Una noche como otra cualquiera

Silvia y Roberto son pareja. Son jóvenes, se quieren; pero la rutina es perversa. Mata deseos, destroza iniciativas. Contra ella, sólo hay una solución.

La pareja se acostó pronto. Casi como robots ambos se fueron a la cama, pasadas las diez y media, después de ver un aburrido concurso en la televisión. Se lavaron los dientes, hicieron una parada en el inodoro y se metieron en la cama. Ambos iban ya vestidos con el pijama y no necesitaron mostrar su cuerpo desnudo al otro para cambiarse de ropa. Los dos comprobaron que, en sus respectivas mesitas en los flancos de la cama, había un botellín de agua, un libro y un teléfono móvil con el despertador activado.

—Buenas… no… ches, cariño —dijo en medio de un bostezo el hombre.

La mujer no pudo evitar bostezar al tiempo y respondió con el mismo saludo. Se dieron un beso frugal y, bien acomodados en sus respectivos extremos de la cama, abrieron sus respectivos libros por los respectivos marca-páginas colocados la noche anterior.

No se cruzaron más palabras. No era costumbre. Simplemente leían. En la quietud del dormitorio, iluminados sus respectivos libros por sendas lamparitas situadas sobre las mesitas, solo sus respiraciones parecían desacompasadas. Quizá también el volteo de página, distinto porque los libros así lo eran, diferenciaba sonoramente de algún modo sus actividades individuales.

Al cabo de quince minutos exactos, ella volvió a colocar su marca-páginas entre dos hojas, cerró el libro, lo dejó sobre la mesita, comprobó que el teléfono móvil siguiese encendido y la alarma activada y apagó la luz de su lamparita. Casi un minuto después, repitiendo los mismos pasos, el hombre también apagó la suya.

Pero esa noche él no tenía sueño. Cosa rara. Al cabo de cinco minutos, él habló.

—Silvia, ¿duermes? —susurró sintiendo el borde de la colcha y las sábanas debajo de su barbilla. Hacía un poco de frío. Tenía las manos heladas, descansando sobre su pecho, entrelazados los dedos.

—No, aún no, Roberto —contestó Silvia también desvelada y sin saber la razón.

Roberto se sintió obligado a iniciar una conversación ya que pensó que era el primero que había hablado. Pero no se le ocurría nada qué decir. Pensó que deberían estar ya dormidos. No encontraba ningún tema de conversación interesante. Nunca lo había necesitado.

Y aquello le pareció tan triste como descorazonador. Sintió que el espacio que los separaba en la cama, no mayor de diez centímetros, era ancho y yermo. Enorme. Inmenso.

—Te quiero —dijo Roberto, en un susurro casi inaudible.

Silvia dejó que las lágrimas que habían aflorado a sus ojos, producto de los mismos pensamientos que asolaban a Roberto, recorriese sus mejillas. Pero lo hizo en silencio, sin estremecerse ni provocar ningún ruido.

—¿Te acuerdas de la última vez que practicamos sexo? —siguió él al cabo de unos minutos de desoladora espera, sin obtener respuesta por parte de su novia.

—Cómo no voy a acordarme, tonto —respondió al fin ella, entornando una sonrisa—. Cómo para no acordarme, creí que nunca volvería a sentarme derecha sobre una silla.

Silvia, al notar como los recuerdos inundaban su cabeza, hizo su sonrisa más amplia y sintió la necesidad de colocarse de costado en la cama, mirando hacia Roberto.

—Lo preparamos el día antes, ¿verdad?

—Lo prepararía yo si acaso, Roberto, que fui la enculada, no tú. Enemas y dilatadores progresivos cada seis horas. Madre del amor hermoso.

Roberto tragó saliva, contrariado. ¿Era esa la razón por la que habían perdido todo interés en el sexo? ¿Porque aquel escueto momento de disfrute no compensaba tanto aparatoso preparativo? Tampoco era necesario sexo anal siempre, ¿no?

—Pero te gustó, ¿no?

—Claro que sí, ya lo sabes. Te lo repetí durante varios días. No dejabas de preguntármelo. Decías que te remordía la conciencia.

