Una nueva Esperanza 1
Esperanza acaba de ver terminar su vida tal y como la conocía. A partir de ahora ¿Qué será de ella?
Sentada en un banco de la estación, Esperanza sentía que se estaba consumiendo, la angustia y la desesperación se apoderaban de ella en ese momento. No entendía que había hecho mal. Cómo era posible que después de tantos años juntos, él la hubiera engañado de aquella forma, sin remordimientos ni recato, ni siquiera una frase de disculpa, nada. Sólo una leve sonrisa al descubrirla junto a la puerta de la habitación, una sonrisa franca, sin ningún tipo de mueca fingida, tan solo un leve cambio en el ritmo de sus caderas.
Le venían las imágenes a su mente de manera fortuita, multitud de imágenes, pero siempre terminaban en esa sonrisa que le estaba martirizando. Siquiera le extrañó el cordón plateado que rebotaba en las nalgas de aquella joven, el cordón que salía de su ano y al ritmo de las embestidas se movía acompasado entre los testículos de Ángel y el vientre de ella. Sí recordaba con claridad su aspecto metálico, brillante, los pequeños eslabones que parecían estar bañados en aceite y que centelleaban bajo la luz de los ventanales. Lo recordaba perfectamente, eran tan brillantes como aquella sonrisa.
Fueron los 4 minutos más extraños y dolorosos que recordaba, su marido, siempre correcto, siempre amable, siempre tan predecible… y estaba penetrando a cuatro patas a una niña que podría ser su hija. No tendría más de 16 años. Sus piernas aún firmes mostraban las carnes suaves de una mujer joven .Los empellones hacían temblar sus muslos y nalgas de manera frenética pero sin perder su firmeza.
Aquella niña disfrutaba. Se notaba que gozaba de aquel polvo furtivo y salvaje. ¿Cómo podía disfrutar de algo que ella nunca había tenido? Lasciva, se contorneaba como una gata en celo. En cada golpe de cadera, sus pezones rozaban las sábanas de la cama y jadeaba de placer. Lo buscaba, arqueaba su espalda para que el contacto entre sus pezones y las sábanas fuera sólo un roce, lo justo para estremecer su rostro
Era en su cama, en la que horas antes estaba acostada, donde aquel cabrón estaba follándose a esa niña. Y ahora, a punto de correrse sobre la cadena que le regaló en su 5 aniversario de boda y que estaba dentro del culo, se gira y sonríe.
Ni llanto, ni histeria, sólo un giro sobre sus pies y se dirigió a la puerta de entrada. Unos segundos de pausa , para respirar, para acordarse de que tenía que respirar, y cogió el picaporte en el preciso momento que sintió el gemido agudo de aquella muchacha corriéndose en su cama y con su regalo de aniversario metido en el culo.
-¡Hijo de puta!-Fueron sus primeras y últimas palabras antes de cerrar de un portazo tras de sí la puerta de su casa.
Sus emociones, sus pensamientos, las imágenes que se agolpaban en su cabeza no la permitían ver más allá. La mirada perdida en aquél andén casi vacío pero con algo de movimiento. Habían parado ya varios trenes, algún viajero subía, otros bajaban, pero Esperanza ni se inmutó. No existían. Simplemente el mundo no existía para ella.
-Perdona. ¿Este tren va a Barcelona?- La pregunta cayó en saco roto. Con una mueca de extrañeza el chico preguntó otra vez-¡Perdona!- Ésta vez el tono fue más firme, sin llegar a ser desagradable-¿Este tren es el que va a Barcelona?
La segunda vez escuchó la pregunta, pero casi como un eco, como la frase que se queda en una habitación que acabas de abandonar y suena a través del hueco de la puerta. Después de varias horas encerrada en su cabeza, volvió al mundo, aquel muchacho la devolvió al mundo.
-¿Sí? ¿Me dices a mí?- Aunque había sentido que la hablaban no lograba acordarse de que era lo que le habían dicho. Volvió a preguntar al chico pero esta vez con más aplomo, sin voz queda ni quejumbrosa-¿Qué me has preguntado?
