Una parejita andina
La aglomeración en el metro me colocó entre un anciano que se acopló inmediatamente a mis nalgas y una mujer bajita que pegaba su espalda a mi pelvis y me provocó una erección. Pero mi agradable experiencia no acabó con los frotamientos.
Aquella tarde tuve que quedarme un rato más en el trabajo. Se presentó un asunto urgente y cuando llegué al andén del metro no cabía un alfiler. Hacía media hora que no pasaba ningún tren. Aún tardó diez minutos en llegar el primero. Entre empujones y algún tropiezo entramos en el vagón los que pudimos. Llegué hasta la barra del centro o me llevaron hasta allí. Quedé aprisionado entre otros viajeros sin alternativa posible. La entrada de los últimos ocupantes no permitía que se cerrasen las puertas y aún estuvimos dos o tres minutos más hasta que se puso en marcha. En esa breve espera analicé el escenario en que me encontraba. Un hombre alto y delgado, a un paso de los setenta años, calculé, se enganchaba a mi por la espalda. O le empujaba la aglomeración. Delante de mi, una mujer bajita, apenas me llegaba a la barbilla, apoyaba su hombro en mi pecho y sus caderas en mis piernas. Hablaba con un hombre sólo unos pocos centímetros más alto que ella. Ambos tenían los rasgos de alguna etnia andina.
Otro hombre apoyaba su espalda en mi hombro derecho y mi costado izquierdo quedó pegado a la barra que asía con mi brazo, mientras con la derecha intentaba comprobar que la cartera continuaba en el bolsillo de la chaqueta.
El convoy se puso en marcha provocando el desequilibrio general con los consiguientes agarrones y empujones entre los ocupantes del vagón. Los pasajeros nos adaptamos al rítmico vaivén, alterado por movimientos bruscos demasiado frecuentes. A medida que me hacía dueño de mi estabilidad, advertí que el anciano se había acoplado a mis nalgas con su falo duro y bien empotrado. Yo me mantenía inevitablemente enganchado a la mujer bajita. Mi compañero de la retaguardia aprovechaba el traqueteo para refregarse entre mis nalgas. El desinterés que mostré inicialmente por la mujer bajita, cambió a medida que el roce me la ponía dura. Influía en mi erección el contacto con la mujer, pero sobre todo el notar entre las nalgas un falo duro. Quise retraer mi cintura para evitarle a la señora la desazón de notar mi polla sobre su costado, pero eso significaba provocar aún más al anciano. La mujer se giró levemente. Quedó cara a cara con su marido. Se colocó completamente de espaldas a mi. En una de las embestidas a que me obligó el movimiento brusco del vagón noté cómo me descapullaba. Me estaba dado mucho gusto. Tenía por delante nueve estaciones para decidir si me correría aprovechando el doble frotamiento o esperaría a llegar a casa y hacerme una solitaria.
La mujer comentó algo con su marido y esperé alguna reprobación que, por otra parte, no tendría sentido en aquellas circunstancias. El hombre me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa e hice un gesto de resignación. Cogió a su esposa por los hombros y le dio un beso al tiempo que yo notaba como el cuerpo de la mujer presionaba sobre el mío. Continué aprovechando las brusquedades del viaje para embestir rítmicamente sin ningún rubor. El anciano lo entendió como mi aceptación y se agarró a mis caderas para apretar más fuerte y acelerar el ritmo.
El metro paró en dos, tres o cuatro estaciones, pero la saturación continuaba en el vagón.
Faltaban cuatro paradas para mi destino. La mitad de los pasajeros se bajaron en una estación de transbordo. El anciano no se separó de mi a pesar de haber quedado espacio libre. Tampoco el matrimonio abandonó su lugar junto a la barra. El marido se dirigió a mi en voz baja.
- Me gustaría hablar con usted un par de minutos. Nos bajamos en la próxima estación.
Vacilé un instante. No me apetecía tener que explicar a un desconocido lo inexplicable. No quería discutir con nadie.
A pesar de mis dudas, les seguí cuando salieron del vagón. La mujer, a quien no había tenido oportunidad de ver bien el rostro, tenía el mismo aspecto étnico que su marido. Llevaba el pelo recogido en un moño y su cara ovalada gozaba de un atractivo sensual muy particular difícil de apreciar a primera vista. Su cuerpo describía los parámetros comunes de las etnias andinas. Pechos pequeños –siempre consideré que tenían forma de medio limón, pero más gordos –, estómago inflamado y caderas anchas con nalgas ampulosas y aplanadas. Las piernas, cortas, descompensadas con el tronco.
