Una noche mágica
Muchas veces tuvimos sexo. Esta vez hicimos el amor...
Hace tiempo, mucho tiempo que nos conocemos. El destino cruzó caprichosamente nuestros caminos. Cada uno tuvo sus parejas. Cada uno creía haber hecho el amor. No es así
Era jueves de un enero no tan frío como en otros años, pero sí bien blanco. Después de casi cuatro años nos volvimos a ver las caras. El abrazo en el aeropuerto predijo lo que iba a pasar horas más tardes en el departamento. Un buen baño, y una cena a la luz de las velas. El vino acompañó toda la velada. Un brindis: por el reencuentro.
Nunca habíamos pasado de un beso. Ni siquiera una caricia subida de tono. Solamente conversaciones telefónicas, cartas o e-mails. Y todas las ilusiones de tener lejos de la ciudad un amor a la distancia.
Música suave adornaba el monoambiente. No hacía falta nada más. Todo estaba dado para pasar una intensa noche de pasión. Los platos sucios quedaron sobre la mesa cuando comenzamos a besarnos. El primer beso de esa noche mágica produjo en mi espalda una corriente eléctrica nunca antes conocida. Los besos se transformaron en caricias intensas. La ropa fue desapareciendo. Los torsos desnudos de nuestros cuerpos buscaban juntarse encontrando sensaciones únicas. Mi cuello era el lugar elegido de sus besos más húmedos. Fue bajando. Cuello, hombros, pecho, ombligo, hasta que llegó a mi pantalón. Lo bajó, los boxers también. Miró mi pene totalmente erecto, lo acarició, me miró y comenzó a besarlo. Pequeños movimientos con la punta de su lengua producían sensaciones únicas en mí. Se lo introdujo en la boca. Succionaba mientras me miraba con una sonrisa que aprendí a amar, que quiero para mí solo. Sus manos acariciaban mis testículos, sus dedos llegaban al comienzo de mi ano. Sólo existíamos ella y yo en el mundo, la música había desaparecido y las velas parecían lejanas luces de un pueblito perdido en la montaña.
Durante unos minutos siguió con sus besos. Sentí que era mi turno. No quería terminar de esa forma. La tomé de las axilas. Nos abrazamos. Nos seguimos besando. La miré y le dije ahora te toca a vos. Solo sus pechos estaban desnudos. Los besé. Me detuve en sus pezones mordiéndolos con todas mis ganas. Gritaba, gemía y me pedía que siguiera. Nunca había visto senos tan erectos como esos. El sabor de sus senos era el que siempre había imaginado en mis noches de amor solitario. Seguí besando su cuerpo sin dejar de acariciar sus hermosos pechos. Llegué a su falda. La bajé y me encontré con una hermosa tanga que deslicé hasta sus tobillos sin dejar de besarla, sin dejar de amarla, recordando cuántas veces había imaginado este momento.
Su sexo quedó al descubierto. Una pequeña mata de pelos asomaba sobre su pubis. Me quedé unos segundos observándola extasiado, semi-desmayado, hasta que su perfume de mujer me hizo volver a la realidad. Entonces me dediqué a brindarle el placer que ella me había dado. Mis besos comenzaron por el interior de sus muslos. Hasta que llegúe a su hermosa vagina. Mi lengua se detuvo en su clítoris. Con movimientos suaves y miradas directas a sus ojos. Mis dedos se divertían entre su vagina y su ano totalmente lubricados. Sus gemidos me invitaban a seguir de esa manera. Ella levantaba sus piernas para permitir un mejor acceso a su ano. Ya no era solo su clítoris el que se llevaba mis besos, ahora su ano estaba siendo objeto de mi lengua movediza. Mis dedos entraban y salían de su vagina despegando de ella gemidos cada vez más intensos. Creí haber llegado al momento de que nuestros cuerpos se unan en uno solo, de que mi pene sea bienvenido a su nuevo hogar. A su nuevo, único y definitivo hogar.
Nos incorporamos, y sin que yo le dijera nada se acostó boca abajo. Agarramos una almohada y la pusimos debajo de su abdomen. Su cola, y su vagina quedaron apuntando a mí, sentí que me hablaban cómo pidiéndome que me apure. Ella no hacía más que mirarme, sonreír y mover sus caderas de forma sugerente. Me arrodillé detrás de ella, tomé mi pene que seguía totalmente erecto y lo acomodé en la entrada de su vagina. Apenas lo sintió empujó hacía atrás introduciéndoselo todo de un solo golpe, y comenzó a moverse alocadamente hacía adelante y hacia atrás. Siempre fui de tomar la iniciativa, pero en este momento no me quedó mejor cosa que dejarme llevar. Con mis manos atiné a acariciar su clítoris y sus senos, ella hacía lo mismo con mis testículos. No lo podía creer, estaba viviendo un momento único. La mujer que siempre amé me estaba haciendo el amor descontroladamente. Sus gritos seguramente se escuchaban en las tiendas de al lado, me sentí envidiado.
Mis gemidos eran cada vez más seguidos, sus embestidas fabulosas. Soltó mis testículos, se frenó justo en el momento que tenía que empezar a aguantar para no llenarle de leche. Me acostó boca arriba, puso sus piernas a los costados de mi cuerpo dejando la entrada de su vagina sobre mi pene. Se dejó caer. La tome de la cola y le sugerí el ritmo. Subía y bajaba recorriendo los 15 cm de mi pene. Nos tomamos de las manos, nos besamos y nos dejamos llevar a un orgasmo que inundó su cuerpo y humedeció el mío. Sus ojos quedaron en blanco, nuestros corazones latían cómo si hubiéramos terminado el maratón de Nueva York en ese mismo instante.
Nos acomodamos, nos abrazamos entrelazando nuestros cuerpos de pies a cabeza y nos dormimos besándonos y prometiéndonos amor eterno. Habíamos hecho el amor por primera vez en nuestras vidas.