Una peculiar familia (2)

Siguen las aventuras de nuetro amigo descubriendo la tradicion familiar. Recuerdo a nuestros amigos que esta serie se suvio con antelacion yo solo la recupero

CAPÍTULO II

Terminaba mi anterior capítulo diciendo que aquella noche me fue imposible conciliar el sueño y, por ende, mi cabeza no dejó de darle vueltas a lo ocurrido. Nunca había llegado a pensar, ni a imaginar siquiera, que mi primera experiencia sexual tuviera lugar con mi propia madre; pero, una vez que así había sido, ya no me pareció tan descabellado que mi hermana mayor, Viki, fuera la siguiente. Probado el elixir del amor, mis deseos de seguir degustándolo ya se habían disparado y no reconocían fronteras.

Habrá quien haya sacado la conclusión de que, empezando por mis padres, todos éramos unos depravados. Yo no lo veo así e intentaré explicarme.

El hecho de que en casa reinara un clima de total desinhibición, no significa en absoluto que careciéramos de reglas y que cada cual hiciera lo que le diera la real gana. Aunque parezca contradictorio, mi padre tenía en muy alto aprecio lo que él llamaba "el respeto a los demás" y era acérrimo defensor de las "leyes naturales", que, según él, nada tenían que ver con las impuestas por unos hombres a los otros.

Decía, ¡y cuánta razón tenía!, que «el don más precioso del ser humano es la libertad de palabra y obra» y aseguraba que cualquier régimen político no es sino una forma más o menos encubierta de esclavitud, pues no hace otra cosa que imponer unas obligaciones y prohibiciones que la naturaleza no impone, coartando la libertad del individuo en aras de unos principios que nadie sabe exactamente cuáles son, en qué consisten ni a qué conducen.

Cuando se ponía en plan trascendental, decía tantas cosas y tan profundas que mi tierno intelecto no era capaz de asimilarlas, pero que, dichas por él, me sonaban a grandes verdades, aunque ya no recuerde ni la mitad de ellas.

Creyendo no estar equivocado y obrar de acuerdo con lo que se me inculcaba, el hecho de desear a mi hermana mayor se me antojaba como algo perfectamente lógico y elemental. Viki era ya casi toda una mujer, estaba muy buena y cuando pasaba desnuda a mi lado o se metía en la ducha mientras yo estaba ocupado en otras cosas en el propio cuarto de baño, lo cierto es que, por muy hermana mía que fuese, a mí se me empinaba el pinganillo y tenía que recurrir al consabido recurso manual para aplacar la libido desatada.

Antes de catar a mi madre, y a falta de antecedentes de tal calibre, yo no estaba muy seguro de si follarse a una hermana iba o no contra las leyes naturales. Para ser sincero, ni siquiera había llegado a plantearme formalmente tal cuestión, aunque alguna vez que otra hubiera pensado en ello.

Mis primeros tanteos con Viki no dieron los resultados apetecidos. Tocarle el culo o las tetas no era nada extraordinario y ya lo había hecho muchas veces, aunque no con la misma intención con que empecé a hacerlo ahora. Antes no pasaba de ser inocentes bromas y ahora la cosa tomaba un cariz mucho más serio. Ella no tenía más que fijarse en cómo se me ponía la verga para darse cuenta del nuevo cambio de actitud operado en mí. Al principio se hacía la tonta, pero, ante mi insistencia, acabó finalmente aclarándome que su novio le daba lo que necesitaba y no deseaba nada más de nadie.

Con la consiguiente frustración, me decidí a abordar a mi padre.

—Tengo un problema, papá.

—¿De qué se trata?

—Desde que hice con mamá lo que hice, tengo unos deseos enormes de repetirlo con Viki. Pero ella no se deja.

—Está en su perfecto derecho, ¿no crees?

—Dice que con su novio tiene bastante, pero me parece que es sólo una excusa. Yo no la he visto nunca salir con nadie en plan de novios.

—Tal vez sea como dices o tal vez no. En cualquier caso, no es correcto intentar forzar a nadie a hacer lo que no quiere. Si ella no accede a satisfacer tus deseos, el único remedio que te queda es renunciar a tus pretensiones o intentar convencerla por medios pacíficos.

—He pensado que si tú hablaras con ella del asunto...

—No estaría bien que yo interviniera. Viki podría pensar que, de alguna manera, estoy tratando de influir en tu favor y eso no sería bueno para ninguno de los dos. Si una mujer no se entrega a un hombre por propia convicción, el resultado siempre será desagradable.

—¿Mamá se entregó a mí por propia convicción?

—Por supuesto.

—¿Tú no tuviste nada que ver en ello?

—Simplemente me lo consultó y yo le contesté que me parecía bien. La decisión fue suya.

