Una para todos

De como un ama castiga-premia a tres sumisos simultáneamente.

La vista a través de los barrotes dejaba entrever las pocas aristas y relieves de los rincones que no había inundado la oscuridad. El ambiente era quieto y oscuro, alterado ocasionalmentepor unos gritos y quejas lejanos; cuando eran más audibles, las expectativas aumentaban. Mucha gente reaccionaria con aversión a tantas horas de encierro en aquel minúsculo cuarto pero al señor ministro, le encantaba.

Su vida había sido un trayecto cuesta abajo. Llevaba mucho trecho andado de adoquines dorados, ya había superado Oz y, casi desde que nació, supo que aquello no era Kansas. Trepar por la escala social sin esfuerzo, sabía que candidatos más válidos se atrancaron en la cuneta y, en su caso, saberse incompetente era una doble garantía del mérito de llegar hasta donde había llegado. Pero le faltaba algo. Tener un despacho en el ministerio más grande que algunos pisos desahuciados le proporcionó un leve regocijo, pero rápidamente se disipo en el tiempo. Cuando daba declaraciones a los medios o intervenía en el congreso, se esmeraba en ser incendiario, improvisaba sus discursos sazonándolos con errores e imprecisiones para que la oposición y la opinión pública se le echaran encima y le fustigaran en editoriales y pancartas que encabezaban las manifestaciones. Pero este escarnio quedaba invalidado por la mayoría absoluta de su partido. Admitió en una ocasión que se reconocía como un toro, porque se crecía ante la adversidad pero, a pesar de equivocarse con intención o sin ella, la adversidad acababa presentándose dormida, como una ola gigante que mengua para morir en el lecho arenoso de la playa. No le impresionaba porque no existía el riesgo. Incluso, reflexionaba, si cometía alguna travesura con fondos reservados u otras chocolatinas y su puesto político pendiera de un fino hilo, encontraría rápidamente acomodo en alguna empresa privada presidida por algún antiguo colega o nuevo amigo. Y estaba seguro que, hiciese lo que hiciese, no pisaría la cárcel nunca. Aunque, ahora, ocupara aquella oscura y pequeña celda. Esperaba durante toda la jornada, cumplir todas sus absurdas obligaciones que, mayormente, despachaban sus asesores, para verse encerrado allí. Donde podía experimentar toda aquella amalgama de emociones: miedo, placer, incertidumbre, deseo, dolor…

Empezó a oír un sonido que se repetía con un compás ya familiar y que cada vez se hacía más audible: se aproximaba. De pasar horas en la oscuridad, su sentido auditivo se había desarrollado. Podía traducir ruidos y sonidos en imágenes que, cada vez más, se correspondían con la realidad. Aquellos rítmicos golpes al suelo que se aproximaban como unas nubes opacas llenas de tormenta eran los tacones de su ama. Algo se encogió en su interior y su corazón empezó a golpearle violentamente el pecho; esto era mejor que cualquier comisión de investigación.

La puerta se abrió y pudo distinguir su poderosa y totémica efigie. Se hallaba delante de los barrotes, mirando con suficiencia a su cautivo más servil. No podía acumular todavía el suficiente valor de mirarla a los ojos pero tenía la certeza de ser su esclavo favorito.

-Hola Cagarruta. No seas tan maleducado y saluda a tu ama como merece.

Él se arrodillo y con la voz cortada, apenas pudo pronunciar:

-Sí, mi ama.

-¿Estas mudo Cagarruta? Apenas he oído nada, no estaré dispuesta a soportar ninguna insolencia más. ¡Saluda a tu ama, cerdo!

-Sí, mi ama-forzó sus cuerdas vocales para ser más audible, todo lo que le permitía el pavor que le embargaba.