—Y era verdad —confirmó él adoptando la misma postura que su novia, colocándose de costado frente a ella—. Pero fue un bonito regalo.

La mujer abrió la boca y luego rió.

—¡Es verdad! Ya no me acordaba —deslizó una mano fuera de la colcha, en la oscuridad, para palpar la cara de Roberto. Cuando la encontró, acarició con ternura la piel—. Fue tu regalo de cumpleaños.

Los dedos de Silvia se recrearon en la forma de la mandíbula, en las circunvalaciones de la oreja, en el mentón saliente.

Roberto notó como algo crecía entre sus piernas. Sentir de nuevo el tacto suave de los dedos de Silvia sobre su piel se le antojaba algo mágico, casi milagroso. No eran dados a expresar sus sentimientos físicamente. No de un tiempo a esta parte. Hacía tanto tiempo que Silvia no le tocaba que, cuando sus dedos resbalaron por su cuello, no pudo evitar gruñir de excitación. Ella se detuvo, indecisa, sin saber si sus caricias le estaban molestando o agradando.

—Me estoy empalmando, ¿sabes?

La amplia sonrisa de Roberto, oculta por la oscuridad, pero indicada por su risa, transformó el rostro de Silvia en pura alegría. ¡Le gustaba! Claro, ¿por qué no le iba a gustar?, recordó. Oyó su respiración entrecortada y ruidosa. Roberto siempre fue un hombre de sangre caliente. Siempre anhelando un contacto, un beso, un roce. Igual que ella ¿Por qué había sido tan tonta como para no recordarlo? Amaba a Roberto. Y la mejor forma de demostrárselo no era diciéndole que le quería. Era haciéndolo, era queriéndole.

Su mano, siguiendo las curvas del cuello de Roberto, se internó de nuevo bajo la colcha, buscando el calor, el aroma de la excitación que tanto la gustaba. Quizá por eso, porque también ella estaba excitándose sintiendo cómo él se animaba, agradeció que una mano de Roberto, cruzándose por el camino bajo la colcha con la de ella, arribase sobre su costado, se deslizase arriba y abajo y, finalmente, buscase con incontenida ansia sus pechos bajo la blusa del pijama.

Cuando las puntas de sus dedos rozaron sus pezones, un poderoso escalofrío la recorrió desde la coronilla hasta la punta de los pies. Tembló como una hoja a merced de una ventisca y resopló atropelladamente. Incluso excitada, con todas sus neuronas en piloto automático, dejándose llevar por los instintos más primarios, supo apreciar aquel gesto sutil y certero. Un roce tan sutil como candente. Tan tenue que parecía habérselo imaginado y, sin embargo, vibró entera al notar como todo su sexo se empapaba al instante, sus pezones se agarrotaban como pedruscos y sus muslos iniciaban un baile tembloroso que le era imposible dominar.

Se lamió los labios en un intento desesperado de tener ocupada su lengua y dar salida a la ingente cantidad de saliva que se le acumulaba en la boca.

Los dedos de Roberto, los de su otra mano, como si hubiesen estado agazapados, acechantes, a la espera de una señal, se internaron en el interior de su boca. Violaron la entrada de sus labios y se zambulleron en aquel magma viscoso y burbujeante que le quemaba el paladar.

La saliva se le desparramó por entre las comisuras. Aquellos dedos eran intrusivos, voraces, rudos, pero eran muy bien recibidos. Calmaban su ansia, ofrecían una ocupación a su lengua y sus labios gustaban de sorberlos y chuparlos, ayudados por la viscosidad que fluía de su boca.

Silvia sintió como, al compás de aquellos dedos ajenos en su boca, el placer que sentía se reflejaba cien veces en el resto de su cuerpo. Respiraba profusamente y sus pechos hinchados clamaban a gritos un poco de atención. Su vientre se agitaba y, más abajo, su sexo emitía chillidos de angustia en forma de dolorosas contracciones que la hacían mover sus caderas incontroladamente entre las sábanas. Sus piernas temblaban y cualquier posición que escogían pronto la cambiaban por otra. Incluso la planta de sus pies se sumaba a aquella desazón imposible de aliviar: le picaban horriblemente y necesitaba restregarlas entre las sábanas, buscando las arrugas que calmasen aquella desazón insoportable.

