Una peculiar familia (4)

Quini pide ayuda a su padre sin saber que este aun guarda muchas sorpresas.Recuerdo que esta serie ya fue suvida

CAPÍTULO IV

Mi padre era un auténtico "ganador nato". Le gustaba jugar a todo y no perder a nada. Uno de sus juegos preferidos era el ajedrez y desde los doce años me incitó a que me aficionara yo también, alegando que se trataba de un método ideal para cultivar la inteligencia. Estaba claro que sus posibilidades de conseguir el campeonato del mundo eran muy remotas, pero ganarme a mí resultaba sumamente fácil y por eso, antes que competir por aquél, prefería medir sus fuerzas conmigo. Como perder siempre es un aburrimiento, mi padre procuraba buscar los alicientes necesarios para que mi "afición" no decayera.

—Te doy un alfil de ventaja —me tentó la primera vez.

El resultado siguió siendo el mismo y el alfil lo cambió por un caballo, después por una torre y a continuación por las dos. Dado que, aún así, yo contaba las partidas por derrotas, acabé exigiéndole que se dejara de tonterías, que se quedara con sus torres y me diera la reina de ventaja, pues ésta era siempre la que más problemas me ocasionaba. Y aquello equilibró tanto la balanza que, al tercer intento, acabé dándole un jaque mate sin contemplaciones. La cara de mi padre hasta cambió de color, se tragó como mejor pudo el reniego que estuvo a punto de salir de su boca y, después de señalar que la reina era demasiado, me hizo la más tentadora propuesta que podía hacerme:

—Te doy las dos torres y, si me ganas, te ayudaré en el asunto de Viki.

Como ni que decir tiene que mis progresos con Viki eran nulos, aquella oferta me resultó irresistible. Si antes me hacía el remolón para evitar los enfrentamientos, ahora era yo el que, en cuanto veía a mi padre sin ninguna ocupación clara, ya estaba con el tablero y el envase de las piezas en la mano dispuesto a un nuevo desafío. Y a base de echarle fe y corazón, no sin pocos esfuerzos y rompederos de cabeza y tras no sé cuantos intentos, terminé alcanzando la meta soñada: infligir la segunda derrota a mi padre.

—Está bien —dijo con cara de fastidio y resignación—. Lo prometido es deuda. Dúchate y prepárate bien, que vamos a dar un paseo muy especial.

Me chocó un poco aquello del "paseo muy especial", pero jamás mi padre había faltado a una promesa y seguí sus instrucciones sin la menor objeción, dándome un baño a conciencia y colocándome mis mejores prendas. Como ya sabía lo que significaba el "prepárate bien", regué profusamente mis axilas con desodorante y utilicé la colonia de las grandes ocasiones.

—Hoy vas a conocer a una persona que significa mucho para mí —me dijo, a modo de confesión, cuando ya conducía hacia el centro de la ciudad—. Ni siquiera tu madre sabe de su existencia.

—¿Significa que debo guardar el secreto?

—No necesariamente. No se trata de ningún secreto.

—Entonces, ¿por qué no sabe nada mama?

—Saberlo sólo le produciría daño y creo que ya es suficiente con el que me produce a mí.

—Si es así, ¿por qué vamos a ver a esa persona? ¿Qué tiene ella que ver con Viki?

—A la vuelta hablaremos de ello.

Desde el lugar en que aparcó el coche hasta el punto de destino quedaba aún un buen trecho que, obviamente, hicimos a pie. Terminamos adentrándonos en una de las sucias y estrechas callejas del casco antiguo, de las que todavía conservaban el suelo de adoquines. Estaba bastante desierta y los escasos tipejos con los que nos cruzamos inspiraban de todo menos confianza.

—¿No es éste el barrio de las putas? —pregunté para confirmar mis sospechas.

—Putas hay en todos los barrios, pero éste es el que se lleva la fama.

Para el tipo de edificaciones que allí predominaban, la casa ante la que finalmente nos detuvimos ofrecía un aspecto que hasta resultaba lujoso. Mi padre golpeó la puerta de una manera que tenía toda la pinta de ser una especie de contraseña. Al cabo de un rato se abrió una mirilla y un par de ojos verdes nos atisbó a través del reducido hueco.

—¡Joaquín de mi vida! —exclamó alborozada una voz de mujer.

Se sucedieron una serie de chasquidos y chirridos al otro lado de la puerta y, al fin, ésta cedió, facilitándonos el paso.

