Una noche mágica
¿Hasta qué punto era ella consciente de sus actos?
-Gracias por acompañarme, pedírselo a Román o a Kostia, era perder el tiempo. - sonrió la niña, y el chiquillo, rojo pero no del sol, asintió.
-Son unos inmaduros. Yo ya he comprado otras veces compresas, o tampones para mi madre. No tiene nada de particular.
-Sí, pero no es lo mismo comprarlos en el híper, que sólo tienes que cogerlas, a comprarlos en la farmacia de aquí, que hay que pedirlas... Has sido muy amable. - Tercero tomó la mano de su primo Renato y le besó en la mejilla. Éste sonrió más y continuaron andando por el paseo marítimo, camino de la casa de los padres de la niña. “También ha sido una faena”, pensó el chiquillo, mirando la toalla que su prima llevaba anudada a la cintura. Justo el día que sus padres no bajaban con ellos, a Tercero le llegaba su primera menstruación. No es que se hubiera asustado mucho, pero un poco sí; ella sabía que estaba en edad de que eso le sucediese, otras compañeras de su clase habían empezado con ello durante el invierno, ella ya había recibido la charlita de parte de tía Irina, su madre, y aunque no le había hecho mucha gracia, ya sabía que no podía elegir.
Tercero había estado jugando en el agua con todos, aunque se había quejado de dolor de estómago, y al poco rato se salió del mar. Estaba sentada leyendo cuando se dio cuenta que un hilillo rojo le corría por el muslo, y al ver que René salía también del agua, le pidió por favor que la acompañase a la farmacia, y que no dijese nada. No quería que sus hermanos se enterasen, ni preocupar a Dulcita, la hermanita de René, que tenía sólo nueve años, y aún era pequeña para enterarse que un día, le gustase o no, empezaría a tener dolores y a sangrar. Renato se dio cuenta que su prima estaba a punto de llorar de vergüenza y accedió, le prestó su pantalón y ella se envolvió en la toalla, para que si lo manchara, nadie lo viese, y él mismo pidió las compresas en la farmacia. Ahora estaban camino de casa de Tercero, donde sabía que le esperaba otra charlita “de mujer a mujer”. Tercero odiaba esas charlas, porque ninguna iba destinada a contarle lo que quería saber: cómo podía librarse de tener la regla, por qué tenían que tenerla las chicas y no los chicos, por qué tenía que doler, por qué tenía que crecerle el pecho, por qué ahora los chicos y los hombres la miraban, por qué esas mismas miradas avergonzaban y dolían...
-Hola, guapita, ¿de paseo con el primito...? - Tercero se dio cuenta que Renato le había vuelto a agarrar la mano, y levantó la cabeza. Había dos chicos frente a ellos, Tercero no sabía cómo se llamaban, pero ya los había visto el primer día de vacaciones, la habían silbado y dicho una burrada, y cuando ella los mandó a freír churros, ellos lo encontraron muy divertido y se acercaron más a ella. Entonces, habían llegado Román y Kostia, sus dos hermanos mayores, y los dos chicos se largaron. Pero hoy, sólo estaba René. Era cierto que los dos matones no eran mucho mayores que ellos, pero René era delgado, uno solo, y desde luego no imponía como lo hacían las espaldas anchas y los brazos enormes de sus primos.
-Largaos por ahí - dijo René. Tampoco su voz había cambiado como ya habían hecho las de sus primos, y su intento de ponerla gruesa, no llegó muy lejos. A Tercero le parecía que la regla, le había robado el valor. Otro día cualquiera, no le hubiera importado alzar la cara e insultar a esos matones, e incluso llegar a las manos,... pero hoy no podía, hoy sólo querían que la dejasen en paz, e intentó seguir caminando, pero los dos chavales se rieron y les cerraron el paso.
-Huy, el pequeñín se quiere hacer el hombrecito... ¿buscas jarana, riquín...? - dijo el más alto de ellos, el rubio.
-No. No quiero haceros daño. - Faroleó Nato, y nuevas risas de prepotencia le contestaron.