El hombre habló en voz baja y mirando desconfiadamente a un lado y a otro o fijando la vista en el suelo.
- Usted nos disculpará señor por lo que le voy a comentar. Yo sé que usted se ha excitado ahí dentro durante el viaje y se ha estado frotando con mi esposa.
- No puedo negar la evidencia –le interrumpí enérgicamente para controlar yo la discusión- Usted ha podido comprobar cómo íbamos en el vagón.
- Por favor déjeme que me explique. No le voy a recriminar nada. No, por favor. En realidad, tanto mi esposa como yo queremos invitarle a tomar un trago en nuestra modesta vivienda y, si usted lo desea y es tan amable, continuar con la historia que ha empezado en el vagón.
Me quedé estupefacto. Aún notaba mi polla descapullada resistiéndose a perder completamente la erección. Miré a un lado y a otro para ganar unos segundos y meditar una respuesta. A pocos pasos, mirándonos disimuladamente, el anciano del vagón esperaba con las manos en los bolsillos del pantalón y exhibiendo el bulto de su polla.
- ¿Está muy lejos su casa? –pregunté inconscientemente- ¡No quiero el más mínimo problema!
- A cien metros de la salida. Cruzando un par de calles. Confíe en nosotros. Sólo somos unos pobres y desamparados emigrantes buscando un momento excepcional en sus tristes vidas.
Caminé detrás de ellos. Las nalgas generosas de la mujer se movían como un flan. Realmente, tenía un culo grande que destacaba por encima del resto de su cuerpo. Debe de llevar un tanga y por eso le tiemblan tanto los glúteos, pensé.
Antes de entrar en la portería del edificio miré a un lado y a otro. Deformación profesional, supongo. A pocos metros, el anciano trajeado del metro nos seguía. Quizá esperaba una invitación a última hora. Seguía insinuándose con la mano en el bolsillo y exhibiendo el bulto de su polla.
El edificio no tenía ascensor. Subí al tercer piso con el culo de la mujer a unos centímetros de mi cara. Estuve tentado de tocárselo, pero preferí la discrección ante el temor de que algún vecino estuviese espiando por la mirilla.
El piso reflejaba el estilo de sus habitantes en la decoración. Humilde y austero.
Bienvenido a nuestro pequeño hogar temporal. Póngase cómodo. – me dijo el marido.
Gracias.
Le serviré un trago. ¿Que le apetece? Tenemos wisky, ron y también le puedo servir una cerveza.
Yo voy a ponerme más cómoda –dijo la mujer con una voz casi inaudible.
Claro, cariño. Yo me ocupo del señor.
Tomaré lo mismo que usted.- respondí mientras la mujer desaparecía por una puerta en una esquina del pequeño comedor.
Sirvió dos vasitos minúsculos de Captain Morgan, un ron que había bebido en otras ocasiones y que me había sorprendido. Brindamos y volvió a llenarlos.
Me explicaba que llegaron hacía dos años para conseguir unos ahorros y volver a su país y montar una carpintería. Dejaron allá dos niños de seis y ocho años a cargo de su suegra. Su esposa tenía problemas de excitación desde que tuvieron su primer hijo. Desde jovencita había sido muy ardiente. Necesitaba hacer el amor casi todos los días. Tenía entre diez y doce orgasmos en cada sesión. Hasta que se agotaba físicamente y se asustaba porque al final podía alcanzarlos con unas pocas caricias o embestidas.
El marido empezó a tocarse el bulto que se le notaba bajo los pantalones mientras me confesaba que se asustó en las primeras ocasiones que vio a su esposa con los ojos en blanco a causa de los orgasmos. Se le ponían los ojos como si estuviese enajenada y no paraba de pedir más. Le gustaban las pollas grandes, pero no lo descubrió hasta que llegó a España. Los hombres que había conocido en Bolivia tenían unos penes cortos. No conocía ningún tabú, le gustaba todo. Paradójicamente, la timidez le impedía disfrutar plenamente, ir más allá sin la presencia de su marido.
