Una monja en la vida del putito infiel

No se me daba para nada eso de la religión, pero...

Déjenme dar un pequeño salto en el tiempo, para detenerme casi un año después de aquella noche, sobre la cual ya algo les hablé en "Una sorpresa para el putito infiel". Durante ese tiempo, principalmente en los primeros meses, sufrí algunas consecuencias adicionales derivadas del episodio, pero no me gusta tanto recordarlas.

En cambio, lo sucedido en esos días en los cuales si, quiero detenerme, fueron algo raros, y dejaron otra marca indeleble en mi corazón, de la cual me puedo acordar con ternura y a medida que me extiendo, me propone nuevos motivos de excitación.

Mis días se habían reencauzado nuevamente, estaba empezando a estudiar e investigar, hurgando en la historia, sobre un tema que realmente me intrigaba, que consistía en conocer como cómo habían llevado adelante sus vidas otros homosexuales, lo suficientemente conocidos como para que los datos sobre ellos fueran susceptibles de ser ubicados en algún libro de historia y con los cuales, de una u otra forma, lograra identificarme.

Hay una constante en mi vida que no sé en que medida puede ser similar a otras historias. El placer sexual me apasiona, pero si bien es cierto que en última instancia lo encuentro en las horas compartidas con personas de mi mismo sexo, o que sin serlo, de todos modos me permitan ocupar siempre el rol pasivo, -de hecho ha habido mujeres que se han convertido en hitos esenciales en mis recuerdos- , pero, quería decir, no salgo a buscarlo en cualquier lado y de cualquier manera.

Tengo la sensación, de que por mi forma de vida, cada minuto de cada día, de alguna manera, forma parte del conjunto del placer. Mis costumbres, la posibilidad de concretar ciertos caprichos, los juegos feminoides, ¡qué sé yo! Y naturalmente las distintas maneras que he encontrado de autosatisfacerme.

Todo esto viene a cuento porque en ese año, solamente intimé con una persona durante un tiempo. Nada más.

En el día en el que me voy a detener, estaba leyendo un viejo y pequeño libro sobre hombres desempeñando en su conjunto, un rol decididamente femenino en una sociedad ya extinguida en un perdido paraje de Europa. Sobretodo, me encantaban ciertas descripciones sobre los castigos que las mujeres, principales actores sociales de aquel entramado, les infligían a los hombres, abyectamente reducidos.

Carola, mi hermana, entró en mi habitación y me dijo que mamá, ella y mi otra hermana querían hablar "seriamente" conmigo. "¡Y haceme el favor", agregó, "¡sacate ese maquillaje de los ojos, porque sino la seriedad se va al carajo!" ¡Hermanita querida! ¡Siempre tan dulce y receptiva!. Solté una carcajada, pero le pedí un minuto para ponerme presentable. Y bueno, si, cuando mi familia se ponía solemne, había que prepararse. De modo que no sólo me despinté, sino que además me quité la bata que usaba y me puse un conjunto de jogging. "Para aportar seriedad Carolita, reconocelo", le dije, mientras la tomaba del hombro y la acompañaba al living donde me esperaban las otras dos ¿Catonas, estará bien?. En fin

En realidad pronto descubrí que mi madre había requerido la colaboración de mis hermanas, pero estas, a pesar de alguno que otro esfuerzo para apoyar solemnemente el discurso de mamá, se tomaban la cuestión bastante en joda. Y no era para menos, porque un rato antes, ellas se había llevado la misma sorpresa que yo ahora. ¡Una monja en la familia!

Está bien que de una familia italiana como la de mi viejo debería esperarse cualquier cosa, pero claro, si uno está alejado de lo que llamaríamos el centro de la acción, es decir de Italia y de la familia del italiano que era mi padre, se distrae, se olvida, y de pronto la madre de uno le está diciendo cosas como que "Vos no podés hacerle una cosa así a tu padre en presencia de la hija de su hermano". La hija de su hermano, la monja. Venía al país por alguna historia de su profesión y al parecer su padre le había encarecido que tomara contacto con su hermano. (Contacto que realmente no se habían empeñado en mantener o cultivar, ya que el viejo se sentía en deuda con la familia, o tal vez no suficientemente digno, no sé, esas cosas de los inmigrantes). Pero lo cierto es que ahora, se nos venía la monja y claro está, ya que no podían esconder al gran pecador, intentaban convencerlo de que actuara de aquel que se suponía podría ser digno de semejante visita.

