Una Negra Embarazada
Negra, embarazada, perfecta. Su Oscuro Objeto de Deseo por fin entre sus brazos para su placer, y el vuestro.
Una Negra Embarazada
La había encontrado por casualidad en una de las cafeterías cercanas a su oficina; desde que la vio, ese local pasó a ser su preferido, encontrando siempre una excusa apropiada para observarla sentado en una de las mesas.
Ella era hermosa. Su piel negra como el carbón contrastaba con el resto de sus rasgos; su pelo oscuro y liso, cortado a la altura de los hombros, las suaves líneas de su rostro, sus ojos azabaches, cargados de sinceridad y con un puntito irresistible de inocencia, todo sus atributos maximizados y potenciados por su notable embarazo. La suave línea curva de su vientre, la plenitud de sus pechos llegando al máximo de su desarrollo, el halo de luz y belleza que la rodeaba en todo momento...
Él tuvo que carraspear y mover las piernas para evitar que se le notara la erección.
Al principio lo había tratado con una lejana indiferencia, pero poco a poco, con la fuerza del cliente regular, se había forjado entre los dos una relación de amistosa confianza, cargada tal vez de una inexpresable tensión que electrificaba el aire entre los dos. Y así, día a día, café a café, la observaba.
Aprovechaba los momentos de menor trabajo en la cafetería para invitarla a sentarse a su lado.
-“Tienes que evitar cansarte en tu estado.” –Decía con una sonrisa al ofrecerle una silla, embriagándose con su olor y el calor de su proximidad cuando la tenía a su alcance.-
Y pasaban los días, y las sonrisas se convertían en suspiros, los suspiros en miradas huidizas y las miradas huidizas en una rápida caricia de sus labios con los suyos. Él esperó al momento perfecto, sembrando las semillas que planeaba recoger.
Una noche, al terminar ella su turno, él se ofreció a llevarla a casa. Ella se mordió el labio con la duda pintada en sus ojos, él le regaló una sonrisa. Montada en su coche, la mujer temblaba levemente, el cinturón de seguridad se apretaba contra su prominente vientre, cargado con casi seis meses de embarazo. Sus pechos quedaban tensos, marcándose en la tela de la camiseta dos pezones grandes y erectos, listos para amamantar.
-“Tendrás que decirme tu dirección.” –La miró mientras encendía el motor.- “O sino tendré que llevarte a mi casa.”
Silencio, un largo y cargado de indirectas silencio fue lo único que recibió de su oscura pasajera. Sin poder ocultar su excitación, se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso dulce y casto al principio, ardiente y apasionado después. Echado sobre ella en el coche, podía sentir en su brazo la turgencia de sus pechos y la dureza delicada de su vientre. Bebió de su boca como solo alguien que conoce el sufrimiento de morir de sed podría hacerlo, mordió sus labios y dejó que mordiera los suyos, acunó con su mano uno de sus senos y notó la dureza reveladora del pezón delatando su excitación...
El claxon de otro coche los sobresaltó, sacándolos de su lujurioso frenesí. Sin embargo permanecieron con sus rostros juntos, casi tocándose, mezclando sus alientos en una respiración rápida y superficial. Volver a su asiento y conducir hacia su casa fue un suplicio, sabiéndola tan cerca y tan dispuesta a sus caricias, cuando la tuvo ya en el ascensor, no pudo evitar besarla.
Los espejos de la cabina le devolvían el reflejo de sus actos, él, blanco sobre negro, cerniéndose hambriento sobre su mujer, queriendo abarcar todo de su anatomía y maldiciendo por no poder tenerlo al mismo tiempo. Acarició con una de sus manos sus nalgas, apretando sus cuerpos todo lo que el vientre de esta permitía. Notar su erección dibujó una pequeña sonrisa en la chica, que se humedeció los labios con la lengua en un gesto tan involuntario como sexy.
Besó su cuello, su clavícula y sus orejas, le mordió en el hombro, apretó sus pechos, primero uno y luego otro, maldijo cuando se abrió la puerta del ascensor y la condujo, entre besos y caricias, a la puerta de su casa.
Sus manos temblaban tanto por la excitación que tuvo serias dificultades para introducir la llave y hacerla girar en la cerradura. Una vez dentro, lo que había sido una leve tormenta de lujuria se convirtió en un huracán.
Tiró su bolso y le quitó la camiseta con urgencia mientras la conducía hacía el dormitorio. Ella le siguió en un camino que muchas veces habían recorrido juntos. Una vez en el cuarto la sentó sobre la cama, besándole los pechos a través del sujetador color hueso que contrastaba magníficamente con su piel. Ella jadeó cuando apretó su pezón con los labios a través de la delicada tela. Él bajó sus manos raudamente hasta el elástico de los pantalones de la mujer y los bajo, maldiciendo por tener que separarse de su escote y dando gracias a Dios cuando por fin consiguió liberar sus piernas de la flexible prenda.