Pero lo peor, quizá, era el calor. Todo su cuerpo parecía irradiar un calor inaguantable dentro de la cama. Aquella excitación provocada por esos infames dedos, aquellos roces sutiles, esas caricias cargadas de veneno pasional la estaban haciendo sudar dentro de su pijama, dentro de la cama, dentro de su piel.

Ayudándose de las piernas, deshizo la cama y pateó la colcha y las sábanas al fondo del colchón, lo más lejos posible. Silvia no se dio cuenta que, mientras se destapaba, Roberto había introducido una mano dentro de su blusa para amarrar entre sus dedos la carne de sus pechos.

El alivio de la cama deshecha le duró bien poco. Seguía sintiendo un calor infernal, una opresión innatural, un sofoco que aumentaba a cada segundo exponencialmente. Se desnudó por completo, sin reparar en qué significado tendrían sus actos frente al hombre que se estaba ocupando ahora de sus pechos con sus dos manos y su boca.

El ataque no se hizo esperar. La entrepierna de Roberto se restregó contra un muslo, proclamando con cada frotamiento compulsivo la exagera dureza del miembro masculino. Roberto gimió al sentir la dulce sensación de restregar su excitación por la desnuda piel de Silvia. También él necesitaba dar salida a esa imperiosa angustia que le ceñía el pecho y le provocaba empellones que nacían de sus caderas. Era como si su polla, tan tensa como la cuerda de un violín, buscase el contacto del cuerpo ajeno. Cuando, incapaz ya de soportar el estar aún vestido, cuando Silvia hacía rato que había aliviado la quemazón desnudándose, se deshizo de su pijama empezando por los pantalones.

Cuando se quitó la parte superior, en aquel instante en que sus manos estaban ocupadas con la prenda, en el que la boca no estaba succionando y lamiendo pezones, no pudo evitar perder la ventaja de la iniciativa. Silvia se encaramó encima de él, pasando sus piernas alrededor de su cintura, aposentando sus nalgas en su pubis, abrasando con aquel horno flamígero su miembro empalmado.

La boca de Silvia tomó la suya sin previo aviso, sin establecer un pacto previo, unas reglas mínimas. Tomó con sus labios los suyos sin pedir permiso, sus dientes mordisquearon carne, su lengua se internó en su interior violando cualquier acuerdo tácito. Roberto se vio embargado, imposibilitado, maniatado. Estaba a merced de de una mujer que sentía como su cuerpo vomitaba magma fundido en forma de saliva espesa y flujos ingentes, que buscaba dar salida a aquel torrente de excitaciones acumuladas durante días, durante semanas, durante meses. Roberto no pudo ni gruñir; Silvia absorbía con su boca toda su esencia. Más abajo, escaldada entre humedades burbujeantes, la polla comenzaba a descubrir la furia de una mujer buscando sexo.

El vientre de Silvia presionaba el de Roberto, los muslos de ella apresaban la cintura de él y se ceñían a sus costados, sus nalgas certeras absorbían todo movimiento situado entre las piernas de Roberto; estaba imposibilitado, inmovilizado. Ni siquiera sus brazos podía mover: la fuerza de ella al agarrarle las muñecas superaba con mucho la de él. La excitación de Silvia la hacía bombear litros y litros de sangre por segundo, respirando furiosamente, inundando todo su cuerpo de hormonas que la controlaban y la sumían en una espiral de trepidante y ascendente excitación.

La danza dio comienzo y, con ella, los lamentos se adueñaron de la habitación. El vientre y el pubis de Silvia se ciñeron a la dureza de Roberto, restregando la hendidura contra el falo. Los gemidos subieron de tono a medida que los movimientos se encendían. Roberto sentía sobre su cara el aliento abrasador que brotaba de los labios de su novia y, más abajo, su pelvis se retorcía ante los abrasadores embates del coño. Con cada movimiento de aquella danza infernal, sentía como el glande, a punto de estallar, se embadurnaba con las humedades y atisbaba la entrada del sexo. Aquellos movimientos le volvían loco, le hacían resoplar y, el aliento de Silvia no hacía sino añadir más leña al fuego que le estaba consumiendo. No esperaba resistir mucho más. También su cuerpo estaba empezando a inundarse de hormonas que lo enloquecían y nublaban su mente, dejando solo una idea en su cabeza: aplacar de cualquier forma el incontenible deseo de retener el cuerpo de Silvia bajo el suyo. Retenerla y empalarla con su miembro.

