Una peculiar familia (28)

Seguimos viendo el diario de Viky, esta vez es Cati quien lee y "disfruta". Perdonen que tarde tanto en suvir pero las vacacisiones acabaron y ya no tengo tanto tiempo.

CAPÍTULO XXVIII

Aunque el verano había tocado a su fin, el mercurio del termómetro se resistía a bajar y los días seguían siendo especialmente calurosos, con lo que el ritual de la siesta se mantenía en vigor. Durante las últimas tardes, en aquellas horas, mi dormitorio no dejó de ser frecuentado por mis hermanas Dori y las gemelas, que establecieron un riguroso orden de "visitas".

Yo me afanaba en atenderlas a las tres por igual, pero era difícil regirse por un mismo patrón, dado que cada una tenía sus propias preferencias a la hora de pasar a la acción.

Las visitas de Dori eran, con mucho, las más prolongadas y las que, por lo general, me dejaban mejor sabor de boca. Follar con Dori tenía para mí muchos alicientes añadidos y, a pesar de las pocas variaciones que solíamos introducir, mis polvos con ella podría catalogarlos de cualquier cosa menos de rutinarios. Dori sabía mejor que nadie cómo encenderme al máximo y, consecuentemente, extraía de mí hasta la última gota de placer.

Barbi era la más imprevisible y gustaba de ensayar todo tipo de experimentos, lo cual no siempre conducía a obtener los mejores resultados, por muy buena voluntad que yo pusiera en darle gusto. A veces tenía ideas tan vanguardistas y revolucionarias que, al final de la sesión, yo no sabía muy bien si lo que acabábamos de sostener había sido un coito o una trifulca.

En mi opinión, Cati era la más ardiente y apasionada y tenía verdadera obsesión por conseguir siempre un "servicio completo" de sexo oral, anal y vaginal, aunque no necesariamente por este orden. Ello significaba la mayor de las veces la obligación, para mí, de ejecutar un programa doble; o séase, correrme dos veces. Porque no creo que nadie, al menos yo no lo conseguía nunca, fuera capaz de resistirse al poder de sus mamadas, especialmente cuando ella se empeñaba en que así no fuera, que era siempre o casi siempre; con lo que luego no me quedaba otro remedio que corresponderle en igual medida.

Aquel viernes la cosa fue diferente. Cati se presentó en mi habitación blandiendo con gesto triunfal el diario de Viki, señal inequívoca de que mi hermana mayor no se encontraba en casa. Desde que Dori me pusiera al corriente del secreto, no se había presentado ninguna ocasión propicia para seguir ahondando en las confesiones íntimas de Viki.

—¿Sabes qué es esto? —me preguntó.

—Parece un libro —contesté, no queriendo ser más específico al ignorar cuál era el grado de complicidad que podría existir entre ella y Dori al respecto.

—No te hagas el tonto, que de sobras sabes qué clase de libro es.

Como en aquella ocasión yo estaba tumbado escuchando música, Cati se vino a sentar al borde de mi cama.

Aunque, para no variar, estaba para comérsela, no se había ataviado tan provocativamente como de costumbre ni había alterado gran cosa su peinado, lo que me hizo pensar que venía en "son de paz". Sin embargo, pese a que el vaporoso vestido que lucía no era de los más cortos que poseía, se sentó con tal descuido que hasta la parte más interesante de sus braguitas quedó visible. Y, como ya he dicho varias veces, Barbi y Cati poseían unas piernas sencillamente imponentes y con sólo divisar sus muslos ya era más que suficiente para que de inmediato mi pacote aguzara las orejas.

Siendo la tentación muy superior a mis fuerzas, mi mano no tardó en volar para posarse en aquellas rodillas tan redondas y comenzar una lenta pero ininterrumpida ascensión por tan divina superficie.

—¿No quieres que leamos el diario? —preguntó Cati haciéndose la interesante.

—Estoy deseando que lo hagas; pero también estoy deseando otra cosa y no son incompatibles.

—No estoy muy segura. Si me empiezas a magrear de esta forma, no creo que pueda centrarme mucho en la lectura.

—Dori y yo tenemos un buen sistema para simultanear ambas ocupaciones.