Su ama abrió la celda y le calzo el collar, única prenda que cubría su cuerpo, e impaciente, tiraba de él para llevarlo a la sala contigua. Recorrió un estrecho y negro pasillo a gatas, aminorando un poco para que su ama, exigente, le zarandeara estrangulando su cuello y profiriéndole aquella pullas que le gustaban más que cualquier declaración de amor:

-Vamos Cagarruta, eres un perro malo y consentido. Yo me encargaré de darte tu merecido y meterte en vereda, chucho vago y torpe.

Ya en la sala, esperaban dos sumisos cubiertos por máscaras de cuero, con las cremalleras de los ojos cerradas. Estaban a cuatro patas, con la frente pegada al suelo y desnudos, como él.

Su ama le quito el collar y después le abofeteó con fuerza:

-No vuelvas a obligarme a tirar de ti, perro. Eres tan tonto que ni siquiera has aprendido a gatear.

Tenía un nudo en la garganta y le temblaban las piernas. Cerró los ojos y se esforzó en dar una entonación perceptible a sus palabras:

-Sí, mi ama.

Le dio un puntapié en el culo que rozó la parte trasera del escroto. Su cara hizo una mueca de dolor pero, a duras penas, logro mantenerse inmóvil.

-Reúnete con esos dos animales.

Se incorporó y se dispuso a caminar hacia las dos figuras humanas que esperaban en aquella posición sometida. Apenas dio un paso, sintió un pescozón que le hizo estremecer.

-A cuatro patas, memo. Cuantas veces tengo que decirte que no te levantes hasta que yo te lo ordene. Como ser subdesarrollado que eres, tienes la obligación de comportarte como tal, Cagarruta.

Lentamente, con plácidos movimientos, volvió a posar rodillas y manos en el pavimento y se aproximó a los dos sumisos. Aquella reacción de su ama le había gustado, era justo lo que él esperaba en ese momento. Su ama nunca le defraudaba, se ganaba a pulso su pleitesía.

-Mugre-dijo ella-, ¡levántate de una vez despojo!

Sin pronunciar palabra,

-Cagarruta, se que estas hecho un maricón y, a los mariposones como tú, hay que enseñarles modales. ¡Chúpasela a Mugre!

Él dudó por un instante. Nunca había tenido contacto íntimo con un hombre ni sentido deseos sexuales por ninguno de ellos. Aquella situación se mostraba como una frontera que nunca había planteado atravesar por miedo y recato. Antes de encontrar una fórmula para superar aquella celada, sintió un tremendo azote, obsequio de su ama, que le dejo una huella rojiza en sus nalgas donde se podían distinguir los cinco dedos.

-¡Estúpido retrasado de los cojones¡-le cogió con una mano, apretándole el mentón, deformando su rostro en una expresión arrugada y patética-¿Cómo osas revelarte a mis órdenes, perro?

Inmediatamente, comenzó a lamer las botas de su ama, para apaciguar sus ánimos. No sabía hasta donde podía llegar su ira, su cólera, pero esa duda es la que le llenaba, la que le hacía sentir vivo.

-Ya veo que estas hecha una putita arrastrada. Pero no has cumplido aun conmigo. Vas a comerte una polla ahora, se que te va a gustar perra, así que no se te ocurra molestarme con tus rodeos.

Le asió del cabello y, obligándole, aproximo su boca al miembro de Mugre. Estaba a pocos centímetros, podía sentir el olor que despedía la zona genital y la maraña del vello púbico acariciaba ya sus mejillas. Tímidamente, sacó la lengua y rozó el prepucio. Al recuperarla para su boca, notó un gusto salobre que se le antojó repugnante. Reprimió una arcada.

-Vaya, la putita es una remilgada-con el índice y el pulgar, atrapó su oreja retorciéndola, estirando hasta que adoptó un color morado-. He dicho que se la comas, zorra. Voy a sacar el putón verbenero que siempre has llevado dentro, a mi no me puedes engañar, se que eres una mierda  y eres capaz de hacer esto y más.

