Una noche con Carlota
La deseaba como nunca antes había deseado nunca a nadie. Y yo he deseado mucho aunque a pocas personas. Pero aquello era diferente. Era la realidad de lo prohibido.
Una noche con Carlota
Habíamos quedado en la salida del metro, ya había anochecido y no había luna pero ella, al salir del metro, iluminó toda la calle, de arriba abajo, como reflejos de esa luna ahora apagada. Una tormenta en la lejanía. Una niña llorando y abrazada a su muñeca de trapo. ¿Qué importa? Ella desprendía una luz que yo era incapaz de descifrar. No se hizo la miel para la boca del cerdo, quizás. Pero sucedió así. Ahora mismo no recuerdo el motivo por el que quedamos en vernos, solo recuerdo que nunca habíamos podido quedar antes, trabajábamos juntos y ella estaba casada. Pero aquella vez si que quedamos, quizás como consecuencia de uno de nuestros juegos o apuestas. Siempre estábamos igual. "Algún día te invitaré a cenar" decía uno. "Algún día aceptaré", contestaba el otro. No importaba quien decía que, el caso es que nos gustaba jugar y al final habíamos dado el paso que no debíamos.
El caso es que allí estábamos. Ella iba vestida con una falda larga de color marrón, botas también marrones, un jersey morado y una cazadora oscura. Iba apenas sin maquillar pero estaba más hermosa aun de cuando la recordaba o de cuando la había soñado. Nos besamos en la mejilla, olía levemente a perfume, olía a ella. Le pregunte que tal le había ido el viaje, como si viniese de la otra punta de España, en realidad no sabia de que hablar. Ella sonrió y dijo "bien".
Después comenzamos a caminar en dirección al restaurante, separados por la distancia de los que saben que no pueden tocarse, separados por la distancia del que se fuma un cigarrillo lejos de la gasolinera. Ella estaba guapísima, que digo guapísima, más espectacular que nunca, o al menos así la veía yo. Llegamos al restaurante justo a la hora que habíamos reservado, el sitio le encantó. Comimos, bebimos vino tino y evitamos hablar de cualquier cosa que resultase embarazosa. O sea, hablamos de las tonterías de siempre, de películas, de televisión, de nuestros compañeros de trabajo. Esa noche nuestras vidas, nuestras parejas, nuestras respectivas bolas de preso, no existían. Nos comimos dos raciones de chocolate, pagamos y salimos a la calle riéndonos de cualquier tontería. Por unos instantes podíamos ser felices sin pensar en nada más. De nuevo, la oscura calle del barrio chino ha quedado iluminada por su sonrisa. Supongo que en esos momentos me sentía el hombre más feliz del mundo.
O al menos así lo recuerdo ahora mismo. Íbamos caminando, saliendo de aquel laberinto de callejuelas malolientes cuando, quizás por el vino, quizás por mis deseos, quizás por su luz, decidí cogerla del brazo. Ella no hizo nada, simplemente sonrió. Por fin podía sentirla, aunque solo fuese su brazo. Cerré los ojos y me dejé guiar como un ciego confía en su lazarillo. No me importaba donde fuésemos, solo quería caminar unos metros mas colgado de su brazo, oliendo y saboreando la felicidad de ese momento que se me antojaba efímero.
Llegamos cerca de mi casa. Miré mi reloj, era medianoche. Ella se dio cuenta.
-¿Qué hacemos? pregunté- ¿Quieres ir a tomar algo? ¿A que hora tienes que volver a casa?
Ella se deshizo de mi brazo.
-¿Qué te apetece a ti? preguntó.
-No, di tu.
Ya estábamos como siempre. Llevábamos casi diez años repitiendo la misma frase a la hora de tomar el café. ¿Qué quieres tomar? No se, di tu. ¿De que hablamos? No se, di tu. Estábamos condenados a entendernos, pasase lo que pasase.
-No repitió ella-, di tu.
-En serio. Prefiero que escojas tú, vamos a tomar algo.
-¿Pero tu que prefieres? volvió a preguntar ella.
-Carlota, en serio, prefiero que decidas tú. Es más fácil.
-No, en serio. Dime que quieres.
-¿Sinceramente?
-Pues claro, tonto.
-Quiero que vayamos a mi casa.
He de puntualizar aquí que ella estaba casada pero yo vivía solo, aunque tenía novia, mi novia vivía fuera de Barcelona. Así pues, mi piso, era tan seguro como podía serlo un barco en una tormenta.
-¿Y eso no es peligroso?
-Ya ha sido un peligro que quedásemos. ¿No crees?
Carlota se separó unos pasos de mí y comenzó a caminar de un lado a otro, me miraba y sonreía. Quizás estaba pensando pero creo que ya había tomado una decisión. En el fondo estaba jugando y le gustaba jugar, casi tanto como a mí.
-Enséñame tu piso dijo cogiéndome de nuevo del brazo- pero solo eso. ¿De acuerdo?