—¿Cómo está mi querida Merche? —saludó jovialmente mi padre.

—¡Qué bandido eres! —replicó la aludida—. Debe de hacer por lo menos dos años que no te dignas venir a verme.

Y los dos se fundieron en un abrazo, como si se conocieran de toda la vida.

La tal Merche tenía una inconfundible pinta de meretriz. Debía de ser, poco más o menos, de la edad de mi madre, aunque la cantidad de maquillaje que llevaba encima impedía hacer mayores precisiones. Conservaba un cuerpo francamente atractivo, aunque a saber los métodos de que se había valido para conseguirlo.

—Aquí tienes a mi pequeño Quini —me presentó mi padre, liberándose del largo y efusivo abrazo.

Y Merche, reparando por fin en mi humilde persona, me estampó un par de besos en ambas mejillas que a buen seguro me dejaron señaladas las marcas del carmín que embadurnaba sus labios.

—¡Ah, mi pequeño Quini! —exclamó, propinándome también un abrazo—. Si supieras las ganas que tenía de conocerte...

Nueva sesión de chasquidos y chirridos, para asegurar la docena de cerrojos y cerraduras que daban consistencia a la puerta, y sigilosa caminata por un espacioso corredor casi en penumbra, para desembocar en una especie de salita no mucho más iluminada.

—Bueno —dijo mi padre, dejándose caer en un butacón con la confianza del que se halla en su propia casa—. Encárgate primero del chico y después, si no te parece mal, hablaremos.

Por muy infantil que pudiera parecer el gesto, fue de agradecer que Merche me cogiera de la mano para conducirme a través de un auténtico laberinto de dependencias, a cual más oscura, hasta situarme en una salita muy similar a aquélla en la que se había quedado mi padre.

Me invitó a tomar asiento en una especie de rústico diván.

—Aunque supongo que tu padre ya te habrá advertido al respecto —me dijo a título de recomendación—, es muy conveniente que guardes absoluta discreción y no cuentes nada a nadie de tu estancia en esta casa. Por tu edad, mi obligación sería no permitirte la entrada; pero se trata de un favor especial que me ha pedido tu padre y a él no puedo negarle nada —intercaló una pausa, esperando tal vez algún comentario de mi parte, y viendo que yo nada decía, continuó—: Ahora te presentaré a algunas amigas mías y tú sólo tienes que decirme cuál de ellas es la que más te gusta, ¿OK?

—OK —repetí casi por inercia.

Merche se ausentó unos instantes para volver encabezando una hilera de hasta seis maravillosas criaturas, todas mucho más jóvenes que ella y ataviadas con unos ropajes que creí sólo existían en las películas. Una a una, las seis se acercaron a darme un fugaz beso en los labios, indicándome sus nombres y pasando a continuación a formar en fila a poco más de un metro delante de mí.

Mi elección no se hizo esperar. La última, que se me presentó como Bea, era el vivo retrato de Viki y eso disipó cualquier duda que pudiera haber albergado. Nada más indicárselo a Merche, ésta hizo una seña a las demás chicas para que abandonaran la sala y, dándome un ligero pellizco en la mejilla izquierda, dijo:

—Que buen gusto tienes, bribón. ¡Bendita la rama que al tronco sale!

Con cierta timidez, no sé si fingida o natural, Bea vino a sentarse a mi lado, se apretó contra mí y me colocó una mano sobre la rodilla.

—Tómate todo el tiempo que quieras —me indicó Merche—. Yo, ahora, voy a decirle cuatro cosas al truhán de tu padre. Cuando terminéis, Bea te mostrará el camino para reunirte con nosotros.

Nada más quedar a solas, Bea se puso de nuevo en pie y me tomó una mano de una manera que me pareció muy especial.

—Ven —dijo, con la voz más dulce que jamás había escuchado—, en mi cuarto estaremos más cómodos.

La seguí sin rechistar, asombrado aún de su tremendo parecido con Viki. Evidentemente, no era Viki; pero hasta su forma de andar me recordaba a mi hermana. Calculé, a ojo de buen cubero, que debía de ser a lo sumo tres o cuatro años mayor y un par de centímetros más alta. Por lo demás, las diferencias eran mínimas.

Su "cuarto" me pareció el de una princesa. No por lo lujoso, que no lo era, sino por lo armonioso que todo resultaba en él. Entre unas cosas y otras, me hallaba francamente cohibido y en eso sí pareció reparar Bea al instante.