-Sí, das mucho miedo, tú... ¿a que da mucho miedo? - contestó el otro, de cabello más oscuro, y le dio un empujoncito en el hombro. No se esperaba que Nato lo devolviera, pero lo hizo, con las dos manos, y casi se cayó de culo. - ¡Serás gilipollas! - El otro intentó agarrar a Nato mientras el primero echaba el puño hacia atrás, Tercero hizo ademán de morder la mano con la que agarraban a su primo, y Nato alzó el brazo para cubrirse la cara, convencido de que sus sesos terminaban el día despachurrados sobre el paseo, pero dispuesto, mientras los tuviera en su sitio, a esquivar y pegar todo lo que pudiera.
-¿Qué pasa aquí, por favor? ¿Hay teatro callejero y no nos hemos enterado? - Y entonces, la salvación en forma de policía. - Más que nada por que me gusta mucho, pero hay que pedir permiso al Ayuntamiento para hacerlo, y sé que no lo habéis hecho. Si lo hubierais hecho, yo me habría enterado y estaría de público, así que como no es teatro, ¿qué pasa aquí?
-No están molestando. - dijo Tercero sin dudar. Era la pequeña de tres hermanos, y sabía que esas, eran las palabras mágicas, y más si eres una niña. El policía negó con la cabeza.
-César, Chema - eran los abusones - No es la primera vez que os lo digo: Sabéis que no puedo deteneros por molestar a la gente y a las chicas, pero no me gusta lo que hacéis, no me gusta nada. Y claro está que tampoco me gusta lo que las monjas os hacen a vosotros cuando voy a hablar con ellas por los problemas que causáis... - ante la mención de las monjas, César palideció y Chema boqueó, como si fuera a hablar, pero el policía alzó una mano - pero lo voy a tener que volver a hacer si seguís en éste plan. No quiero, pero si no me dejáis otra alternativa, tendré que hacerlo. Así que hale, al chiringuito a trabajar, y dad gracias que habéis dado conmigo, por que sabéis que el Teniente, a estas alturas, ya estaría en el Hogar llevandoos de las orejas. Venga.
Los dos abusones echaron una mirada furibunda a Nato, una promesa de que cuando lo encontrasen sin policía o adultos cerca, iban a leerle la cartilla, pero se marcharon con la cabeza gacha y considerable rapidez.
-Muchas gracias, señor. - Sonrió Tercero, y el policía, de nariz algo grande, pelo moreno y pequeños ojos oscuros devolvió la sonrisa y se llevó los dedos a la gorra .
-Sé que son muy desagradables - dijo, mirándoles a los dos - pero ellos no están de vacaciones como vosotros, están aquí a la fuerza, y en el sitio donde están, si les dan queja de ellos... no les envían al rincón de pensar. Si os vuelven a molestar, salid corriendo y buscadme. Sabemos que trabajan en el chiringuito de la playa y del cámping, así que siempre estamos por aquí, si no yo, mi compañero, así que buscadnos, ¿vale?
Nato y Tercero asintieron y se marcharon, caminando a buen paso. Ellos sabían que en el pueblo donde veraneaban, algo alejado del núcleo urbano, había un Hogar Juvenil, donde vivían o traían a chicos de once a dieciocho años que no tenían familia o sí la tenían, pero con demasiados problemas. No se les había ocurrido que la pareja de abusones procediera de allí... El policía los vio marchar, pensativos, y continuó su ronda, precisamente de camino al chiringuito playero, para comprobar que César había vuelto allí y no se había escaqueado.
Si bien, esto era cierto sólo en parte; la otra parte era que al policía le venía muy bien que César trabajase (o hiciese como que) en el chiringuito de la playa, porque así él tenía el pretexto perfecto para poderla ver todos los días. Y además era casi mediodía, sin duda ya tendría la cestita preparada e iría hacia la comisaría dentro de nada, así podría acompañarla también.