Se tomó unos segundos para contemplarla, semi-desnuda en su conjunto de ropa interior. Ella emitió un sonido gutural y estiró un brazo en su dirección para hacerlo volver. Mientras sus labios chocaban notó como los oscuros dedos de la mujer atacaban certeramente los botones de su camisa, deshaciéndose de ella a los pocos segundos. Las uñas de la mujer se clavaron raudamente en su pecho, dejando profundos surcos. Él emitió una carcajada triunfal cuando liberó sus senos de la tiranía del sujetador.
Presa de un hambre incontenible se lanzó sobre ellos; la mujer siseó de placer cuando por fin rodeó uno de sus oscuros y grandes pezones con los labios. Él lo apretó, tiró de él, succionó e incluso lo mordió, dándole el mismo trato a su hermano gemelo en cuanto terminó con el primero. Ella jadeaba, gemía y murmuraba palabras inconexas mientras le apretaba contra su escote, indicándole lo mucho que le gustaba lo que estaba haciendo.
Tras devorar sus pezones largamente, comenzó a bajar lentamente por su cuerpo, cubriéndolo de besos y caricias. Besó su escote y lamió el sudor que ya aparecía entre sus pechos. Lamió su abultado vientre, deleitándose de forma inenarrable con la tersura de su piel, conmoviéndose en lo más profundo de su alma de estar ahí, por fin, saludando al que siempre fue y siempre sería su hijo.
Ella se agitaba, alzaba las caderas, invitándole, rogándole, suplicándole con su cuerpo que llegara hacia su Secreto. Él no se hizo de esperar y le dedicó las más lúdicas y variadas atenciones. La tela de la delicada prenda intimada delataba la humedad a duras penas contenida, el hombre no pudo menos que pegar su nariz en el sexo de su mujer e inhalar el perfume de su excitación, fragancia que le provocó un estremecimiento de pura lujuria animal.
Sintió un genuino placer cuando la hizo gemir con sus caricias superficiales, jugueteó con sus braguitas hasta que estas quedaron tan empapadas de su saliva como de flujo vaginal. Las bajó mientras le mordía en el interior de los muslos, donde tanto le gustaba, regando de besos sus piernas, acariciando sus pies, y lanzándole las braguitas una vez la liberó de su prenda.
Y ahí estaba, por fin, después de tanto tiempo: Su mujer.
Negra. Embarazada. Perfecta.
El sudor había convertido en ónice brillante la piel negra de su mujer, sus pechos se agitaban arriba y abajo por lo superficial de su respiración, su abultado vientre y terso vientre clamaba su fertilidad a los cuatro vientos. Él sintió un calambre en la entrepierna y un temblor que agitó hasta sus rodillas.
Con movimientos frenéticos se deshizo de la ropa que le cubría, llevándose los pantalones y la ropa interior en un solo tirón. Estaba tan excitado que la punta de su virilidad estaba perlada de gotas de líquido pre-seminal, que amenazaban con derramarse en cualquier momento.
Él regresó con su Oscuro Objeto de Pasión y ella lo recibió con las piernas abiertas. Él se lanzó directamente hacia su sexo, frotando su mejilla con su intrincado bello púbico, acariciándolo mientras observaba hasta el último detalle del rincón más secreto de la anatomía de una mujer.
Una vez más se maravilló por lo que veía. Jamás había contemplado un sexo de color tan rosado, marcando un clarísimo contraste con la piel negra de la mujer. Los labios mayores le llamaban, completamente abiertos, mostrando la tierna flor rosada que brillaba cubierta del rocío de la excitación femenina.
Él devoró la rosa.
Ella gimió en voz alta.
Insaciable, voraz, anhelante, hambriento... Su lengua y sus labios cubrían frenéticamente cada pliegue de la piel más delicada de la mujer, llevándose en cada arremetida una parte de su néctar y provocando que la fuente que lo provocaba se desbordase. Colocó un cojín bajo las caderas de la mujer para tener aún mejor acceso a su húmedo manantial, frotó con la punta de su lengua el punto más sensible de su cuerpo y esta estalló en un gran y escandaloso orgasmo.
Él tragó voraz todo lo que el cuerpo de su querida mujer le regalaba, deleitándose de la mezcla de sabor, olor y textura, deseando que su fuente preferida no dejara nunca de fluir. Febril e incansable, continuó su tarea, intentando desdibujar los pliegues de la vagina de la mujer a golpes con su lengua, quería más, necesitaba más, ¡Dame más!
Ella se volvió a precipitar al abismo, alzando sus caderas y arrastrándole consigo en su clímax. Él la sujetó como pudo, no queriendo separarse de su Oscuro Objeto de Deseo, pero finalmente impelido a hacerlo por su propia necesidad, al que en su estado de sobrexcitación bien podía ser que le llevara hasta el orgasmo el simple roce de las sábanas.