—¿Qué te parece si nos desnudamos y nos echamos en la cama? —propuso con una sugerente sonrisa, mientras encogía los hombros para hacer resbalar por ellos las tirantas de su ligero vestido—. Así podremos charlar más a gusto.

Y, viendo que yo seguía quieto como un estafermo, ella misma comenzó a desabotonarme la camisa.

—Vamos, hombre —fue su cariñosa reprimenda—. Debes sentirte como en tu casa. Si me has elegido a mí, deberá ser porque te gusto, ¿no? ¿O hay alguna otra razón especial?

Tuve la impresión de que Bea sabía acerca de mí bastante más que yo de ella. La verdad es que estaba hecho un completo lío. ¿Qué tenía que ver todo aquello con la promesa de mi padre de ayudarme en el asunto de Viki? ¿Quién era la persona tan especial a la que iba a conocer? ¿Era Merche, con la que parecía tener una vieja amistad, o era Bea, por su extraordinario parecido con mi hermana? Supuse que se refería a esta última, pero aún así, todavía no comprendía muy bien la situación.

Bea era preciosa y estaba claro que iba a terminar follando con ella, lo cual me parecía estupendo. No obstante, a pesar de su semejanza, para mí Viki era Viki y Bea era Bea; y si mi padre había llegado a pensar que me daba lo mismo una que otra, se equivocaba.

—¿Siempre eres así de serio y callado?

La pregunta de Bea me sacó de mi momentáneo ensimismamiento. Ella ya estaba desnuda del todo y a mí me había despojado de la camisa, andando ahora atareada con mis pantalones y perdiendo más tiempo del necesario en abrir la cremallera de la bragueta, no precisamente por torpeza.

—¿Conoces a Viki? —la pregunta más bien se me escapó.

—Conozco a varias. ¿A cuál de ellas te refieres?

—A mi hermana.

—Puede que la conozca o puede que no. ¿Por qué me lo preguntas?

—Se parece mucho a ti.

Bea terminó de bajarme los pantalones y, por encima del slip, atrapó mis genitales con una mano y comenzó a acariciarlos.

—¿Por eso me has elegido a mí? —me miró con una sonrisa entre divertida y burlona—. ¿Te gusta mucho tu hermana?

Una de las reglas de oro impuestas por mi padre («no referir nunca fuera de casa lo que pasara o dejara de pasar dentro de ella») acudió de inmediato a mi mente y preferí ignorar su segunda pregunta e improvisar una respuesta para la primera.

—Te he elegido porque eres la que más me gustaba de las seis.

Sospeché que, de igual forma que jugaba con mi paquete, que no dejaba de crecer, también estaba jugando un poco conmigo.

—¿Qué opinión te merecen mis tetas?

—Para mi gusto, son ideales.

—¿No crees que son un poco grandes?

—A mí me gustan así.

—¿Sabes que una de las cosas que más me encantan es que me las acaricien? Y si son unas manos tan suaves como las tuyas, mejor que mejor.

No me hice de rogar dos veces y pasé a satisfacer sin dilación su demanda. Al principio apenas las rocé con las yemas de los dedos, pero pronto acabé abarcándolas de lleno y tuve que reprimirme para no apretar más de la cuenta. Era la primera vez que sentía mis manos tan colmadas y la sensación era tan agradable que mi verga acabó de dispararse para alcanzar su forma más pletórica.

Cuando estaba ya del todo lanzado y dispuesto a penetrarla tal como nos encontramos, de pie uno frente al otro, muy sutilmente se zafó de mi acoso.

—Termina de desnudarte y vamos a la cama.

Rápidamente hice lo que me pidió y al poco los dos nos comíamos el uno al otro sobre el mullido lecho. Para ser una prostituta, ponía una pasión en sus gestos y gemía de forma tan convincente, que o muy alta era su capacidad de fingimiento o en verdad lo estaba disfrutando tanto como yo.

Devoré hasta saciarme aquellos hermosos senos y, aunque estaba ya rabioso por poseerla del todo, ella no tenía prisa ninguna y demoraba a conciencia el momento culminante. No me importaba demasiado, porque sus caricias hacían más que soportable la espera. Aprendí muchas cosas nuevas y por primera vez practiqué el famoso sesenta y nueve. Bea era una maestra a mi lado y no se cansaba de guiarme y asesorarme sobre lo que era más conveniente para hacer gozar a una mujer al máximo, al tiempo que me demostraba que ella sabía muy bien cómo se puede hacer gozar de igual forma a un hombre.

