con vuestra compañía, Lord Mat. Es fantástico tener en palacio a un erudito como vos, a mi disposición. Pero ahora he de dejaros con vuestros amigos, seguro que tendréis importantes asuntos que tratar. No, no os levantéis, por favor —esa última frase iba teñida con un leve timbre de sorna. Aquellas oscuras pupilas daban a palabras inocuas un afilado doble sentido.

— Caray, chico… —dijo Thom, atusándose el bigote con los dedos índice y pulgar, una vez que Tylain se hubo marchado— Qué suerte la tuya, ser recibido por la mismísima reina con los brazos abiertos.

Yuri parecía a punto de echarse a reír. Mat lo miró con el gesto torcido, como retándolo a decir una sola palabra. ¡Una sola!

El padre de Mat solía decir que ni siquiera la vida de casado enseñaba a un hombre a conocer a las mujeres, sino sólo a una de ellas. Mat habría jurado que Thom, entendía a las mujeres, claro que el viejo juglar tenía el cabello completamente gris. Sin embargo, Mat sabía que jamás las entendería. Aunque le diesen dos vidas para intentarlo, seguiría sin entender a las mujeres, y a las nobles menos todavía.

Mat había salió de Palacio junto a Thom y Yuri. Su misión ese día era localizar e interrogar al carretero que más palomas transportaba al Palacio de Tylain. Sólo tenían el nombre de una taberna y una precaria descripción del hombre. Con todo, lo primero que huvieron que hacer fue dar esquinazo a los hombres de Tylain, con un pequeño soborno a la posadera de las casas de huéspedes fue suficiente.

A Mat siempre le pasaba lo mismo, justo cuando pensaba que había entrado en la peor taberna de Ibu-Dar, entraba en otra aún peor. Pasaron todo el día en aquel tugurio donde las jarras estaban enganchadas con cadenas a las mesas. Al menos, la oronda señora que lo regentaba tuvo a bien darles unas jarras sin usar.

Hubo suerte. A la sexta hora, cuando la mayoría de los trabajadores concluían la jornada, aquel tipo escuálido con un parche en el ojo derecho, entró en aquella mugrienta taberna. Thom, Yuri y Mat esperaron a que tomara asiento antes de cambiarse a su mesa, rodeándolo. Bastó, con que Mat le pasara un par de monedas por debajo de la mesa para que el brillo del oro le ayudase a recordar. Los tres se miraron unos a otros al oírle decir donde solía viajar con mayor asiduidad.

De vuelta en sus aposentos de palacio, Mat encontró una nota, una especie de invitación redactada con letra elegante sobre un grueso papel blanco que olía mejor que un jardín florido.

“Corderito, esta noche te espero en mis aposentos para cenar”.

No iba firmada, pero a Mat no le hacía falta. ¡Dios! ¡Esa mujer no tenía pizca de vergüenza!

Había un cerrojo en el interior de la puerta. Encontró la llave sobre el aparador y la echó. Luego, como medida de seguridad, arrastró también el aparador hasta la puerta. Podría pasar sin cenar.

Estaba a punto de meterse en la cama, cuando el picaporte resonó. Fuera, en el pasillo, una voz de mujer rió al encontrar la puerta cerrada con llave.

Con las primeras luces salió de sus aposentos y encontró allí a su sirviente. En tono confidencial le explicó a Nerin qué debía hacer. Este simuló no importarle hacerlo, su señor le había indicado y partió hacia los aposentos de Olver, el muchachito al que la hechicera de Elayne había salvado de morir a causa de unas fiebres y que ahora les acompañaba a todas partes.

Lo que a Mat le causó estupor fue que la heredera del trono le reprendiese por haberse perdido la cena con la reina, cosa que habían descubierto cuando la propia Tylain en persona les preguntó si se encontraba enfermo.

— Por favor —dijo la princesa de Andor, haciendo un evidente esfuerzo para pronunciar esas dos palabras— Deberías empezar con buen pie. Aunque Tylain sea la reina de Altara, no te pongas nervioso. Estoy segura de que disfrutarás de una estupenda velada.

