Una profecía de Monstruos
Mireia no era ciega, pero en su piso no había un solo espejo. Desde hacía siete años, había dejado de reflejarse en ellos.
Mireia contempló la noche desde la ventana de su ático, con sentimientos
encontrados
.
En el cielo apenas podía vislumbrarse alguna estrella, por efecto de la contaminación lumínica. El fulgor naranja de las farolas teñía toda la ciudad con un tenue halo. Varias luces del edificio de enfrente estaban encendidas y Mireia pudo distinguir a la gente que allí vivía: el matrimonio joven del cuarto piso con su hijo recién nacido, los estudiantes del tercero que habían puesto la música a todo volumen mientras se preparaban para salir de marcha... Por un momento, se imaginó sus vidas, tan distintas de la suya. ¿Cómo sería la vida de Mireia si no... si aquella noche...? Con un bufido, apartó la mirada y respiró hondo, mientras una punzada de hambre recorrió su estómago.
Abrió un cajón y sacó sus útiles de maquillaje. Con la mirada fija en la pared, se sentó. Mireia, como tantas otras veces, maldijo su dificultad para maquillarse, aunque había aprendido algunos trucos. Por ejemplo, utilizaba el borde de la ceja para decidir cuán lejos en la mejilla podía llegar la sombra de ojos o estabilizaba su mano sobre su rostro para no temblar y mancharse. También contaba el número de veces que debía rozar la tableta de la sombra de los ojos para que el cepillito recogiera la cantidad exacta, y el número de veces necesarias para quitar el exceso de color en los párpados.
Mireia no era ciega, pero en su piso no había un solo espejo. Desde hacía siete años, había dejado de reflejarse en ellos.
"Eres débil, Mireia. No tienes alma de depredadora."
Vestida con unos pantalones de tela y una blusa oscura, Mireia avanzaba por las calles. A pesar de ser más de la una de la madrugada, estaban atestadas, sobre todo al aproximarse a la zona de bares. Durante un momento, mientras caminaba entre otros chicos, la muchacha fantaseó con que era una más. Después de todo, su aspecto era idéntico. Una chica en la veintena, más bien bajita, atractiva, de piel pálida y cabello moreno por el hombro. Una apariencia quizás igual, sí. Pero ellos, la gente a su alrededor, sí se reflejaban en los espejos, soportaban la visión de símbolos sagrados sin huir, no se quemaban si les daba la luz del sol y no necesitaban consumir sangre para vivir.
"Eres estúpida, Mireia. Ya no son tu especie. Son ganado. Viven para servirte. Y para alimentarte".
Mireia se maldijo, mientras un ansia muy familiar comenzaba a recorrer su cuerpo. Había sido muy descuidada. Llevaba varios días sin alimentarse, y el Hambre hizo su aparición. Una neblina rojiza cubrió su visión, mientras la gente a su alrededor parecía haberse transformado en gigantescas bolsas de plasma que se contoneaban descarada e impúdicamente ante ella. Debía controlarse. Si no tenía cuidado, volvería a matar.
"Ya no eres lo que antes eras. Ahora eres un monstruo, Mireia. Cuanto antes lo asumas mejor será para ti".
La voz de Amaranta, la mujer que la transformó en lo que ahora era, hacía ya siete años, hería sus oídos con su tono altanero y despectivo. Ella era la mujer más atractiva que jamás había contemplado, con su tez de mármol y su pelo de ébano, del material del que está tejida la noche. Todavía podía ver su rostro espectral a través de la ventana, flotando en la neblina, llamándola, mientras Mireia avanzaba como en un sueño hacia ella, como un corderito al matadero.
"Eres frágil, Mireia. No somos las únicas cazadoras en el mundo. La noche está lleno de peligros. Debes estar preparada para afrontarlos o morirás. Tómalo como una advertencia. O una profecía".