"Mami, pero dale, dejate de rodeos y tanto discurso, ¿Qué querés que haga?" Ella levantó la vista, por un instante advertí que esa especie de desconsolada resignación que a veces aparecía cuando estaba conmigo, se convertía en un rayo de rebeldía, ¿de indignación?.

"¡Que durante estos días te comportes como un hombre!". "¡A la puta! En cualquier momento ponemos la foto del Duce también para no desentonar" Le respondí. Pero a renglón seguido, intenté tranquilizarla: "¡Quedate tranquila mami, voy a ser todo un caballerito!. Hasta me conseguiré un trabajo momentáneo en el puerto". Dicho lo cual me fui, no sin advertir las sonrisas diabólicamente divertidas de mis hermanitas.

Carola, que de las dos, era la más cínica seudo compinche mía, me siguió: "¿Cómo harás ahora hermanito para evitar incinerarte en las llamas eternas?". "Carola, querida, no te preocupes por mi, Nuestra casta prima se llevará el mejor recuerdo de esta rama de la familia. Si es necesario, acompañaré a… Che, ¿Cómo se llama la mina esta?" "Annunziatta, creo que todos en la familia le dicen Nuncia, pero su nombre religioso es otro. ¿A quien vas a acompañar?" "Decía Carolita, que si es necesario acompañaré a Sor Nuncia, todos los días a la misa de las cinco de la mañana". Dicho esto, la eché cariñosamente de mi habitación, cerré la puerta y volví a mi libro.

Sin embargo, no retomé la lectura. No me preocupaba el tener que actuar un papel durante equis cantidad de días. En absoluto, Antes bien, me daba gusto. Sería un juego, y sabía que la actitud expectante de mis hermanas, prontas a pescarme en algún renuncio, le agregarían un condimento especial a la comedia. Eran otros mis pensamientos. Esta mujer, sería la primera familiar de mi papá que conocería. Era algo así como la curiosidad por una pequeña cortina que tal vez se descorrería para mostrarme algo de la historia de mi padre, que a todos aquí, nos era bastante desconocida.

Todo el día siguiente lo pasamos a puro preparativo. Teníamos que reacondicionar la habitación que usaría nuestra monjita, ya que si bien disponía de los muebles necesarios, generalmente iba a parar allí todo trasto en desuso o que sin serlo, no tenía lugar fijo en la casa. Un poco por comodidad y otro poco de puro cretino, para provocar, sobretodo a mi madre mientras estábamos trabajando, lo pasé vestido con un top de algodón muy cortito, y una minifalda, tan breve, que cada vez que me agachaba exhibía la bombachita rosa que llevaba. Por supuesto, usaba un lápiz de labios que ni en broma hubiera usado en circunstancias normales de tan horrible que me resultaba por lo desaforadamente chillón. Tal vez también estaba preparando una exhibición de contrastes.

Porque al otro día, el de la llegada, cuando aparecí ante mi madre y las chicas, ya preparado para ir al aeropuerto, no se desmayaron de la impresión, creo que para no desordenar nada, en una sala que aparecía como lista para un velatorio, de tan impecablemente arreglada que estaba. Y no era para menos. Si hasta yo mismo no me creía. Me había peinado con el pelo bien estirado hacia atrás, donde me había hecho una muy prolija colita. Tenía un pantalón gris, una camisa de poplín, la corbata extremadamente sobria y el consabido blaizer azul. ¡Y horror! Unos aburridísimos mocasines negros. Hasta me pareció que mi madre elevaba los ojos en muda plegaria de agradecimiento. No, mentira, pobre. Ella es una mujer de una personalidad exquisita, por ese tiempo algo opacada por la vida gris que llevaba junto a mi padre. Pero no era de andar mirando el cielo para dar gracias.

Ya terminados los trámites aduaneros, cuando por fin la Hermana Nuncia estuvo frente a nosotros, dos cosas me sorprendieron: Que usara el antiguo hábito, largo hasta los tobillos y su estatura principalmente. Debía medir casi un metro ochenta, delgada y llamativamente linda. Quiero decir que fue la primera impresión. No sé porqué, uno suele imaginar, cada vez que piensa en monjas, -tampoco sé porque uno debería andar pensando en monjas- que se trata de rostros ajados, aún cuando sean jóvenes, tal vez porque deben tener el alma ajada para elegir semejante profesión, entonces, vas a encontrarte con una monja, y te ves frente a una joven que quizá no llegara a los treinta años, de piel suave, ojos brillantes, y en lugar del característico gesto de boca fruncida, un par de carnosos labios, y en la cual, a pesar del hábito y de esa especie de babero blanco común en esos uniformes, hasta se podía percibir la existencia de un busto, que parecía resistirse a la severidad de la basta tela azul. Bueno, que si mis acompañantes adivinaran mi pensamiento, estarían confirmando para si, mi insalvable grado de perversión. Una voz baja, casi un susurro, de tonos graves, se dirigió a mi y acercó su mejilla a la mía en una especie de simulacro de beso, mientras apretaba afectuosamente uno de mis brazos.