— ¡Y no vuelvas a hacer nada que la ofenda! —gruñó la hechicera y guardiana de Elayne— Sé considerado por una vez en tu vida. Recuerda que es una reina, y no una cualquiera de esas con las que tú… ¡Dios, ya sabes a qué me refiero!

“¡Pues será una reina, pero una reina cualquiera!”, pensó Mat, frustrado por no estar en condiciones de aclarar a Nynaeve la clase de mujer que era Tylain.

Con todo, Mat tuvo muy claro qué debía hacer desde la primera noche,y, cuando se retiró a sus aposentos, Olver ya se encontraba allí, cenado ya y hecho un ovillo en un sillón, leyendo “Los viajes de Jain, el Galopador” a la luz de las lámparas y encantado de que lo hubiesen trasladado a los aposentos de Mat, o más bien, al pequeño cuarto anexo donde se había alojado su sirviente hasta esa misma mañana. El chico se mostraba orgulloso. Su amplia boca esbozaba una sonrisa que dividía su rostro vulgar y le llegaba a las orejas. ¡A ver si Tylain volvía a colarse en sus aposentos, con el niño delante!

En efecto, esa noche no apareció. Aún así, la reina no se había dado por vencida, ni mucho menos. Mat se escabulló hasta las cocinas con el sigilo de un zorro, deslizándose de una esquina a otra, bajando rápidamente las escaleras… pero no había comida.

Oh, sí, el olor a guisos impregnaba el aire, piezas de carne se asaban en espetones sobre las enormes lumbres, en los fogones cocían ollas, y las cocineras no dejaban de abrir hornos para ver cómo marchaba esto o aquello. Pero para Lord Mat Cauthon no había comida en palacio.

Las sonrientes mujeres, armadas con sus blancos delantales, se interpusieron para que Mat no pudiera acercarse a las fuentes de aquellos apetitosos aromas. Sin borrar esas sonrisas, le golpearon los nudillos cuando intentó coger un trozo de pan y, todavía sonriendo, le dijeron que no debía quitarse el apetito picando antes de cenar en los aposentos de su majestad. Lo sabían. ¡Todas! ¡Las cocineras, las sirvientas, las doncellas! ¡Todas lo sabían!

Su propio bochorno lo indujo a regresar a sus aposentos, lamentando amargamente no haber comido algo más en aquella maloliente taberna. Al entrar echó la llave con rabia. Una mujer capaz de matarlo de hambre podría intentar cualquier cosa.

Olver y él jugaban a serpientes y zorros cuando deslizaron una segunda nota por debajo de la puerta.

“Me han dicho que no tema que mi halcón alce el vuelo, pues antes o después, regresará a comer de mi mano.”

— ¿Qué es eso, Mat? —preguntó el chico.

— Nada —contestó arrugando la nota— ¿Otra partida?

— ¡Sí! —Olver se pasaría el día entero con ese estúpido juego.

Mat maldecía cada vez que le sonaban las tripas. ¡No había derecho!

— ¿Quieres algo de comer, Mat?

Mat se quedó mirando al chico con incredulidad y, entonces, éste salió disparado hacia su cuarto y regresó con un mendrugo de pan y un trozo de queso liados en un paño de tela.

— Es que cuando me quedo leyendo por la noche, me da hambre.

De regreso a palacio, la tercera noche de su estancia allí, Mat tuvo la prevención de comprar pan, aceitunas y un poco del famoso queso de oveja de Altara. Fue una buena idea, ya que en las cocinas seguían teniendo órdenes estrictas con respecto a Lord Mat.

— Gentiles damas, vuestra acogedora hospitalidad me abruma —dijo, haciendo su mejor reverencia.

Su retirada habría resultado mucho más airosa si una de las doncellas no hubiese comentado a su espalda, con una risita:

— Su Majestad se dará un festín de cordero a no tardar.

Las otras mujeres echaron a reír con tantas ganas que fue un milagro que no rodaran por el suelo.

