Una pareja corriente (2)
Continuación del relato anterior. La pareja decide ponerse a prueba en una situación que pondrá un punto y seguido en vida.
El día amaneció algo encapotado. Unas nubes rojizas y alargadas se estiraban como unos dedos ansiosos de saber que se ocultaba tras el horizonte. Me levanté para preparar algo de café sin hacer ruido. Todavía dormías, relajada, y por un momento tuve la intención de despertarte bajándote tu ropa interior, acariciándote el culo y besándote el cuello, pero recordé lo cansada que te acostaste y desistí. Teníamos mucho tiempo para todo y prefería que estuvieras fresca.
El olor del café funcionó como unas de esas inyecciones que te despiertan de la anestesia. Levantaste la cabeza oliendo el intenso aroma con los ojos entrecerrados y estiraste los brazos para ayudar a tu cuerpo a despertarse. La sábana bajó unos centímetros dejando tus pechos al descubierto, de un tamaño medio, suaves y con unos pezones oscuros. No pude resistirme a tan dulce visión y me acerqué, me agaché para besarte mientras mi mano cobraba vida propia para apoderarse de aquellas bonitas tetas. Tus pezones se endurecieron con rapidez, aumentando considerablemente de tamaño. Nuestros labios se separaron y te recordé lo que hablamos la noche anterior. Resoplaste diciendo que ya no te acordabas y que no sabías si hacerlo o no, que era una tontería.
El café ya estaba listo, así que te dejé en la cama para acabar de preparar el desayuno. Yo sí que me acordaba de lo pactado. De hecho me costó dormir pensando en aquellos pescadores y las miradas con las que recorrían tu cuerpo. Nunca he sido un hombre celoso. Miento, lo fui hace mucho tiempo cuando era poco más que un adolescente, y aquello me hizo cambiar, convirtiéndome en alguien casi inmune a los celos. Así que lo que sentí la tarde anterior era algo nuevo, un pequeño cosquilleo en el estómago, unos nervios tenues que iban subiendo hasta el pecho. Me gustó. Obviamente, aunque soy un desastre para estas cosas, no era la primera vez que pescaba a alguien mirándote, pero eran situaciones diferentes, fugaces, y en todas ellas íbamos todos con más ropa.
Desayunamos charlando del cambio de tiempo. Las nubes ganaban consistencia y no parecía que el sol pudiese franquear tan espesa barrera. Desayunamos con tranquilidad y dedicamos la mañana a comprar comida para cocinar en la minúscula pero moderna cocina del apartamento, donde comimos pronto y aprovechamos el descenso de temperatura para disfrutar de una relajante siesta.
Con la tarde ya algo avanzada nos dispusimos a volver a la playa haciendo caso omiso de las nubes cada vez más oscuras. La ausencia de sol había espantado a la mayoría de bañistas y fueron muy pocos los que como nosotros desafiaron al mal tiempo. De camino al lugar que visitamos la tarde anterior comentamos el sencillo juego que te propuse en la cena entre tapas y copas. Te quería demostrar que eras sexualmente atractiva a otros hombres, así decidimos que tú irías a la misma zona de las rocas mientras que yo me quedaría a una distancia prudencial desde donde observar sin ser visto, porque es obvio que mi presencia disuadiría a más de uno a deleitar la vista con calma. Pero si no hay nadie, dijiste extendiendo un brazo y mostrándome la playa. Asentí algo apesadumbrado. Había pensado en aquel momento durante todo el día. Me sentía extraño y nervioso, y ahora veía como aquel experimento tenía mucha probabilidades de acabar frustrado.
Me sacudí aquellos pensamientos invitándote a continuar el juego. Encogiéndote de hombros te alejaste de mí en dirección a las rocas. Te sugerí con ironía que si te dormías se estropearía el juego, y te giraste dedicándome una mueca burlona y un gesto obsceno con el dedo. Un aire suave y cálido movió tu media melena castaña y pensé que estabas muy guapa y que era una lástima que no hubiera nadie para apreciarlo como yo.
Durante unos quince minutos no vi más que a una pareja haciendo ejercicio, quizás de nuestra edad, que llegaron a las rocas y dieron media vuelta concentrados en su respiración y su cronómetro. Pensando en que esa tarde no veríamos a mucha gente me distraje contemplando primero el mar y a continuación las nubes que, aunque amenazantes, no parecían dispuestas a descargar sobre nosotros una de esas espectaculares tormentas de verano. Cuando recordé que había ido acompañado a la playa miré hacia tu posición, pero no estabas en la toalla, sino bañandote. Me sorprendió ver todo el chiringuito que tenían montado unos pescadores, seguramente los mismos de la tarde anterior. Absorto en mis pensamientos y en el cielo no los había visto pasar. Habían plantado una mesa pequeña, las sillas, las cañas y abrían sus neveras para sacar una cerveza, cuando saliste del mar secándote el pelo con la cabeza ladeada.
Los dos hombres te saludaron con un gesto de la cabeza y alzando ligeramente sus bebidas. Respondiste al saludo y te recostaste en tu toalla, a apenas cuatro metros del campamento de los pescadores. Como era previsible, te miraban de vez en cuando, alargando la observación cuando creían que no los veías. Sin duda lo notaste, ya que miraste en mi dirección y me pareció ver que sonreías. Alcé la mano con el pulgar levantado y con un gesto de la otra te invité a continuar.