—¿Crees que volvería a hacerlo si yo se lo pidiera?

—Eso deberás preguntárselo a ella.

—¿A ti no te importaría?

—Sus deseos serán siempre mis deseos.

La verdad es que, por esta vez, mi padre no me sirvió de gran ayuda. Supongo que sus razones tendría para adoptar aquella actitud. Yo estaba convencido de que él nunca se equivocaba, aunque muchas veces no alcanzara a entenderlo. En este caso lo que sí me quedó bien claro es que aquella guerra había de librarla yo sólo, y lo que pocos días antes me parecía pan comido se me convertía en un hueso duro de roer, pues no veía forma de que Viki cambiara de parecer y ello no hacía sino que mi calentura fuera en aumento. Mi hermana mayor pasó a convertirse en mi obsesión y la mayor parte del día me la pasaba con el rabo tieso, supliendo con la imaginación lo que la realidad me negaba.

Por supuesto que mi madre me hubiera podido servir de gran alivio; pero como no veía en ella detalle alguno que me demostrara el menor interés por su parte en repetir la experiencia, a mí me daba corte proponérselo. Más de una vez estuve a punto de hacerlo, pero al final siempre me rajaba.

Tan obcecado estaba con Viki que en ningún momento se me ocurrió pensar que tenía otras tres hermanas más con las que podía intentar algo. Y yo no sé muy bien si se trata de algo que suele suceder a menudo, pero a mi ya se me ha dado varias veces el caso de que lo que realmente quiero se me muestra esquivo y, sin embargo, se me ofrece en bandeja aquello por lo que no siento mayor interés. Eso sería, poco más o menos, lo que me aconteció aquel día.

Habría transcurrido casi como un mes desde mi sonado cumpleaños y el verano empezaba a dejar sentir sus rigores. Era esa cansina y aburrida hora de la siesta y, como de costumbre, para respetar la plácida cabezada de mi padre en el salón, que siempre se quedaba dormido después de comer, al arrullo del monótono sonsonete de la tele, todos los demás nos habíamos retirado a nuestras respectivas habitaciones para pasar de la mejor forma posible aquellos tediosos momentos.

Uno de mis recursos favoritos era tumbarme desnudo sobre la cama, colocarme los auriculares de mi reproductor de MP3 y escuchar la última música pirateada a través de Internet. En eso estaba aquella tarde cuando hizo su aparición mi hermana Dori. Acababa de ducharse y venía equipada con dos toallas: una envolviendo su cuerpo y la otra formando una especie de turbante en su cabeza.

Se sentó en el filo de la cama y, como quien no quiere la cosa, empezó a acariciarme el muslo que le quedaba más próximo y terminó jugueteando con mi minga, que en esos instantes, contagiada por la galbana de la hora, distaba mucho de presentar su mejor aspecto y más parecía un gusanillo.

Dori era la más guapa de mis hermanas y, aunque todo hacía presagiar que acabaría convirtiéndose en una morenaza de las que marcan época, hasta ahora era la que mayor retraso mostraba en su desarrollo. Sus pechillos ya empezaban a despuntar, pero todavía no pasaban de ser poco menos que un par de hinchazones, en las que, eso sí, destacaban unos pezones que abultaban casi tanto como las propias tetas en sí. Incluso Barbi y Cati ya la superaban en este aspecto. Con Viki, por supuesto, no tenía ni punto de comparación.

Aunque algo rarilla en sus reacciones, en general, al menos conmigo, era la más cariñosa de todas y, sobre todo, la más desprendida. Mis sentimientos por ella eran muy especiales y, tal vez por eso y por su lento progreso como mujer, ella hubiera sido la primera a la que habría salvado de un incendio y la última en la que hubiera pensado para dar suelta a mis instintos.

—Viki me ha hablado de que la asedias constantemente.

Me tuvo que repetir la frase porque la primera vez, con los auriculares encajados en mis orejas, no escuché nada de lo que dijo.

—Tampoco creo que sea para tanto —traté de restar importancia al hecho. Y, fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, apostillé—: No es una cosa que me quite el sueño.

—Ya sé que ella es más atractiva que yo —musitó al tiempo que arreciaba las caricias sobre mi verga, que poco a poco comenzaba a reaccionar— y es natural que la prefieras a ella... Lo único que deseo decirte es que, si me necesitas, puedes contar conmigo para lo que quieras.

—¿Es verdad que Viki tiene novio?

—¿Novio? Es ella la que anda detrás de un tal Luís que no le hace el menor caso.

—Entonces, ¿por qué me ha dicho que tiene novio?

—¿Eso te ha dicho? —mi polla había tomado ya un aspecto más presentable y Dori la rodeó con su mano, iniciando una masturbación algo pausada pero en toda regla—. Será para darse importancia. Ya sabes cómo es de presumida.