El pan, las aceitunas y el queso resultaron una buena cena, pero Mat reconoció con fastidio que había olvidado comprar algo de vino para pasar los bocados.

Nadie deslizó una nota bajo su puerta esa noche. Al día siguiente se celebraba el Festival de los Pájaros y, por lo que había oído comentar sobre los atuendos que la gente llevaría, tanto hombres como mujeres, cabía la posibilidad de que la reina encontrase un suculento pichón al que dar caza.

A la mañana siguiente, Mat despertó con un humor de perros. Como si no tuviera bastante con todo lo demás, sólo faltaba perder todo un día por un dichoso festival de disfraces. Echó de malas maneras a su sirviente y se vistió solo, tras lo cual acabó el pan y el queso que le quedaban de la noche anterior y fue a ver qué hacía Olver.

El chico empezó a vestirse, pasando de meterse la ropa a tirones a quedarse parado por completo para soltar una retahíla de preguntas que Mat respondió sin prestarle atención: no, ese día no había carreras de caballos; sí, quizás irían a ver la colección de animales salvajes; sí, le compraría una máscara de plumas para el festival, si es que acababa de vestirse de una vez. A Olver volvieron a entrarle las prisas con ese último comentario.

Cuando Olver por fin estuvo vestido, salió presuroso y sin dejar de farfullar detrás de Mat. Por eso chocó contra su espalda cuando éste paró en seco en la sala de estar.

Tylain dejó sobre la mesa el libro que Olver había estado leyendo la noche anterior.

— Majestad —los ojos de Mat se dirigieron rápidamente hacia la puerta que había cerrado con llave la noche anterior— Qué sorpresa.

Mat agarró a Olver y lo puso ante sí, entre él y Tylain, que esbozó una cándida sonrisa al ver al chico. Por alguna extraña razón, Mat tuvo la impresión de que Tylain se sentía complacida.

— Olver y yo nos disponíamos a salir en este momento. Vamos a ver el festival y una colección itinerante de animales salvajes.

— ¡Y a comprar máscaras de plumas! —añadió el chico, entusiasmado.

Mat hizo una escueta reverencia y empezó a escabullirse hacia la puerta, con el chico por delante a modo de escudo.

— Sí —musitó Tylain, sin hacer intención de interponerse en su camino— Es mejor que vaya acompañado de un adulto. ¿Riselle?

Una mujer apareció en el umbral en respuesta a la llamada de la reina. Mat dio un respingo, una extravagante máscara de plumas azules y doradas ocultaba casi todo su rostro, pero las plumas del resto del disfraz no tapaban gran cosa. La tal Riselle tenía el busto más espectacular que Mat había visto en palacio, más incluso que el de la propia Tylain.

— ¡Olver! —dijo poniéndose en cuclillas— ¿Quieres que vayamos al festival?

Riselle le mostró una máscara de plumas marrones que semejaba un halcón, y del tamaño indicado para un muchachito. Sin que Mat tuviese tiempo de reaccionar, Olver se soltó de un tirón y corrió hacia la mujer.

— ¡Gracias, Riselle!

El emocionado bribonzuelo rió cuando Riselle le puso la máscara y lo estrechó contra su pecho. Agarrados de la mano, los dos salieron al pasillo, dejando a Mat boquiabierto.

— Tienes suerte de que no sea desconfiada, encanto —de debajo del cinturón, Tylain sacó la llave de hierro de la puerta de Mat, seguida de una segunda exactamente igual que extrajo esta vez del escote del vestido— La gente tiene costumbre de guardar la llave en alguna caja cerca de la puerta, y a nadie se le ocurre que pueda haber una copia.

La reina volvió a meter la llave entre su senos. La otra giró en la cerradura con un sonoro chasquido, antes de reunirse con su compañera.

— Bueno, bueno, corderito —masculló Tylain con mirada lobuna.

