Una peculiar familia (9)

Para Quini su hermana Viky es como un unicornio, por mucho que la persiga nunca la atrapa, pero el premio es tan suculento que nunca dejara de seguirla

CAPÍTULO IX

Varios son los amigos lectores que me han instado a que, por todos los medios, procure no ser predecible en los hechos que narro y a que recurra al factor sorpresa para garantizarme el éxito. Y yo, pobre aprendiz de escritor, me las veo y me las deseo para lograr ese impacto, porque la cosa no es nada fácil. Mis vivencias fueron tal cual fueron y podré adornarlas con mayor o menor fortuna, pero no puedo cambiarlas. Por eso, un poco trapaceramente, aunque bien creo que nadie se dará por engañado, terminé el capítulo anterior con cierto pretendido suspense, dejando un poco en el aire la duda sobre si por fin Viki había sucumbido o no a mis encantos. Y, efectivamente, como todos habrán supuesto, la respuesta es un rotundo no.

Aquel cuerpo desnudo que se abrió hueco en mi cama no era el de Viki sino el de una acongojada Dori, que a duras penas contenía su llanto.

—¿Qué te pasa? —pregunté abrazándola, con esa ternura que me invadía cada vez que veía en semejantes trances a la más querida de mis hermanas.

—Viki está cada día más loca. Nada más marcharte tú se me echó encima, me agarró por el cuello y por poco me asfixia. Dice que, como se vuelva a repetir lo de esta noche, me mata.

No mentía ni exageraba. Encendí la luz y pude comprobar las huellas que Viki le había dejado marcadas en el cuello. Mi primer impulso fue ir a darle su merecido, pero Dori me retuvo.

—¡Por favor, déjala! Mañana ya se le habrá pasado el enfado y todo volverá a la normalidad. Papá y mamá no tienen porqué enterarse de estas cosas. La verdad es que lo que hemos hecho no está bien. Es lógico que esté furiosa.

—Si está bien o no está bien, la culpa es mía en cualquier caso. ¿Por qué no descarga su furia conmigo?

—Porque eres más fuerte que ella y contigo no puede.

Dori terminó convenciéndome, pasó el resto de la noche conmigo y, casi al despuntar el alba, ya estaba Viki arrodillada a su lado, llorando como una magdalena y suplicándole que la perdonara. No tuvo que insistir mucho, pues Dori era demasiado sensible al llanto ajeno aunque fuera llanto de cocodrilo, y al poco las dos terminaron abrazadas y pidiéndose perdón mutuamente.

—Y a ti —Viki se dirigió ahora a mí con una humildad poco frecuente en ella—, te ruego que no vuelvas a repetir lo de anoche.

—¿Por qué?

—Es sólo un favor que te pido. ¿De acuerdo?

La forma en que me lo pidió y la forma en que me miró cuando me lo pidió, hicieron que me resultara totalmente imposible negárselo. Aunque había aprendido, en lo que se refiere a mi hermana Viki, a dudar de las apariencias, sabiéndola consumada maestra del fingimiento, a la hora de la verdad siempre me dejaba llevar por ellas.

He de reconocer que, cada cual a su manera, los cinco hermanos éramos bastante independientes y sólo entre Dori y yo existía una relación especial. Así había sido siempre y ahora, debido al grado de intimidad alcanzado, lo era mucho más aún. Creo que fue aquella misma mañana cuando Dori me confesó que, desde que empezó a mantener relaciones sexuales conmigo, no había vuelto a tenerlas con nadie más, ni siquiera con nuestro padre, aunque respecto a este último aclaró que él no se lo había pedido.

—¿Y antes las tenías con muchos? —pregunté un poco sorprendido.

—Con muchos, no; sólo con los que me gustaban y me lo sugerían. Y ahora ocurre que sólo me gustas tú y no me apetece hacerlo con ningún otro. No sé por qué será pero el caso es que contigo me resulta todo mucho más placentero. Es diferente.

Teniendo en cuenta el cariño que me unía a Dori, aquellas afirmaciones eran para hacer que me sintiera más que orgulloso y satisfecho. Y orgulloso sí que me sentía, pero la satisfacción mía no se vería colmada hasta que Viki cayera en el bote.

Costumbre heredada de mi buen padre, jamás incumplía la palabra empeñada y, a partir de aquel día, muy a mi pesar, renuncié a hacer más "exhibiciones" delante de Viki. Sabía que ése era un buen camino, pero me mantuve fiel a mi promesa.

