Una partida de póker sin compromiso
Prólogo de las aventuras del brigada rubén labernié
A mis 56 años y después de una larga e intensa vida, he de reconocer que he visto y vivido muchas cosas. Pero bueno, mejor que empiece presentándome. Mi nombre es Rubén Labernié, para servirles. Por lo que mi padre me contaba, nuestro apellido era francés, regalo de mi abuelo. Yo soy el mayor de tres hermanos o el sexto de ocho, según como se mire. Pues mi padre, un marinero del puerto de Sanlúcar que a sus ratos libres se dedicaba al estraperlo, enviudó y contrajo segundas nupcias con la que es mi madre. De esa unión, nacimos yo y mis otros dos hermanos menores.
Cuando éramos pequeños, buscando mejor fortuna y como muchos otros españolitos de aquel entonces, mi padre decidió que toda la familia debíamos emigrar a Barcelona. Los primero años, vivimos agolpada toda la familia en un piso de alquiler de tan solo dos habitaciones, situado en una de aquellos barrios obreros de su periferia. Después, con el tiempo y gracias al trabajo de mis padres, nos pudimos trasladar a una vivienda más grande en una catorceaba planta de los típicos edificios colmena del polígono obrero de la ciudad.
De aquella época, solo recuerdo el cinturón en la mano de mi padre y sus gritos: ¡Rubén! ¡Échale ya cojones a la vida, hijo!.
Mi padre era de aquellos hombres rudos y poco cariñosos, mucho más mayor que mi madre, que pensaba que eso de estudiar era para los niños ricos y mimados. Que el hijo de un humilde obrero de familia numerosa, debía ponerse a trabajar en lo que fuera al terminar los estudios básicos para, de ese modo, contribuir al sustento de la familia. Así que, dos semanas después de concluir el colegio elemental y con tan solo dieciséis años, a modo de sentencia me dijo: “Te he encontrado trabajo en una empresa, empiezas el lunes" .
Aquel verano lo recuerdo como uno de los peores de mi vida. Llegué a odiar aquel trabajo y lo que él representaba. Por eso, cuando por casualidad, se presentó en mi barrio una furgoneta del ejército con propaganda para que los mozos como yo nos alistáramos, no me lo pensé dos veces y me apunté. Empecé mi instrucción en la academia de Guardias, licenciándome como el segundo de mi promoción. Pues no podía ser que el hijo de un simple obrero, sin bagaje familiar en el cuerpo, quedara el primero.
Pronto me fueron trasladando de un destino al otro. Hasta que pasados tan solo unos meses, conseguí que me enviaran a un pueblo costero próximo a Barcelona. Allí conocí a la que sería mi primera mujer. Realmente, nuestra relación empezó de pura casualidad, como pasa siempre con todo en esta vida. Fue uno de mis hermanos quien me la presentó una tarde que yo tenía permiso. Ella era su chica, por decirlo de alguna manera o mejor dicho, la chica con la que había quedado aquella tarde para ir a tomar algo y al cine. Como era habitual en aquella época, me propuso que les acompañara, ya que ella también vendría con una amiga. Pero como la vida es caprichosa, ella y yo nos gustamos al momento. Así que, con el consentimiento de mi hermano, pasó a ser desde ese día mi chica y posteriormente, mi mujer.
Me casé muy joven y nos trasladamos a una de las viviendas que te ceden en el Cuartel. Se podría decir que ella era una mujer bastante moderna para su época por lo que no conectó muy bien con el resto de las esposas de los guardias. Quiso ponerse a trabajar, así que abrimos juntos en el barrio un negocio que ella misma regentaba.
Cuando hacía poco que lo teníamos abierto, me anunciaron mi traslado al País Vasco, pues ese era un destino del que nadie, o solo algunos agraciados, se libraba. Ella decidió que se quedaba en Barcelona y fuere por la distancia, por su carácter abierto o por mi promiscuidad, al cabo de un tiempo nuestra relación se enfrió y terminamos por separamos.
Pasé los siguientes tres años en mi destino costero, absorbido por mi trabajo, por la fiesta durante los fines de semana y por el ir y el devenir de mujeres entrando y saliendo de mi cama. Hasta que un día y después de haber cursado mi solicitud de promoción, me comunicaron que había sido aceptada y que me trasladaban.
Me enviaron a una pequeña ciudad situada en el culo del mundo. Por las referencias que me habían dado en ésta no había absolutamente nada que hacer y cuando digo nada, es nada. Por ello, al presentarme ante mí superior de ese nuevo destino, ya le advertí que mi intención era la de estar de paso los meses que me tocaran y pedir lo antes posible el traslado.
Pero uno de los primeros fines de semana de permiso que salimos con mis compañeros a disfrutar de la noche y de la poca fiesta que habían en aquella ciudad, conocí a una chica mucho más joven que yo. Se podría decir que era simplemente una niña. Alta, morena, atractiva, con un vestir provocativo que marcaba sus curvas y a la que claramente le gustaba llamar la atención. Empezamos a quedar, a enrollarnos y acostarnos de forma asidua. Mas cada día que pasaba, me prometía a mí mismo que aquel sería el último. Que debía dejarla y darle puerta. Hasta que, sin yo quererlo, aquella muchacha consiguió que volviera a pasar por la vicaría, convirtiéndose así, en mi segunda esposa.
