Una peculiar Familia (35) FINAL
Siguen las vivencias de Quini. Lean los capitulos anteriores para entenderlo mejor.
CAPÍTULO XXXV
Todo había de ser diferente aquella noche, porque diferente había sido el camino seguido hasta llegar a aquel punto. Con razón se dice que lo que más cuesta es lo que más se desea y las dificultades, lejos de aminorarlo, no hacen sino acrecentar el interés que se tiene en lo que se persigue. En mi pequeño mundo, Viki había sido la única nota discordante, la que siempre rompía las reglas establecidas y la que, sin pretenderlo, logró que los demás la viéramos como algo distinto; algo que nos pertenecía sin pertenecernos.
Aquella noche, Viki me abrió algo más que su corazón y así supe hasta qué punto había sido para mí una perfecta desconocida. Me recibió temblorosa en su cama, haciendo vanos esfuerzos por disimular el nerviosismo que la atenazaba y, cada vez que mi mano tocaba alguna parte de su cuerpo, notaba cómo sus carnes se estremecían, como si nunca antes hubieran existido contactos mucho más íntimos. Algo me hizo intuir que, si me precipitaba lo más mínimo, todo podría venirse abajo. Tal vez fuera eso que llaman sexto sentido lo que me hizo comprender que Viki necesitaba, antes que nada, desahogarse. Y todavía hoy creo que aquélla fue una de las decisiones más sabias que jamás he tomado, al favorecer el diálogo sin dejar traslucir mayor impaciencia.
Fue la suya una confesión larga y detallada, casi como una versión hablada de su ya desaparecido diario. Sus convicciones siempre fueron muy distintas a las defendidas por nuestro padre y, aunque siempre se sintió como un ser extraño en el seno de la familia, fue especialmente a raíz de cumplir yo los dieciséis años y empezar a tener sexo con nuestra propia madre y el resto de nuestras hermanas cuando la situación acabó convirtiéndose en un verdadero infierno para ella. Estaba convencida que los principios que le inculcaron en el colegio eran mucho más válidos que el ejemplo que a diario veía en casa y a ellos se aferró por entender que era lo verdaderamente correcto.
Pero llegó Luís, se enamoró de él y, cuando se creyó correspondida, en él depositó todas sus esperanzas de futuro y todas sus ambiciones de mujer. Y si fue grande la dicha de sentirse querida por la persona que ella misma había elegido, mayor fue el desencanto al descubrir que Luís no era en nada diferente a los demás y que tan sólo aspiraba, como todos, a satisfacer sus instintos de macho.
—Yo le hubiera dado todo —completó su vasta exposición— y estaba dispuesta a entregarle mi virginidad; mas quería llegar a ello por amor, y no como si se tratase de algo obligado de lo que no se puede prescindir... He sido una verdadera imbécil durante todo este tiempo y la experiencia me ha servido para ver de otra manera y aprender a valorar lo que tengo en casa.
Tan profundas confesiones, espontáneas y sinceras, alteraron notablemente mi ánimo y me mantuvieron en una actitud de absoluta indecisión. Alma y carne se me enzarzaron en una disputa atroz, en la que mi intelecto, único árbitro posible en el conflicto, se veía sobrepasado e incapaz de adoptar resolución alguna. ¿Era ético destruir tanta pureza en aras del placer? ¿Era lógico renunciar a tanto placer por preservar una pureza que, tarde o temprano, tendría que sucumbir?
Aquello vino a significar más un retroceso que un avance en nuestras relaciones. Si mi conocimiento de Viki era ahora más completo a nivel anímico, a nivel corporal el proceso sufrió un brusco parón. Las barreras que se suponía yo debía derribar, ahora se erguían más fuertes y elevadas y no me atrevía a intentar traspasarlas. Incluso algunas ya vencidas volvieron a levantarse ante mí, sin que nadie sino yo mismo fuera culpable de ello, pues si bien ella no me daba acicate para más, tampoco me imponía trabas para que continuase disfrutando del terreno ya ganado.
Nunca había sentido tantas reservas a la hora de abordar a una mujer, y supongo que fue otra vez ese sexto sentido el que me indicó que aquél era ya el momento de intentar nuevas y más audaces incursiones. Viki parecía mucho más relajada; al menos, su cuerpo reaccionaba de forma diferente a las caricias que le prodigaba.
Mientras mi mano iba subiendo la cortina que constituía la parte inferior de su camisón, mis labios avanzaban insidiosos hacia las zonas más sensibles que quedaban al descubierto, aproximándose paulatinamente al tentador pliegue de su ingle, alcanzándolo cuando ya mi mano descansaba gozosa sobre la prominencia venusiana que marcaba la meta perseguida por mi boca.