En mi afán de intentarlo todo, fue a los dos o tres días de los últimos acontecimientos reseñados cuando decidí ensayar otro método distinto.

Aunque no era lo habitual, tampoco resultaba inusual que, por las circunstancias que fuesen, a veces coincidiéramos dos en la ducha. Nuestra casa, aunque amplia y acogedora, era de clase modesta y sólo contaba con un cuarto de baño. Hubo un tiempo en que mi padre estuvo tentado de sacrificar parte del dormitorio conyugal para incorporar en él un segundo servicio, pero mi madre le hizo desistir de tal empeño, pues prefería, entiendo que con buen criterio, un dormitorio espacioso sin baño antes que un dormitorio y un baño de reducidas dimensiones.

Chismes aparte, lo cierto es que aquella tarde, después de la siesta, tan pronto vi que Viki se dirigía a darse su ducha de costumbre, me fui tras ella, dispuesto a hacer lo mismo con la excusa de que había quedado con unos amigos y no podía esperar a que terminara ella, habida cuenta del tiempo que solía tomarse en dicho cometido.

Porque, aunque creo no haberlo dicho antes, debo significar que una de las características de mi hermana mayor era su desquiciante pachorra para todo cuanto hacía, invirtiendo en general el doble o el triple de tiempo que los demás. Cuando le tocaba sufrir las consecuencias, mi padre, a pesar de su natural buen temple, era el que peor lo llevaba. Cosa, por lo demás, que a Viki le daba exactamente igual.

La ducha compartida, cuando obedece a razones de simple higiene sin que haya otros intereses por medio, resulta en verdad incómoda porque, no dando el chorro de agua para cubrir simultáneamente a los dos, tienes que establecer un turno y todo se convierte en molestias. Sin embargo, como tal era el caso, cuando lo que menos importa es la ducha en sí, el asunto cambia por completo.

Y aquí, antes de seguir adelante, quisiera intercalar un pequeño paréntesis para señalar que, desde que hiciera las paces con Dori después del conato de estrangulamiento, Viki se mostraba, tanto con su víctima como conmigo, bastante más amable y cordial que de costumbre, hecho que es de resaltar porque ni amabilidad ni cordialidad solían formar parte significativa de su carácter. Su cerrazón no era sólo sexual, sino social en general.

Hago estas puntualizaciones porque fue ese ambiente de cariñosa fraternidad el que me llevó a considerar la posibilidad de atacarla con el pretexto de la ducha. Mi estrategia no estaba estudiada al detalle, pero sí tenía claras las líneas generales y, sobre todo, el objetivo a alcanzar.

Algo que Bea me había recalcado mucho era el tema de la gentileza. «A las mujeres —aseguraba muy convencida— nos encantan los hombres naturalmente gentiles, no serviles. Si eres gentil, te ganarás el aprecio y la consideración; si eres servil, sólo te ganarás el desprecio y te convertirás en un simple objeto que se utiliza a conveniencia». Me apresté, pues, a ser gentil.

Creo, o cuando menos a mí así me lo parece, que uno de los momentos estelares de la ducha a dúo es el enjabonamiento recíproco. Ya sea con gel o jabón, con esponja o a mano suelta, su encanto y posibilidades son inmensos, sobre todo si la pareja se muestra receptiva, que era lo que más me preocupaba con Viki.

De momento, y para establecer cierto límite donde aparentemente no lo había, ella se empeñó en darme la espalda durante todo el tiempo. Y no es que su reverso desmereciera en absoluto, pues tenía un culo de veras hermoso; pero mi interés se centraba más en su anverso, que encerraba aspectos y regiones más relevantes.

Por supuesto, con ese asomo de osadía que también Bea me había recomendado, yo me había pegado a Viki de punto y hora y mi verga no tardó mucho en salir de su letargo al contacto de aquellas posaderas tan bien rematadas, de forma que pronto su dureza se hizo lo suficientemente patente para que ella lo advirtiera y en vano intentara rehuirla; pues, cual mosca cojonera, seguía pegada a sus nalgas por mucho que éstas se movieran y pretendieran dificultarlo. Para mí ya era todo un logro prometedor el hecho de que Viki aguantara aquel primer tímido acoso sin emitir ninguna queja verbal. De haberlo hecho, yo ya tenía preparada mi respuesta: «¿Qué quieres que haga? —le hubiera dicho—. No pretenderás que me la corte, ¿verdad?».

