Una pareja corriente (1)

Una pareja normal que no se conocía tan bien como pensaba. Todos tenemos sentimientos que no mostramos ni a nuestros seres más queridos. Ella arrastra una inseguridad que deberá dejar atrás mientras su media naranja deberá adaptarse a una situación distinta a la que conocía.

El verano llegaba a

su

fin

pero

era nuestro

momento.

Cuando todos volvían de su descanso estival, nosotros disfrutábamos de unos pocos días de tranquilidad lejos del trabajo y la familia. Aparté la delgada cortina de la ventana de nuestra habitación para observar unas nubes pequeñas que moteaban el cielo. Tenemos suerte, pensé, por ahora el tiempo nos respeta. Me recordaste que cuanto antes termináramos de deshacer la maleta, antes nos podríamos dar un baño en el mar.

Unos minutos más tarde ya estaba todo listo. Enfundado en mi bañador, cargué la bolsas con las toallas sobre mi hombro mientras buscaba las llaves del apartamento. Las encontré donde las habías dejado, encima de la sencilla mesa de madera clara donde comeríamos durante los próximos días. ¿Estás lista? Esperé cuatro, cinco segundos y fui a buscarte a la habitación donde, desnuda, observabas con una mueca de desagrado tu bañador verde estirado sobre la cama. Este bañador es de vieja, me dijiste sin dejar de mirar la prenda de baño. Te observé sonriendo y disfrutando tu desnudez. Estabas guapa, y mucho, pero siempre has tenido muy poca autoestima y aquel bañador era una muestra de ello.

Recordé cómo después de tu primer embarazo habías ganado unos quilos de más, pero sinceramente nunca le di ninguna importancia.Tras tener a nuestro segundo hijo parecías asustada, temías continuar ganando peso, pero contra todo pronóstico ocurrió todo lo contrario. Fuiste perdiendo peso hasta quedar realmente bien. Nunca te había visto mejor. Y pensaba que eso desterraría esa falta de cariño que tenías por ti misma al abismo de los recuerdos, pero no fue así. Admitías que estabas muy bien aunque buscaste otros motivos para no quererte. Tus pechos habían perdido tamaño y consistencia y caían ahora ligeramente víctimas de la gravedad. Eso unido al hecho de que la rápida pérdida de peso había provocado unas pequeñas estrías y algo de flaccidez en tu abdomen hicieron que en aquel apartamento a orillas del Mediterráneo observaras con suspicacia el bañador verde fruto de todas tus inseguridades.

Cómprate un bikini, te sugerí. De hecho te lo decía casi cada año, sabiendo que te gusta broncearte, misión imposible con los bañadores que habías usado hasta ahora. Y ahí desnuda me dijiste que sí, pero que tendría que ser uno que te subiera las tetas porque no querías que se vieran tan caídas. Enarqué las cejas sorprendido. Así sin más, a tus treinta y tantos y después de casi quince años juntos, habías decidido finalmente cambiar aquella prenda de tu vestuario. En seguida empezaste a comentar cómo debía ser el bikini elegido como condición sine quanum para poder exhibirlo en público. La parte de arriba así, la de abajo de aquella manera...Y siempre avergonzada de tu físico. Me acerqué y te rodeé con un brazo, levantando ligeramente con la otra mano tu rostro, apartándolo de aquel odiado bañador para que me mirases. Eres guapísima, te tranquilicé, y estás muy bien. De hecho, bromeé, deberías ir así, y le di un cariñosa cachetada en las nalgas. Dejaste ver que nadie te miraría, cosa que me enfadó, y muy serio te aseguré que más de uno y de dos no perderían detalle de tu cuerpo.

Las mujeres tienden a infravalorarse, y tú no eras una excepción. Me fastidiaba que no fueras objetiva. No eras como una modelo de veinte años porque no podías serlo. Creo que las cosas deben analizarse en función de cómo son en cada momento. No podemos comparar en igualdad de condiciones una película de ciencia ficción de principios del siglo veinte con una actual, y de esta misma manera puedo asegurar que pasados los treinta y tras dos embarazos estabas realmente estupenda. Te lo dejé muy claro, basta ya de avergonzarse de algo que no tenía sentido. Era el momento de vivir y disfrutar, y si eso quería decir que lucirías el ansiado bikini, así sería.

Dejamos el apartamento atrás y recorrimos el pueblo costero en busca de alguna tienda de ropa de baño. No fue difícil de encontrar, pero dado que la temporada de verano llegaba ya a su fin, no había mucha variedad por escoger. Te probaste dos modelos, el primero era naranja, un poco atrevido para tu gusto y lo descartaste por no sentirte cómoda con él. Así que el elegido fue el segundo, de color azul cielo con los bordes blancos. Me lo enseñaste insegura en el probador y asentí con satisfacción. Es muy bonito, te animé, ahora sí que te pondrás morena.