—Ya sé el sistema que tenéis Dori y tú. El problema es que yo no soy Dori y, tratándose de joder, no puedo compaginarlo con ninguna otra tarea.

—Podíamos intentarlo.

Cati, que ya había procedido a abrir el diario por el socorrido sistema de la horquilla, se quedó un momento pensativa.

—Sólo se me ocurre una manera —dijo.

—¿Cuál?

—Si no me apuras mucho, quizá dándome solamente por el culo...

No me pareció muy brillante la idea; pero, a falta de alternativa mejor, acepté la propuesta.

Cati se desnudó, se hincó de rodillas sobre la cama y echó el cuerpo hacia delante hasta quedar apoyada en los antebrazos, ofreciéndome su tierno culito, que acto seguido procedí a untar bien de vaselina y dilatarlo lo suficiente para que admitiera sin mayor dificultad la cabeza de mi verga. Ya sabía por experiencia que, tan pronto entraba la punta, el resto pasaba a su recto sin el menor problema.

Y, mientras yo la sodomizaba con parsimonia, ella empezó a leer.

—30 de junio...

—¿Cómo que 30 de junio? —protesté—. ¿Qué ha pasado entre el 21 y el 29?

—Viki no escribe todos los días —me aclaró Cati—. Del 21 se pasa al 30.

—Ah, bueno, siendo así...


30 de junio

Desde que Quini cumplió los dieciséis años y recibió de mamá el regalo que hasta ahora había sido competencia exclusiva de papá, la casa y mi vida se están convirtiendo en un auténtico infierno. No sé qué es lo que pasa conmigo. Mi carácter está haciéndose cada vez más agrio y no puedo evitarlo por más que lo intento. No sé si es que papá y mamá le han dicho algo a Quini, pero éste no deja de acosarme y ya hay veces que hasta me da vergüenza que me vea desnuda, porque ni sus miradas son las mismas de antes ni sus pellizcos y caricias me parecen igual de inocentes. Dori ya se ha acostado varias veces con él y no cesa de repetirme una y otra vez lo bien que se lo pasan los dos juntos.

—Es mucho mejor que con papá —me asegura.

Y empieza a darme tantos detalles de lo que hacen y de cómo lo hacen que termino por enfadarme y pedirle que se calle.

Aunque nada he hablado con ellas sobre el particular, creo que Barbi y Cati también han tenido ya alguna que otra aventura con nuestro hermano y, de haber sido así, todo parece indicar que no les ha ido nada mal, pues últimamente las encuentro más alegres que nunca y, en sus acostumbrados conciliábulos de risitas y miradas estúpidas, me da la impresión que Quini está muy presente.

No ceso de preguntarme si soy un bicho raro o anormal. Pienso que lo que ocurre en esta casa no ocurre en ninguna otra y que vivo en medio de unos fanáticos del sexo, empezando por papá, que es quien ha propiciado este clima con sus particulares teorías.

Nunca me he atrevido a preguntarle a ninguna de mis amigas si en sus casas pasa lo mismo que en la mía, pero algo me dice que no es así. Debo reconocer que papá tiene razón en muchas de las cosas que dice y que existen demasiados tabúes que no debieran existir. Sin embargo, en cuanto al sexo en familia, sus ideas no me convencen y me niego a seguirlas. Quizá lo que más me hace dudar de todo esto es que papá jamás ha intentado forzarme e incluso ha procurado siempre que mi "especial" situación no fuera advertida por mis otras hermanas. Él sólo recurre a nosotras cuando mamá está con la regla y, cuando me toca a mí el turno, me lleva a su cama igual que las demás; pero a lo más que llega es a acariciarme y masturbarme con su boca. Al principio esto era todo cuanto ocurría entre nosotros y jamás me ha pedido que haga nada.

Cuando Dori cumplió también los dieciséis años y supe que ella sí le complacía en todo, me sentí bastante mal durante una temporada. Entendía y no entendía la razón por la que papá seguía recurriendo a mí, teniendo ya como tenía a Dori. Suponía que lo hacía para "guardar las apariencias" y no acertaba a comprender porqué aquello eran apariencias que hubiera que guardar. El caso es que yo seguía el juego cada vez con mayor convencimiento de que era lo mejor que podía hacer.

