Una pelirroja se vuelve obediente Parte 4
Después de un tiempo sin escribir... Mía se da cuenta de que quiere ser tratada como una perra y acepta las condiciones de su Dueño. Un relato para los amantes del petplay y las pelirrojas humilladas.
Off: ¡Perdonad mi ausencia! Espero vuestros comentarios e ideas varias sobre lo que pueda ir pasándome... en las siguientes partes.
Me pasé la primera parte de la noche cachonda perdida, sin poder tocarme por una orden que normalmente no habría cumplido, yo, más libre que nadie. La segunda parte de la noche la inauguró una ducha y una cena, muchas dudas y recuerdos de cada parte de la tarde anterior. Cada vez estaba más mojada, así que decidí, ya de madrugada, intentar dormir.
Cuando me desperté tardé un poco en ubicarme pero una vez lo hice sabía que la decisión estaba tomada. Estaba deseando ser aquello en lo que me convirtió aquel chico, aquel hombre, la anterior tarde. Le mandé un mensaje sencillo tras borrar y escribir varias veces. “Soy tu perra. Dime qué debo hacer”.
A partir de ahí, todo se tornó vertiginoso. Me dijo que tendríamos una cita para cenar y me arreglé para tal ocasión. Me puse un vestido corto y ajustado y unas deportivas de loneta, sin tener muy claro cómo de arreglada debía ir. Me maquillé y esperé una eternidad, puesto que me había adelantado mucho. Cuando me avisó, salté como un resorte y bajé a su coche.
Nada más entrar me hizo separar las piernas y comprobó que no llevaba ropa interior, cosa en la que había obedecido. Me encontró húmeda y dispuesta a todo, como ida completamente. Me comentó que pediríamos a domicilio de un buen restaurante.
– Quiero estrenar a mi zorrita a solas.
Asentí. Estaba excitada como pocas veces antes había estado. Cuando llegamos a la casa (la de campo), un chalet sencillo, tras el cual se adivinaba un pequeño jardín, me ordenó desnudarme. Obedecí, con las mejillas rojas y mirando a todas partes por si aparecían vecinos. Por suerte estaba oscureciendo ya.
Según entré por la puerta me hizo descalzarme y arrodillarme. Me colocó una pinza en cada pezón y una en cada labio de mi coño. Me dolían bastante, sobre todo cuando me hizo gatear hasta el salón. Ahí me ató un tobillo a otro de manera que podía caminar a cuatro patas pero no levantarme, al menos no yo sola. Hizo lo propio con mis muñecas. Cuando hubo terminado sonó el timbre, supuse que era la cena, pero tampoco podía estarme segura. Me hizo ponerme de rodillas de espaldas a la puerta antes de abrir y noté la mirada del repartidor en mi según se abrió. Estaba sonrojada y bajé la cabeza, intentando hacerme más pequeña. Por suerte el reparto fue (relativamente) rápido y oí cómo cerraba.
Mi Dueño silbó como se silba a los perros y yo, como una autómata, le seguí a la cocina. Sacó una botella de vino y varios tuppers, de los cuales empezaron a emanar aromas que me abrieron el apetito: tartar, croquetas y algo que no pude identificar. Pensé que esta vez cenaría junto a él en la mesa. Intenté, sin éxito y de forma algo ridicula, ponerme en pie.
– ¿No aprendiste nada? – Me agarró del pelo y me hizo bajar la cabeza hasta el suelo. Un azote me hizo temblar. – Así comen las perras, ¿me has oído?
Asentí y me quedé en esa posición hasta que puso dos boles frente a mi. Uno con lo que parecía media botella de vino y otro con una mezcla de lo que consistía la cena. Me fui a abalanzar sobre la comida cuando me apartó con el pie. Alcé la mirada, desconcertada.
– ¿No debes decir nada?
– Perdón, yo... perdón, Señor, gracias por la cena...
Retiró su pie y fui directa a por el vino. Él se rió. “Bebe, bebe...” oí de fondo mientras atacaba la cena. Él cenó observándome, de vez en cuando me daba una palmada en el culo o me acariciaba la cabeza. Cuando acabé el vino pedí algo de agua y llenó el bol.
– Acábatelo, te sentará bien... – Por su tono de voz, algo tramaba.
Terminé manchada pero saciada, con unas ganas enormes de pasar al baño.
– ¿Puedo ir al servicio, mi Amo? No me aguanto...
– Claro que te aguantas. Porque te lo digo yo.
Gemí. Aguantarme el pis no era de mis puntos fuertes.