Se acercó otra vez abriendo el morro y atrapando la polla en su paladar. Empezó a hacer fricción, encogiendo la boca, ejerciendo presión con los labios y la paredes interiores de su boca. A medida que seguía atrasando y adelantando su cabeza, notaba como se ponía cada vez más rígida en su interior, efecto que empezó a privarle de oxigeno. Intentó sacársela para inflar sus pulmones con una bocanada de aire, pero la mano de su ama atrapó su coronilla, forzándole a continuar ejerciendo el movimiento, esta vez con más apremio. La saliva caía por la comisura de sus labios como una catarata desbordada. Su rostro empezó a enrojecer y le sobrevino un ataque de tos.

Fluidos seminales se enjugaban con su saliva, recorriendo sus encías, mientras la punta del prepucio asaltaba su campanilla por momentos. Notaba las evoluciones del miembro de Mugre, sabía que, de seguir así, en breves instantes no tardaría en correrse, correrse dentro de su boca.

-¡Basta perra! Qué veo que estas disfrutando demasiado. Estas aprovechándote de mí, vicioso. Me estas obligando a darte un correctivo.

Dirigiéndose al sumiso que hasta ahora había permanecido inactivo, manteniendo la posición a cuatro patas, le ordeno levantarse, atendiendo al nombre de Piltrafa. Mientras se erguía, la ama de dio una patada en la entrepierna, abombando sus testículos, doblando al sujeto que reprimía un ahogado lamento.

-¡Más rápido cerdo, como te lo tengo que decir!

Se le notaba esforzado y voluntarioso, porque volvió a enderezarse, como si nada, sólo un ligero temblor en las piernas atestiguaba el golpe recibido. Les ordenó que se dieran la vuelta, cara a la pared. Con el campo visual copado por un fragmento de pared desconchada y ocre, Cagarruta acertó a oír los gemidos de Piltrafa, el esclavo que estaba en el extremo opuesto. Después, llegó el turno de Mugre, con idéntica reacción. Los llantos expresaban una mezcla de temor y dolor, y, en el fondo, difuminado, logro distinguir una inflexión en los gemidos que denotaba cierto placer mórbido y morboso: los dos sumisos demostraron sufrir y disfrutar al unísono. A continuación, sería él quien padecería semejante dulce represión. Empezó a notar que una forma picuda tanteaba el orificio de su culo. Sutil al principio, se aposentó en su piel como la caída de una pluma, para apretar violentamente después. Se introdujo de un tirón para regodearse en amplios movimientos circulares: le estaba dilatando. Al descubrir que el invasor de su trasero era el tacón de su ama, no pudo evitar excitarse cumpliendo con una sólida erección y protagonizando ahora el recital de gemidos y suplicas, rogando que parase, que tuviera piedad… pero secretamente, demandando todo lo contrario, salivando un castigo más severo, algo que sabía, iba a ocurrir en breve.

Ahora notaba su culo abierto, con una expansión forzada que escocía en los márgenes de su esfínter. Como un resorte, los tres se voltearon a la imperativa voz de su ama, y se colocaron en fila india. Por unos instantes, su ama se ausentó para regresar poco después. Cuando la vieron entrar de nuevo, empezaron a inquietarse al ver el “arma” que traía consigo: portaba un vibrador de cintura, de una longitud de unos veinte centímetros y de un grosor exagerado. También había un detalle que lo hacía más temible: era de color negro.

A pesar de los contoneos de su propietaria, el falo de látex se mantenía rígido e imperturbable. Parecía señalar a cada uno de los sumisos, desojando la margarita para seleccionar su próxima víctima. Ahora Cagarruta sintió una punzada de arrepentimiento al sentirse el favorito de su ama.

-Mugre-le señalo inquisitiva-, métesela a Piltrafa.

Sólo veía su espalda delante de él. No pudo distinguir el acto en sí, solo como Mugre avanzaba unos pasitos, se acercaba a la espalda de Piltrafa para resultar los consecuentes gemidos de éste. Mugre se detuvo y permaneció inmóvil; aun estaba dentro, suponía Cagarruta.