Aquello era demasiado. No contenta con perseguirlo, la reina lo había medio matado de hambre y ahora se encerraba con él en sus aposentos como… Mat no quería pensar como qué. ¡Corderito!

Realmente enfadado, Mat llegó junto a ella en dos zancadas y la asió del brazo.

— ¡Majestad, tengo cosas que...!

Enmudeció de golpe cuando sintió la afilada punta de la daga bajo su mentón. Tylain no se conformó con obligarlo a cerrar la boca, siguió apretando hasta que tuvo que ponerse de puntillas.

— Quítame la mano de encima —instó fríamente la reina.

Mat consiguió mirarla bajando los ojos, en una postura forzada. Tylain había dejado de sonreír. Le soltó el brazo con sumo cuidado, pero ella no aflojó un ápice la presión de su daga, sino que sacudió la cabeza mientras chasqueaba la lengua.

— He procurado mostrarme indulgente habida cuenta de que eres forastero, pero ya que quieres jugar duro… ¡Las manos a la espalda! ¡Ahora!

La reina marcó una dirección con un movimiento de cabeza, y Mat no tuvo más remedio que recular de puntillas si no quería acabar con el mentón y hasta la lengua ensartadas en la daga real.

—¿Qué vais a hacer? —farfulló entre dientes. Tener el cuello tan estirado daba un timbre forzado a su voz. El cuello y, por mucho que le costara creerlo, también la polla.

Podía intentar agarrarle la muñeca. Thom siempre le decía que era rápido como un cortabolsas.

— ¿Qué vais a hacer, Majestad? —repitió.

¿Lo bastante rápido? Ésa era la pregunta que Mat se hacía con la punta de la daga a punto de clavarse en su piel. Ésa, y la que le había formulado a la reina. Si Tylain intentaba matarlo, le bastaba un golpe seco y la hoja de la daga le entraría hasta el cerebro, pero si su intención era otra, sería él quien ensartaría a la reina de Altara a no tardar.

— ¡Responded, por favor!

“No estoy asustado”, se dijo.

— ¿Majestad? ¿Tylain? —bueno, quizá sí un poco, en Ibu-Dar, si tocabas el brazo a una mujer sin que ésta antes te hubiese dado permiso, podías meterte en un aprieto mucho peor que si le tocabas el trasero a una desconocida en cualquier otra parte del mundo.

Tylain no contestó, se limitó a seguir empujándolo hacia atrás hasta que de repente los hombros del joven chocaron contra algo que lo obligó a detenerse. Sus ojos, hasta ese momento fijos en el rostro de la mujer, giraron hacia uno y otro lado rápidamente. Se encontraban en el dormitorio, y tenía la espalda pegada contra uno de los postes de la cama, con sus tallas de flores. ¿Por qué lo había conducido a…? A Mat le entró un gran sofoco. No podía ser… ¡Aquello era indecente!

— No podéis hacerme esto —farfulló Mat con motivos más que sobrados para ello.

—Observa y verás —dijo Tylain.

Mat giró nerviosamente la cabeza e, instantáneamente, se echó hacia ese lado y agarró la muñeca de Tylain con la mano opuesta. No consiguió arrebatarle la daga, pero en un abrir y cerrar de ojos, ambos cayeron sobre el borde de la cama y Mat pudo inmovilizarla con los brazos separados en cruz.

La reina se había quedado con el cuerpo arqueado hacia atrás, con los pies aún sobre el suelo, pero la espalda sobre el mullido colchón de plumas. Tenía los ojos tan abiertos que le ocupaban toda la cara.

Mat se quedó espeluznado al comprender que finalmente había ocurrido eso que había tratado de impedir por todos los medios. Él, un enviado del reino de Andor, tenía sujeta de ambos brazos a la jodida reina de Altara. Él, un rufián y buscavidas que siempre había disfrutado seduciendo mujeres de toda clase y condición, había hecho lo imposible por ignorar las flagrantes insinuaciones de la reina y centrarse en el cometido con que había sido enviado.

— ¡Cómo te atreves! —increpó Tylain— ¡Suéltame ahora mismo, palurdo! ¡Soy la reina!

