Una mujer complaciente: El encuentro

Cuando la conocí, me atrajo maravillosamente, pero nunca imaginé que llegaría a ocupar un sitio tan especial en mi vida, después de vivirla tan intensamente a su lado, entregándonos los dos al disfrute y satisfacción de nuestros deseos.

EL ENCUENTRO

No cabía en mí de gusto. Aquella tarde, por fín, después de innumerables veces en que insistí con ella, no directamente, sino insinuándole las cosas, de manera que entendiera mis pretensiones, había logrado el tan anhelado sí. Por fin, aquella noche sería mía y gozaría de ese frágil cuerpecito que me traía loco y con varias noches en vela.

Aunque trabajábamos en la misma oficina, pocos momentos podíamos estar a solas, y era entonces cuando enfilaba mi caballería verbal hacia su defensiva, esperando derrumbar aquella fortaleza de su indecisión, motivada quizá por algún fracaso amoroso anterior, que la hacía ser desconfiada en extremo.

Se resistía a abrir su corazón, pero no podía ocultar que su rostro y su cuerpo reflejaran sus ansias contenidas.

El día anterior, al terminar nuestras labores, antes de despedirnos, volví a insistir, pero ella se hizo la disimulada y salió, pero regresó enseguida con la respiración entrecortada. Se notaba que el deseo la consumía, pero no daba su brazo a torcer.

La atraje lentamente hacía mí y traté de besarla, pero se escabulló felinamente y puso una considerable distancia entre los dos. Me acerqué a ella nuevamente y mi pene, ansioso de su cuerpo al tenerlo tan cerca, trató de introducirse entre sus piernas, quedando tremendamente erecto, cosa que ella sintió, por lo que se alejó convenientemente, pero sin dejar de mirar con ojos de deseo mi tremante miembro, que se exhibía sin recato, pero con toda la intención de darse a desear, cosa que consiguió, pues su mirada quedó como hipnotizada contemplando aquel objeto que se erguía en homenaje a ella.

Le pedí que se acercara, queriendo sentirla junto a mí nuevamente.

Ella se negó, ofreciéndome que al día siguiente aceptaría irse conmigo, y lanzándole miradas ardorosas a mi pene, se marchó, diciendo que la esperaban.

Al día siguiente confirmé su ofrecimiento, y toda ruborosa me aseguró que por la tarde nos iríamos.

Por la tarde, salí yo primero, para evitar las murmuraciones de los compañeros de trabajo, y le hablé por teléfono para saber si se encontraba lista, pues retrasó su salida ocupándose del archivo, dando tiempo para que los demás se fueran y la dejaran sola.

Le dije, con voz ronca, que denunciaba mis ansias, que en ese momento pasaría por ella.

Tomé un taxi, que me llevó rápidamente a la oficina, y allí la encontré, todavía ocupada, pero dejó el trabajo enseguida y se dedicó a guardar sus cosas en su bolso de mano.

Traté de besarla lleno de deseos, pero me apartó suavemente, bañándome con su mirada llena de ofrecimiento pleno.

Salimos de la oficina y tomamos un vehículo que nos conduciría a un lugar en el que podíamos estar a saldo de miradas curiosas.

Durante el trayecto, no dejaba de acariciar sus manos, que disimuladamente yo ponía sobre mi pene erecto, para que ella sintiera su palpitante dureza.

Al llegar a un motel de las afueras, solicitamos una habitación y aunque no fue lo suficientemente cómoda como yo esperaba, sí serviría para resguardar nuestra intimidad.

Tomé la llave, y nos dirigimos a la habitación que nos fue asignada, notando con satisfacción que allí si cuidaban el aspecto higiénico, porque en la entrada se exhibía un letrero con papel inviolado, con una leyenda que pregonaba que el cuarto había sido desinfectado convenientemente.

Retiré el papel protector e introduje la llave para abrir la puerta, que se nos antojaba la entrada hacia la felicidad.

La empujé suavemente, y ante nuestros ojos quedó, en medio del cuarto, una cama perfectamente tendida, con sus sábanas, albeando de limpias.

Prendí las luces, que iluminaron tenuemente la habitación, y levantándola en mis brazos, traspuse el umbral, dirigiéndome hacia el lecho.

La dejé sobre la cama y regresé a la puerta para cerrarla, y quedamos allí los dos, aislados del mundo, para vivir únicamente nosotros la aventura que nos aguardaba.

Regresé al lecho, e invadido por unas ansias incontenibles, por fin pude apresar entre mis labios aquella boca cálida, pintada de un color oscuro, que se antojaba una uva fresca.

Saboreé con delicia aquella caricia que prolongamos por varios minutos, gozando de este contacto íntimo, tanto tiempo anhelado.

Seguí besándola, y nuestras caricias fueron haciéndose cada vez más atrevidas, pasando de los castos besos, a los apasionados, que hacían hervir la sangre, que se agolpaba en nuestras venas, produciéndonos un calor intenso, y hacía desearnos cada vez más.

Después de unos instantes de acariciarnos continuamente, empezamos a desvestirnos, dejando nuestras ropas sobre un mueble de la habitación, gozando de la lenta exhibición de nuestros cuerpos bañados de sudor, y nuestros rostros enrojecidos por el deseo de la entrega que se avecinaba.