"Eres un cagado, Arcadio", se dijo el policía y sabía que tenía razón, pero tenía tanto miedo... "¿Miedo de qué? ¿Te figuras que te va a comer?", se dijo de nuevo. No, desde luego que no, pero después de lo que sucedió el año pasado, caray, no era así de sencillo. Arcadio llegó a la rampa de madera que terminaba en la playa y comenzó a caminar por la arena. No le gustaba nada andar por la arena con los zapatos puestos, eran de tipo mocasín y siempre se colaba arena, hubiera sido mucho más cómodo descalzarse, pero estando de servicio, no lo podía hacer. O podía hacerlo, siempre y cuando el capitán no se enterase. Antes de que llegase el capitán Bruno, las cosas eran más relajadas, en el pueblo jamás pasaba nada, y los cuatro policías que había, se habían tomado las cosas muy a su manera, patrullando en pantalones cortos o hasta en chanclas, ¿para qué más molestias, si allí jamás pasaba nada? Cuando se producía algún tirón de bolso o desaparecía una cartera, tan sólo había que preguntar en el Hogar Juvenil. Por regla general, cada año era un o dos chicos en concreto, así que no había ni que preguntar. Pero llegó el Capitán Bruno, y se acabó la buena vida: todo el mundo a llevar el uniforme reglamentario, se acabó lo de hacer recados mientras se hacía la ronda, nada de hacer la vista gorda con coches mal aparcados... Arcadio sabía que si se le ocurría descalzarse para andar por la playa, nadie del pueblo le iba a ir con el cuento al capitán, pero, César, quizá por fastidiarle... mejor no dar motivos.
"Lo que pasó el año pasado, ¿es que acaso la violaste? Que tú sepas, le encantó", pensó de nuevo, ya acercándose al chiringuito, del que salía una alegre música caribeña. Y sí, que él supiera, a ella le había encantado, pero la pega estaba en el "que él supiera". Por lo que él sabía, era probable que ella ni lo recordase, y eso tampoco era ético. Cuanto más lo pensaba, más liado se encontraba. A lo primero, pensó que habían tenido una aventura maravillosa, pero ahora, estaba cada vez más convencido de que la había violado, y ella ni lo recordaba. Y el que se viesen sólo en temporada de verano, dificultaba más aún la situación. Aurora, o Aura como la llamaban todos, durante el invierno vivía en su casita, ya en zona de montaña. Allí hacía cestos y echaba las cartas. Ambas cosas, cestos y cartas, las bajaba al pueblo los días festivos, cuando el pueblo recibía visitantes, que, en tiempo de invierno, eran pocos. A partir de Semana Santa, ya se mudaba al pueblo, a regentar el chiringuito y echar allí las cartas, y no volvía a subir a su otra casa hasta final de Septiembre, cuando ya no quedaban veraneantes. A Arcadio le había gustado Aura desde la primera vez que la vio, hacía ya seis años, y en un principio, pensó que él también le había gustado a ella, a juzgar por cómo le sonreía y le miraba, pero no fue el único que lo notó: sus tres compañeros también se dieron cuenta, y empezaron las bromitas.
Arcadio, soltero entre tres casados, se sentía como un pez fuera del agua; todo el mundo le daba consejos, le cicateaba, le daban empujoncitos cuando ella estaba cerca... pero eso, sólo le producía mayor timidez aún y ponerse más a la defensiva. No se atrevía a lanzarse, no había caso, le daba demasiado corte. Y la manera de ser de ella, no mejoraba nada. Pero nada, nada. No era la primera vez que Aura le recibía con un "Huy, Arcadio, pero qué guapo estás hoy", y le importaba un cuerno si había delante más gente o no. O le daba un besito en la cara. Una vez, no lo olvidaría, estando delante el sargento Buenavista, Aura le dijo "¿qué hay ahí?", Arcadio miró, no vio nada, y al volverse para preguntar dónde, su boca chocó contra la de ella. El sargento no pudo parar de reír hasta que llegaron al cuartel, y quizá no tanto por el beso, ni porque él se hubiera sonrojado, sino porque al recibir el beso, le soltó "¡mala, mala!". Le salió sin darse ni cuenta, simplemente... no es que el beso le hubiera molestado ni disgustado, es sólo que no se lo esperaba, le pareció que ella no debió habérselo robado sin más. Es cierto que luego, pensándolo, la cosa de que una chica le robase un beso, le parecía muy divertida y muy excitante, pero en el momento, reaccionó como un crío de cinco años. No, probablemente un crío de cinco años hubiera tenido más desparpajo que él.
-Buenos días, Arcadio. - sonrió Aura, desde detrás de la barra del chiringuito, donde también estaba César, cargando cajas de cerveza. - Ya tenía la cestita lista, ¿nos vamos? - El policía asintió, y la joven se volvió hacia el muchacho. - Te recuerdo que tengo contado el dinero que hay en caja; cuando vuelva, no puede haber menos, ¿nos entendemos? - César asintió de mala gana, Aura tomó la cesta y echó a andar, acompañada de Arcadio quien le pidió llevarla él mismo, como hacía todos los días, y como todos los días, ella amablemente se negó.