— ¡No! ¡No lo sois! Si fueseis una reina, esto no habría pasado —adujo Mat— Lleváis tres días comportándoos como una… como una…

— ¡Dilo! —gruño Tylain con los dientes apretados— ¡Dilo, si te atreves!

Mat acercó la cara al enfurecido rostro de Tylain.

— Zorra —susurró, disfrutando de pronunciar una palabra como nunca antes lo había hecho.

El modo en que Tylain se revolvió, le recordó a Mat a una zorra de verdad, de las de cuatro patas y larga cola. La reina de Altara forcejeó con un tesón y una energía mucho mayor de lo que cabía esperar de una mujer de su estatura.

Mat sabía que, aunque tuviese a la reina sujeta por las muñecas, era él quien estaba con la soga al cuello. Si la reina gritase, toda su guardia personal acudiría allí en tropel. Tylain lo miraba e insultaba llena de furia, pero no pedía auxilio. Un solo grito y el verdugo accionaría la palanca que haría desaparecer el suelo bajo los pies de Mat.

Manteniendo los ojos fijos en los de ella, Mat tiró de la muñeca con que la condenada Tylain aferraba la empuñadura de su daga. La reina pensó que iba a intentar quitársela, y ni siquiera se percató de que Mat había soltado su otra mano. De modo que, cuando Tylain atinó a comprender lo que Mat pretendía, ya era demasiado tarde.

Una vez la tuvo boca abajo, a Mat no le costó desarmar a la reina. Sólo hubo de meter la mano que tenia libre bajo las faldas de Tylain para que ésta aflojara el puño. Nada más arrebatarle la jodida daga, Mat la lanzó contra otro de los postes de la cama. La fina hoja se clavó profundamente, oscilando durante un segundo.

Si antes estaba enfadada, ahora Tylain se puso echa una auténtica furia. Comenzó a propinarle taconazos en la espalda mientras se retorcía bajo el peso de Mat. Enrabietada como una gata, no se pensó dos veces si darle un mordisco. Apretó los dientes con todas sus fuerzas.

¡¡¡AAAAH!!!

Después de todo, al final fue él quien gritó, pero Tylain no paró ahí. Se revolvió como una víbora y comenzó a asestarle patadas, rodillazos, a clavarle las uñas en cualquier parte e intentar morderle de nuevo.

— ¡¿MAJESTAD?!

Cinco soldados desmañados entraron tan atropelladamente en los aposentos de la reina que fue un milagro que no se hirieran los unos a los otros con las espadas. El más bajo de ellos, que era el que había gritado, evaluó la situación en décimas de segundo y avanzó rápidamente.

¡¡¡FUERA DE AQUÍ, INÚTILES!!!

Los soldados dejaron de avanzar al oír la voz de Tylain. Sin embargo, se quedaron mirándose unos a otros sin saber que hacer. Atrapada entre las piernas de Lord Cauton, la reina parecía hallarse en peligro, y la daga clavada en uno de los mástiles de la cama daba la impresión de...

¡¡¡LARGAOS, MALDITOS ASNOS CON ARMADURA!!!

Al oír nuevamente los insultos y órdenes de su reina, los cinco soldados comprendieron al unísono que debían salir de allí lo antes posible. Obedecieron de manera tan rauda que se amontonaron a la hora de franquear la puerta, de modo muy similar al que debían haberlo hecho para entrar.

Mat también se vio sorprendido cuando, sin esperar a que sus soldados acabaran de salir, la reina le agarró del pelo y se zafó de entre sus piernas. De modo que, cuando la puerta por fin se cerró, Tylain y él habían intercambiado posiciones. Ahora era ella la que estaba encima y, por un momento, el joven Mat temió que su majestad arrancara la daga y empezara a hacerle agujeros.