Supongo que desde el momento que me dijo eso hasta que llegamos a mi portería apenas podía respirar. No me podía creer que estuviese dirigiéndome a mi casa del brazo de Carlota. No era ninguna sensación asociada a la excitación ni a la emoción. Era simple y llanamente un sentimiento inmenso de felicidad. Se hacia realidad como quería que fuese mi vida y no como era mi vida. De repente no recordaba nada ni a nadie. Solo estaba ella, allí. Nada más importaba. De repente me di cuenta de que llevaba diez años enamorado de aquella mujer. Diez años deseándola en silencio. Diez años mirando su escote de reojo y embelesándome con su sonrisa.
Llegamos a mi portería y saqué las llaves. Subimos las escaleras mientras yo me disculpaba por el estado de la finca, como hago siempre. Como si fuese responsable de las grietas en las paredes, de los papeles en el suelo o de los buzones rotos. Llegamos a mi piso y abrí la puerta pero no encendí la luz. Entramos e inmediatamente cerré la puerta y la cogí de la cintura, en la oscuridad. Mis manos se deslizaron por su cintura, abarcando todo cuanto era capaz mientras mis labios buscaban los suyos aunque solo encontró su nariz. Rectificamos y nos besamos, lentamente, de repente éramos uno solo, sus manos reposaban en mis hombros y yo me apreté contra ella y la apreté contra la pared y su bolso cayó al suelo y mis manos subieron hasta sus pechos mientras nuestras lenguas comenzaban a bailar dentro de nuestras bocas. No se cuanto tiempo estuvimos así. Solo recuerdo que mis manos subían y bajaban por su cuerpo, sostenía su cabeza, olía su pelo, mordía su labio inferior. Todo en la oscuridad. Finalmente mis manos se metieron bajo su jersey y pude tocar su carne tibia subiendo hasta sus sostenes. Ella sonrió en la oscuridad pero yo no pude verla. Apretaba sus pechos y metía mi lengua en su boca. La deseaba como nunca antes había deseado nunca a nadie. Y yo he deseado mucho aunque a pocas personas. Pero aquello era diferente. Era la realidad de lo prohibido. Era la culminación de años de estar observando de lado. Una de sus manos se posó en mi entrepierna, no hacia falta que me acariciase. Mi miembro estaba a punto de reventar el pantalón.
-Vamos a la cama le dije.
-Vale, pero no enciendas la luz aun.
Nos dirigimos a mi habitación tanteando las paredes, tanteando su cintura y sus pechos, haciendo paradas para volver a besarnos, perdiendo piezas de ropa en el camino. Cuando llegamos a mi cama estábamos completamente desnudos, bueno ella aun llevaba unas medias de medio muslo. Nos dejamos caer y por primera vez sentí todo su cuerpo desnudo pegado a cada centímetro del mío. Abrí sus piernas y en la oscuridad restregué mi pene contra su sexo. Imaginé lo que estaba sucediendo porque no podía verlo, lo había imaginado tantas veces que no me importaba que no hubiese luz. Ahora podía sentirla, podía aspirar la fragancia a sexo que ambos exudábamos, era el mas maravilloso de los perfumes. Podríamos haber olido a sudor o a humo de tabaco y hubiese seguido siendo el más maravilloso de los perfumes, porque éramos nosotros dos.
Estuvimos jugando con nuestros cuerpos cerca de diez minutos, besándonos, tocándonos, acariciándonos. Me encantaba meter sus pezones entre mis dientes, mordisqueando, olisqueando, besando. Jugando a ser el único, en definitiva. No me apetecía pensar en más allá de los siguientes cinco minutos y los siguientes cinco minutos seguiría teniéndola entre mis brazos.
De repente sentía unas ganas terribles de saborear cada centímetro de su cuerpo. Comencé por el cuello, largos besos que acababan en lametones. Después sus hombros, bajando por delante hasta sus pechos. Grandes y hermosos en la oscuridad. Jugando con ellos, moviéndolos y metiendo mi cabeza en medio, besándolos, después continué bajando por su estomago, deteniéndome unos segundos a besar su ombligo, después un poco mas abajo, hundiendo mi nariz en su vello púbico, aspiré profundamente, olía a ella. Era una sensación indescriptible. Nada podía salir mal, nada era feo ni nada era molesto.
Saqué mi lengua para saborear cuanto de salado había allí abajo. Ella abrió un poco las piernas, flexionandolas y cogiéndome de la cabeza. Yo abrí la boca y sorbí su sexo intentando encontrar su clítoris en la oscuridad para cogerlo entre los dientes y continuar sorbiéndolo lentamente, mordisqueándolo y dejándolo escapar para capturarlo de nuevo mientras mis dedos entraban suavemente en cualquiera de sus agujeros. Estuve así cerca de media hora, pasando mi lengua por cada rincón de su sexo, de su vello, de la cara interior de sus muslos mientras acariciaba sus piernas aun con las medias de seda, mientras acariciaba la moldura de su estomago, o sus fantásticos pechos, mientras cogía sus manos o la oía gemir. Hasta que mi dolorida mandíbula me obligó a parar. No se si ella se corrió, tampoco me importaba demasiado en esos momentos. Aunque pareciese que lo hacia por ella la estaba comiendo porque me apetecía única y exclusivamente a mi. Al cabo de un rato deshice el camino y volví a su cara. Ella me beso y me dijo que sabía a sexo. A su sexo. Entonces se deslizó hábilmente bajo mi cuerpo y antes de que pudiese evitarlo ya tenía mi pene dentro de su boca.