Me pareció toda una ingratitud seguir hablando de Viki mientras ella me prodigaba tan íntimas y gratificantes caricias.

—Tú vales mucho más que Viki —lancé mi cumplido, empezando yo también a acariciar sus muslos—. Seguro que tienes más pretendientes que ella.

—No te burles de mí —frunció el ceño.

—Es la verdad —insistí en mi mentira, desplazando mi mano hasta alcanzar con las yemas de los dedos los primeros pliegues de su zona más candente.

Casual o intencionadamente, la toalla que cubría su cuerpo empezó a descender, aumentando su desnudez a cada movimiento que hacía.

—Supongo que aún eres virgen, ¿no?

—Supones mal. En esta casa ya no hay ninguna virgen.

—¿Barbi y Cati tampoco?

—Ni siquiera ellas.

—¡Joder! —no pude por menos que exclamar—. ¡Y yo que creía haber sido el primero!

—Pues ya lo ves: has sido el último.

—Y, en tu caso, ¿quién fue el afortunado?

—Se dice el pecado, pero no el pecador.

La mano de Dori se movía con creciente velocidad y la toalla pronto dejó de cumplir su función, pues acabó formando un gurruño sobre sus muslos y yo terminé de desplazarla hasta el suelo.

Su coño y su pelvis se conservaban casi tan lampiños como el de una recién nacida, y ello no se debía a que se lo depilara sino a que aún no le había crecido el vello, que formaba apenas una pelusilla, muy suave al tacto pero poco menos que inapreciable a simple vista.

—¿Qué es lo que más te gusta que te hagan? —pregunté, mientras ya mis dedos iniciaban un decidido recorrido por las interioridades de su vagina, demasiado seca aún para pretender cosas mayores.

—No lo sé. Lo que me estás haciendo me gusta mucho.

—También a mí me gusta mucho lo que me estás haciendo tú. Tanto me gusta que, como sigas a ese ritmo, no respondo de mí.

Ciertamente, mi picha estaba ya más que dispuesta para lo que hiciera falta. Y, no sé si para sorprenderme, impresionarme o demostrarme sus aptitudes, se inclinó sobre mí y el masaje pasó de manual a bucal, haciéndome revivir a plenitud los inolvidables momentos pasados con mi madre.

—Lo haces mejor que mamá —en este caso no era un cumplido. O era que yo me encontraba mucho más relajado, o realmente Dori superaba a mi madre en el arte de chupar pollas. En cualquier caso, mis sensaciones resultaban más placenteras.

Y fue entonces, entre lamida y lamida, cuando a Dori se le escapó lo que no parecía tener intención de descubrir.

—A papá le encanta esto.

Se quedó unos segundos parada, inmediatamente arrepentida de lo que acababa de decir.

—Así que papá ha sido el primero.

Reanudó su mamada con el decidido propósito de dejar en suspenso mi duda; pero yo estaba demasiado interesado en la cuestión y quise aclararla cuanto antes. Cogí su cabeza con ambas manos y la obligué a mirarme a los ojos.

—¿Papá fue el primero? —insistí.

Tuve que reiterarle la misma pregunta un par de veces. Impedida ahora para hacerlo con la boca, volvió a poner en funcionamiento su diabólica mano, que también hube de inmovilizarle para que no se precipitasen los acontecimientos.

—Sí —respondió al fin—. Todas hemos recibido el mismo regalo que tú cuando cumplimos los dieciséis años.

—¿También Barbi y Cati?

—Barbi y Cati lo recibieron por partida doble; primero por separado y después juntas.

—¿Y cómo es que yo no me he enterado hasta ahora?

—Siempre ha obrado así. Los más chicos nunca nos hemos enterado de cuando lo hizo con los mayores. Papá considera que hasta los dieciséis años no tenemos que saber demasiado de estas cosas. Por eso, cuando te ha tocado a ti, ya no ha sido un secreto para nadie.

Pensando en las posibilidades que ello podría ofrecerme respecto a mi madre, la siguiente pregunta brotó de inmediato de mis labios:

—¿Sólo lo ha hecho una vez con cada una de vosotras?

—Por supuesto que no. Cuando mamá está con la regla, suele recurrir a alguna de nosotras para reemplazarla.

—¿Aunque a vosotras no os apetezca?

—Parece mentira que me hagas esa pregunta. De sobras sabes que papá nunca nos obligaría a hacerlo si no lo deseáramos. Si se ha encargado de desvirgarnos a todas ha sido por nuestro bien. La primera vez suele ser dolorosa y él ha conseguido que ese dolor fuera mínimo y que todas acabásemos sintiendo placer.