Ya en el estacionamiento, Silvina, mi hermana mayor optó por irse en taxi. En el asiento trasero de nuestro auto nos acomodamos Carola, Nuncia y yo. Obviamente el espacio no sobraba, de manera que íbamos algo apretados y por momentos sentía el muslo de ella pegado al mío. Debí admitir para mi mismo, que si bien las mujeres en general poco o nada me perturbaban, de esta mujer emanaba un algo extraño, que de alguna manera me producía cierta inexplicable inquietud.

Llegamos por fin a casa, ella procedió a instalarse y luego, más tarde, estuvimos charlando cómodamente instalados en la sala, hasta bastante tarde.

En los días que siguieron tuve que modificar algunos otros prejuicios que había alimentado sobre mi prima. Tenía una forma de pensar, de ver las cosas, que jamás hubiera podido imaginar en una religiosa. No sólo eso. Además nos descubrimos compartiendo un montón de gustos similares, y me dejó frío cuando supe cuanto le gustaba U2, a propósito de su próxima visita a nuestro país. Conocía mejor que yo sobre la trayectoria de Bono, en fin, toda una revelación la monjita.

Durante todo ese tiempo, la inquietud que despertaba en mi su presencia, su desenfado, continuó, sin solución de continuidad. Y, la verdad sea dicha, eso estaba comenzando a alterarme, como me alteraban todas las demás sensaciones que no entendía.

Una mañana, ella había salido por cuestiones relacionadas con su visita, y yo sin siquiera preguntarme el porqué, me metí en su habitación. Una vez adentro me detuve, en tanto con la mirada recorría cada rincón. No había nada anormal en ella, pero allí dentro, de nuevo comenzaba a aguijonearme la extraña sensación de todos esos días. Me acerqué al placard, y abrí uno de los cajones. Era el de su ropa interior, y me sorprendió comprobar que su lencería no guardaba diferencia alguna con la que usábamos cualquiera de mis hermanas o yo mismo. "¡Vaya con la monjita!", dije para mis adentros. Continué revisando hasta que encontré una pequeña valijita, lamentablemente cerrada con llave. La dejé donde estaba y volví al placard. Sin medir los riesgos ni pensar en los tiempos, de ida, de regreso, de Nuncia, me quité el pantalón y me puse una de sus bombachas. Ya desde el momento en que la elegía, la excitación del momento se tradujo en una gradual erección de mi pija. Mientras deslizaba la prenda, subiéndola sobre mis piernas pensé que estaba para acabar en cualquier instante. No me detuve allí. Tomé una especie de enagua o viso de cintura que formaba parte de su hábito y también me la puse. Dí unos pasos y mi pija latía sin control. Me empecé a masturbar y en un par de minutos estaba haciendo malabarismos, mientras acababa, para evitar que mi leche manchara su ropa o cayera al piso, buscando que se derramara exclusivamente en mis piernas. Me quité la ropa precipitadamente y me fui de allí poco menos que corriendo.

Empecé a desear que esa mujer se fuera de una buena vez. Por primera vez en mi vida, una fémina me producía este tipo de sensaciones, porque era consciente de que no me había masturbado por usar ropa de mujer. Fueron, su perfume, fue la sensación misteriosa de percibir en su ropa algo de la presencia de mi perturbadora prima.

En la mañana siguiente, la de su último día en nuestra ciudad, porque debía viajar hacia un lugar del interior, para visitar un convento de su congregación o al menos yo lo supuse así, no lo sé, al levantarme, comprobé que estaba solo en la casa. Seguramente la habían llevado para mostrarle algo más de la ciudad. Pero no fue así. Lo supe en el momento en que ella regresó, sola. Nos saludamos con un cordial gesto y ella siguió hacia su habitación.

Yo estaba en la cocina preparándome café, cuando ella volvió. Por primera vez la veía sin el velo o como se llame eso que usan las monjas en su cabeza. Otra sorpresa y ya iban… Contra lo que cualquiera puede suponer, o yo al menos, lucía una espléndida cabellera rojiza, corta, apenas si llegaba a sus hombros, pero bellamente alborotada. Advirtió mi sorpresa y rompió a reir.