Mientras se alejaban, César hizo un gesto muy grosero con el dedo corazón y abrió la caja registradora para contar el dinero para coger un pellizco; lo repondría con el siguiente imbécil que se tomase una cerveza, pero al sonar la campanita de la caja, oyó un maullido a su espalda. Se volvió.
-¿Tú qué miras, ojopipa? - dijo al gato negro que le miraba. Era el gato de Aura, se llamaba Sócrates, y César le decía “ojopipa” porque el animalito era tuerto. Estaba medio oculto tras el arcón congelador, pero parecía mirarle con la cuenca vacía. Le daba asco y levantó un botellín, amenazante, a pesar de saber que el animal no le veía, no estaba en su campo de visión, pero aún así, al levantar la cerveza, el gato se erizó y sacó las garras, emitiendo un bufido. El chico dio un paso atrás y cerró el cajetín de la caja registradora con la espalda, y entonces el gato se calmó. Maulló nuevamente, pero se sentó, en la misma postura que antes, con medio cuerpo tapado por el arcón, de modo que sólo quedaba a la vista la mitad de su cara y su ojo vacío. César torció la boca, bicho asqueroso...
-Por favor, tú ya estás trabajando, no te voy a hacer que hagas mi trabajo encima. - Contestó Aura cuando Arcadio le pidió llevar la cesta, le sonrió y se le quedó mirando, sonriente. Arcadio aguantó uno o dos segundos, luego volvió la cara. Era incapaz ni de eso, ni de aguantarle la mirada. Lo del año pasado había sido una locura, una canallada, ella ni recordaba qué había sucedido, ¿cómo había podido ser tan guarro, tan vil?
El verano pasado, al igual que todos los veranos, en el chiringuito se hacía la "fiesta de fin de vacaciones"; la playa se llenaba de parejas, tanto del pueblo como de fuera de él, y se apuraba toda la bebida y comida que quedaba y que ya no se iba aprovechar. La policía nunca faltaba a esa fiesta, el capitán estaba completamente a favor de vigilar las fiestas, para evitar que ningún borracho montase líos. Los demás guardias, hasta el momento, habían creído que sólo iban para disfrutar de la fiesta, pero a raíz de la llegada del capitán, resultó que sí, habían estado allí para proteger el orden, no faltaría más. El caso es que esa noche, acompañado de su mujer y sus dos hijos pequeños, hasta el capitán se relajaba un poco, de modo que sus hombres podían disfrutar de una cerveza y unas raciones a mitad de precio, o hasta gratis, porque Aura solía invitar a la policía. El verano pasado, ya muy tarde, tanto que la mayor parte de la gente se había marchado y el capitán, con su hija pequeña dormida en los brazos decía a sus hombres que se marchasen también, él se había quedado un ratito más. Aura llevaba una flor en el pelo y el tirante de la camisa le caía por un hombro, ella también había bebido un poco. Le puso una cerveza más y al inclinarse para ponerla frente a él, le besó en la nariz. En esa ocasión, Arcadio no la llamó mala ni se molestó, le dio la risa tonta. Hubiera querido decirle lo guapísima que estaba, lo mucho que le gustaba, todo lo que la iba a echar de menos cuando al día siguiente se marchara.
-Aura, qué... qué cosas te diría, si tuviese valor. - dijo en su lugar.
-¿Sabes que yo te puedo dar valor líquido, para beberlo? - había contestado ella. Arcadio había sonreído sin creérselo, pero ella le hizo pasar dentro de la barra con ella, y le habló de una bebida que al parecer hacía su abuelo en la guerra, para darse valor entre los soldados, llamada “saltaparapetos”, y la preparó. Arcadio no supo qué llevaba, sólo la miraba, la veía coger botellas, mezclar cosas, y entonces le puso una copa delante de él - Anda. Pruébalo.