Viki era tan metódica como cachazuda. Mi madre era quien mejor definía esta conjunción de características suyas: «Tarda un siglo en hacer las cosas, pero las hace muy que requetebién hechas». Y esto era algo que me tenía sumamente intrigado y que acrecentaba aún más mi interés por ella, pues, aplicándolo al terreno que a mí me preocupaba, y comprobando que en efecto estaba tardando un siglo en dar su brazo a torcer, me hacía presagiar que el día en que por fin se aviniera a follar conmigo la cosa iba a ser memorable, por lo requetebién que lo haría.

Viki no gustaba de dejarse crecer excesivamente su melena y casi siempre la tenía hasta tres o cuatro centímetros por debajo de los hombros. Sin embargo, a la hora de lavársela (y esto era lo primero que hacía al meterse en la ducha) le dedicaba tanto tiempo como si le hubiera llegado hasta la cintura. El bote de champú que cogiera, aunque estuviera sin estrenar, se quedaba tiritando después de un lavado suyo. Y es que, aparte de darse dos pasadas, en cada una de ellas formaba tal cantidad de espuma que, en vez de melena, parecía que tenía un manto de nieve sobre la cabeza.

—¿Quieres que te vaya enjabonando mientras tanto? —propuse a la vista de que el lavado de cabeza iba para largo.

—Bueno —fue su inesperada y grata respuesta.

Aunque ello me supuso tener que apartar de momento mi ensoberbecida porra de su trasero, discretamente empecé por su espalda, descendiendo hasta la cintura, recreándome sin exceso en sus glúteos y dedicando el tiempo debido a sus piernas, desde el inicio de los muslos hasta los mismísimos talones. Tras lo cual, no sin dudas e incertidumbres, me dispuse a abordar la parte más trascendental del proceso.

Más comedida que ella en el uso del champú, vertí en el hueco de mi mano lo que consideré una oportuna cantidad de gel y me lancé al ataque. Marcando las axilas como punto de partida, pronto mis manos centraron toda la acción en sus tetas y aquí sí que me recreé lo mío, porque aquello era digno de dedicarle todo el tiempo del mundo, máxime cuando observé que sus pezones se ponían duros como pitones. Y lo más asombroso fue observar que Viki no sólo no rechazaba la oferta sino que hasta reía divertida e incluso aceptaba ya de lleno el juego de mi picha incrustada entre sus nalgas.

Como las circunstancias lo propiciaban y el caso lo merecía, esta vez cargué bien mi mano de gel y, obviando otras zonas, asalté directamente su panocha, propinándole a su vello púbico un tratamiento no menos concienzudo que el que ella seguía dispensando a su cabellera. Aunque ya más de una vez, entre bromas, había tenido la ocasión de pasarle la mano por tan delicada zona, ahora era la primera vez que lo hacía con tanta intensidad y sentimiento y durante tanto rato, ahondando deliberadamente en aquellos fantásticos pliegues que tan jodidamente reacios se mostraban a satisfacer mis deseos.

—Quieres ponerme caliente, ¿verdad?

La pregunta y el tonillo socarrón en que fue hecha me dejaron un poco cortado.

—No sé hacerlo de otra manera —dije para salir del paso.

—Y hasta seguro que tienes algún condón a mano, ¿no es cierto?

—Pues no; no es cierto. No tengo ningún condón a mano.

—¡Vaya por Dios! —exclamó con un gesto de contrariedad, que a saber si era real o fingido—. Hay que ver que soy malpensada.

Al decir esto último se giró, dándome frente por primera vez, y su mirada se fijó en mi nabo, tenso ya a más no poder.

—Sin embargo —apostilló no sin cierta sorna—, yo diría que esa cosita está rabiosa por colarse en el agujerito que tan limpio me has dejado. ¿Me equivoco?

Aquello ya me sonó a puro cachondeo y respondí en consecuencia.

—La cosita, como tú la llamas, hace ya mucho tiempo que está rabiosa por meterse en ese agujerito y ya se hubiera metido un montón de veces en él si el agujerito no se hubiera negado.

En tratándose de Viki, era de todo punto imposible saber por dónde iban exactamente los tiros. Si no era poco lo sorprendido que estaba por su comportamiento de los últimos días, ahora lo estaba acabando de arreglar. Lo mismo podría haber jurado que estaba deseosa de echar un polvo en aquellos momentos, como podría haber jurado lo contrario. A mi me parecía que sí, pero estaba casi seguro de que era que no. De cualquier forma, preferí hacerme la ilusión de que era que sí.