Cuando mis dedos empezaron a apartar el borde de su braguita para dejar expedito el camino de mi lengua a su vagina, acusé cierta tensión en los músculos de sus divinos muslos; pero ello no distrajo mi ya decidido avance. Su hermosa vulva, apenas adornada por un cimero triangular de vellos dorados, a los que la incipiente humedad confería iridiscentes destellos, palpitaba ante mis ojos como si quisiera decirme algo. Y yo me apresté a darle mi más cumplida respuesta, lamiendo y sorbiendo cada uno de sus rincones, hasta coronar la obra con aquel lindo capullo que poco a poco fue floreciendo al riego de mis caricias. Y en él puse el alma, buscando para mi Viki lo que nunca ella había encontrado, más entregado a su placer que al mío, sintiendo cómo la pesadez de mi cerebro se iba aliviando en la misma medida en que su excitación crecía. Y buceé infatigable en aquel mar de delicias, absorbiendo las olas que de él emergían y propiciando cuantas fueron necesarias para que mis más caras expectativas terminaran haciéndose realidad.
Percibir los estremecimientos que me anunciaron que Viki al fin degustaba en toda su intensidad el mayor placer que al ser humano se le ha otorgado, es algo que no me atrevo ni siquiera a bosquejar, pues me faltarían palabras para ello. Sólo puedo decir que la expresión de su rostro y el brillo que se insinuaba entre sus semicerrados párpados, me satisficieron más que cuantos orgasmos había experimentado hasta entonces. Y me abracé a ella y besé sus labios con esa ternura que únicamente los más nobles y sinceros sentimientos pueden despertar. La sentí más mía que nunca y esta certidumbre me produjo tal felicidad que una especie de embriaguez turbó y embotó todos mis sentidos, sumiéndome en un sopor que, más que sopor, no era sino el total abandono a un momento y a unas circunstancias que juzgué irrepetibles desde el mismo instante en que se produjeron.
Ya, bien lo sabía a pesar de mi aturdimiento, todo sería diferente. Me lo dijeron sus besos y me lo dijo su cuerpo entero. Aquella dura contienda interna que viniera manteniendo entre sus principios y sus lógicos anhelos de mujer, de los que ahora acababa de descubrir la mejor esencia, empezaban a tener un dominador claro, a cuyo favor empezó a inclinarse la balanza de forma determinante.
Al fin Viki se decidió a despojarse de su camisón y, para que todo quedara igualado, porque yo de punta y hora solamente llevaba puestos los calzoncillos, también se desprendió del sujetador en un solidario gesto tan digno de agradecer como de admirar lo eran sus maravillosos senos, cuya firmeza apenas si se vio alterada por la falta de la prenda.
La estreché entre mis brazos y uní mis labios a los suyos con fervor; era la primera vez que la besaba en tan íntimas y excepcionales condiciones, pues nunca antes tuve ocasión de sentir tan vívidamente sobre mi pecho el cálido y suave contacto de los suyos y nunca mis manos gozaron de tanta libertad para recorrer su piel a lo ancho y largo de su espalda, a lo estrecho de su cintura e, infiltrándose bajo la suave seda de sus braguitas, a las convexidades de sus nalgas y concavidad intermedia.
Pegados nuestros cuerpos, mi natural protuberancia, más manifiesta que nunca por la mayor elasticidad del slip, se adaptaba a su pubis en casi perfecta simbiosis. Mientras, su traviesa lengua parecía querer retar a la mía y sus menudas manos recorrían igualmente mi espalda, mi cintura y mis glúteos.
Ahora fueron sus desnudos senos los primeros en recibir las atenciones de mi ansiosa boca. Mi lengua revoloteaba de uno a otro cual mariposa, posándose ora en el pezón izquierdo, ora en el derecho, hasta que los dos quedaron por igual inhiestos, para pasar a mordisquearlos y succionarlos con fruición creciente a medida que notaba cómo su piel se erizaba en torno a mis labios y su cuerpo se agitaba bajo el peso del mío.
Mi sexo, punto ya más que avanzado de mi deseo, se apretaba fuertemente contra el suyo, desesperado por no hallar el pleno contacto apetecido. Yo no tenía prisa alguna en desatar el desenlace y opté por liberar mi verga de aquella opresión delirante. Mientras mis manos recorrían a su antojo todas las delicias puestas a su alcance, mi boca inició un descenso imparable hasta alcanzar una vez más el imperio del territorio sagrado. Ella misma se encargó de retirar la única prenda que le restaba, para dejarme libre el acceso a su sonrosada flor, y de allí aspiré el dulce néctar, al tiempo que mi lengua golosa recorría una y mil veces los deliciosos pétalos que ante mí se abrían, ardientes y temblorosos, como agitados por los golpes de ventisca en que se había convertido mi cada vez más jadeante respiración.