Arcadio había mirado la bebida, y luego a ella. Había olido la copa, olía muy raro, pero ella no dejaba de sonreír, y sacaba la lengua entre los dientes cuando lo hacía, y tenía una cara tan pícara y graciosa... Tomó la copa y bebió un buen trago. Tuvo que tomar aire, abanicándose la boca, y le dio la impresión de haber tragado fuego, ¡el orujo casero que preparaba la mujer de Buenavista, era zumito al lado de aquéllo! Y aquél, era el último recuerdo claro de verdad. A partir de ahí, las cosas comenzaban a difuminarse, pero sabía que al momento de tomar aquél mejunje, se había sentido capaz de todo. Si le hubieran dicho que se enfrentase a un rinoceronte con un mondadientes, lo hubiera hecho sin dudar. Y al ver a Aura delante de él, no tuvo dudas, ni miedos, ni nervios por vez primera en su vida, la besó y la inclinó sobre la barra, sintiendo la risa de ella en su paladar, su sabor dulce y casi burbujeante. Aura se dejó reclinar, acariciándole la nuca con una mano y desabrochándole la camisa con la otra, mientras él le tiraba de los tirantes de la camisa y los bajaba, dando un gemidito al ver que no había debajo bikini ni sostén alguno.
Ella se había reído, lo recordaba bien, cuando él empezó a besarle los pechos y le hizo cosquillas en los pezones. Y las manos de ella, perdidas en su camisa, acariciándole la espalda, eran lo más suave que había sentido jamás. “En aquél momento, estaba convencido de que le gustaba... claro, ¿cómo no le iba a gustar, si estaba tan bebida como yo? Ninguno de los dos podía razonar”, pensó Arcadio, caminando junto a Aura, de camino a la casa-cuartel.
“Sueño... recordando nuestro ayer... en los días que se han ido... sin saber por qué”
Arcadio notó que la letra aparecía en su mente, era por que Aura tarareaba esa canción por lo bajo mientras caminaban; no hablaban, pero eso a él no le importaba, el silencio con ella no era incómodo, era agradable. Suspiró. También “aquéllo” había sido agradable. Increíblemente agradable.
El policía había cubierto de besos el pecho de Aura, mientras ella le abrazaba con las piernas y suspiraba, acariciándole las piernas con las suyas. Arcadio se echó mano al cinturón, pero cuando ella oyó el tintineo de la hebilla, le pidió que esperara. Arcadio no podía parar, no podía detenerse, debió haberlo hecho, pero no fue capaz, y sus pantalones cayeron al suelo mientras él no dejaba de besar. Riendo, ella logró alcanzar la caja registradora con una sola mano, agarrar el sobre del dinero y cerrarla. Arcadio vio que el gato de la joven pegaba un salto y se subía a la barra, Aura le daba el sobre y el animal se marchaba a grandes saltos, con él en la boca. Al policía no le pareció raro en aquél momento, aunque ahora pensaba que sin duda, aquél debía ser uno de esos detalles poco claros de su recuerdo.
Ella había echado a correr por la playa, eso lo sabía. Iba derecha hacia el agua, volviéndose a cada paso para ver que él la seguía, y Arcadio lo había hecho, sujetándose el pantalón con una mano, dando tumbos y haciendo eses, pero había llegado y se había dejado caer en la orilla, y ella le había besado allí, en la arena, con el mar acariciándole los pies y las piernas hasta media pantorrilla, porque se había descalzado y arremangado las perneras hacía ya un buen rato, puede que antes de que se marchara el capitán. El agua, todo el día bajo el sol, estaba medio tibia, era agradable sentirla en los pies, pero era infinitamente más agradable la lengua de Aura en la suya, acariciándole el interior de la boca, explorando dulcemente, haciendo cosquillas en el paladar y las mejillas, haciendo que su estómago girase cada vez que se frotaba con la suya, tan calentita, tan juguetona...
Lo siguiente que recordaba, era estar sentado sobre su camisa, con el pantalón abierto y ella a caballito sobre él, meciéndose con toda calma, plácidamente sobre su erección y acariciándole la cara y diciéndole cosas. Sabía que le había dicho muchas cosas, que habían bromeado y se habían dicho tonterías y habían tenido lo que el cabo Fontalta llamaba “charla de almohadas”, pero él no era capaz de recordar nada, ni una sola frase. Aquéllo le daba rabia, ¿qué habría dicho ella? Podía recordar más o menos el sentido general, pero nada concreto, ¿y si ella le había pedido que se detuviera y él no lo había hecho, y si había aprovechado lo mucho que habían bebido los dos para hacerla hacer algo que en realidad no deseaba hacer...? Sería muy miserable. Y tanto más cuando no podía dejar de recordar lo delicioso que había sido, ella haciendo círculos interminables sobre su polla, y además muy despacito, saboreando, y haciéndole saborear a él, ¡qué gloria! No es que Arcadio fuese un casanova, pero había tenido una novia durante seis años y podía comparar, y lo de Aura, no era comparable a nada, jamás había tenido un polvo tan dulce y placentero, era sencillamente perfecto, cada suave roce de su sexo sobre el suyo le hacía sentir que se derretía, que no tocaba el suelo; la excitación crecía muy-muy despacio, de forma tan gradual que podía sentir con toda claridad cómo cada sensación placentera era ligeramente mejor que la anterior.