No sé cómo lo hizo, pero cuando quise darme cuenta mi polla estaba ya debidamente protegida con el correspondiente condón. Aunque no podía asegurarlo, estaba casi convencido de que tenía que habérmelo colocado con la boca. De buena gana le hubiera preguntado para salir de dudas; pero me pareció que quedaba mejor no mencionándolo, evitando así el evidenciar aún más mi inexperiencia. Hubo un momento en que mis pensamientos se dirigieron a Dori, disfrutando de antemano la sorpresa que iba a proporcionarle cuando ejercitara con ella todo aquel cúmulo de conocimientos nuevos.

Cuando por fin mi pene se abrió paso en la ansiada guarida, Bea siguió sorprendiéndome. Al mismo compás que yo bombeaba sobre ella, su vagina se contraía y dilataba de forma increíble, alimentando mi placer hasta límites insospechados. Me desveló posturas que yo nunca hubiera alcanzado a imaginar, instruyéndome en las ventajas y desventajas de cada cual. Yo, para ser sincero, no percibí ninguna desventaja y gozaba por igual de una u otra manera, lo mismo cuando la atacaba por detrás como cuando lo hacía por delante o estando encima, debajo o al costado de ella. A cada postura le encontraba pronto algún beneficio extra.

Lo más sorprendente de todo, y creo que ello se debió más a los méritos de Bea, fue el tiempo que aguanté sin eyacular. Quizás, sin yo saberlo, tal era la razón de tanto cambio de postura o quizás el secreto radicaba en aquellas contracciones vaginales. Sea como fuere, es lo cierto que debí de estar como una hora machacando antes de que el más prolongado orgasmo jamás sentido hasta entonces hiciera vibrar hasta la última de mis células.

Los dos quedamos sudorosos y agotados y, al menos yo, sólo me di cuenta de ello cuando cesé en mi febril actividad. No puede decirse que Bea hubiera tenido menos desgaste, pero tal vez estaba más habituada que yo a semejantes batallas y su respiración era bastante más acompasada que la mía.

—¿Has quedado satisfecho?

Creo que mi derrotado aspecto hacía innecesaria toda respuesta. Y fue a continuación cuando me empezó a resultar más comprensible la actitud de mi padre, pues Bea me dio todo un cursillo acelerado de qué es lo que hay que hacer y evitar para intentar seducir a una mujer.

—El éxito no está garantizado al cien por cien —me previno—, pero las posibilidades son muy grandes.

Como, mientras me daba sus explicaciones, no había cesado de incordiarme con sus caricias, mi predisposición para un segundo polvo era absoluta y ella no quiso dejar pasar la ocasión. Fue bastante menos ajetreado que el primero, pero el final nada tuvo que envidiarle.

Por último, Bea me facilitó su número de móvil y me encareció que la llamara todas las veces que fuera preciso. Entonces me aclaró que lo que había hecho conmigo había sido algo circunstancial y que su modus vivendi no lo constituía la prostitución, aunque a veces la practicara en casos muy especiales.

—¿Quieres decir que yo he sido un caso especial?

—Tú eres un caso mucho más que especial.

De acuerdo con lo prevenido, me condujo hasta la sala en que se hallaban Merche y mi padre, pero se excusó de entrar en ella negándose a dar cualquier tipo de explicaciones.

De regreso a casa, mi padre fue bastante más expresivo. Merche había sido su novia antes de que conociera a mi madre y la "persona especial" no era otra que Bea, de la que estaba convencido ser el padre, cosa que Merche negaba y que él no podía asegurar del todo al oponerse ambas a realizar la prueba del ADN.

—¿Bea es, pues, mi hermana?

—Todo indica que así es. Viki es la que más se parece a mí, y Bea es prácticamente su copia. O, para ser más exactos, Viki es la copia de Bea.

No dije nada, pero me quedó clara la intención de mi padre al llevarme a conocer a Bea. Viki no se me había apartado de la cabeza, pero ahora veía las cosas de otra manera. La idea de mi padre no era ayudarme a convencer a Viki, sino convencerme a mí de que existían muchas otras Victorias por el mundo y casi lo había conseguido. Él había cumplido su promesa, pues en ningún caso me especificó qué clase de ayuda me iba a prestar. Bea acababa de encargarse del resto.