La muchacha se sintió débil, pero sabía el remedio para su mal. Debía acometer la rutina a la que se veía obligada desde hacía siete años: meterse en cualquier bar, seducir a alguien, llevarle hasta un lugar apartado y beber su sangre. Un poco, no demasiada. Aquello calmaría su sed y evitaría que su presa muriera, sin que nadie lo descubriese. Pasar inadvertida, sin tener que tomar vidas humanas. Escondida para sobrevivir.
"Eres cobarde, Mireia, y no quieres afrontar la realidad. Cuando, no "si", sino "cuando", te enfrentes a un peligro, ¿qué harás? ¿Arrodillarte y suplicar por tu vida?"
Recuerdos... En la cama, en la oscuridad de la habitación, Mireia abrazaba a Amaranta, su Maestra, fascinada por su piel, besando cada centímetro de ella, acariciándola reverencialmente. Las dos mujeres estaban abrazadas, entrelazadas sin que nada se interpusiera entre sus pieles desnudas. Mireia descendió poco a poco por pechos y estómago de la mujer, sin dejar de besarla, hasta llegar a su delicioso pubis. Con veneración, Mireia sacó su lengua y la posó sobre aquel soberbio sexo para, a continuación, lamerlo arriba y abajo. Amaranta gimió quedamente y, una vez llegado al orgasmo, se dio la vuelta, indiferentemente, sin la menor delicadeza. Mireia siguió acariciando y besando su espalda, pero su Maestra la ignoró con frialdad.
"Eres aburrida, Mireia. ¿Qué voy a hacer contigo?"
La discoteca en la que Mireia había entrado no le gustaba nada. Era el tipo de local que ella evitaba en vida. Lo que llamaban un lugar chic, caro, exclusivo y lleno de pijos. Los altavoces vomitaban música pop en un volumen ensordecedor. Pero era un buen territorio de caza: mucha gente significa muchas presas posibles. La aguda vista de la muchacha barrió el local, a pesar de la escasa luz y los fogonazos de los focos. Descartó varias presas de inmediato, muy cargadas de alcohol o drogas. Una mueca de asco cruzó su rostro recordando el repugnante regusto a medicina que provocaba la presencia de las drogas en la sangre.
La mente de Mireia retrocedió varios años atrás, cuando su Maestra y ella se habían zambullido en la vida nocturna de la ciudad para mezclarse con los humanos y cazar a sus presas. Habían sido noches felices, de lujo, diversión y de sexo. Pero todo había desaparecido como un plumazo cuando Amaranta perdió el interés en ella, y se hartó. De su pusilanimidad, de su cobardía, de sus reparos a matar. La abandonó y desapareció sin avisar de una noche para otra.
Pero no era el momento de encerrarse en el pasado y compadecerse de si misma. Debía valerse por si sola. Debía alimentarse.
Tras menos de cinco minutos sentada en una mesa pegada a la pared, distinguió a una mujer sola en la barra. Su mirada era magnética y estaba clavada en ella. La mujer tendría unos veintimuchos años, y era alta y fornida, casi intimidante. Llevaba el cabello castaño, rizado y corto, y vestía unos vaqueros desgastados y una camiseta blanca que dejaba unos hombros fuertes y anchos al aire. Sonrió enigmáticamente y Mireia apartó instintivamente la mirada. Cuando volvió a mirarla, la mujer ya caminaba hacia ella.
Bueno, esta vez había sido fácil. Se dijo a si misma Mireia tragando saliva. El atractivo de la muchacha había aumentado tras su muerte, su piel se había vuelto más pálida y sus ojos más penetrantes, dándole un aire lánguido y etéreo y una belleza sedosa. Pero tenía que reconocer que la mujer que depositó dos cervezas en su mesa era endiabladamente hermosa. Fuerte, de ojos grandes y algo rasgados, que parecían dos imanes. Sí, poseía un intenso e irresistible magnetismo casi animal.
-Me llamo Pandora. No te había visto nunca por aquí. -Su voz era ronca, sensual.
-Ho... hola... Soy Mi... Mireia. Pandora... es... es un nombre muy bonito.
Media hora después, Pandora y Mireia se besaban como si les fuera la vida en ello mientras atravesaban la puerta de la habitación, desnudándose la una a la otra.