Por un lado, su cerebro se sentía avergonzado al recordar aquéllo, por otro lado, había sido tan bueno, que su corazón no podía evitar recordarlo, cómo el modo en que ella reaccionó cuando... él tenía las manos dentro de su falda, aquélla falda larga y vaporosa que era como de tul, no tapaba nada, pero la idea de tener las manos dentro de ella, le parecía más excitante que el hacerlo sin ella, y Arcadio acariciaba los muslos de la joven, las nalgas, y entonces, le hizo cosquillas en ellas, y Aura se rió y le apretó entre los muslos, y toda su vagina dio un apretón delicioso en torno a él que le volvió loco.
-¡No, cosquillas no, cosquillas noo...! - se había reído ella, pero él no había parado, le había gustado tanto que se riera y diera ese apretón, que tuvo que repetirlo, y siguió haciéndole cosquillas en las nalgas y los muslos, en la cara interior, subiendo hasta la tripa... y Aura no dejaba de reír y reír, y su coño le apretaba y se estremecía, y Arcadio sintió que no aguantaba más, ¡era tan suave, tan húmedo y caliente, tan enloquecedor...! Sus caderas dieron un golpe y sus manos se crisparon sobre las nalgas suaves de Aura, que no dejaba de reír y moverse espasmódicamente sobre él, mientras el pobre Arcadio sentía que se le iba la vida por entre las piernas, que el placer le vencía y le calmaba el intenso cosquilleo, en olitas de gusto delicioso que le dejaban sin fuerzas... Oyó gemidos, gemidos dulces, y sintió su cuerpo tirado por completo sobre la arena suave y fría, y las tetas calentitas de Aura en su pecho, mientras ella le besaba entre sonrisas y le hacía mimos en las orejas, y le llamaba sinvergonzón...
“Eso sí lo recuerdo. Me dijo que era un sinvergonzón. ¿Qué más pruebas quiero de que no estaba conforme con lo que hacíamos?” se dijo Arcadio, ya viendo de lejos la casa-cuartel. Miró a Aura, ella le devolvió la mirada con una gran sonrisa, toda amabilidad, toda simpatía... y se sintió como un miserable. Ella no recordaba nada en absoluto. Mejor para ella por un lado, pero por otro, ¿qué clase de hombre era él? Y a la mañana siguiente, había huido como un cobarde.
Arcadio no sabía cómo había salido de la playa, no lo recordaba, pero había sido vagamente consciente de una cama, y ella de nuevo sobre él, mientras él le atenazaba las tetas con las manos, dándole apretones, hasta que ella le tomó de las muñecas y le apretó los brazos contra la cama, mientras se movía de atrás adelante, moviendo las caderas, frotándose contra él, gimiendo como una gata... “me sujetó de los brazos. No quería que yo me moviera, no quería hacer aquéllo, pero en lugar de ser un caballero y pararla, la dejé seguir sólo para complacerme”, pensó. Aura había seguido moviéndose, diciendo cosas raras, cosas que él no recordaba, pero lo que no se le olvidaba, eran sus ojos: verdes, completamente verdes, y húmedos. “Quizá estaba llorando. Quizá le dolía, pero siguió adelante por mí”. Arcadio recordaba que él estaba en la gloria. No reconocía nada del sitio dónde estaba, sólo la cama, pero en aquél momento le daba igual, por que ella estaba encima de él, dándole gustito al pirulo, y eso era todo lo que le importaba. “No es cierto. No era TODO lo que te importaba. En aquél momento creíste que ella gozaba contigo, que también lo estaba pasando bien, y eso te hizo feliz”, pensó. “Puede, pero estaba borracha, no era dueña de sí misma, aunque me siguiera el juego, no debí ni haber empezado. Perdí el control por culpa de la bebida y me aproveché de ella”.