La mujer asomó la cabeza por la puerta y llamó a su marido a quien dijo algo en voz baja.
- Se siente avergonzada de ser ella la única que se ha desnudado. Deberíamos hacerlo nosotros también-dijo el marido al tiempo que se iba sacando el jersey.
Nos quedamos en calzoncillos. El hombre tocó mi paquete y mis pezones. Debí poner cara de asombro, porque se justificó inmediatamente.
- Espero que no tenga inconveniente en que yo intervenga también. Siempre lo hacemos los dos juntos.
- No tengo prejuicios.
La esposa apareció con el cabello suelto cayéndole sobre los hombros y resaltando sus facciones. Se había maquillado tenuemente. Vestía un camisón transparente de color marrón muy claro que permitía ver perfectamente las tetas y el tanga. Destacaban las aureolas oscuras de los pezones y el vello negro ensortijado que se escapaba del minúsculo tanga. Los zapatos con un tacón de vértigo estilizaban un poco sus piernas. Parecía más alta.
Se abrazó a su marido y se besaron ardientemente mientras ella me daba la espalda. Me aproximé hasta recuperar la escena del metro. Mi polla estaba morcillona tras las caricias del marido. Empezó a endurecerse a medida que me refregaba con la mujer y le tocaba las tetas por encima de la transparencia. Los dos pezones emergieron como dos avellanas duras y electrizantes. Cada caricia y cada pellizco le provocaban suspiros de placer.
Una mano me cogió la polla y la extrajo de los calzoncillos. Me la descapullaba y la volvía a cubrir con el prepucio. Se me puso dura automáticamente. El marido apartó a la esposa y me la dio varios chupetones mientras me acariciaba los huevos..
- Mejor que nos pongamos cómodos en la cama. - dijo
Les seguí mirando el culo de la mujer que se elevaba provocador.
Se sentó en la cama y le acerqué mi polla. La chupó con una habilidad desconocida para mi. Sabía perfectamente cómo llevarme al máximo grado de excitación y luego relajarme. Lo agradecí. Me evitaba el trabajo de concentrarme en contenerme. Mientras su boca saboreaba mi capullo rosado con avaricia, su mano masajeaba mis huevos y con un dedo acariciaba mi ano y poco a poco lo fue introduciendo en mi agujero, bien dilatado, por cierto.
El marido, arrodillado en el suelo, besaba su coño peludo echando el tanga a un lado.
Se la metí hasta que topé con la garganta. Le produje una arcada. Mientras se recuperaba de la convulsión estomacal, me la meneaba con las dos manos.
- Mira cariño, –le dijo al marido- ni con las dos manos puedo abarcarla toda.
La verdad es que sus manos parecían de una adolescente. Al fin y al cabo, mi polla no supera los dieciséis centímetros en sus mejores momentos.
- Por favor señor –me pidió mirándome desde abajo- métamela un poquito, pero colóquese un preservativo. Es para evitar un embarazo.
- No te preñaré –le dije con contundencia- Hace años que me hice una vasectomía.
El marido se retiró, quitándole el tanga. Ella se abrió completamente. Acaricié aquel matorral tan espeso que cubría todo la chocha, desde las ingles y el ano hasta los límites de la pelvis. Estaba empapada. Olí los jugos y me agaché. Besé los labios abriéndome camino entre el vello. Uno de sus labios menores tenía un tamaño extrañamente grande. Imaginé un gran pétalo de rosa de varios milímetros de grosor. Mi lengua recorrió toda la raja primero por un labio y después por el otro, lamiendo y besando, chapándolos y saboreándolos; evitando cualquier roce con el clítoris; transmitiendo a su sexo las descargas eléctricas que nacían en mis huevos y recorrían todo mi cuerpo. Lamí su culo, sorprendentemente grande. Volví sobre la raja y busqué, ahora sí, el clítoris. La punta de mi lengua jugó con él. Provoqué en aquella mujer pequeña las sacudidas de una pantera. Seguí aplicándoles las mejores delicias de mi boca hasta que se corrió. Una, dos, tres, hasta cuatro veces se retorció de gusto, aplastando mi cara con sus muslos. Introduje dos dedos en su coño y le arranqué otro par de corridas.