-Estás helada, pequeña. Es hora de que entres en calor.
Con rudeza pero entre risas, Pandora bajó las braguitas de la muchacha y la tiró sobre la cama, para a continuación hundir su cabeza entre sus piernas. Mireia tuvo una fugaz visión de su espléndido cuerpo antes de ver el Cielo: Bien torneado, musculoso, y con un tono canela que resaltaba con su propia piel pálida. Mireia estaba húmeda, completamente, desde hacía ya mucho tiempo. No podía negarlo. Su sexo parecía saludarla con un latido incesante y bastó un experto toque de la punta de los dedos de la otra mujer para que respondiera con contracciones que le provocaron un placer casi insoportable.
Pandora comenzó a lamerlo con fuerza, con verdadera ansia, a juzgar por la potencia de sus lamidas. Mireia jadeó mientras su amante parecía sumergirse en él. Tuvo que morderse su mano para no gemir mientras Pandora separaba los labios de su vulva con sus dedos, dejando su clítoris indefenso y expuesto. Su vagina, literalmente, chorreaba.
Estremeciéndose, arqueó la espalda, gimiendo, agarrando los cortos rizos de Pandora como si suplicase más. Mireia gritó mientras le vino el orgasmo más fuerte que había tenido en toda su vida, dejándola temblando y extenuada.
Pero Pandora no le dio tregua. La cogió de la cintura como si no fuese más que una muñeca desmadejada, la colocó boca abajo y la besó en la espalda, dándole una sonora cachetada en las nalgas que la arrancó un gritito. A continuación, se tumbó completamente sobre ella. Se sujetaba por sus codos para no aplastar a Mireia, aunque ésta estaba tan excitada que hubiera rogado porque lo hiciera. Notó su calor, contrastando contra su fría piel, sus grandes pechos sobre su espalda, el ardor de su sexo sobre su culo. Movió las caderas lentamente y pudo notar su humedad. Mireia estaba tan terriblemente excitada que intentó besarla, buscar su boca, torpemente por la postura, hasta que, por fin, como se da de beber a un sediento, Pandora juntó sus labios con los de ella. Colocó su sexo de forma que tuviera el máximo contacto directo con sus nalgas y se movió convulsivamente mientras ambas gemían.
Las caderas de Pandora se movieron con fuerza mientras se masturbaba contra su culo, diciendo palabras a veces ininteligibles, a veces deliciosamente sucias, hasta que, gruñendo, con un ronco bramido, se corrió. Mireia pudo notar sin dificultad la humedad sobre sus nalgas. Pandora se desplomó sobre ella y así permanecieron un buen rato antes de que se tumbara a su lado y las dos mujeres se miraran sonriendo y recobrando el resuello.
Por un momento, Mireia se vio perdida en sus pensamientos. Contempló a Pandora. Por primera desde hacía mucho, mucho tiempo, se encontraba a gusto y en paz, feliz entre los fuertes brazos de aquella increíble mujer.
Quizás... Mireia se mordió el labio, pensativa. ¿Cómo sería convertir a otra persona en una criatura de la noche? Amaranta, su maestra, no se lo había explicado. ¿Podría hacerlo ella sola? ¿Qué pensaría Pandora de ello? ¿Le gustaría pasar la eternidad a su lado? ¿Se horrorizaría? Mireia sólo deseaba amar y ser amada. Pero... ¿tenía ella derecho a convertirla en un monstruo?
Mireia no quería ser como su Maestra, convirtiendo a alguien por motivos egoístas y abandonándolo cuando se cansase. No. No debía transmitir la Maldición a nadie. Pero el estómago de Mireia rugía de Hambre. El espléndido y cálido cuerpo de Pandora a su lado, la volvía loca. Debía alimentarse. Necesitaba su sangre.
Pero no la convertiría. Bebería muy poco para calmar su Hambre, lo suficiente para que se quedase dormida y pensase al día siguiente que todo había sido un sueño.
A su lado, Pandora se estiraba, como un gato ronroneante, ajena a las dudas de su amante.