No pude evitarlo, tampoco quise evitarlo. En realidad lo estaba deseando. Su boca se deslizaba arriba y abajo por toda la superficie de mi pene, tragándoselo y besándolo, pasando la lengua por todos los lados, acariciando mis testículos. No era capaz de imaginármela haciéndome eso. Carlota. Mi Carlota. La mujer que tanto tiempo había deseado. La mujer que amaba en silencio. Le pedí si podía encender la luz, tenia que verlo. Ella no contestó, no se si porque no podía o porque el silencio era suficiente contestación. Encendí la luz y vi su cabeza, sus rizos. Era ella. A través de su pelo pude ver también su boca jugando con mi pene, su espalda perfectamente dibujada, sus pechos y su estomago, sus caderas y sus pies. Entonces me di cuenta que era la primera vez que veía todo eso, a pesar de que llevábamos mucho rato desnudos y jugando. Ella me miró y yo cerré los ojos, estaba avergonzado y excitado. Demasiado excitado. Le dije que si continuaba así acabaría corriéndome en su boca, no quería estropear ese momento. Ella continuó, con más fuerza pero yo la aparté, no quería acabar en su boca aunque lo deseaba con todas mis fuerzas. Le dije que iba a coger un preservativo y ella asintió mientras se despedazaba en la cama. En mi cama. No podía creérmelo. Admiré su cuerpo, era perfecto, o al menos a mi me lo parecía. Quizás no lo fuese, el mío tampoco. Pero no importaba. Allí y en ese momento era perfecto. Fui hasta el cajón y saque un preservativo que me coloqué rápidamente, quería entrar dentro de ella. Después me deslicé entre sus piernas y levantándome con los brazos la penetré lentamente sin dejar de mirarle a la cara. Ella cerró los ojos y movió la cabeza. Después los volvió a abrir y yo la besé en la boca, un beso suave, tierno. No pude evitarlo. Le dije "te quiero" aun a riesgo de estropearlo todo. Como única respuesta ella abrió un poco mas las piernas mientras yo le hacia el amor todo lo lentamente que era capaz. Sintiendo cada embestida en todo su recorrido, observando su cuerpo y su cara.
Observando sus pechos y su estomago. Poniéndome sus piernas en mis hombros, besándolas por encima de la seda de sus medias. Entonces ella alargó la mano y apagó la luz. "siéntelo" dijo. De vuelta en la oscuridad me dejé caer encima de su cuerpo y creo que fue en ese momento que le hice el amor como no lo he hecho nunca antes a ninguna otra mujer ni lo haré nunca más. Podría haber estado así horas, días o semanas. Mi pene entraba y salía con suavidad en su sexo mientras jugabamos con nuestras manos y nuestro pelo. Ella se corrió dos veces clavándome las uñas en un costado, la primera vez ahogando sus gritos pero la segunda vez gritando a todos los vecinos que allí, en aquella cama, había dos personas que no estaban follando sino que estaban haciendo el amor. Aquella noche la Luna se tomó vacaciones. Aquella noche le hice el amor a Carlota como siempre había imaginado y como posiblemente nunca volveríamos a repetir. Aquella noche fui feliz, tan feliz que casi podía tocar la felicidad con las manos, porque era real y ahí estaba. Su piel salada era la perfecta definición de la felicidad, sus labios húmedos, su sexo mojado, sus pechos blandos y magníficos. Volví a encender la luz y me corrí sin dejar de mirarla a la cara. Después me caí encima de mi cuerpo y nos quedamos así, abrazados, con mi pene fláccido dentro de su vagina, sintiéndonos simplemente. No se cuanto tiempo estuvimos, solo recuerdo que en un momento me levanté, fui a tirar el preservativo, me lavé el pene y volví a la cama para volver a empezar a jugar con ella, quería meterle mi pene en su boca, quería meter mi pene en cada agujero de su cuerpo, quería morderla en un hombro y después volver a hacerle el amor en la oscuridad. Mi deseo era tan irrefrenable que quería aprovechar cada segundo que nos quedaba antes de que se fuese para siempre. Volví a bajar a su sexo para seguir comiendo y después volví a subir para meter mi pene en su boca, después volví a bajar y finalmente decidimos encajarnos el uno en el otro para escribir el más maravilloso de números. Ella se corrió dos veces mas mientras yo mordisqueaba su clítoris y yo me corrí en su boca, a pesar de todo continuamos comiéndonos como si no nos hubiésemos corrido. Volvimos a hacer el amor, seguimos jugando hasta que el Sol sustituyó la Luna que nunca había salido y nos duchamos juntos y ella salió de mi casa para no volver nunca más.
Nunca más volvería a hacer el amor con nadie mas como aquella noche con Carlota.