"¿No te doy descanso, verdad primo?". Me dijo, mientras se acercaba.

"Bueno, Nuncia, debo admitir que fuiste toda una lección para mi. Desde que llegaste no has dejado de sorprenderme. Deberé confesar que tenía una idea totalmente equivocada de las monjas", le respondí, en tanto le ofrecía su café.

"¡Ay querido, querido, ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor yo soy una monja algo diferente? ¿Porqué generalizar?".

"Es cierto". Debí aceptar. "Pero en fin, mejor entonces decir que nunca se me hubiera ocurrido pensar en una prima monja, tan, tan…"

"¿Tan que…?" Me interrumpió ella.

"…tan especial", completé la idea.

Ella se rió nuevamente. Pero de pronto cambió su tono y dijo:

"Estoy algo preocupada. Me di cuenta que alguien registró la habitación, descarto que hayan sido tu madre o tus hermanas, pero no sé que pensar, ¿entonces quien?"

Lo dijo en voz baja, como si se hiciera la pregunta a si misma, pero había clavado sus ojos en mi y yo tuve la cabal sensación de que ella lo sabía. Pero de inmediato cambió su tono:

"¡Ah!, me gustaría mostrarte un recuerdo que te voy a dejar, ¿querés venir?".

La seguí a su habitación y ella tras dejarme pasar cerró la puerta. Trajo la valija pequeña que yo había visto cerrada, sacó algo de su interior y me pidió:

"Cerrá los ojos y poné así las manos", mientras adelantaba sus brazos con sus manos abiertas, para mostrarme.

Me senté en la cama e hice lo que me pedía. A esta altura yo estaba totalmente alterado. Había algo que se estaba saliendo de cauce y por primera vez, que lo recuerde, sentí que en una situación frente a otra persona, yo no tenía control alguno sobre los sucesos. Puso algo en torno a mis muñecas, abrí los ojos y me encontré sujeto por un par de esposas de cuero, aunque con un cierre metálico con llave. Pero no me dio tiempo para sorprenderme ni para hacer ninguna pregunta. Se alejó de mi y mientras daba un par de pasos, levantó la falda de su hábito lentamente. A medida que lo hacía, absolutamente paralizado por la sorpresa pude ver sus piernas, sus muslos y por último su cuerpo entero cuando la vestimenta fue arrojada a un lado sobre la silla. Mis ojos se detuvieron, al girar su cuerpo en sus pechos totalmente desnudos. Eran pechos rebosantes, turgentes, grandes, con un par de pezones marrones que pedían a gritos ser mordidos. Puso un brazo en la cintura que arqueó provocativamente, y exhibió su cuerpo sin el menor atisbo de pudor, vestido solo con una breve bombacha. Pero entonces comencé a darme cuenta de algo, y mi mente, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo, quedó casi en blanco, mi boca abierta, porque Nuncia se quitaba la bombacha y con ese gesto, dejó libre lo que colgaba entre sus piernas. Me deslicé de la cama cayendo de rodillas ante esa diosa que se mostraba ante mi, dueña de una hermosísima verga totalmente parada, que se aproximaba hacia su adorador, que era frotada por mis mejillas, que rehuía, por los juguetones movimientos de su cuerpo, dejarse atrapar por mi boca, por mi lengua anhelante, por mis ruegos. Se alejó de mi, se puso una túnica y volvió para levantarme del piso haciendo gala de una fuerza incongruente con todas las imágenes de ella vividas hasta ese momento, pero comprensible ahora que conocía su misterio. Me arrojó sobre la cama y acto seguido se dedicó a desvestirme hasta dejarme totalmente desnudo. Fue hasta su valija y volvió con una especie de látigo corto de innumerables colas. Incoherentemente mi mente voló hasta alguna vieja película en la que había visto un monje autoflagelándose con un látigo similar. Sin mediar palabra alguna, descargó un golpe en mis nalgas, haciéndome gritar por el dolor que me produjo.

"Mi primito ha usado mi ropa interior, mi hábito. ¡Mi primito es un pecador y antes del goce debe ser castigado!".

Y mientras hablaba descargó nuevos golpes en las nalgas y también en la espalda. Quise protegerme y lo único que logré, al girar mi cuerpo, fue recibir un golpe en el pecho, que me dejo una marca roja a la altura de las tetillas.

"¡Oh! ¡Pero al castigo, siempre le sigue el perdón!". Decía.