-¿Si es éste el tren que va a Barcelona?
-No se, creo que sí.-Miró la hora, las tres menos cuarto. Justo cada hora menos cuarto pasaba el tren que iba a la estación de Sans, en el centro de Barcelona. Alguna vez lo había cogido para ir allí, pero siempre sin él, a él no le gustaba la ciudad. Siempre decía que prefería la vida de los pueblos pequeños, y aunque Sitges no era un pueblo pequeño, sí tenía la tranquilidad y la falta de agobios de las grandes ciudades.
El chico se extrañó de la respuesta de Esperanza, pero aún así la dio por buena.
-Gracias- Se dio la vuelta, cogió su bolsa de gimnasio y se dirigió al vagón nº7.
Ella observó como se alejaba, como caminaba hacia el tren. Era un chico joven, no tendría más de 27 o 28 años, vestía unas bermudas llamativas de color naranja y una camiseta con publicidad de alguna discoteca de Ibiza, no distinguió cual. En los breves instantes que estuvieron cara a cara no se fijó mucho en él, solamente le dio la sensación de tranquilidad, de calma, de no tener ningún peso encima. Sintió envidia, envidia de la vida que habría llevado ese muchacho, tan distinta a la suya, y que ahora se había hecho añicos. Volvieron fugazmente las imágenes de la jovencita que se estaba contoneando salvajemente en su cama, la misma sensación de despreocupación, tan solo el momento. Creyó poder asociar lo que acababa de reconocer en aquel chico joven a esa niña que sin preocupaciones ni remordimientos se dejaba follar por su marido, sin pensar en las consecuencias de ese acto, siquiera sintiendo pudor de que un hombre mucho mayor que ella le acabara de introducir una cadena de plata por el ano.
El jefe de estación cogió su banderín rojo y se dirigió al final del andén, el tren iba a salir. En un impulso, y después de varias horas sentada en aquel banco metálico, se levantó y comenzó a correr hacia la puerta más cercana. Se cerraron las puertas y un silbido dio salida al tren, pero ella ya estaba dentro, justo en el descansillo entre vagones. Nunca actuaba por impulsos, siempre meditaba muy bien sus actos pero esa vez no era ella, era otra persona que la estaba reclamando para sí. Acababa de ser poseída por otra mujer y no podía hacer nada por evitar su control, la había obligado a subir a aquel vagón e irse de Sitges. Estaba en el vagón nº5.
Como un autómata comenzó a andar entre los asientos del vagón, mirando a izquierda y derecha, no veía asientos, veía solo caras. Caras amables, caras ceñudas, cara jóvenes y viejas. Solo caras que la escudriñaban, que la atravesaban, que parecían saber todo lo que le acababa de pasar. Veía esas caras en la puerta de su habitación junto a ella, expectantes, observando la escena. Eran un público rabioso y exigente, la estaban juzgando por aquella situación tan dolorosa para ella. En ese momento sintió una vergüenza infinita, sus mejillas normalmente pálidas y pecosas se ruborizaron hasta hacer desaparecer cualquier pizca de serenidad. Una cara más, la de un niño, fue la que remató la agonía de aquel momento.
-Mira mamá, esa señora está roja como un tomate.
El gatillo se disparó, no pudo más, comenzó a llorar de manera incontrolable. Necesitaba desaparecer de aquel vagón y el tren ya estaba en marcha, en otro arrebato, salió disparada hacia el siguiente vagón. Agarró el pomo de la puerta del aseo y… cerrado.
-¡Ocupado!- Una voz ronca y tosca le espetó aquella palabra que sólo le hizo sentir más vergüenza al ver como los pasajeros del vagón nº6 la miraban. Habían visto sus lágrimas, su rubor y sus carreras desde el vagón anterior, incluso alguno creyó que la urgencia obedecía a razones de índole intestinal, y se rió.