Mi corazón se aceleró, los nervios volvieron y admití por primera vez que aquello me gustaba. Incluso me excitaba, así que me acerqué un poco para poder apreciar mejor gestos y miradas. Ellos ni tan siquiera me vieron, absortos en ti, aunque dudo que me hubieran reconocido. Sólo estaban pendientes de aquella chica sola y su bikini azul. Pasado un rato, uno de ellos se acercó y te habló. Se puso de cuclillas y te ofreció una cerveza señalando la nevera. Reusaste agradecida y estuviste un poco charlando con él. Más tarde me explicaste que te preguntó el nombre, si habías venido sola, si estabas de vacaciones porque no le sonabas del pueblo, una conversación corriente. Con la información intercambiada, el hombre volvió con su compañero. Sin duda le explicó la charla contigo, pero le dijo algo más, ya que el otro hizo un gesto de asentimiento y acto seguido estiró la cabeza por si podía apreciar desde allí aquello que tu interlocutor había disfrutado.
Aquello reconozco que me excitó ya físicamente. Sabía que habían visto algo, pero la incertidumbre hacía que se convirtiera en algo morboso. Lo supe más tarde, pero por el momento continuaba con la duda. De repente una caña se dobló con fuerza, y los dos hombres dejaron sus cervezas y salieron corriendo para sacar del agua, no sin esfuerzo, un pez grande que intentaba escapar en vano. Lo pusieron en un cubo y se felicitaron mutuamente por la captura. El que había hablado contigo se acercó, invitándote a ver el trofeo. Accediste y te acercaste al cubo, doblando un poco el tronco para poder ver bienal pobre pez. Uno de los pescadore le dio a su amigo un golpecito con el codo, señalando con la mirada hacia tus tetas. En ese momento el pez se movió con fuerza y asustada diste un salto hacia atrás. Uno de los pescadores te cogió del brazo para que no te cayeras mientras no paraba de reír. Me fijé en que el otro se había quedado muy quieto, el de la barriga voluminosa, y miraba con disimulo pero sin perder detalle
tus tetas. El bikini era un poco holgado y con un escote abierto, lo que sin duda había dejado a la vista parte de la aureola de tu pezón. No te diste cuenta y yo estaba realmente nervioso y excitado.
Ésta vez sí, aceptaste la cerveza que te ofrecieron y bebiste y reíste con aquellos pescadores durante casi una hora. De vez en cuando te cogían por el brazo o te rodaban el hombro, sacudiéndote ligeramente. Estaba deseando que llegáramos a casa para saber sobre qué hablabais, que te decían y cómo te sentías. Tuve suerte y tras dos cervezas mis deseos se hicieron realidad. Te despediste de tus nuevos amigos dando los dos besos de rigor a lo que ellos respondieron efusivamente apoyando las manos en tus caderas. Recogiste tu toalla y yo hice lo propio con la mía, desandando un poco el camino para encontrarme contigo ya fuera de la playa. Cuando llegaste a mi lado se confirmó que se habían puesto las botas deleitándose con tu aureola marrón. Te besé y la señalé. Te tapaste la boca, sonrojada y la volviste a ocultar tras la tela azul. A continuación reíste como una niña, dejando salir una risa fresca e ingenua. Me encantó.
Te cogí de la cintura y nos pusimos en marcha. Finalmente el cielo abrió sus compuertas y unas gotas perezosas se dejaban caer aquí y allá. De camino me explicaste que el más grueso de los pescadores se llamaba Rodrigo, casi jubilado de cincuenta y ocho años, muy ingenioso, algo callado y divorciado. El otro, Víctor, parecía mayor pero no lo era. Bastante más delgado, había trabajado la tierra todo su vida hasta que las vendió en el auge de la construcción, por lo que ahora podía vivir y pescar sin tener que pensar en el dinero. Se había casado una vez, hace mucho, pero se le veía afectado y no quería hablar de ello. Claro, te dije ya en el apartamento, no quería distraer sus pensamientos de tus tetas. Te desabroché la parte superior del bikini por detrás y las dejé al aire. Bueno, me respondiste sonriente, tenías razón, aún me hago mirar. Los ojos te brillaban, puede que por las cervezas o por la excitación, o quizá por todo.
Admito que me sentí un poco culpable. No por la situación desencadenada, pero sí tenía la sensación de haberme perdido por el camino de nuestra relación. Me di cuenta de que no nos conocíamos tan bien como pensábamos, sobretodo a mí mismo. Pero eso iba a cambiar. Parecías tranquila, feliz y relajada. Tiré el sujetador del bikini al suelo y te masajeé los pechos. Tus pezones se habían endurecido reduciendo el tamaño de la aureola que Rodrigo y Víctor habían disfrutado. Los acaricié notando como tu respiración se hacía más profunda. Bajé la vista y me percaté de aquello que primero había llamado la atención de los pescadores. Al llevar tu sexo completamente depilado, la parte inferior del bikini lo marcaba todo con claridad. No entendía cómo no me había fijado antes. Sonreí, pensando que quizá estábamos despertando de un largo letargo. No dijimos nada más. No hicimos el amor. Ésta vez fue solamente sexo, puro y simple, algo más duro y rápido que de costumbre, mirándonos continuamente a los ojos, sonriendo y jadeando hasta que caímos rendidos.
No hubo cena, ni tapas ni vino, sólo la esperanza que al día siguiente todo mejoraría.