—¿Quieres que te enjabone yo también a ti? —me propuso.

—Me encantaría.

En principio se lo tomó con su calma habitual, haciéndome girar a un lado y a otro para no pasar por alto ni un palmo de mi cuerpo. Hasta me hizo levantar los pies para que ni las plantas quedaran a salvo. Me tocó varias veces los huevos, pero como de pasada, y a mi cipote, a pesar de su más que notoria presencia, lo ignoraba como si no existiera o no precisara también los mismos cuidados.

—Date la vuelta —me indicó una vez más.

Me di la vuelta colocándome de espaldas a ella y entonces fue cuando vino lo inesperado. Haciendo buen acopio de gel, se pegó a mí, aplastando sus tetas entre mis omóplatos, y empezó a propiciarme un masaje de lo más singular y excitante. Colocando las palmas de ambas manos sobre mi pelvis, las deslizaba entre mis ingles y, girándolas, ascendían de nuevo, abarcando bien mis testículos, para volver al punto de inicio y repetir de nuevo el mismo movimiento.

—¿De verdad que no tienes ningún condón a mano? —me susurró al oído, clavando su barbilla en mi hombro.

—Puedo ir a por uno en un momento —dije yo en el colmo de la locura.

Ahora ya cogió decididamente mi verga con su mano derecha.

—Me extraña que no tengas ninguno a mano —insistió.

—De verdad que no —insistí yo también, maldiciendo mi falta de previsión—. Pero en un segundo puedo traer una docena.

—Me estás mintiendo —siguió ella, erre que erre, acelerando cada vez más el movimiento de su mano a lo largo de mi polla—. Seguro que tienes un condón aquí en el cuarto de baño y no quieres usarlo.

—¿Por qué te iba a mentir? —repliqué yo, pobre de mí, debatiéndome entre el creciente gusto que su masturbación me proporcionaba y el cabreo monumental que me estaba cogiendo a cuenta del condón de mierda—. Déjame que vaya a mi cuarto a por uno. No tardaré ni una décima de segundo.

—No te creo —volvió a las andadas para martirizarme aún más, mientras su mano se movía ya a velocidad supersónica—. Si fuera verdad, eso significaría que no tenías ninguna intención de follarme.

Viendo que con aquel ritmo que había impuesto yo no iba a aguantar sin correrme ni un segundo más e iba a desperdiciar la ocasión de mi vida, intenté zafarme de aquella mano que me conducía sin remedio al precipicio; pero Viki aferró aún con más fuerza mi pene y me impidió toda posibilidad de movimiento.

—Puedo follarte por el culo —propuse como desesperada alternativa—. Para eso no hace falta condón.

—¿Eso es lo que pretendías? —pareció ofenderse—. ¿Darme por el culo?

—Te juro que no; pero si no me dejas ir a por el condón...

Después del breve parón, Viki reanudó la alocada marcha con redoblada energía y ya no pude aguantar más. En no más de un par de segundos, mi picha empezó a vomitar todo lo que tenía dentro y los blancuzcos chorreones fueron al fondo de la bañera y de allí, arrastrados por el agua, a desaparecer miserablemente por el sumidero, de forma que al momento no quedó ni la menor huella de ellos.

—Eres una... —a duras penas pude contener el insulto—. Lo has hecho a propósito.

—¿A propósito? ¿Qué es lo que he hecho a propósito?

—La paja. Me has hecho la paja a propósito. Y para eso no necesito a nadie.

—¿Acaso me has dejado otra alternativa? Al menos tú te has desahogado; pero, ¿y yo? ¿Cómo me he quedado yo? Eres un egoísta, un desagradecido y un degenerado que quería darme por el culo, como si yo fuera una furcia cualquiera.

Y malhumorada y hasta haciéndose la ofendida, la muy hija de su madre salió de la bañera, se enfundó el albornoz, se calzó las chanclas y, con gesto altivo, allí me dejó corrido (nunca mejor empleada la palabra) y tirándome de los pelos. Con genio cerré el grifo del agua caliente y dejé que la fría me inundara para aplacar la mala leche que me dominaba. Porque la otra leche, la buena, debería de andar ya por sabe Dios qué alcantarilla. Hasta la picha se me había encogido como nunca antes lo había hecho.

Aquello exigía una venganza y, aunque no sabía cómo, estaba decidido a tomármela. Si Viki se creía más lista que yo, ya se me ocurriría algo para demostrarle lo contrario. ¡Faltaría más!, que diría Carrizo.