Otra vez a correr, solo miraba hacia delante, ya no veía caras, solo el final del vagón, quería desaparecer de allí.
Llegó al siguiente aseo pero éste ni siquiera tenía pestillo, solo una puerta entreabierta dando golpes a cada traqueteo del tren, no tenía escapatoria, no tenía refugio. Se quedo inmóvil. Ya no lloraba, el rojizo de sus mejillas ya no era de vergüenza, era pura rabia.
Sus manos temblaban, sus piernas temblaban, sus labios temblaban. Era un manojo de nervios difícil de controlar. Ella, siempre tan controladora, tan previsible, tan… como Ángel, y eso acababa de desaparecer.
Una mano desconocida se entrelazó con su mano derecha, la apretó suave pero firmemente.
-Ven, siéntate aquí, nadie te molestará. Puedes llorar cuanto quieras, puedes gritar cuanto quieras, puedes patalear cuanto quieras. No permitiré que nadie te moleste.
Esa voz, esa misma voz que antes la devolvía al mundo ahora le daba paz, le daba refugio. Sin mediar palabra, se sentó a su lado. Le abrazó y comenzó de nuevo a sollozar , esta vez en su pecho. Sus lágrimas empezaron a empapar la camiseta del chico. Se dio cuenta de ello y le apretó con más fuerza, necesitaba aquel salvavidas, no quería que se apartase de ella. La misma mano que hace unos instantes la agarraba con firmeza, ahora acariciaba su pelo, su larga melena color castaño.
Estuvieron así más de media hora.
Carlos, no había dejado de pensar en esa mujer que estaba sentada en un banco de la estación. Desde el primer momento que se fijó en ella le llamó poderosamente la atención. Estaba sola, con la vista perdida, totalmente rígida.
Se fijó en su vestido corto de color negro, el mismo con el que ella trabajaba todos los días en la peluquería. Un vestido abotonado, que dejaba ver sus piernas hasta medio muslo, sus hombros y brazos. Que permitía ajustar el escote según la cantidad de botones que quisiera abrocharse en cada momento. Un vestido que realzaba su figura y la hacía parecer totalmente deseable para los hombres que entraban a cortarse el pelo y era la envidia de cuantas mujeres iban a la peluquería donde llevaba trabajando casi 8 años.
Se fijó en sus piernas torneadas, del mismo color pálido que el resto del conjunto pero con menos pecas que el rostro. Sus muslos eran perfectos, se notaba la presencia de horas de gimnasio. Aún cuando el uniforme delataba que estaba muchas horas al día de pie, no tenía las típicas marcas y varices propias de la profesión. Se imaginó recorriendo sus piernas hasta perderse debajo del vestido negro, desabrochando botón a botón.
Se fijó en sus brazos, fuertes y femeninos al tiempo. Sus manos, bien cuidadas y que en ese momento estaban apoyadas sobre sus rodillas, parecían evitar que se diera de bruces contra el suelo.
Para Carlos era una imagen perturbadora, una mujer no escultural pero sí bien proporcionada, estaba tan rígida y ausente como una estatua egipcia. No pudo reprimir el impulso, se tenía que acercar para verla más de cerca. La excusa del tren a Barcelona que acababa de llegar era perfecta.
-Perdona. ¿Este tren va a Barcelona?- Era simple y directo, pero en ese momento cumplía su cometido. Estaba frente a ella, y podía observar perfectamente su cara.
Su rostro no era de una belleza deslumbrante, sus labios sonrosados y finos, en ese momento estaban totalmente prietos y no dejaban ver nada tras de sí, su nariz algo irregular, su piel clara llena de pecas y al fin sus ojos.
Sus ojos verdes y grandes, de un tono claro casi grisáceo, con un aura dorada en su interior que remarcaba su mirada. Su tristeza y brillo eran perturbadores, sus pestañas largas y curvadas y sus cuencas algo fatigadas por noches en vela hacían que cualquier hombre que entrara allí ya no volviera a salir jamás.