Los restregones se repitieron con rapidez creciente. La espiral de placer que embargaba a Silvia la estaba enloqueciendo. Todo su cuerpo era uno solo ante la fanática idea de apresar aquel orgasmo que comenzaba a brotar de su vientre. Los lamentos se convirtieron en gemidos y los gemidos en chillidos. El cabecero de la cama golpeaba la pared con mayor rapidez. Silvia sintió como los brazos de Roberto la sujetaban del pelo y tiraban de su cabello hacia atrás. Su cuello arqueado la sumía en una plácida y dulce asfixia que agigantaba la sensación de infinito placer que estaba a punto de poseerla. Ya sentía el magma furioso y potente surgir de sus entrañas, esparciéndose como raíces por todo vientre. Los furiosos movimientos se tornaron frenéticos, casi rabiosos. Sentía su sexo arder; mil soles irradiaban todo su poder en el interior de su vagina y en el propio clítoris. La explosión era inminente, sus chillidos eran ya gritos salvajes, sus labios prendían de tanto mordérselos, el sudor la empapaba todo el cabello y sus nalgas vibraban con cada sacudida.

Y entonces, sobrevino la penetración. En medio de aquel maremágnum de sensaciones, de sacudidas y tensiones, la verga arremetió contra su entrada, abriéndose paso con brutal rudeza, desentrañando entrañas, licuando placeres. Silvia ahogó un grito que se convirtió en chillido mudo. Abrió la boca y los ojos en un intento de apresar todo aquel caudal de placeres aglutinados en su vagina. Su propio orgasmo, demoledor, salvaje, se mezcló con aquella sensación, mezcla de dolor y exquisito placer, producto de un empalamiento sorpresivo e intimidatorio. Los empellones del miembro taladrándola el alma crearon una especie de potente catalizador de su orgasmo, repartiéndolo por todas las fibras de su cuerpo. Al mismo tiempo que se dejaba llevar por aquel estado de inconsciencia consentida, la polla de Roberto la partía en dos. Más arriba, en su pecho, sentía como las manos de él apresaban y apretaban con saña sus pezones. Pero todo aquel dolor punzante no hacía sino añadir más carga placentera a un orgasmo que ya se dilataba en el tiempo mucho más de lo que habría imaginado.

Roberto resoplaba angustiado, enloquecido, extasiado. Silvia emitía chillidos monocordes con cada embestida, con cada opresión de pechos.

Solo cuando la verga de Roberto vació el semen en el interior, acompañada de profundos resoplidos de él, el orgasmo comenzó a remitir en el cuerpo de Silvia. Tomó conciencia de los tirones y entumecimientos de todos los músculos de su cuerpo, sometidos a tensiones extremas. Tomó conciencia del latir de su corazón, voraz y disparado como el de un colibrí. Tomó conciencia de sus pulmones ardientes, obligados a respirar casi a cada segundo para mantener una consciencia que deseaba abandonar en favor de un largo descanso y un profundo sueño. Todo en ella estaba agotado, sudado, reventado y exprimido.

Se dejó caer boca arriba al lado de Roberto como un fardo, sin ningún control de sus miembros, simplemente desesperada por aquietar aquel retumbar de latir que martilleaba sus sienes. Ni siquiera tenía fuerzas para pensar en aquella eyaculación sin condón ni píldora. Solo buscaba aquietar su corazón.

Al cabo de unos minutos, cuando ambos recuperaron la respiración, se abrazaron y besaron. Sus cuerpos se unieron, prestándose calor mutuamente, entrelazando miembros. Nada de lo que había entre ellos debía escapar. Se estrechaban con fuerza, juntando pechos, vientres, piernas, sexos y mejillas.

Porque ninguno de ellos quería perder nada de lo que habían recuperado.




-Ginés Linares-