Dori había terminado deshaciéndose también de su turbante y se había colocado a horcajadas sobre mí, frotando acompasadamente su sexo contra el mío, aunque aún sin penetración. A juzgar por la expresión de su cara, aquel roce le resultaba cuando menos igual de satisfactorio que a mí.

—Te prevengo que no tengo condones —dije cuando noté que la cosa empezaba a ponerse al rojo vivo.

—Y yo te informo —replicó ella con una sonrisa— que en tu mesita hay una caja sin estrenar. Yo misma me encargué de ponértela ahí esta mañana.

Respiré aliviado al comprobar que era cierto y me apresuré a colocarme el preservativo antes de que fuera demasiado tarde. Mi padre se había mostrado siempre claro y contundente al respecto: nada de embarazos. Las razones que argumentaba eran tanto sociales como genéticas. Cualquier criatura que pudiera nacer de nuestras relaciones se vería en unas circunstancias un tanto delicadas y, al propio tiempo, corría el riesgo de sufrir algún tipo de tara. Incrédulo y contestatario por naturaleza, mi padre mostraba sin embargo un gran respeto por la ciencia, que constituía, según él, la única fuente segura de progreso.

Ya debidamente protegido, sin cambiar de postura y dando muestras de una experiencia que me dejó confundido, Dori fue poco a poco alojando en su hondonada el buen punzón en que se había convertido mi verga. Se tomó su tiempo en absorberla del todo, sin dejarme tomar iniciativa alguna. Al menos en teoría, ella era la experta y yo el imberbe principiante, por lo que mi obligación era ver, sentir y aprender.

Colocando sus manos sobre mi pecho, y yo atenazando con las mías sus menudas excrecencias, a partir de ese momento inició una especie de danza del vientre, dibujando con sus caderas hipotéticos ochos que pronto me sumieron en un estado de amnesia general, pues me olvidé de Viki, de sus maravillosas tetas y de todos los malos ratos pasados a causa de su intransigencia, maldiciendo el haber tardado tanto en encontrar lo que tan a mi alcance tenía.

—¿Te gusta?

Ociosa pregunta la suya, pues no creo que mis continuos gemidos de placer dejaran lugar a dudas. No sé muy bien si era efecto del condón o resultado de una técnica estudiada, mas es lo cierto que yo me mantenía en un nivel de excitación que me atrevería a calificar de estacionario, en ese justo punto donde el goce roza su cenit pero sin alcanzarlo del todo. Tenía la impresión de que, la que consideraba tan inexperta como yo, sabía dominar la situación como nadie y controlar mis impulsos con precisión matemática. Las clases recibidas de mi padre debían de haber sido bastante numerosas y, sobre todo, productivas, a juzgar por los resultados que estaba operando en mí.

A veces me daba la sensación de que su vagina se estrechaba, aumentando la presión sobre el afortunado huésped que en ella alojaba, y hasta me parecía que ejercía cierto efecto de succión. Cuando ello sucedía, sus ojos emitían un brillo especial y se mordía con fuerza el labio inferior.

De haberlo querido, creo que Dori habría podido prolongar aquella situación todo el tiempo del mundo. Totalmente rendido a la evidencia, yo me limitaba a mirarla sin perder detalle. A pesar de que su aún humedecida melena se pegaba a su rostro confiriéndole cierto aspecto salvaje, se me antojó más guapa que nunca y ardía en deseos de que fueran mis dientes los que mordieran aquel labio inferior; pero estaba claro que en aquella primera vez Dori había decidido asumir la total dirección de la escena, y cualquier intento por mi parte de ser más participativo quedaba rápidamente neutralizado.

No podría decir cuanto tiempo duró. Creo que el detonante fue escuchar el sonoro bostezo de mi padre, claro indicio de que ya había despertado. Casi coincidiendo con él, la respiración de Dori se fue tornando más jadeante, sus movimientos más apresurados y, cuando quise darme cuenta, los dos estábamos estrechamente enlazados y acuciados por una avalancha de estremecimientos que nos dejó a los dos sin habla, mientras mi savia vital se agolpaba en la punta del condón.

Fue algo en verdad increíble, en nada parecido a lo vivido con mi madre. No sabría decir si mejor o peor, pero sí por completo distinto. De lo que no me cupo la menor duda es de que en Dori, mi hermana preferida por lo demás, había encontrado una estupenda maestra que me haría gozar mucho y bien.

Cuando, con sus dos toallas colgadas del brazo, salió de mi habitación cimbreando su cuerpo como auténtica reina de la lujuria, la pregunta acudió de inmediato a mi mente: ¿serían capaces Viki, Barbi o Cati de superar un listón tan alto?

Ésta y otras incógnitas las iré despejando en próximas entregas, salvo que antes os canséis de leerlas.