Una pareja corriente (3)

Nuestra pareja continúa descubriendo sensaciones inmersos en su inofensivo juego.

Al día siguiente no quedaba vestigio alguno de nubes. El sol volvía a imponer un autoritario régimen de calor bajo sus dominios y nosotros desayunábamos sonrientes pero callados. Era una extraña sensación mezcla entre timidez y regocijo. Parecía que nos hubiéramos conocido la noche anterior y ahora nos dedicábamos miradas de soslayo, intentando adivinar qué estaría pensando de nuestra actitud la persona que teníamos delante. Con el día que hace podríamos aprovechar y pasar la mañana en la playa, soltaste de repente para romper el hielo. Asentí pero te dejé entrever que quizá antes podríamos hablar de lo ocurrido en las rocas.

Retorciste nerviosa la servilleta y te secaste los labios. Sin levantar apenas la mirada me comentaste que te morías de vergüenza. Entre nosotros esa palabra no tiene sentido, sentencié. Intenté aparentar seguridad pero la verdad es que estaba tan nervioso como tú, aunque era cierto que la vergüenza no tenía lugar en todo aquello, y así lo expresé. Los dos estábamos de acuerdo en lo sucedido, y tampoco había pasado nada fuera de lo común. Lo único que debíamos admitir era que nos había gustado el juego y nuestra relación se había beneficiado de ello. Me miraste aliviada y preguntaste si estaba seguro de que también me había gustado. Con una voz exageradamente grave te dije me has puesto a cien, pequeña. Dejaste ir una sonora carcajada que se me contagió y acabamos expulsando así los nervios que nos atenazaban.

Cuando recuperamos el aliento estabámos mucho más relajados y con la confianza requerida para abordar el tema con calma. Pregunté si debíamos acabar aquello allí o por el contrario continuábamos con el juego, y convinimos en que podíamos seguir aquella nueva rutina. Nuestra vida diaria no se prestaba a algo así. Niños, familia, amigos y trabajo ocupaban todo nuestro tiempo y energía, pero en ese pueblo costero éramos nosotros dos y lo que deseáramos hacer en aquella playa lo único que importaba.

Me animé a preguntar si siempre habías tenido esas sensaciones en situaciones parecidas, y te confesé que me sentía culpable si así era por no haberme dado cuenta. Me tranquilizaste diciéndome que no, que siempre era agradable que te miraran con buenos ojos, pero que por desgracia la mayoría de hombres tendían a ser groseros y las miradas eran entonces lascivas y sucias, para nada eróticas. Aseguraste que fue el momento y el lugar, la compañía, el saber que yo participaba en mi papel y la tranquilidad de hacerlo juntos lo que hizo que se excitara.

Convinimos unas reglas básicas para continuar la diversión, como que no haríamos nada que nos hiciera sentir inseguros, y que si dudábamos sobre si dar uno u otro paso, lo hablaríamos antes. Eso sí, la principal protagonista aquí eras tú, así que quedamos en que tuvieras libertad en tus decisiones, concediéndote el beneficio de la duda en las situaciones que se pudieran presentar. Nos teníamos confianza y respeto, y eso era sin duda la pierda angular en la se cimentaría toda aquella semana. No teníamos mucho tiempo y deseábamos disfrutar de aquella nueva experiencia.

La lluvia de la pasada noche había refrescado un poco el ambiente, por lo que el sol apretaba sin ahogar. Nos quedamos en la zona de playa más cercana al apartamento, que sin duda presentaba mayor afluencia de bañistas y nos tumbamos recibiendo de buen grado aquel agradable calor como si fuéramos reptiles. A nuestro alrededor no había mucha gente, pero sí pasaban continuamente personas paseando por la orilla. De vez en cuando te hacía una señal advirtiéndote de los que te dedicaban alguna mirada.

Cuando nuestra piel se sobrecalentaba en exceso nos recompensábamos con un vigorizante baño de mar Mediterráneo. Y en uno de esos chapuzones se me ocurrió preguntarte qué les habías dicho a los pescadores sobre ti. Por la conversación de la noche anterior ya conocía algún detalle de sus vidas, pero se me escapó preguntarte qué les habías dicho de la tuya. Pues qué les iba a decir, mi nombre, que estaba unos días de vacaciones y que mi marido va y viene porqué ya agotó sus días libres. Abrí los ojos y sonreí asistiendo. Mira cómo se espabila, pensé. Te dije que habías hecho bien, eso ayudaría a que se relajasen y todo fluyera con naturalidad.