Y ahora había arrojado el látigo a un lado y montado sobre mi, y su lengua curaba el ardor de mis pezones, y sus manos, sus dedos, la seguían en las más estremecedoras caricias que hubiera recibido alguna vez. Vestía aún la túnica, pero a través de la fina tela, sentía en mi vientre la dureza del tesoro que llevaba entre las piernas, que con cada movimiento que producía para acompañar sus gestos, se apretaba contra mi piel, cedía en su presión, se frotaba, mientras yo entre quejidos clamaba por tenerlo en mi boca, por besarlo, por chuparlo, por tenerlo dentro mío, por recibir el semen que me demostraría finalmente que todo lo que estaba pasando era mucho más que un sueño.

Por fin, jinete vibrando encima mío, estuvo sentada sobre mi boca. Y mientras mi lengua y mis labios se debatían, procurando encontrar el camino, ella se desvistió y se levantó lo suficiente, para que la cabeza del miembro que me atormentaba, se depositara en mi boca. Se mantenía lo suficientemente erguida, como para gobernar la porción de su pija que entregaba a mi voracidad. Un poco el glande, para luego retirarlo y regresar de inmediato y darme un poco más, hasta que de repente, aflojando su cuerpo, con su sonrisa amada en los labios, dejó que me la tragara hasta tenerla allá dentro, en mi garganta, casi ahogándome, sacándola de inmediato para permitirme respirar, e iniciar luego un delicioso vaivén metiendo y sacando, martirizando en dulce castigo mi afiebrada lengua, los infructuosos cierres de mis labios, cogiéndome por la boca con maestría sin igual. Se retiró apenas un poco y un poco con mi lengua y otro poco con su mano, concluyó con la masturbación. En segundos apenas, su leche se derramaba sobre mi, entraba en mi boca, cubría mis ojos, se deslizaba por mis mejillas y en tanto yo saboreaba con deleite el chorro de ambrosía que mi lengua había logrado atrapar, sus tetas se apretaron contra mi cuerpo, cuando el suyo, totalmente distendido, descansaba sobre mi.

Unos minutos después, que transcurrieron casi sin palabras, entre besos, caricias que ella me prodigaba, porque mis manos aún atadas, nada podían hacer, sentí que la verga volvía por sus fueros y se inquietaba entre mis muslos. Ella entonces giró mi cuerpo, so movió de nuevo hasta montar mi cabeza, y luego fue deslizándose, viboreando sobre mi espalda al ritmo de los quiebres de su cintura, mientras sus rodillas moviéndose hacia atrás sobre la cama, le permitieron apoyar el hermoso palo entre mis nalgas.

"¡Ahora primita adorada, yegüa en celo, putita descarriada, , te haré conocer el cielo!" "¡Si, mi amada! ¡Si mi dueña! ¡Dale todo ese fierro a tu puta! ¡Castigá a esta puta pecadora! ¡Rompeme hasta el final! ¡AAAAAAAHHHHHH, el cielo, MI CIELO!

Sentí que se cortaba mi respiración, cuando con un solo empujón se metió en mi hasta la mitad de su pija.

" ¡AAAAAAYYYYY AMOOOOOR!"

¡Y ya estaba totalmente empalada, con sus huevos apretados contra mis nalgas! ¡Y luego de apenas un respiro, el inaudito placer de estar siendo cogido con pasión irrefrenable! ¡Mis caderas bailando una danza febril, agotadora, su cuerpo siguiendo el mismo ritmo, entrando y saliendo de mi culo latiendo como nunca!, ¡el dolor ya inexistente!, ¡Todo delirio, desenfreno! ¡Y por fin la cima del deleite! ¡Toda su deseada, adorada, reclamada leche, llenándome hasta rebalsar de mi agujero, cosquilleando sobre mis nalgas, cuando ella, ya colmada, se retiraba de mi y caía a mi lado, su brazo apretándome fuerte, fuerte contra su cuerpo, mi boca buscando agradecida la suya!

En el rato que siguió, dos veces más fui cogido, chupado y mi leche extraída. Idéntica fue la pasión en cada minuto. Inéditos fueron los placeres vividos. Luego mi bella, amada y sorprendente monjita, me liberó, me ayudó a vestirme y suavemente me empujó de su habitación con un último beso en los labios. Me fui a la mía y más que acostarme, me derrumbé sobre la cama.

Más tarde, sin que alcanzara a despertarme del todo, sentí como sus labios rozaban suavemente los míos y musitaban un suave "hasta pronto", Dejó algo a mi lado y se fue. La oí despedirse de mis hermanas. Entonces tomé su hábito que había dejado para mi, lo apreté entre mis brazos, lo oprimí contra mi rostro, sentí su olor amado, y si, lloré.