Una noche inusual.
Cena sin bragas y sexo dominante.
Anochece. La luna, expectante y más brillante que nunca, ansía tanto como yo verte desde lo alto esperando en mi portal con ese ramo de rosas azules y negras, que sabes que son mis favoritas.
Mientras la hora se acerca, esa luna me contempla delante del espejo, donde se reflejan esos kilitos que me sobran y la celulitis que no tiene prisa por abandonarme. Yo, con una falsa sonrisa de esas que dicen «tranquila, no tiene importancia», aparto todo pensamiento pesimista de mi mente e intento verme guapa, aunque sin mucho éxito.
«Esta noche va a ser especial» no dejo de repetirme mientras decido qué ponerme, con qué vestido te sorprenderé más. Me decanto por el blanco de encaje —sé cuanto te gusta el encaje sobre mi suave piel— y un conjunto nuevo de lencería negra especial para ti. Bajo el vestido decido ocultar las ligas de las medias hasta el momento en que decidas que no pueda llevar puesto nada más. Elijo los tacones negros, termino de arreglarme e impaciente me limito a esperar.
Puntual, como siempre, y tan elegante como acostumbras. Camisa azul celeste y unos vaqueros que marcan a la perfección ese trasero que esconden y que tanto me gusta morder. Me coges de la mano, pasas tu brazo por mi espalda, a la altura de la cintura, me aprietas contra ti y me das uno de esos besos que me cortan la respiración.
Llegamos al restaurante y una ya habitual sensación entre miedo y excitación comienza a recorrer las extremidades de mi cuerpo, haciéndose cada vez más intensa. Sonríes. Sé que puedes percibir lo que siento y eso te divierte, lo que a mí me irrita. Me muerdo el labio inferior para evitar una mala respuesta y no darte así un motivo para castigarme. «Como si necesitaras un motivo» me digo.
La cena —como rara vez sucede— transcurre sin ningún "incidente". Pero, al llegar el postre, me susurras al oído que vaya al servicio. No necesito que digas nada más; en tus ojos veo que quieres que me deshaga de mis bragas. Aún no entiendo cómo te gusta tanto dejarme sin ropa interior cuando llevo vestido. Obedezco tus órdenes, ya que siempre será peor no hacerlo, y vuelvo del servicio con las bragas en el bolso. Aún no me acostumbro a esa vulnerabilidad que va creciendo dentro de mí conforme va avanzando la noche. Siento que todo el mundo me mira, como si supiesen que no llevo nada bajo el vestido. Pero el único que no me quita ojo de encima eres tú, con esa sonrisa burlona en la cara.
Llegamos a tu casa y la sensación de temor va en aumento. El corazón me palpita cada vez más rápido y parece que en cualquier momento se va a largar y me va a dejar sola ante ti. Me conduces hacia tu habitación. Me dejas allí, sola, con orden de no moverme, y te vas. Cuando vuelves, con copa en mano, te sientas en una butaca a observarme. Me pides que me desnude, despacio... Quieres recrearte en mi cuerpo.
Comienzo a bajarme el vestido lentamente mientras me miras con fuego en los ojos y te mojas los labios con la lengua. Me quedo en ropa interior y, al ver que me detengo, me espetas un «¡Todo!» que me deja sin habla. Me desnudo por completo –a excepción de las medias– y espero un nuevo mandato.
Sigo esperando... No parece que tengas intención de abrir la boca, al menos no para hablar. Me miras de una forma diferente que me provoca cierta inquietud y –para qué mentir– bastante excitación.
Por fin parece que vas a reaccionar. Levantas un dedo que, como siempre, significa «acércate». Cuando voy a dar el primer paso en tu dirección, emites un gruñido. «Claro, de rodillas» pienso. Cómo no, faltaba el toque de humillación. Me arrodillo y comienzo a arrastrarme hacia ti hasta llegar a tus pies. Te sacas la polla y me indicas que chupe. Me acerco más y obedezco. De arriba a abajo mi cabeza, en círculos mi lengua, mientras tú no dejas de suspirar. Tus gemidos hacen que me sienta orgullosa de mi labor y succiono con más fuerza. Tu respiración se acelera, me sujetas la cabeza y noto cómo tu semen va invadiendo mi boca. Trago, sales de la profundidad de mi garganta y sonrío por un trabajo satisfactorio.
Cuando menos me lo espero, me agarras del pelo, me levantas y me empujas contra la cama. Caigo boca bajo. Te desnudas y aprovechas mi posición para subirte sobre mí y penetrarme. Gimo. Comienzas a embestirme cada vez más rápido, cada vez más fuerte. De vez en cuando un azote en mi culo –de esos que dejan marcadas las huellas dactilares sobre la piel– convierte mis gemidos en un grito, pero no de dolor. Me corro; una, dos, tres, cuatro veces. Entonces enredas tu mano en mi pelo y me follas aún más fuerte. Y de repente te dejas caer sobre mi cuerpo y te liberas en mi interior. Y yo no puedo evitar sonreír.