– Ahora te toca escuchar las normas. Vamos caminando mientras, así te acostumbras a tu postura natural, perra.
A cada palabra suya iba estando más excitada. Y la excitación, unida a las ganas de mear y las pinzas que me dolían a rabiar, era cada vez más evidente. Tenía los muslos interiores empapados y las pupilas dilatadas. Fuimos caminando hacia el jardín. Bueno, él caminaba, yo gateaba.
– La única palabra con la que me detendré es Rojo. Y tu solo la usarás cuando realmente no puedas más. Además, debes estar siempre sin ropa interior, excepto cuando te mande llevar lencería o estes en tus días. Para esos días comprarás pañales y llevarás eso, o bien tampones extra grandes y nada más. – Pañales. Como la perra de mi familia cuando menstruaba para que no manchase el sofá. Agaché la cabeza para ocultar mi humillación, pero él tiró de mi pelo y continuó hablando – Además debes ir siempre bien llena. – Se detuvo junto a un mueble y sacó unas bolas chinas que, a continuación, metió en mi coño húmedo, no sin antes tironear de las pinzas haciéndome gemir de dolor. A continuación sacó algo más y metió un dedo por mi culo, giró un poco y después metió algo de goma, no muy grande, dentro. – Las bolas te vendrán bien, pero tu culito hay que ir entrenándolo. Es demasiado bonito para no usarlo bien. Entonces, ambas cosas empezaron a vibrar. Casi me caigo al suelo. Las ganas de mear, lo apretado que iba todo dentro de mi y eso empezaban a volverme loca. – Harás que vibren dos horas al día durante la próxima semana, sin tocarte ni correrte, claro. Solo podrás sacarlos para limpiarlos o para aliviarte, solo el plug, claro... – A mi me costaba escucharle, y aún más caminar, pero hice el esfuerzo de seguirle. – Serás mi perra y seré dueño de tu cuerpo y de tu placer, ¿es eso lo que quieres? – Detuvo la vibración (gracias al cielo) para que contestase.
– Sí, Señor, lo deseo...
Se agachó junto a mí y me besó. Metió la mano entre mis piernas y buscó mi clitoris, empezando a pellizcarlo.
– Amo, por favor, que no me aguanto...
– Aguántalo. No te he dado la orden – contestó, tajante. Me empezó a masturbar con fuerza al mismo tiempo que activaba la vibración. Me temblaban las piernas. Me di cuenta de que estábamos junto a la piscina. Se reflejaba mi cara de placer y las estrellas que empezaba a asomar. Yo gemía desesperadamente.
– Mi Señor, me voy a correr...
– Pide permiso, puta, ya te lo deje claro la última vez – Gruñó.
– Amo, por favor, yo... por favor, permita que su zorra se corra, que se alivie, se lo suplico...
Tardó un largo minuto en contestar. – Córrete y mea, perra, vamos.
No necesité oírlo dos veces. Gimiendo y retorciéndome empecé a mear sobre el césped y ya no distinguía que era orgasmo y que era orina. Me arranco las pinzas de los pezones de un tirón y chillé, y mientras me masturbaba arrancó las del coño haciéndome sumidme en un estado de placer y dolor en el que estaba completamente ida. Estaba disfrutando de esa sensación de flotar cuando me tiró del pelo. – Y ahora vamos a bautizar a la perra.
Sin poder casi no coger aire, de repente tenía la cabeza sumergida en la piscina, con el agua helada. Mi Dueño azotó mi coño y mi culo, me masturbó y pellizcó, aguantando mi cabeza bajo el agua. Cuando pensé que no podía más, me sacó. Me costó volver en mi. – Agradéceme el orgasmo, zorra, no vaya a ser el último que tengas. – Fui a pronunciar palabras y una bofetada me cruzo la cara. – Las perras no hablan, puta.
Y así me humillé, gimiendo y dando pequeños ladridos mientras lamía sus manos con sabor a mi coño y mi orina, ofreciendo un espectáculo ridículo que, sin embrago, me hacía sentirme muy cómoda.
Mi iniciación terminó conmigo sobre su cama, a cuatro patas, y su polla sustituyendo el plug de mi culo. Nunca me había atrevido a preguntarle a mis amigas si a ellas les pasaba lo mismo cuando las sodomizaban. A mí el cuerpo me dejaban de responder, solo notaba el dolor y el placer haciéndome gemir y lloriquear, sin poder resistirme, y dejándome totalmente ida y sumisa a mi Amo, Dueño y Señor, que acabó en mi culo y colocó el plug, me vistió y me llevo a casa, recordándome que no podía tocarme ni correrme sin su permiso...