Tardé bastante tiempo en descubrir qué es lo que papá hacía para "sobrellevar" la situación cuando yo era la elegida para compartir cama con él. Fue una noche en que, inusualmente, me desperté al poco de quedarme dormida. La lámpara de una de las mesitas de noche estaba encendida y ello me permitió ver la escena que se estaba desarrollando a mi lado. Mamá estaba chupándole el pene y papá hacía verdaderos esfuerzos para ahogar sus gemidos, posiblemente por temor a que yo pudiera despertar y sorprenderles. De vez en cuando, mamá dejaba de chupar, le asía el miembro con una mano y se lo acariciaba en toda su longitud para, al cabo de un rato, volver a metérselo en la boca o simplemente lamerle la punta de una manera que a papá debía de resultarle de lo más placentera, a juzgar por la mayor intensidad de sus gemidos.

El de papá era el único pene que había visto en plena erección y seguía considerándolo tremendamente grande. Por muchas veces que me lo repitiera, no me creía que el de Quini pudiera alcanzar semejantes proporciones, pese a que en estado de flaccidez sí que aparentaba ser de mayor longitud que el de papá. Porque ahora, mientras mamá se lo chupaba, se me antojaba aún más enorme que nunca, surcado por aquellas gruesas venas que parecían a punto de reventar.

Viendo cómo mamá chupaba cada vez con mayor velocidad, me preguntaba qué placer podía ella obtener de aquello y no sabía si calificar el hecho en sí de repulsivo o como algo natural.

Todo lo vi más claro cuando, convulso, papá comenzó a lanzar borbotones de semen directamente sobre el rostro de mamá, mientras ésta, con cara de evidente satisfacción, acariciaba el vomitador miembro con ritmo primero frenético y luego más pausado, para terminar apurando con la lengua los últimos residuos de leche que quedaron pendiendo del glande de papá. Comprendí que aquello era el equivalente de lo que papá me hacía a mí cuando chupaba mi vagina hasta provocarme el orgasmo y sospeché que quizá tampoco él obtenía similar placer al hacerlo.

Aquella "generosidad" de papá para conmigo me tuvo muy preocupada y mil veces me prometí a mí misma que, a la próxima vez que me reclamara, también se la chuparía yo a él en la forma que había visto hacerlo a mamá. La idea no me resultaba en absoluto agradable, pero casi me sentía obligada a ello. Consideraba que era lo mínimo que podía hacer por él, pues era evidente que aquello no me produciría ningún daño y me permitiría devolverle el mismo goce que él me proporcionaba.

Sin embargo, a la hora de la verdad, nunca terminaba de decidirme, porque me asaltaba una sensación de asco irresistible. A pesar de todo, a lo que sí llegué fue a tomarle el pene con mi mano y a acariciárselo. No me pareció nada desagradable y, poco a poco, fui incrementando la velocidad de mi movimiento, advirtiendo no sin cierto orgullo cómo aquel trozo de carne se iba haciendo cada vez más grande y duro. Al principio, papá no decía nada y ni siquiera gemía como lo hacía con mamá. Pero poco a poco, a medida que su falo alcanzaba sus mayores dimensiones, todo empezó a resultar igual que con mamá y acabó también eyaculando entre grandes aspavientos.

—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó una vez recobrado el reposo.

—Porque sé que te gusta y porque te quiero —contesté sin pensarlo dos veces.

—¿Significa ello que ya vas estando dispuesta para lo demás?

No le contesté y él entendió perfectamente el porqué de mi silencio. Se limitó a abrazarme con fuerza y darme un beso en la frente. Yo también me abracé a él y le besé tímidamente en los labios.

Me estuvo acariciando con más cariño que nunca, hasta que el sueño me venció.


Cati cerró el diario y se liberó de mi verga echando su culito hacia delante, dándose acto seguido la vuelta para quedar tumbada boca arriba, ofreciéndome su coño palpitante para completar en él la obra tan pacientemente iniciada y mantenida durante el tiempo que duró la lectura.

—¿Qué te ha parecido el 30 de junio? —preguntó mientras me colocaba el consabido preservativo.