El astro rey ganaba altura y cada vez era más difícil aguantar, así que decidimos emigrar hacia las estrechas calles del pueblo donde quizá encontraríamos sombra y unos grados menos. Me quedé mirando cómo recogías tu toalla, tu libro y te ponías tu vieja camiseta holgada. Estabas realmente guapa y se te veía más tranquila y relajada de lo que podía recordar. Ciertamente la vida nos impone a menudo su ritmo, lleno de responsabilidades y quehaceres, acotando nuestro espacio personal hasta el punto en que a veces dejamos de ser quienes somos en realidad. Y lo peor es que no nos damos cuenta, vivimos inmersos en una neblina que sólo nos deja ver lo que tenemos a pocos metros. Pero en algún momento podía encenderse un pequeño faro que disipaba la niebla y había que seguirlo. Ese faro puede ser cualquier cosa, y en nuestro caso eran la playa limitada por rocas al atardecer y aquellos pescadores aficionados.

El paseo por las callejuelas adoquinadas fue agradable y pronto llegó la hora de comer. Preparamos algo ligero y fresco para luchar contra el calor cada vez más intenso y sustituimos la siesta por sexo. Hicimos el amor de manera pausada, disfrutando de cada movimiento, cada caricia cada suspiro, y al acabar te levantaste para beber un zumo. Estirado en la cama, apoyando mi cabeza sobre mis manos entrelazadas miré como caminabas desnuda, el movimiento de tu culo era hipnótico. Te sentiste observada y giraste un poco tu cabeza. Preguntaste si estaba todo bien. Perfecto, respondí, me preguntaba si tienes preparado algo para nuestros amigos o improvisarás sobre la marcha. Un poco de todo, dijiste con una sonrisa pícara. Todavía me costaba un poco asimilar aquel cambio que estábamos sufriendo, pero al mismo tiempo lo disfrutaba muchísimo.

Pero como no todo son alegrías en la vida, esa misma tarde empecé a sentirme mal. Un intenso dolor de estómago me dejó fuera de combate y no pude más que tomar medicación y rabiar un poco en la cama. Recuerdo que intentaste quedarte conmigo y cuidarme, pero los dos sabíamos que se me pasaría en unas horas y poco podías hacer. A regañadientes cogiste la toalla y te dispusiste a marchar. Mientras salías por la puerta te pregunté si el juego continuaba. Volviste a entrar un momento y sonriendo asentiste. Escuchando tus pasos alejándote del apartamento me relajé y caí dormido presa del cansancio.

Me despertó la vibración del móvil que se cargaba encima de la mesita de noche. Miré por la ventana y comprobé que hacía horas que dormía. Había anochecido y la luna en cuarto creciente brillaba entre jirones de nubes. Cogí el móvil, que continuaba vibrando y vi que eran casi las once. Tenía varios mensajes tuyos por lees, así que un poco preocupado empecé a leerlos por orden cronológico. En los primeros me preguntabas por mi estado, y en los siguientes decías que mejor me dejabas descansar. Leí otro en el que me comentabas que veías a los pescadores caminando por la orilla en tu dirección. Ahora verás, ponía en el mensaje, y en el de debajo aparecía una foto en la que estabas en toples. Abrí los ojos como platos. La foto estaba hecha hacía casi tres horas. Mi corazón aceleró su latido y con mano temblorosa continué leyendo los mensajes. En ellos me hablaba que le divirtió la cara de los pescadores al verla, que fingieron no darle importancia pero que notaba su mirada cuando miraba el móvil o se iba a dar un baño. Cada vez se sentía más seguro, incluso poderosa al notar que era el centro de atención de esos hombres, al notar cómo la deseaban. En el último mensaje deseaba mi pronta recuperación y me hacía saber que la habían invitado a quedarse pescando con ellos, a lo que había accedido ya que en teoría no tenía nada mejor que hacer.

Aún no del todo recuperado me vestí con premura y salí del apartamento, adentrándome en la playa apenas iluminada por la luna. En la distancia vi en seguida las lámparas que utilizaban Rodrigo y Víctor. Me desvié por las rocas e intenté buscar algún lugar en el que poder ver sin ser visto y a poder ser que estuviera lo suficientemente cerca para poder escuchar lo que decían. Aproveché una roca alta en forma de proa de barco para ocultarme y me agaché para poder espiar por un espacio que quedaba libre entre la roca y la arena.