En una de esas convulsiones vi cómo el marido ponía la polla a disposición de su boca. Instantes más tarde, le tenía detrás intentando meterla en mi culo. Y sentí esa pequeña molestia que me produce el instante en que su capullo atravesaba la frontera del esfínter.
Esperé a que el marido se desahogara besando aquel labio grande y suave, jugando con su clítoris hasta llevarla al borde del orgasmo en varias ocasiones.
Finalmente, le cogí por los tobillos y la abrí completamente. Ahora podía ver perfectamente su raja de color violáceo, con los labios casi negros. Me saqué al marido de dentro y quedé libre. Acerqué la polla a la raja y la empapé de la ambrosía que manaba de su vagina. Le metí sólo el capullo. Jadeó y giró la cabeza a uno y otro lado mordiéndose el labio inferior. Lo metí y lo saqué frotándolo con el clítoris y con lo que llaman el punto mágico del sexo femenino, el punto G. Jadeaba con intensidad y me miraba a los ojos.
- Métala, por favor, señor. Métala toda – me suplicó
Se la metí lentamente hasta que le entró toda. Ella sollozaba. Su marido le acariciaba las tetas y se las besaba.
El marido se colocó de nuevo detrás de mi, para refregar su polla cortita pero gorda, entre mis nalgas y pellizcarme los pezones.
- Espero hacerle disfrutar –me susurró al oído.
Afirmé con la cabeza al tiempo que empecé con el vaivén de mis caderas, a sacarla y meterla a un ritmo lento, concentrado en las reacciones de la mujer. Los jadeos dieron paso a pequeños gritos apagados cada vez que mi capullo llegaba al fondo y topaba con algo que no me dejaba meterla toda. Allí le daba un escalofrío de placer, o una descarga incontrolable porque se le saltaban las lágrimas cada vez que llegaba al fondo.
Aceleré el ritmo. Puse sus piernas alrededor de mi cintura. Cogí sus pechos con mis manos y con los dedos pulgar e índice pellizcaba y friccionaba sus pezones. Los gritos apagados se convirtieron en jadeos y espasmos incontrolables. Movía la cintura con fuerza o me apretaba con las piernas hasta que le entró una risa nerviosa acompañada de lagrimones que caían por sus sienes y sus dedos pellizcaron con fuerza mis pezones.
- Se está corriendo –me susurró el marido, pegado a mi cuerpo y dejando escapar alguna gota entre mis nalgas.
Lo sabía. La besé en los labios y ante su entrega, busque su lengua con la mía. Le costaba besar, respirar y jadear al mismo tiempo, pero continué con un morreo tan apasionado que logró correrse de nuevo.
- Nunca me había pasado esto –me dijo al oído.
Volví a incrementar el ritmo con mi polla, pero tuve que detenerme porque la leche pugnaba en mi capullo por escapar disparada. No quería correrme todavía. Aquella mujer tenía tanto gusto y placer que dar y recibir que no quería pasar por ella sin intentar alcanzar su clímax, ese punto en que se abandona la realidad y la cordura para entregarse únicamente a la dulzura que pueden conseguirse entre un coño y una polla.
Mis embestidas mantenían un ritmo. Tenía la chocha tan empapada que provocaba un sonido acuoso en cada acometida. Yo apenas sentía ya el roce con las paredes de su vagina. Se le había ensanchado notablemente, aunque la comprimía a su voluntad y propiciaba a mi capullo una fricción ardiente y abrasadora.
Se corrió otro par de veces antes de que le diese la vuelta para colocarla a gatas. Efectivamente, tenía el culo muy grande. Parecía una pequeña raja más que un agujero. Mojé mis dedos en su coño y se los metí en el culo. Jadeó de nuevo. Coloqué mi capullo a la entrada y empujé levemente. Entró con facilidad. Lo tenía bien lubricado. Se la metí toda y me quedé quieto. Contemplaba las nalgas enormes y el contoneo que describían al moverse.
El marido continuaba jugando entre mis nalgas. Ahora metía los dedos en mi culo y esperaba mis reacciones. Le dejé hacer. Al final, sentí que me la estaba metiendo de nuevo. Sus embestidas eran suaves y casi se limitaba a tenerla toda dentro y moverse ligeramente, lo que multiplicaba por diez el gusto que yo recibía. Me daban gusto por detrás y por delante.
