Una noche en el Juli I
Quizás todo empezó aquella noche...
Los dioses debían haber estado de juerga y ahora se meaban sobre Madrid. Era una noche de mierda. Para ser justos, la verdad es que había sido un día de mierda, uno de esos días en los que no deberías haberte levantado de la cama, pero lo hice y fui castigado.
Aquella mañana, preparé el desayuno mientras mis princesas dormían y cuando ya la cocina rezumaba ese olor a tostadas con mantequilla y mermelada y la fragancia inconfundible del café recién hecho, me dirigí hacia mi dormitorio donde Anna todavía se resistía a abandonar las sábanas de seda gris de nuestra cama.
La destapé poco a poco, acaricié su cuello, mientras mis labios recorrían sus hombros y bajaban sedientos a sus senos turgentes, trabajados en múltiples sesiones de gimnasio mientras sentía como sus pezones respondían a mis caricias y se endurecían.
- No sigas, tenemos prisa. Hay que llevar a las niñas a casa de mi madre – me dijo, mientras apartaba mis manos de su cuerpo y me volvía a negar esa agua que calmara mi sed.
Algo había sucedido en los últimos meses. Ella había cambiado, habíamos pasado de hacer el amor a follar de cuando en cuando. Quizás yo había tenido parte de culpa porque había pasado unos meses difíciles en el trabajo y esa tensión, la había llevado a casa y la había metido entre nuestras sábanas. Hacía meses que nuestra pasión se había enfriado, no conseguíamos conectar como antes y nuestras relaciones se limitaban a un par de polvos mensuales que apenas nos satisfacían.
Nuestras cenas eran una sucesión de anécdotas del trabajo y comentarios sobre cómo les iba a las niñas en la escuela y nos metíamos en la cama dándonos la espalda con un “buenas noches, cariño” frío antes de apagar la luz y sentir ese vacío que se había instalado entre ambos lados de la cama.
¿Qué cuando empecé a sospechar? Pues no estoy seguro, quizás fuera cuando empezaste a salir algunas noches y volvías con aquel brillo en los ojos que ya creía olvidado; tal vez fuera cuando un día te llamaron al móvil y al intentar contestar me di cuenta que habías cambiado el pin o cuando comprobé tu cuerpo ya no respondía igual a mis caricias o hace unos meses cuando te olvidaste de mi cumpleaños. Porque todo parecía ir igual, pero era tan diferente que al final sentí que no podía seguir así, que tenía que saber qué estaba pasando y por eso aquella tarde después del trabajo me dirigí a aquella agencia de detectives que había encontrado gracias a San Google y me puse en sus manos, quince años de mi vida estaban ahora en manos de unos desconocidos que prometían revelaciones a un precio ajustado.
Habíamos dejado a las niñas con mis suegros y nos dispusimos a regresar a casa. El trayecto estuvo marcado por un espeso silencio. Mis torpes intentos por iniciar una conversación, morían irremediablemente en los pocos monosílabos que conseguía extraerte. Al llegar, Anna se desvistió y se dirigió al lavabo a darse una ducha. Esa noche había quedado con unas amigas del trabajo y empezaba a preparar su ritual previo.
- Si no te das prisa, no llegarás a tiempo para la cena con Javier – me dijo cuando salió de la ducha tapada únicamente con una toalla que dejaba intuir más de lo que ocultaba.
La verdad es que no tenía ninguna cena, simplemente me habían citado para última hora de la tarde en la agencia para informarme del resultado de sus pesquisas y apenas podía contener mis nervios.
Anna estaba subiéndose una tanga brasileña por sus largas y torneadas piernas, mientras me ofrecía esa imagen de su espalda desnuda, de sus nalgas firmes que parecían desafiar a la gravedad y a la edad. Pese a mi ansiedad, me estaba empezando a excitar. En aquel momento, hubiera abandonado todas mis dudas, si me hubiera pedido que le hiciera el amor. Hubiera dado todo por correrme entre sus piernas, por oírla gemir mientras me hundía una y otra vez en esa cueva que se había convertido en el centro de mi universo.
- ¿Te pasa algo? Pareces distraído. ¿No te encuentras bien?
Claro que no me encontraba bien. Mi vida parecía a punto de estallar, todo en lo que había creído, todo mi mundo se desvanecía como si nunca hubiera existido y en ese mismo instante solo pude formular la más estúpida de las preguntas.
- ¿Son nuevas estas braguitas? No creo habértelas visto antes…
- Pues, lo cierto es que las compré hace un par de semanas y ya las había llevado. Es que últimamente no te fijas mucho en lo que me pongo.
Mientras decía esto, mi mujer se embutía en un vestido ceñido, corto con un escote que dejaba entrever el principio de sus senos que se movían indisciplinados pues no se había puesto sujetador.
- Joder, cariño, cualquiera diría que vas a una cena con las amigas,
- Bueno, vamos a cenar y luego nunca se sabe… – dijo acompañándolo de una pequeña risita que tuvo la virtud de sentarme como un patada en el estómago.
La acompañé hasta la tasca donde habían quedado algunos compañeros de la oficina. En el coche no dejaba de admirar sus perfectas y torneadas piernas que mostraba generosamente cubiertas por unas medias de fantasía.
- Después de cenar, iremos a tomar algo y quizás a bailar. No me esperes despierto, cariño- dijo como despedida; mientras yo me quedaba observando aquel movimiento de caderas que me volvía loco, deseando salir y gritarle que volviera, deseando recuperar mi vida y que volviese a ser mía.
No me hicieron esperar, posiblemente era el último cliente del día y tenían ganas de acabar la semana. Me enseñaron unas fotos, en ellas se veía a Anna con otro tipo, un compañero de trabajo, me aclararon. Se besaban, se les veía a las puertas de un motel, sonrientes. En otro papel constaban sus encuentros, una vez a la semana o cada 15 días, cambiaban de día y de lugar. Al parecer su amante también estaba casado y parecían querer mantener sus relaciones en secreto; aunque por lo que me dijeron en su lugar de trabajo ya se olían algo. No quise saber más, no quería detalles, pagué con mi tarjeta de crédito y metí todos los papeles y las fotos lo más rápido que pude en un sobre grande que me proporcionaron sin preocuparme de que se arrugaran. Empezaba a sentir un malestar en el estómago que iba subiendo poco a poco y se iba adueñando de mi cuerpo. Creo que me marché sin despedirme tan siquiera, al llegar a la calle, había empezado a llover.
No sé cuánto tiempo estuve vagando sin rumbo por Madrid, descubriendo callejuelas por las que nunca osaría entrar de estar sobrio, pero afortunadamente unas cuantas copas me habían proporcionado una dosis de valentía extra. Soy consciente que en uno de esos tugurios me robaron la chaqueta con la documentación y las llaves del coche, mientras vomitaba sin control en un retrete medio atascado. Afortunadamente llevaba el móvil en el pantalón y pude sacar dinero para continuar mi viaje a ninguna parte, solo tenía claro que no podía volver a casa aquella noche, que si veía a Ana me derrumbaría como un niño y no quería que me viese así. Supongo que alguna parte dentro de mí todavía suspiraba por un pequeño atisbo de dignidad, aunque mi imagen externa se empeñara en negarlo.
Estaba mojado, la lluvia calaba mi camisa y aunque la temperatura esa noche era agradable, empezaba sentir un frío que iba metiéndose en mis huesos. Fue entonces cuando lo ví, a unos 50 metros unas luces de neón anunciaban un bar de copas: el Juli, un nombre como otro cualquiera.