Las lámparas de gas impregnaban la escena de una luz fantasmal. La mesita plegable estaba cubierta por una cantidad indeterminada de latas de cerveza y un par de platos de plástico con trozos de jamón. A escasa distancia, bañada por aquella luz blanca y armada con la enésima cerveza reías de forma descontrolada. Víctor te acababa de explicar alguna anécdota y aseguraba que sí, que te juro que es verdad. Busqué a Rodrigo y lo encontré sentado en una de las sillas, completamente dormido, la cabeza descansando sobre su pecho y un par de latas a sus pies. Una vez localizados los protagonistas volví mi atención a la escena principal. A esas alturas no le dabas ya ninguna importancia ni él disimulaba un ápice. Trastabillaste pero Víctor estuvo ágil y te cogió por un brazo. Por tu voz y tus gestos quedaba claro que habías sobrepasado hacía un buen rato tu límite de tolerancia al alcohol. Víctor parecí mucho más entero, sin duda para poder apreciar en todo detalle lo que tenía ante él.

Estuvisteis unos segundos callados y de repente Víctor te soltó que no entendía el porqué estabas acomplejada con tu cuerpo. Tú, que me miras con buenos ojos, respondiste, y con la mano que te quedaba libre te cogiste una teta y la alzaste un poco. Aquí deberían estar, afirmaste. Sin previo aviso, Víctor alargó una mano y agarró el pecho que quedaba libre, situándolo a la altura del otro. Te quedaste un segundo congelada, y a continuación diste un paso atrás diciendo pero no me ha tocado la teta, el tío. Y te echaste a reír. Para mí están perfectas, dijo Víctor señalándote las tetas y riendo contigo. Caminó a tu alrededor y se situó a tu espalda. Mirándote el culo continuó diciendo que el resto también parecía estar bien. Poco a poco bajaste lo que quedaba del bikini hasta dejar el trasero a la vista de Víctor que, como yo, no salía de su asombro. De esto no tengo queja, presumiste orgullosa. Y con razón, respondió Víctor. Alargaste una mano y, cogiendo la suya la llevaste hacia tus nalgas. Ya puestos, dijiste girando la cabeza para ver la reacción de tu admirador. Víctor acarició y apretó ligeramente, dándote un suave cachete y asistiendo satisfecho.

Desde mi escondite lo observaba todo entre atónito y excitado, la cabeza me hervía y el bañador luchaba por contener mi erección. Sinceramente también estaba un poco preocupado porque no sabía cómo podía acabar todo aquello. De repente te giraste diciendo bueno, ya está bien, y en ese momento, mientras te subías las braguitas, Víctor pudo vez de forma fugaz tu sexo depilado, cosa que hizo que abriera los ojos como naranjas. Pero debiste de girar demasiado rápido, y el alcohol que corría por tus venas hizo acto de presencia proporcionándote un considerable mareo. Víctor te sentó en la silla que quedaba libre y te miró a los ojos, que intentaban en vano mantenerse abiertos. Será mejor que te acompañe a casa, dijo solícito, y empezó recoger tu bolsa y tu toalla mientras te vigilaba de reojo.

Me puse en marcha y me adelanté a vosotros, llegué al apartamento y me escondí en el armario empotrado esperando vuestro regreso. Los minutos pasaron y un sudor frío me recorrió el cuerpo pensando lo peor, pero cuando estaba a punto de salir a buscarte, la puerta se abrió. Escuché aliviado tu voz, y por fortuna parecías haber recobrado la lucidez que la cerveza había hecho menguar. Agradecías a Víctor que te hubiera cuidado y te excusabas por tu comportamiento. Tu acompañante rió asegurando que había sido un auténtico placer y que no había nada que reprochar pues repetiría lo que había vivido cada noche si pudiera. Llegasteis al dormitorio y por la rendija abierta del armario pude ver cómo te estirabas en la cama. No llevabas la camiseta y tus pechos se movieron libres mientras te acomodabas. Quedaste boca arriba y tuviste tiempo de musitar un débil gracias antes de quedarte profundamente dormida. Víctor apareció en mi punto de mira, quedando a la altura de tu pecho y miró unos instantes. Deslizó un dedo desde tu ombligo pasando entre tus pechos hasta llegar casi a tu cuello. Me puse en tensión, preparado para salir de mi oscuro armario si era necesario, pero entonces Víctor te dedicó un buenas noches y se fue. Cuando oí la puerta cerrarse, salí y me estiré a tu lado. Observé tu respiración profunda y pausada hasta bien entrada la madrugada y finalmente me uní a ti en un sueño reparador.