-Ahora tú-y le hizo una seña en dirección a la espalda que tenía delante.

Cagarruta iba armado con una palpitante erección; el tacón de su ama lo había estimulado mejor que muchas mujeres de pago exclusivas, que no hacían más que aburrirle. Agarró su polla y apuntó al agujero del culo que se le servía. Empezó a pensar cómo sería penetrar a un hombre, qué lo distinguía de los pasos para internarse en una vagina, abrir las dos alas de la puerta, limpiar las suelas en el felpudo que te recibe “bienvenidos”, realizar la descarga e irse de un portazo. Empezó a sumergirse entre los cachetes y notó fría la piel ajena. A medida que accedía, un calor agradable le acogía, incitándole a seguir adelante. Más que libido, sentía curiosidad. Mientras hacía sus progresos y ganaba ápices de terreno, su amante improvisado, o simplemente receptor, empezaba a estremecerse y mover su culo en actos espasmódicos. Su polla entraba suave. Parecía que Mugre ya tenía práctica en esto, y casi la había calzado como un inmenso guante para un solo dedo. Pero como el juego de su miembro con el recto era suave y parecía engrasado, Cagarruta se permitió la licencia de avanzar el último tramo pero de una forma inesperada y brusca: dio un empujón y regalo unos últimos centímetros de sopetón, dando un salto hasta la meta. A pesar de la hipotética veteranía de Mugre, no pudo evitar el grito, inicialmente de pasmo y sorpresa, pero extinguido de una forma melosa y zalamera, en sus últimos compases. “Puto vicioso, como disfruta”, que hubiese exclamado su ama.

Al verse en fila, Piltrafa penetrado por Mugre, y éste penetrado por él, Cagarruta, cayó en la cuenta de que el misil amarrado en la entrepierna de su ama tenía que encajar en el único agujero no perforado, que se mantenía libre de invasores. Pensó que ahora iba a sentir lo mismo que sus dos colegas, pero multiplicado por mil. Desconfió de sentirse preparado.

Ella agarró el dildo y empezó a golpear los cachetes del culo de Cagarruta; éste tragó saliva. Notó como le separaba las nalgas con ambas manos y después el frescor de un esputo que resbalaba por su esfínter. A continuación, la punta roma del consolador empezó a escarbar, abriéndose paso, empujando las cachas para clavarse en el interior. El roce sobre la piel durante el avance del asalto asemejaba a la fricción de dos metales cuando saltan chispas: el escozor era insoportable. El implacable progreso era doloroso e interminable. Las dimensiones del falo artificial parecían no acabar nunca, como la asombrosa capacidad del interior de su culo para recibirle; lo sentía a punto de estallar, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. Esta prueba le estaba matando… de placer.

Cada centímetro que se embutía en su trasero, le obligaba a avanzar, como una huida imposible, esto hacía que se introdujera más profundo en el culo de Mugre y éste, hacía lo propio con Piltrafa. Los gemidos de los tres, daban fe de que estaban siendo taladrados mutuamente, a merced de su ama, que era la que imponía el ritmo. Ésta se detuvo unos instantes, como para confiar a sus esclavos, y comenzó a retroceder pero sin abandonar aquel cubil tan acogedor. Los hombres que tenía delante, imitaron el movimiento con tiento, sin dejar de proferir gritos y suspiros de lujuria, placer, dolor y sometimiento.

-¡Por favor, mi ama, ten piedad!-decía uno.

-¡No puedo más, sácamela!-añadía otro.

-¡Callaos putas!-respondía ella-Ahora vais a sentir como os folla vuestra ama. Quiero que sintáis la humillación de que os viole una sola mujer a los tres. Descubriréis que ya no sois hombres, ni mujeres, sois unas nenazas de culo abierto.