Viki se revolvía, a veces relajada, a veces tensa; de su garganta no dejaban de brotar sonidos, a veces murmullos, a veces gemidos; y sus manos se aferraban nerviosas a mi cabeza, a veces empujándola aún más contra su humectativo tesoro en actitud suplicante, a veces enredando sus dedos entre mis cabellos en actitud cariñosa.
Nunca me había esmerado tanto y nunca había sentido interés más grande en satisfacer a una hembra; porque, en el caso de Viki, la razón que me motivaba era doble: su condición de virgen y la entidad de mis sentimientos hacia ella, nunca antes experimentados. Quería llenar a Viki en la misma medida que ella me llenaba a mí y mi mayor empeño era conseguir hacerla gozar hasta que ese gozo se hiciera imposible.
Mientras mis dedos iniciaban una tímida penetración, mi lengua aleteaba incansable e insaciable en el túmido botón que cada vez emergía con mayor consistencia, animada por una Viki que ya no podía disimular sus gritos y que irremisiblemente se iba hundiendo en el pozo sin fondo del placer para acabar deshaciéndose en las turbulencias de un orgasmo que se prolongó hasta dejarla con sólo el aliento preciso para clamar:
—¡Basta, por favor, basta!
La abracé hasta que los últimos estertores de su cuerpo se extinguieron. Cuando más indefensa parecía, cuando ya me imaginaba agotadas todas sus fuerzas de sentir, se escurrió de entre mis brazos y, bajando mi slip hasta dejar al descubierto mis genitales, al par que su mano masajeaba mis testículos, su boca se amoldó a mi verga y dio principio a una lenta mamada que poco a poco se fue haciendo más rápida e intensa.
A mi sorpresa inicial pronto le siguió un cúmulo de sensaciones maravillosas y ahora fui yo quien murmuró, gimió y casi gritó arrollado por el inmenso placer que me invadía. Sus movimientos eran torpes, inexpertos, pero a mí me satisfacían como si de una profesional se tratara. Me costaba trabajo creer que aquello estaba sucediendo realmente.
Guiada por mis inevitables reacciones, Viki parecía aprender rápidamente. Los movimientos de su lengua fueron haciéndose más envolventes, rodeando mi verga en plácidas oleadas que me transportaban a regiones del embeleso jamás antes alcanzadas, mientras su carnosos labios se ajustaban al contorno que acariciaban deslizándose con una suavidad que convertía cada pasada en un carrusel de vibraciones demenciales.
A punto ya de rebasar el límite de mi resistencia, intenté detenerla.
—¿Lo estoy haciendo mal? —me preguntó sorprendida.
—Lo estás haciendo demasiado bien. No quiero acabar en tu boca.
—¿Qué es lo que quieres entonces?
Esta vez no supe interpretar su mirada. Yo ya daba por hecho que la situación había llegado a un punto en el que sólo cabía un desenlace y creía, francamente, que también ella debía de saberlo. Su pregunta, pues, parecía estar de más, a menos que pensara que ambas cosas eran compatibles.
—Te quiero a ti —respondí.
—Eso ya lo sé.
—Quiero que seas mía.
—Ya lo soy y tú lo sabes.
—Quiero que seas completamente mía.
—Soy completamente tuya.
El diálogo me empezaba a resultar desconcertante. Parecía obvio que los conceptos que ambos manejábamos del "mía" y "tuya" eran diferentes, pero no estaba muy seguro de ello. De su mirada, en la que otras veces había sabido leer, ahora me resultaba un tanto complejo descifrar su verdadero significado. Creía ver una infinita inocencia y eso me hacía sentir mal, casi como un desalmado intentando aprovecharme de ella.
—Quiero hacer el amor contigo —susurré con voz ronca, casi con miedo a una reacción no deseaba por su parte.
—Yo también.
No eran alucinaciones mías. Ella había aceptado entregarse a mí y, por si quedara alguna duda, de inmediato adoptó la postura más adecuada. Me apresuré a colocarme el preceptivo condón.
—¿Sabes de los inconveniente que encierra la primera vez?
—No me importan esos inconvenientes.
—Según tengo entendido, puede dolerte.
—Sé que me harás el menor daño posible.
Ya mi verga rozaba la entrada de su virginal conducto cuando le formulé una última advertencia.
—Quiero que seas tú quien lleve el control. Avísame si te resulta en exceso doloroso.
Por toda respuesta, ella sonrió, tomó mi miembro entre sus manos y lo dejó listo para iniciar la penetración.