Aún teníamos buena parte de la tarde por delante, así que volvimos al pequeño apartamento, recogimos las cosas y nos dispusimos a disfrutar de la tranquilidad de la playa de septiembre. Era una playa larga, que se iba estrechando hacia el sur, donde limitaba con una zona de rocas que se elevaban hasta alcanzar unos tres o cuatro metros. Decidimos ir hasta ese extremo, ya que parecía más tranquilo y acogedor. Estiramos las toallas y te observé mientras te sacabas la camiseta vieja que solías llevar encima del bañador. Me preguntaste un poco sonrojada si pasaba algo. Estás preciosa, dije sonriendo.

Estuvimos un rato sentados sobre las toallas, hablando de lo a gusto que se estaba con la playa semi-desierta y me comentaste que estabas muy contenta con la compra, que era delicioso sentir el sol y la brisa sobre toda tu piel. Me levanté y te invité a comprobar si entre las virtudes de la prenda también podíamos añadir su impermeabilidad. Cogidos de la mano avanzamos hacia la orilla mirando el mar en calma.

Sólo unas suaves olas que rompían en silencio al encontrarse con la orilla evitaban que nos sintiéramos ante un enorme espejo acuoso. Justo antes de entrar en contacto con el agua dos hombres de unos cincuenta y tantos pasaron por delante nuestro, caminando en dirección a las rocas y equipados con cañas de pescar, un par de neveras y unas sillas plegables. Nos saludamos educadamente y continuamos, entrando ya en el mar y agradeciendo aquella agua fresca que sofocaba los últimos coletazos del calor estival. Cuando el agua me llegaba todavía por debajo de las rodillas me giré a observar como aquellos hombres montaban su pequeño campamento, llevado por recuerdos de infancia, rememorando cuando mis padres me llevaban a veces a pescar. Uno de ellos colocaba las sillas, mientras que el que lucía una barriga bastante abultada clavaba en la húmeda arena unos hierros para afianzar las cañas, pero me extrañó que lo hiciera mirándonos a nosotros, agachado pero con la cabeza levantada. Debía ser una postura bastante incómoda, y me di cuenta que no miraba exactamente hacia nuestra posición, sino un poco mar adentro. Mi mirada buscó por instinto encontrase con el objetivo de la suya, y te vi. Me habías dejado atrás, y caminabas a unos cinco o seis metros de mí por lo que parecía ser un banco de arena. Aquel pescador te estaba mirando descaradamente el trasero. Para que después digas que ya no se fijan en ti, pensé.

Despues de un rato bañándonos decidiste salir a tomar un poco el sol, que había dado por finalizada su jornada y empezaba a descender sin pausa. Me besaste y me dejaste en el agua, sabiendo que me gusta nadar y bucear sin descanso las pocas veces que podemos disfrutar de la playa. Allí me quede, haciendo un poco el crío y perdiendo ligeramente la noción del tiempo. Cuando me decidí a buscarte con la mirada descubrí que me había alejado bastante en dirección contraria a las rocas. Salí del mar algo cansado y me dispuse a regresar a las toallas. A medida que me acercaba comprobé que los pescadores hacían caso omiso de sus cañas y estaban charlando y bebiendo una lata de cerveza más cerca de donde tomabas el sol que de sus sillas. De vez en cuando te pegaban una ojeada y continuaban charlando. Cuando llegué parecieron acabarse la bebida y volvieron a su pequeño campamento.

Te llamé pero no respondiste, así que me agaché y aparté el cabello de tu cara y volví a intentarlo. Me he dormido, dijiste parpadeando con rapidez. Vayamos a cenar, sugerí señalando el cielo. El sol había dejado paso a la luz pálida que anunciaba la próxima oscuridad mientras los pescadores encendían unas lámparas de camping gas.

En un restaurante cercano al apartamento disfrutamos de unas tapas y un vino blanco. Durante la conversación saqué el tema de los aquellos hombres de la playa. Te comenté que no te quitaban ojo y que parecían más interesados en ti que en los desdichados peces que rondaban por aquella zona. Sonreíste y me dijiste si es para alimentar mi ego, no te molestes, no pasa nada. Te aseguré que era cierto, pero como me dabas largas decidí proponerte un pequeño juego para corroborar mis palabras. Aceptaste un poco a regañadientes, pagamos la cuenta y nos fuimos a dormir.