¿Qué era lo que martirizaba aquel rostro? Aquella faz que en otra situación se antojaba angelical y en cambio era el reflejo de un alma atormentada.
Repitió la pregunta.
Ahora sí encontró algo de vida tras ese rostro, un leve cambio en la expresión y una leve relajación que hicieron que se fijara aún más en su rostro. Desde luego esa mujer tenía algo especial, podría perfectamente enamorarse de ella.
Su voz era quejumbrosa al principio y un poco más clara instantes después. No era dulce ni tampoco áspera, plana y sin emoción. Creyó que no merecía la pena seguir molestando a aquella mujer, fuera lo que fuera que la estuviera martirizando no era de su incumbencia. Se giró y se encaminó hacia su vagón.
Aún estaba pensando en lo perturbador que le había resultado aquella escena, cuando la vio junto a su asiento en la primera fila del vagón, mirando hacia el pomo inexistente del aseo.
Temblaba. Estaba completamente turbada. Ahora que estaba de pie a su lado pudo contemplar por primera vez sus curvas, poco camufladas por ese vestido corto negro, sus muslos terminaban en un culo respingón y firme. Era increíblemente bonito, tanto que no podía dejar de contemplarlo. En esa posición ladeada también podía intuir que aunque no parecía tener un pecho muy voluminoso sí que estaba bien proporcionado con el resto de su figura.
Temblaba hasta lo enfermizo, estaba a punto de derrumbarse delante suyo. Sintió atracción y pena, compasión y lujuria a un tiempo. Estiró su mano y agarró la de ella.
-Billetes por favor- Dijo el revisor mecánicamente rompiendo los pensamientos de Carlos. La multitud de preguntas que rondaban su cabeza en esos momentos en que esa mujer tan atractiva y tan rota le apretujaba contra ella. Cualquier pregunta que tuviera en su mente se contestaba por si sola con otra pregunta, y así durante los treinta minutos que estuvieron abrazados hasta la interrupción del revisor.
Con un poco de esfuerzo debido al abrazo de Esperanza, Carlos sacó de un bolsillo de sus bermudas el billete que había sacado con destino a Barcelona y se lo entregó. En ese momento ella levanto sus grandes ojos llorosos y le miró, le estaba pidiendo auxilio, no había comprado el billete y no llevaba ni dinero ni cartera. Carlos intuyó la situación y sin cruzar una palabra con ella le preguntó al revisor.
-Mi amiga ha llegado tarde y para no perder el tren se ha tenido que subir sin comprar el billete ¿Me podría dar uno por favor?-Sacó el dinero del otro bolsillo y le pagó.
Seguía mirándole con desesperación, pero esta vez su rostro ya no era el rostro duro y rígido de antes, sus labios ya no estaban apretados, sus ojos ya no estaban perdidos, ahora estaban clavados en los suyos.
Como un náufrago que llega a la orilla y necesita que le insuflen oxígeno, ella acercó su boca a la de Carlos, tocó sus labios, respiró su aliento. El beso fue corto pero muy intenso, con una pasión que unía desesperación y gratitud. Una pasión que en un segundo se convirtió en un torbellino de sensaciones nuevas para ella. No entendía lo que le estaba pasando, el calor de sus mejillas aumentó en vez de disminuir, la tensión que antes era insoportable ahora empezaba a ser placentera, los temblores nerviosos de los minutos anteriores dieron paso a espasmos más fuertes pero localizados sobre todo en el interior de sus muslos. Justo cuando apartó sus labios de los de Carlos, al volver a mirarle a los ojos, estalló.
El orgasmo fue tan intenso que tuvo que cerrar los ojos, se mordió el labio inferior casi hasta atravesarlo, agarró con fuerza el brazo de él y le clavó las uñas. Un orgasmo como nunca había tenido antes. Los sollozos de angustia cesaron. Tan solo la sorpresa y el desconcierto de haber tenido el orgasmo más intenso de su vida solo con el beso de un desconocido, en un tren que la llevaba a ninguna parte.