Y después del discurso, arremetió de golpe unos cinco centímetros, según el cálculo de Cagarruta. Al grito de éste, sintiendo el torpedo que traspasaba sus carnes y explotaba en su interior, no pudo evitar un avance rápido al frente, introduciendo su polla al completo en el culo de Mugre. A su vez, éste arremetió contra Piltrafa. Los decibelios de los gritos y llantos aumentaron en volumen e intensidad.

El ama arqueó las caderas y Cagarruta sintió como el consolador se clavaba en su interior, casi cediendo, destrozando sus vísceras. Cada movimiento que realizaba su ama, era mimetizado inevitablemente por sus sumisos, así, todo lo que él sentía, se contagiaba a sus compañeros de castigo. Ella empezó a bombear, con un violento y frenético movimiento de entrada y salida y así, fueron los cuatro los que se vieron envueltos en un baile obsceno y procaz. Cada vez que el dildo tocaba fondo, sentía una ráfaga de descargas que atravesaba todo su cuerpo, los tres cuerpos. Se imaginó la cara de satisfacción de su ama mientras los violaba porque, era ella la que los había ensartado a los tres a la vez, la que conducía tenaz el timón, imponiendo velocidad y ritmo. A pesar de estar penetrando a su compañero, era el consolador de su ama, su polla, la que penetraba a todos ellos, la que traspasaba a los sumisos de un extremo a otro. Como las bolas que chocan entre sí, contagiando fuerza y movimiento, la polla de su ama empujaba desde el culo de Cagarruta hasta el de Piltrafa, pasando por el de mugre. La penetración implacable se multiplicaba por tres, dando como resultado penosas suplicas y ruegos que, afortunadamente para ellos, no eran atendidos.

Cuando dio por finalizada la violación, en cuanto el gran consolador se despidió del culo de Cagarruta, los tres sumisos se precipitaron al suelo como fichas de dominó, unos encima de otros, exhaustos, agotados, débiles y jadeantes, cubiertos en perlas de sudor.

-¡Mariquitas! Con vosotros no tengo ni para empezar. Voy a dejarlo por hoy porque me aburrís. Otro día, si no tengo otra cosa que hacer, pasaré a escupiros a la cara que es lo único que merecéis.

Hubo una recepción en la Moncloa. El Presidente del Gobierno recibió al de la Generalitat. Él estaba allí en calidad de su cartera, ya que también tenía pendiente una entrevista con el “molt honorable” a raíz de la normalización lingüística. Una vez sentados en los pálidos sofás, los flases daban fe del encuentro y los gacetilleros rallaban sus libretas con sus lápices intentando transcribir la banal conversación que manteníamos. El President llevaba la iniciativa en el dialogo, debido a la parquedad e inoperancia verbal del Presidente. Desde un segundo plano y observando la escena, tuvo la ocurrencia de imaginárselo en una sesión con su ama, por lo menos para librarse de su tan pacata personalidad y timoratos ademanes sociales cuando tenía que improvisar algo. Pero fue otro detalle lo que le perturbó. Al principio no se dio cuenta pero después, comenzó a notar que el President de la Generalitat se removía inquieto en su asiento. No podía mantener una posición fija durante, por lo menos, escasos diez segundos. Una vez terminada la reunión, la última utilidad de ésta sería la venta de ocasionales periódicos, atenazada su mente de dudas, al ver como el President se aproximaba a su coche oficial, rodeado por su séquito, por un instante dudó, pero al final, decidido por una mezcla de curiosidad y zozobra, entre el tumulto y el murmullo, oyó su propia voz que gritaba al aire:

-¡MUGRE!

Los pasos del President titubearon, su cabeza se ladeó y, por unos breves segundos, pareció examinar a los asistentes que se mantenían a su espalda. Sus miradas se encontraron para desvanecerse, casi de inmediato. Subió al coche. Le costó aposentarse, inquieto, repitió varias veces el movimiento de acomodo.