—No está mal; pero espero que julio esté más interesante.

—¿Te mueres de ganas porque Viki compruebe que tu polla es más grande que la de papá?

—Eso creo que ya lo ha comprobado —recordé una vez más la escenita de la ducha—. Me muero de ganas por echar un buen polvo con ella de una jodida vez. Supongo que tú tampoco me lo vas a aclarar, pero por preguntarlo que no quede: ¿es Viki virgen aún o no?

—Has supuesto bien. No te lo voy a aclarar.

—¿Porque no lo sabes o porque no quieres?

—Ni siquiera eso te voy a aclarar.

—¿Os habéis confabulado todas contra mí?

—¿No tienes bastante con Dori, Barbi y yo?

—Tengo de sobras. Lo que ocurre es que...

—Basta de charla —me calló la boca— y vayamos a lo nuestro.

Todo incitaba a creer que se iba a conformar con un simple misionero; pero eso era poco menos que impensable tratándose de Cati y enseguida me dio la razón, ya que no bien sintió cómo mi verga se adueñaba de su vagina, encogió sus piernas al máximo aprisionando mi cintura entre ellas y se abrazó a mí, apretando hasta que mi cuerpo quedó adosado al suyo como una lapa. Diríase que yo era el dominador dominado, porque si bien de mi cuenta corría el penetrarla más o menos, era Cati la que, con la mayor o menor presión de sus piernas, venía a determinar la magnitud del movimiento de entrada y salida.

Por la celeridad con que le sobrevino el primer orgasmo deduje que mi polla debía de estar haciendo estragos sobre su clítoris. La posturita, desde luego, se prestaba bien a ello y ya Cati se encargaba de que así fuera, confiriendo a su pelvis un ligero movimiento de sube y baja que, sincronizado con el mío de meter y sacar, la mantenía en un estado de continua complacencia.

—¿A que esto es más rico que una simple paja? —me susurró al oído cuando superaba ya su tercer o cuarto clímax.

—Y que lo digas —certifiqué hincando una y otra vez mi verga hasta lo más hondo de su agujero.

Y así seguimos hasta que, saciadas ya todas sus ansias, fue aflojando paulatinamente la presión de sus piernas y facilitando el mayor desplazamiento de mi polla, que al poco soltó toda la savia contenida durante uno de los polvos más prolongados de mi vida.

No diré esta vez que fue el mejor, porque durante la mayor parte del mismo resultó como un querer y no poder; el final, sin embargo, fue de los más apoteósicos, pues al placer inherente al acto se unió aquella sensación de alivio que me produjo el verme al fin libre del efecto tenaza que habían ejercido sus piernas y el recuperar, al propio tiempo, la capacidad de poderme mover a mi antojo.

Había sudado y me había costado lo mío llegar a la culminación, pero di por válido el esfuerzo, aun cuando aquella modalidad de ayuntamiento no pasara a engrosar la lista de mis preferidas. Aprendí que la célebre frase de que «el fin justifica los medios» no siempre resulta de lo más acertada.

—Cada vez me lo paso mejor contigo —dijo Cati a modo de despedida—. Es increíble tener en casa un hermano como tú.

—Yo también me felicito de tener unas hermanas como vosotras.

—¿Incluida Viki?

No esperó mi respuesta. Supongo que tampoco le importaba demasiado. Barbi y Cati se las gastaban así. Había consumido su turno y lo más posible era que, hasta que no le tocara otra vez, ni se molestara en pensar en su increíble hermano.

Al quedarme a solas, Viki ocupó por completo mis pensamientos. Empezaba a mirarla de otra forma bien distinta. Pese a que mis otras tres hermanas se empeñaban en no confirmármelo, daba por seguro que se conservaba virgen y eso hacía que su actitud para conmigo me resultara mucho más comprensible. Después de todo, yo no constituía ninguna excepción: lo que me negaba a mí era lo mismo que no le había concedido a nadie.

No me atrevería a afirmarlo tajantemente, pero creo que empecé a sentir por ella un respeto especial; y, desde luego, aquellos supuestos deseos de venganza, que a veces me acudían a la cabeza, desaparecieron para siempre.