Ella se quitó el sostén y un par de redondos senos quedó ante mi vista y sin poder contenerme los besé y succioné ávidamente en los oscuros pezones, que se pusieron erguidos al contacto de mis labios.

Jugueteó mi lengua con ellos durante un instante, logrando producirle intensos suspiros de satisfacción, demostrándome ella su agradecimiento, acariciando mi cabeza y besando mis orejas, lo cual me enervaba más.

Mis manos recorrieron su cintura, y al tropezar con la pantaleta, pequeña, que apenas cubría su sexo y una porción de sus nalguitas, tiré de ella y la fui deslizando lentamente a lo largo de sus piernas, tersas y limpias de vellos, solazándome en acariciarlas.

Cuando la prenda íntima cayó a sus pies, se deshizo de ella y yo pude acariciarla en su húmedo sexo, sin dejar de chupar sus pezones, encantado con su exquisito sabor.

Encontré en su entrepierna el erguido clítoris, que fue al encuentro de las caricias de mi mano, y procedí a frotarlo con deleite, introduciéndole mis dedos en su coño revenido abundantemente, proporcionando la lubricación necesaria para evitar la irritación del frote.

El olor de su sexo excitado, me subía la temperatura, haciendo que mi sangre, fluyendo por mis venas, acudiera hasta mi pene, llenando totalmente el cuerpo cavernoso, consiguiendo con ello aumentar su volumen y su dureza.

Ella, al notar mi erección, acarició mi pene dulcemente con sus manos y lo frotó con deleite.

Yo, no pudiendo contenerme, acerqué mi boca hacia aquella gruta del placer y aprisioné el erguido clítoris entre mis labios, succionándolo y mordisqueándolo, con lo que ella se revolvía, víctima de las más extrañas sensaciones, que consumían su cuerpo.

Seguí besando su sexo y lamiendo los labios húmedos, que se abrían palpitantes de deseos, y sus ingles se movían de arriba hacia abajo, con los movimiento de la jodienda, yendo en busca de mis labios.

Yo disfrutaba de esta caricia tan íntima, y prodigaba mis besos por todo lo ancho y largo de su sexo, satisfecho de poder lograr su deleite.

Entretenido como estaba, no me di cuenta de cómo mi pene se introdujo en su boca, en la que la cabeza golpeaba las húmedas paredes, entrando y saliendo, sintiendo la presión de los labios en todo lo largo de su carne hinchada. Y era, que ella, queriendo complacerme, retribuía las caricias que proporcionaba mi lengua a su sexo, tratando de trasmitirme las sensaciones que experimentaba, reciprocando su placer, y logrando que yo, en el paróximo de la dicha, imprimiera a mis lengüetazos mayor velocidad, consiguiendo producirle varios espasmos, antes de decidirme a abandonar aquel santuario del placer.

Arrodillándome frente a ella, abrí sus piernas y me dejé caer entre ellas, para introducir anhelantemente mi rígido miembro, que con la ayuda de la lubricación que ya tenía, se hundió hasta los testículos, buscando meterse hasta lo más profundo de aquella caverna sexual, que lo recibió con ansias verdaderas, aprisionándolo entre las paredes húmedas y cálidas de carne palpitante de deseos, tan prolongadamente contenidos.

Empecé a atacar con lentos movimientos de mete y saca, mientras mi boca inquieta recorría cada centímetro de su piel ardorosa, buscando excitarla a través de todos sus poros, que recibían mis caricias estremeciéndose de placer.

Mi verga penetraba velozmente aquel delicioso coño, y mis manos acariciaban con deleite sus pechos y sus nalgas, apretándolas, hasta producirle un pequeño dolor, que no sentía, ante la inminencia del orgasmo por llegar.

Seguimos moviéndonos apresuradamente, buscando la más perfecta unión de nuestros sexos, tratando de proporcionarnos todo el placer que éramos capaces de dar, entregándonos totalmente, y sin inhibiciones de ninguna especie.

Eran maravillosos aquellos momentos, en que dos cuerpos se consumían dentro de la hoguera del placer, frotándose internamente, con vehemencia, gozando del delicioso frote, con el ansia infinita de fundirse en uno solo.

El frote continuado y las caricias y besos apasionados no tardaron en dar sus frutos, y entre suspiros y frases de dicha, descargué el contenido de mis testículos en aquel coñito rico, que me absorbía materialmente el pene, y lo apretaba deliciosamente, buscando sacarle hasta la última gota de licor amoroso.

Después de esta primera explosión de mi pene, luego de descansar un momento, aún no satisfechas nuestras ansias, continuamos nuestra entrega, penetrándola varias veces, en diferentes posiciones, hasta que ya cansados, pero aún con ganas de seguir disfrutando de nuestra dicha, tuvimos que rendirnos, y después de tomar un baño con agua fría, porque no había caliente, abandonamos aquella habitación, que fue testigo de nuestro primer encuentro.

Nos frecuentamos nuevamente y fuimos aprendiendo muchas cosas uno del otro, satisfaciendo nuestros instintos, sin importar la forma en que podíamos lograrlo, gozándonos mutuamente, formando lo que podía llamarse una pareja perfectamente acoplada sexualmente, que conocieron del infinito placer de la entrega que se hace por primera vez.