Afortunadamente, no era eso lo que Tylain tenía pensado o, al menos, no de momento. Lejos de hacer a Mat ningún agujero, lo que la reina pretendía era colmar el que ella misma tenía entre las piernas. No tardó en lograrlo, ya que lo único que hubo de hacer fue extraer el falo de Mat y levantarse las faldas para acomodarse sobre él.

Mat se sintió conmocionado, y no porque la reina de Altara no llevara nada debajo de sus fastuosos ropajes, sino porque a pesar de estar cerca de dejar de sangrar, aquella desinhibida señora estaba tan resbaladiza como una novicia después de salir del confesionario.

Él tampoco se anduvo por las ramas. Mientras su majestad comenzaba a contonearse empalada en su centro, él deshizo un par de lazadas de su vestido para poderla pelar como a una fruta madura, nunca mejor dicho.

Ella colaboró a desnudar su cuerpo del mismo modo con que había hecho con su alma. Sacó un brazo, el otro y luego dejo libres aquellos espléndidos senos que Mat tanto había admirado últimamente.

El joven pensó que si su verga iba a ser para la reina, aquellos opulentos pechos serían suyos. Los pezones, duros como habichuelas, le llamaron poderosamente la atención. Se los pellizcó suavemente entre los labios, los chupó y jugueteó a hacerlos titilar con la punta de su lengua. Eso fue lo que a su majestad más le gustó.

Mat se imaginó plantando su verga entre aquellos dos globos untados con aceite aromatizado, pidiéndole a Tylain que los estrujara. Se imaginó yendo y viniendo hasta que fuese imposible la vuelta atrás, hasta que no hubiese más salida que atravesar sus labios.

Aquella viuda de cabello salpicado de canas, ascendía y descendía, torturándose a sí misma no sólo para saciar su deseo, sino para demostrar al joven Mat que seguía siendo mujer. Una mujer más que capaz de satisfacer a un hombre en su lecho. Ansiosa, suplicante, lasciva, sentada a horcajadas sobre él y gimiendo de la manera más escandalosa que Mat hubiera oído en su vida.

Cuando Tylain lo comenzó a cabalgar, Mat tuvo que renunciar a seguir comiéndole las tetas. El joven muchacho admiró entonces la soltura de la madura amazona, y fue así como finalmente rindió pleitesía a la reina de Altara.

Si bien Tylain lo montó como la indomable mujer que era, al correrse se estremeció igual que lo habría hecho cualquier pueril doncella con la mitad de años que ella. Los espasmos de su deliciosa vagina estuvieron a punto de hacer que Mat eyaculara en su seno, pero el temblor femenino se fue atenuando poco a poco hasta hacerse suave como la seda. Fue entonces, cuando más débil se hallaba la reina, cuando el joven Mat buscó resarcirse.

El muchacho la echó a un lado y le separó las piernas sin vacilación. Le sonrió de manera maliciosa, pensaba utilizar su reciente orgasmo para elevarla al reino de los cielos. Sin más, Mat enterró la cara entre sus muslos y comenzó a atizarle lametazos. Tylain no tardó ni diez segundos en elevar la pelvis con otro intenso clímax.

La lengua del andoreño se detuvo con el respecto debido, pero sus ojos siguieron al acecho a dos centímetros de su pubis. En cuanto la reina se hubo medio recuperado, Mat introdujo un par de dedos en su pringoso sexo y un momento después retomó las refriegas sobre el irreverente clítoris.

Tylain tardó aún menos en correrse que la vez anterior. Tendida sobre las sábanas, arqueó la espalda con un grito de desesperación y se volvió a retorcer de gusto.

La reina chillaba como una loca, y a Mat no se le ocurrió nada mejor que colocarse sobre ella en posición inversa y amordazarla con su verga. Aún así, Tylain no dejó de gemir, pero al menos Mat pudo continuar tranquilamente con el festín que se estaba dando entre sus piernas.

Si Mat Cauton devoró aquel meloso manjar con hambre de dos semanas, la viuda no se quedó atrás en ese improvisado 69. Chupó el joven pollón con mayor denuedo del que nunca había empleado con su difunto esposo.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

Tanto de un lado como del otro, lo único que se oían eran los chapoteos de las bocas chupando, de las lenguas lamiendo, de los labios sorbiendo y de los dientes aguantándose las ganas de arrancar pedazos a mordiscos.