Trepó por la oscura belleza de la mujer, colocando su virilidad en la entrada de esta. La plenitud de su vientre hacía difícil la postura, pero le dio igual, en su estado no necesitaría grandes esfuerzos para terminar, tan solo el calor que manaba del sexo de la mujer ya amenazaba su autocontrol.
Justo antes de penetrarla la miró a los ojos. Estos, fogosos, oscuros y transidos de deseo, así como emociones más profundas e intensas, brillaron invitadores. Los oscuros dedos de la mujer se ensortijaron con su cabello, acariciándole la cabeza, tirándole del pelo cuando finalmente se aventuró en sus íntimas profundidades.
Jamás había estado tan caliente. Su vagina lo apresaba, ardiente y profunda, dándole el embarazo una geografía muy distinta a la que ya conocía. Presionó más con sus caderas, llegando lo más profundamente que permitía su postura; cerró los ojos y disfrutó.
Era el baile más antiguo del mundo, la danza de la reproducción, solo que en este caso la danza ya había dado sus frutos antes, y sin embargo, ¿Acaso importaba? Acometió sobre ella una vez, y otra, y otra. El sonido de sus acometidas llenó el cuarto, saturado con el olor a sexo. Ella gemía, él apenas podía contener sus jadeos.
Los músculos vaginales de la mujer le recibieron como a un viejo amigo largo tiempo extrañado, él sintió como su cuerpo se precipitaba al borde del delirio, puntitos blancos aparecieron frente a sus ojos por la dureza con la que los apretaba. Cuando notó como sus testículos decían basta, abandonó el cuerpo de la mujer.
Ella emitió un sonido estrangulado cuando salió bruscamente de ella, le tiró del pelo para hacerlo volver a sus profundidades, pero él tenía otra idea, una que había aparecido en lo más recóndito de su mente, alentada tal vez por lo más primitivo que llevaba dentro.
Sujeto su virilidad, notándola cubierta del denso y traslucido néctar de su mujer, y apenas tuvo tiempo de apuntar cuando la erupción de su lujuria acumulada le sobrevino. No pudo evitar rugir de placer cuando el orgasmo le atravesó como un rayo, y chorro a chorro, su semilla se derramó sobre el vientre de la mujer.
Blanco sobre negro, su semen marcaba como una bandera lo que era suyo, tanto por dentro, como ahora por fuera.
Mirándola a los ojos extendió su simiente por su abdomen como si de la más cara de las cremas se tratara. Ella entendió el mensaje, lo entendió claramente, y sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción y felicidad. Una sonrisa bailaba en la comisura de sus labios, un leve temblor la asaltó ante su gesto.
Él la abrazó, estrechando todo su cuerpo, y pronunció palabras de amor, perdón y devoción en su oído. La acarició suavemente, reacio a dejar que se alejara de él ni un centímetro, asustado ante la posibilidad de perderla. Había sido en esa misma habitación, hacía unos meses, donde había pronunciado las palabras fatídicas al enterarse de que iba a ser padre. El miedo y la sorpresa del momento le habían asaltado, convirtiéndolo en una masa informe de inseguridad con voz.
Había visto el dolor en sus ojos ante sus palabras, las peores que se le podían decir a una mujer en estado de buena esperanza, había presenciado inmóvil como se iba, bloqueado sin saber qué hacer. Y en cuanto se cerró la puerta había sabido que la quería, la amaba y la necesitaba más que a nadie en este mundo.
Mientras besaba su pelo sonrió al recordar lo difícil que se lo había puesto, día a día en la cafetería, tratándole como a uno más, obligándolo a ver como su cuerpo se convertía en el de una Diosa Negra de la Fertilidad, y privándole de poder tenerlo.
El cansancio del día, la pasión y su estado hicieron poco a poco mella en la mujer, provocando que sus párpados se cerraran y sumiéndola en un dulce sueño. Él la tapó con una sábana y la observó dormir durante horas, bebiéndose sus rasgos. Cuando dio indicios de despertar, él la recibió con un beso y el saludo de su virilidad pegada a sus nalgas. Ella sonrió y le invitó a recorrer cada parte de su cuerpo.
Mientras se enterraba en ella una vez más, con una mano rodeando la firmeza de su vientre –acariciando a su hijo-, él se dijo que nunca la volvería a perder, nunca, jamás, pasara lo que pasara. Protegerla, cuidarla, amarla, necesitarla, hacerla reír, proveerla y desearla.
Él era suya, ella era de él. Su Negra Diosa de la Fertilidad, Su Oscuro Objeto de Deseo... Ahora y siempre, su mujer.
PD. Un placer leeros y que me leáis.