Sin darme cuenta me había convertido en un hombre casado y padre de familia. Me había convertido en un chico bueno, buen marido, buen padre y buen policía. Pero creo que en el fondo, sólo he nacido para ser esto último. Ya que, por aquel entonces y sin que se enterase mi esposa, eran recurrentes y constantes mis devaneos con otras mujeres. Por supuesto, ella nunca llegaba a averiguar nada y si por algún motivo, alguna vez, tenía alguna sospecha, mi premisa era: ¡Miente Rubén! ¡Debes siempre negarlo todo, hasta el final!. Y la verdad era que eso, sea por mi trabajo, por haberlo ido practicando y mejorando con los años o, por una cualidad innata en mi, se me daba bien.
Mas supongo, por aquello que dicen que las mujeres tienen un sexto sentido, mi mujer empezó a sospechar. Especialmente cuando por aquella época alternaba su cariño marital, con el de una italiana de tetas espectaculares que estaba de paso por la ciudad y con el de una mujer casada, madre de los amigos de mis hijos. Demasiado trajín sexual que me llevó a cometer algunos errores. Tales como: llamar desde mi teléfono particular a esta mami, quedando grabadas las numerosas llamadas en mi factura telefónica a la cual, finalmente, tuvo acceso mi mujer. Siendo ese el detonante por el que, cansada de todas mis infidelidades me pagara con la misma moneda y me dejara.
Ello supuso el final de mi segundo matrimonio y el inicio del personaje que soy actualmente. ¡Sí, señores! ¡Lo reconozco! Soy un adicto al sexo, un mentiroso compulsivo y un alcohólico. Tiendo a huir de cualquier tipo de compromiso y disfruto de una doble personalidad que me hace ser un buen policía por el día y un degenerado por las noches.
He tenido mis momentos de gloria en el Cuerpo y también, me he hundido en la más absoluta obscuridad. Esto último, la mayoría de veces, por mi carácter temperamental el cual me ha llevado en más de una ocasión, a ser expedientado disciplinarmente. Hasta el punto que un equipo médico de psicólogos me evaluó, prohibiéndome incorporarme durante un tiempo a mi puesto de trabajo por ansiedad y atiborrándome de prozak y dediazepán.
Se podría decir que actualmente estoy en el final del otoño de mi vida. Una vida que como siempre digo, ha sido como una partida de póker que he ido ganando a base de faroles.
No tengo amigos, no soy hombre de confiar en nadie, pues la vida me ha enseñado a recelar de todo el mundo. Pero bueno, existen tres o cuatro personajillos con quien tengo confianza y se podría decir que les explico mis cosas.
Será porque éstos son los únicos que siempre escuchan mis batallitas o porque en el fondo, les considero como simples personajes secundarios de la obra teatral que es mi vida. Una representación en la que yo, por supuesto, soy el protagonista principal. A ellos, los podría describir como simples monos palmeros que me sirven para mis propósitos y de quienes, sé que si los necesito, puedo sacar un rédito. ¡Decidme aprovechado si queréis! Pero, ¿Y quién no?
Quizás os debéis estar preguntando que estoy haciendo ahora mismo, pues simplemente me acabo de levantar y estoy mirándome en el espejo de mi cuarto de baño. Me encanta contemplarme y admirar lo bien que, no obstante mi edad, me conservo. Mi madre siempre me decía que yo no era un hombre guapo, sino más bien resultón. Mi más de un metro ochenta y cinco de estatura, mi complexión delgada pero fuerte y un rostro que considero más o menos agraciado, me hacen atractivo ante las mujeres. Pero en el fondo, con el tiempo y los años, he aprendido a conquistarlas averiguando lo que realmente les gusta a cada una de ellas. De inicio, siempre utilizo mi mirada, una sonrisa pícara y espero paciente su reacción. Si aprecio en la que será mi nueva víctima un atisbo de reciprocidad, me decido a atacar de una forma cortés y con galantería, como sé que en el fondo a todas les cautiva. Comiéndoles la oreja al principio, buscando aquel tema en común por el que empezar a ganármelas. En definitiva, hacer que se sientan especiales y únicas. Cuando en el fondo para mí, todas y cada una de ellas, son simplemente una mujer cualquiera más que pasará a engrosar mi vitrina de trofeos o de muescas en la culata de mi revolver.
Esta mañana en mi boca se entremezcla el sabor agrio del whisky que me bebí ayer, con la amargura de mi existencia. Vuelvo a mirar por el espejo y veo tras de mí, reflejado, el cuerpo desnudo de una mujer que sigue dormida en mi cama. Ella es uno más de los regalos que mi promiscuidad y el deseo de la noche anterior me han proporcionado. La había conocido en uno de los bares de la ribera y tras unas cuantas copas, risas y alguna que otra insinuación que ella había respondido gratamente, la invité a mi casa.
No recuerdo su nombre, tampoco me importa. Está buena, es bonita, joven tal y como a mí me gustan, de piel blanca y carnes prietas. Todo ello es lo único importante. Su pelo rubio alborotado acaricia aún mi almohada. Sus labios gruesos y carnosos me recuerdan el momento en que después de practicar sexo hasta altas horas de la noche, morí entre los fiordos de sus piernas.
Los primeros y tenues rayos de sol del que sería aquel nuevo día, empiezan a colarse por la ventana de mi habitación, iluminando suavemente su coño totalmente rasurado e infantil. Aquel coñito de niña juguetona que tantos placeres me ha proporcionado la noche anterior ... Y hasta aquí la historia por hoy. Si te apetece seguir leyéndolo y conocer máss sobre las Aventuras del Brigada Ruben Labernié y su noche de sexo, te invito a que lo hagas en mi nuevo blog de la NinyaMala. Podrás encontrar facilmente el enlace y dirección en mi perfil.
Un beso y nos vemos por allí.