Comencé a hundir mi carne en la suya sin precipitación, atento al menor gesto negativo de su cara. Ella seguía mirándome sin cesar de sonreír, como queriendo transmitirme ánimos para llevar adelante aquella definitiva conquista.
Con el pulgar de mi diestra, dispuesto a hacer más llevadero el inevitable sufrimiento que habría de llegar, fui acariciando su clítoris mientras la penetración continuaba lentamente, a la búsqueda de la última barrera que todavía quedaba entre nosotros. El efecto de mi dedo no tardó en hacerse notar y pronto Viki se vio sumida en unas convulsiones preorgásmicas, que procuré mantener mientras mi miembro proseguía su avance centímetro a centímetro.
Llegó un momento en que el rostro de Viki se crispó y fue entonces cuando aceleré el movimiento de mi dedo hasta llevarla al éxtasis, al tiempo que, ayudado por el propio impulso ascendente de sus caderas, terminaba de hundirme en ella. Todo sucedió tan rápido que apenas pude advertir el tenue obstáculo presentado por el umbral de su virginidad y sólo la forma en que apretó sus dientes, hasta casi hacerlos rechinar, me dio idea de la entereza con que afrontó el difícil acontecimiento.
—¿Te duele? —pregunté.
—No ha sido nada —respondió, esforzándose en disimular con una sonrisa.
Tanta ternura me derrumbó y besé su frente, sus ojos, su nariz, sus labios... La calidez de su sexo envolviendo por completo al mío, traspasando la sutil goma que aislaba los respectivos humores que de ambos se desprendían, me producía extraños escalofríos de placer. Y cuando, con la lentitud que ella me pedía, empecé a mover el mástil en que mi polla se había convertido, el suave roce me hizo vivir las más dulces sensaciones.
El movimiento de bombeo de mis caderas se fue incrementando paulatinamente y, sólo cuando veía algún gesto de dolor en su rostro, volvía a disminuir.
—No te detengas. El dolor casi ha desaparecido.
Sentía cómo todo mi ser entraba en ebullición, buscando un alivio inminente. Mi penetración era máxima y mis movimientos limitados, pues trataba de que la fricción de mi pubis contra su clítoris fuera plena. Mis manos se aferraban a sus pletóricas tetas y mis labios y lengua no dejaban de juguetear con sus recios pezones.
—¡Por fin eres mía! —no pude dejar de exclamar al notar ya próxima la avalancha.
—Nunca dejaré de serlo —me replicó, abrazándose con fuerza a mí.
Aumenté el ritmo y el recorrido de mi verga y sus gemidos pasaron a convertirse casi en gritos, mientras me apretaba salvajemente contra ella para sentirme aún más dentro.
—Otra vez me vuelve —dijo casi en un susurro.
Y su pelvis empezó a acompañar a mis embestidas, a la búsqueda del estímulo preciso que la llevara a un nuevo clímax, con lo cual no hizo sino precipitar el mío.
—¡Dios! —la exclamación brotó de mi garganta tan incontenible como la oleada de placer que recorría mi cuerpo.
El vaivén de sus caderas se tornó enloquecedor y su coño se contraía rítmicamente como si quiera succionar hasta el último borbotón de semen que ya fluía de mí. Y de nuevo su cuerpo entero se convulsionó y su goce fue mi goce y el mío fue el suyo en el más dulce estado de compenetración que pueda darse.
Los movimientos se fueron apaciguando, pero nuestros cuerpos permanecían íntimamente unidos, sin querer separarse.
—¿Estás llorando? —pregunté al ver el inconfundible brillo de las lágrimas en sus ojos.
—Lloro de emoción... De emoción y de felicidad... Nunca creí que pudiera llegar a ser algo tan hermoso... Ahora ya lo sabes.
—¿Qué es lo que sé?
—Que te amo.
—Yo también te amo. Ahora más que nunca.
—Supongo que tu amor es el mismo que puedas sentir por Dori, por Barbi o por Cati. Pero no me importa. Lo difícil era dar el primer paso, y ya está dado. Siempre soñé con tener un hombre exclusivamente para mí. A partir de ahora me conformaré con ser una más de la lista...
Haberla contradicho habría sido engañarla. Mi destino era pertenecer a todas sin pertenecer a ninguna. Ni quería, ni habría podido, renunciar a las demás, porque a todas y a cada una de ellas pertenecía un trozo de mi corazón.
Ése era mi destino y éste es el final de mi historia, pues continuarla no tiene mayor sentido, porque sería repetir las mismas cosas. Una vez unido a la cadena el único eslabón que faltaba, la vida siguió discurriendo por los mismos derroteros con las nuevas y felices expectativas creadas tras aquella primera visita general a la Mansión, que ya fue, como lo sería nuestra propia casa, un poco más de todos.