Finalmente, Tylain se vio superada cuando Mat, deseando alcanzar el clímax, comenzó a follarla la boca. Por suerte para ella, los movimientos del chico no eran demasiado bruscos. Tampoco necesitaba obligarla. Después de perder la cuenta de los orgasmos que había padecido, la reina tenía casi tantas ganas de que se corriese como propio muchacho.

Lo único que inquietaba a Tylain era que, dada la postura en la que estaban, llevaba un buen rato observando los testículos del chico. En proporción con el palmo largo de verga, tenían un tamaño similar a los huevos de gallinas bien alimentadas. Cuando Tylain los tomó en su mano, el peso de aquellos magníficos cojones vino a confirmar sus sospechas.

Mat no podía creer que le estuviese follando la boca a toda una reina, y sin embargo su verga entraba y salía, entraba y salía... Había tenido que dejar de lamer su sexo, cierto, pero sus dedos suplieron de manera encomiable la labor de su lengua. Mat quería sorprenderla en pleno orgasmo, que el coñito se le colmara de placer y la boca de esperma.

Sin atragantarla más de lo que lo hacía su propia saliva, Mat continuó deslizando su pesada verga sobre la lengua de Tylain. Pensó en utilizar los prolijos jugos de su sexo para introducirle un par de dedos en el culo, pero no se atrevió a hacerlo teniendo la verga entre sus fauces. Ya habría tiempo de follar a la noble señora por el culo si era menester.

En cambio, el joven Mat sí que tuvo agallas para detenerse en seco en el momento preciso y, en un tono que no admitía discusión, ordenarle a la reina que

no dejara de chupar

hasta hacerle eyacular.

¡¡¡CHUPA!!! ¡¡¡VAMOS, HAZ QUE ME CORRA!!!

La reina canturreaba en voz baja al lado de la cama, con los brazos echados hacia atrás para abotonarse el vestido. Por su parte, lo único que llevaba Mat encima era su colgante de plata con forma de cabeza de serpiente.

Giró sobre sí mismo y cogió su pipa y la bolsa de tabaco que tenía sobre la mesita, en el lado contrario a donde estaba Tylain. Hizo ademán de encenderla, pero entonces recordó a la reina dando chupadas a su miembro mucho después de que este hubiera derramado su última lágrima y de pronto se le quitaron las ganas de fumar.

Una vez hubo terminado de vestirse, Tylain sacó de un tirón su daga y examinó la punta de la hoja.

— ¿Qué te pasa? Sabes que lo has disfrutado tanto como yo, y yo…¡Puf! Siempre me han gustado los andoreños, sabes. Bueno, los del sur, en general. —se corrigió riendo y envainando su preciada daga.

Mat algo sabía, las doncellas hacían circular lo rumores como los perros las pulgas, y si estos corren por calles y tabernas, en palacio vuelan. Las más veces esos rumores tienden a exagerar, pero en esa ocasión se habían quedado bastante cortos.

Mat no sabía si todas las viudas serían tan sofisticadas como la reina, pero si resultaba ser así, dejaría de cortejar a camareras y sirvientas, y empezaría a seducir a sus nobles señoras.

Además, gracias al carretero que transportaba las palomas entre Tylain y sus presuntos aliados, Mat había conseguido averiguar que hasta hacía poco la reina de Altara debía haber sido la amante de un andoreño y, más concretamente, del rey de Andor. De modo que Mat sabía ahora que jamás podría retornar a su patria, ya que en realidad su rey le había mandado a Altara a averiguar quien era el nuevo favorito de ex amante, la reina Tylain.

A James Oliver Rigney, ¿cómo no? Alias, “Robert Jordan” (1948-2007), Autor de la maravillosa saga “La Rueda del Tiempo”, la cual estoy leyendo en estos momentos.