Mi polla casi se volvió insensible de tanto gusto cómo acumulaba desde el capullo a mi culo.
La metí y la saqué varias veces de aquel culo que ardía en su interior. Ahora podía acelerar el ritmo o bajarlo a mi antojo. Mi polla había llegado a ese punto en el que no se hubiese corrido hasta que yo la hubiese autorizado. Follar por el culo, le gustaba a la mujer, pero no lograba orgasmos. Más bien, tenía la satisfacción, el placer emocional, masoquista, de sentirse poseída y penetrada al antojo de su amo.
Se la volví a meter en la chocha. Oí de nuevo los jadeos, espasmos y gritos. El marido me decía que se correría en cualquier momento. Me pedía permiso. Le dije que esperase. Quería ver cómo la tenía y probarla.
Adoptamos la postura del misionero. Se la chupamos entre su esposa y yo, combinando las mamadas con el morreo que nos dábamos, teniendo el capullo del marido entre nuestros labios. La polla era cortita. Un poco gorda, sin llegar ni mucho menos a las dimensiones de la mía.
- Ahora me la chupáis los dos a mi –les dije.
Lo hacían extraordinariamente bien. Al marido le gustaba metérsela toda en la boca, pero se entretenía más pasando su lengua por mis huevos y mi culo. La mujer volvía a demostrarme que manejaba a la perfección el arte de chupar un capullo.
Repasé mentalmente las ocasiones en que tuve que retenerme para no eyacular y conté hasta diez. Casi tantas como se había corrido la mujer.
- Métela ahora e intenta aguantar sin correrte hasta que yo te diga –le pedí al marido.
Me puse de rodillas en la cama para que pudiese llegar sin problemas y tomé con mis manos el rostro de la mujer para acercarlo de nuevo a mi polla. Se la metía casi toda en la boca, pero se concentraba especialmente en chupar delicadamente el capullo. Sabía que había llegado el momento crucial. Me iba a correr en su boca.
Acaricié su cabeza enredando su melena entre mis dedos y acompasé mis movimientos a los del marido para que pudiese meterla bien.
- Ahora –le dije
Sus empujones se aceleraron y empezó a gemir. Yo también tenía la leche a la punta, pero quería esperar a se momento en que la polla de un hombre se inflama unos milímetros más de lo normal y lanza el disparo de leche.
El hombre lanzó un alarido seco en el momento en que apreté el culo para que le costase moverla. Empujó con fuerza intentando traspasarme y clavándome los dedos en las caderas. Mi capullo continuaba entre los labios de la mujer. Lo saboreaba con tanta lujuria que le iba la vida en cada lametón. Era tan golosa que dudé si echarle la leche en la boca o en la vagina.
No esperé más.
- Cariño –le dije- te voy a dar el néctar que me has ayudado a crear. Todo para ti, pero guarda un poco en tu boca para compartirlo conmigo.
Y solté un chorro tan liberador que con el se fue toda mi energía y vitalidad y me dejó una agradable sensación de libertad. Y luego otro, y otro, y otro. Con la leche se me escapaba toda la tensión muscular y me invadía progresivamente una serenidad dulce que se adueñaba de mi a medida que me vaciaba. Sus labios apretaban la base de mi capullo y cuando lo liberaban salía otro chorro. Mis gemidos se confundían con los suyos. Se estaba corriendo con mi mamada.
La besé. Tenía la boca llena de leche. Nos morreamos y el semen atravesó nuestras gargantas y caía por la comisura de nuestros labios. El marido nos contemplaba tendido boca arriba en la cama. Exhausto.
Me quedé un momento sobre ella. Mi polla sobre su matorral sedoso. Mi boca sobre la suya y mi mano acariciando el pezón duro y agradecido.
Eran las diez de la noche. Habían pasado más de dos horas desde que entré en el pequeño piso. El marido se acercó y me besó en los labios. Le devolví un morreo que le dejó casi desmayado. Hice lo mismo con la pequeña mujer. Y nos despedimos. Les dejé mi número de teléfono.
Al salir a la calle, había refrescado ligeramente. El anciano del metro me esperaba en la boca del metro y volvió a enseñarme el bulto que llevaba en los pantalones.
Los vagones iban ahora casi vacíos. El anciano, esbelto, trajeado, y con un aspecto saludable se puso a mi lado.