-Bufff... hace un calor espantoso. Voy a por una botella de agua del frigo. ¿Tienes sed?
"No lo sabes tú bien" pensó Mireia. Sin responder, besó el hombro de la mujer y continuó haciéndolo hasta su cuello, lo que provocó una risilla de Pandora.
-¿Te has quedado con hambre, pequeña? ¿Quieres el postre?
Los afilados colmillos de la muchacha se clavaron en su cuello. Apenas tuvo tiempo de saborear el delicioso líquido. Un impresionante codazo que ni siquiera tuvo tiempo de ver la derribó de la cama.
Pandora la miraba con incredulidad y furia mientras se palpaba el cuello con una mano. -¿Pero qué coño...?
Dolorida por el golpe, e instintivamente, Mireia bufó mostrando sus largos colmillos, como un gato furioso agazapado en una esquina. ¿Cómo era posible? Todos los humanos a los que había mordido entraban en una especie de trance que les dejaba indefensos.
-¡Joder, una chupasangres! -En la voz de Pandora no había el menor atisbo de miedo. Su voz se hizo más grave y gutural. -Ahora entiendo por qué me llamaste la atención en el bar.
Mireia comenzó a asustarse. El desnudo cuerpo de Pandora comenzó a crecer y sus músculos se hicieron más y más definidos.
Los ojos fueron el primer cambio nítido. Cornea e iris cambiaron a un intenso color amarillo que brillaron intensamente en la oscuridad de la habitación. Las manos se alargaron y garras afiladas comenzaron a brotar desde la punta de los dedos.
El rostro de Mireia estaba lívido, deformado por una mueca de verdadero horror sin comprender qué estaba sucediendo.
-¿Qu... Qué e... eres tú?
La habitación se vio invadida por el sonido de un leve gruñido que fue aumentando en intensidad y furia. Ruidos de huesos quebrándose, costillas y cráneo que se fracturaban para acomodarse a la terrorífica transformación. La voz de Pandora, una voz que dejaba rápidamente de ser humana, llegó hasta una aterrorizada Mireia.
-He cometido un error, sí, pero tú... Tú uno mayor.
Mireia gritó mientras contemplaba petrificada cómo el hocico empujaba hacia fuera el cráneo de Pandora y unos dientes afilados como cuchillas sobresalía a través de las babeantes encías. El pelaje, cada vez más distinguible, se hacía espeso por momentos e incluso una cola había brotado de la base del coxis. Aquel ser medía ya más de dos metros y medio, llegando casi hasta el techo.
-P... por fav... por favor... yo no...
Mireia estaba paralizada por el horror. Muchas veces había flirteado con la idea de contemplar un amanecer, pero ahora, enfrentada a una muerte de garras y fauces, no quería morir. Por fin rompió su parálisis, asustada como nunca lo había estado antes, e intentó escapar a cuatro patas hacia la puerta, moviéndose a más velocidad a la que jamás lo había hecho.
No fue suficiente.
El fuerte brazo de aquel espantoso ser que hacía unos segundos había sido la adorable Pandora agarró su tobillo y la lanzó por los aires hacia el otro extremo de la habitación, haciendo que la muchacha chocara contra la pared, derribando muebles y la lámpara. Al intentar de nuevo incorporarse, un fuerte dolor en la pierna le hizo saber que muchos huesos de su cuerpo se habían roto.
El rostro de Mireia se hallaba surcado de sangre y lágrimas. Su voz se quebró en sollozos al hablar.
-P... por favor... no quiero... no quiero morir... haré lo que...
Un rugido ensordecedor la hizo callar. Mireia chilló y cerró los ojos, protegiendo su cabeza con los brazos, encogida en posición fetal, sabiendo que aquel ser avanzaba hacia ella. Un inoportuno pensamiento, quizás ya el último, cruzó su cerebro, con la desdeñosa voz de Amaranta, su Maestra:
"Eres cobarde, Mireia. Cuando te enfrentes a un peligro, ¿qué harás? ¿Arrodillarte y suplicar por tu vida?"