No sabía si era verdad. No sabía qué era verdad. Sólo sabía que ella había seguido moviéndose, sonriente sobre él, a su antojo, apretándole de las muñecas, sin dejar que la tocara, y poniendo sonrisas más abandonadas cada vez, gimiendo más agudamente cada poco rato y sin dejar de mirarle con picardía y placer, hasta que Arcadio vio que ella sonreía más, cerraba los ojos, intentaba mirarle y se frotaba más deprisa... él intentó corresponder, pero no fue capaz, no podía mover un músculo, pero ella debió notarlo, porque bajó el ritmo. Boqueó en busca de aire, gimió bajito, y Arcadio supo que ella se corría, y él iba a hacerlo también, muy despacio, muy lentamente... sintió las cosquillas crecer, el picorcito zumbar perezoso, extenderse con una lentitud tan torturadora como una lágrima de chocolate denso, produciendo un cosquilleo devastador que le hizo temblar de pies a cabeza, mientras veía que ella abría la boca en una sonrisa extasiada mientras ponía los ojos en blanco de placer y su sexo se contraía, abrazándole la polla, y él se derramaba dentro de ella... casi notó su propia descarga salir gota a gota y recorrerle el miembro, en cosquillas ardientes, mientras Aura se dejaba caer sobre él. Sólo entonces le soltó las muñecas y él la abrazó.
Con el primer rayo de sol, Arcadio había abierto los ojos, para encontrarse en la cama de Aura, en la casita donde vivía ella en verano. Entonces, el miedo cayó sobre él como una losa, y sólo fue capaz de huir; se vistió a toda prisa, salió de la casa y corrió al cuartel, rezando por que nadie le viera. Y nadie le vio. Sólo su conciencia. Ese mismo día, Aura se había marchado a su casa de invierno y hacía unos meses había vuelto. Él había querido explicarse, disculparse, pero ante su asombro, ella no le reprochó nada en absoluto, se comportó con él tan divertida y pizpireta como siempre. No parecía recordar nada.
Aquéllo le había ofrecido un poco de tiempo para pensar, ¿debía decírselo, o callárselo? De cualquiera de las dos formas, quedaba como un canalla. “Tengo que ser fuerte. He de decírselo, aunque no sé cómo...”, pensó Arcadio mientras finalmente llegaban a la casa-cuartel y se hacía a un lado para cederle el paso, mientras el cabo Fontalta entraba tras ellos, con una gran sonrisa.
-¡El suministro! - dijo Aura muy alegre, nada más entrar. El capitán y el sargento sonrieron y gruñeron de alegría. Todos los días, la joven llevaba una cesta con bocadillos y bebidas frías para los policías, una costumbre que el capitán no había eliminado y que parecía gustarle. Según él, era una manera de incentivar el pequeño comercio de pueblo. Según los hombres, era una buena manera de comer a mitad de precio; Aura siempre hacía descuentos a la policía y, qué demonios, tenía una mano para guisar que un bocadillo suyo sabía a gloria bendita. El capitán pagó a la joven y ésta se marchó, dedicando una gran sonrisa a Arcadio, quien no dejaba de mirarla mientras se alejaba, caminando descalza por el paseo marítimo. De forma maquinal desenvolvió su bocata y se lo llevó a la boca, y estuvo a punto de llorar.
-Mmmmmmmmmmmmmmh..... - gimió con tal desamparo que el capitán, a su espalda, se le quedó mirando. La tortilla de patatas de su bocadillo estaba deliciosa, exquisita, exactamente como a él le gustaba: con su cebollita dorada en su punto, perfecta de sal y ligeramente poco hecha; sin que quedase el huevo tipo moco, pero tampoco seca, lo justo para que se empapase el pan crujiente y todo quedase jugoso... Había sido un absoluto canalla con una chica tan maravillosa...
-Eeh... Arcadio, ¿qué tal? - preguntó Bruno, el capitán.
-Perfecta. Es... perfecta. - contestó el citado, sin dejar de mirar a la joven que se alejaba.
-¿Qué opinas, capitán? - susurró Buenavista, señalando con la mirada a Fugaz, que es como llamaban sus compañeros a Arcadio.
-Opino que a éste chico le hace falta un Polvo, como el comer. - diagnosticó el capitán, y Buenavista y Fontalta asintieron en silencio.